23.
Pero en el momento fatal, olvidando a la vez sus ilusiones políticas y las novelas de su vida, quiso descansar en Piques al lado de su virtuosa consorte; la muerte hace entrar todo en el orden.
En Picpus están enterradas las victimas de esa revolución empezada por Mr. de La Fayette, y allí se levanta una capilla donde se rezan oraciones perpetuas en memoria de estas victimas. En Picpus acompañé al duque Mathieu de Montmorency, colega de Mr. La Fayette en la Asamblea constituyente; en el fondo de la sepultura, la cuerda volcó el atajad de este cristiano sobre un costado, como si se hubiese levantado para orar otra vez.
Hallábame confundido con la muchedumbre en la entrada de la calle Grange-Bateliere, cuando desfiló el convoy de Mr. de La Fayette; en la subida del baluarte se detuvo la carroza fúnebre, y entonces lo vi, dorado por un rayo fugitivo de sol, brillar sobre los cascos y las armas; pocos momentos después volvió la sombra y desapareció.
Dispersose la muchedumbre; las vendedoras de chucherías pregonaron su género; los vendedores de juguetes llevaban por todas partes molinetes de papel que giraban al mismo viento que había agitado las plumas de la carroza fúnebre.
En la sesión de la cámara de diputados del 20 de mayo de 1834, el presidente dijo:
«El nombre del general La Fayette será célebre en nuestra historia... Al expresaros los sentimientos de dolor de la cámara, agrego a ellos, señor y querido colega (Jorge La Fayette) la seguridad particular de mi estimación.» después de estas palabras, el redactor de la sesión pone entre paréntesis: (muestras de aprobación.)
He aquí a lo que se reduce una de las existencias más formales. ¿Qué queda de la muerte de los hombres más eminentes? Una capa parda y una cruz de paja como sobre el cadáver del duque de Guisa asesinado en Blois.
Cerca del vocinglero que vendía por un cuarto, en las rejas del palacio de las Tullerías, la noticia de la muerte de Napoleón, oí a dos charlatanes pregonar al son de su trompeta sus contravenenos, y en el Monitor del 21 de enero de 1793 leí estas palabras al pie de la descripción de la ejecución de Luis XVI:
«Dos horas después de la ejecución, nada anunciaba que aquel que poco antes era el jefe de la nación acababa de sufrir el sangriento castigo de los criminales.»
A continuación de estas palabras se leía este anuncio: «Ambrosio, ópera cómica.»
Ultimo actor del drama representado hace cincuenta años, Mr. de La Fayette había permanecido en la escena; el coro final de la tragedia griega pronuncia la moral de la pieza:
«Aprended, ¡Oh ciegos mortales! a volver la vista al último día de la vida.»
Y yo, espectador sentado en un teatro vacío, rodeado de palcos desiertos y alumbrado por una luz moribunda quedo solo de mi tiempo delante del telón corrido, con el silencio y la noche.
Armando Carrel.
Armando Carrel amenazaba el porvenir de Luis Felipe, a la manera que el general La Fayette perseguía su pasado. Sabido es como conocí a Mr. Carrel; desde 1832 no he dejado de tener relaciones con él, hasta el día en que le acompañé al cementerio de Saint-Mandé.
Armando Carrel estaba triste porque empezaba a temer que los franceses no fuesen capaces de un sentimiento razonable de libertad; tenía cierto presentimiento de la brevedad de su vida, y como si esta fuese cosa con la cual no contaba y a la que no daba precio alguno, estaba siempre pronto a aventurarla. Si hubiera sucumbido en su desafío con el joven Laborie, a causa de Enrique V, su muerte hubiera tenido al menos una gran causa y un gran teatro; probablemente sus funerales hubiesen sido honrados con juegos sangrientos; pero nos ha abandonado por una miserable disputa que no valía un cabello de su cabeza.
Hallábase en uno de sus accesos naturales de melancolía, cuando refiriéndose a mí, publicó en el Nacional un artículo a que contesté con la siguiente carta:
París, 5 de marzo de 1834.
«Vuestro articulo, caballero, revela ese conocimiento profundo de las situaciones y de las circunstancias, que os eleva sobre todos los escritores políticos del día. No os hablo de vuestro no vulgar talento; ya sabéis que antes de haber tenido el honor de conoceros, le he tributado plena justicia. No os doy gracias por vuestros elogios, pues me complazco en deberlos a lo que miro actualmente como una antigua amistad. Os eleváis, caballero, a mucha altura, y empezáis a aislaros como todos los hombres destinados a una gran reputación; la multitud que no puede seguirles, les abandona poco a poco; y se les ve tanto mejor cuanto más solos se encuentran.
«Chateaubriand.»
Procuré consolarle con otra carta del 31 de agosto de 1834, cuando fue condenado por un delito de imprenta, y recibí de él la siguiente contestación que manifiesta sus opiniones, sus disgustos y esperanzas.
Al señor vizconde de Chateaubriand.
«Caballero:
«Vuestra carta del 31 de agosto no me fue entregada hasta que llegué a París. Iría desde luego a daros personalmente las gracias si no me viese precisado a consagrar a algunos preparativos de entrada en la cárcel, el poco tiempo que tal vez me dejará la policía, informada de mi regreso. Si, señor vizconde, he sido condenado a seis meses de prisión por la magistratura, por un delito imaginario y en virtud de una legislación igualmente imaginaria, porque el jurado me ha declarado a sabiendas impune, relativamente a la acusación más fundada y después de la defensa que lejos de atenuar mi crimen de verdad, dirigida a la persona de Luis Felipe, había agravado este crimen, erigiéndola en derecho adquirido para toda la prensa de la oposición. Me alegro de que las dificultades de una tesis tan atrevida para los tiempos que corren, os hayan parecido casi superadas en la defensa que habéis leído, y en la que me ha sido tan ventajoso poder invocar la autoridad del libro en que instruíais hace diez y ocho años a vuestro propio partido en los principios de la responsabilidad constitucional.
«Me pregunto algunas veces con tristeza de que habrán servido escritos del mérito de los vuestros y los de los hombres más eminentes de la opinión a qué pertenezco, si de este acuerdo de las más altas inteligencias del país en la constante defensa de los derechos de discusión, no hubiese resultado en definitiva para la generalidad de los espíritus en Francia, un partido resuelto en lo sucesivo a exigir bajo todos los sistemas y banderas victoriosas, sean cuales fueren, la libertad de pensar y de escribir, como la primera condición de toda autoridad legítimamente ejercida. ¿No es verdad, señor vizconde, que cuando pedíais bajo el último gobierno la más alta libertad de discusión, no lo hacíais por el momentáneo provecho que vuestros amigos políticos podían reportar de ella en la oposición contra unos adversarios dueños del poder por la intriga? Algunos se sirvieron con este objeto de la prensa que más tarde lo probaron completamente: pero vos reclamáis la libertad de discusión para el bien común, como el arma y la protección general de todas las ideas antiguas o nuevas, y esto es lo que os ha merecido, señor vizconde, la gratitud y el respeto de las opiniones a que la revolución de julio ha abierto un nuevo palenque. Por esta razón nuestra historia se enlaza con la vuestra, y cuando citamos vuestros escritos lo hacemos no tanto como admiradores del talento incomparable que los ha producido, cuanto como deseosos de continuar desde lejos la misma tarea, jóvenes soldados de una causa de que sois el más glorioso veterano.
«Lo que pretendisteis hace treinta años, y lo que yo querría, si me es lícito nombrarme después de vos, es asegurar los intereses que se disputan en nuestra hermosa Francia, una ley más humana de combate, más civilizada, más fraternal, más decisiva que la guerra civil. ¿Cuándo lograremos sustituir las ideas a los partidos, y los intereses legítimos y aceptables a los disfraces, al egoísmo, y a su codicia? ¿Cuándo veremos operarse por la persuasión y la palabra esas inevitables transacciones que el rencor de los partidos y la efusión de sangre entablan también por extenuación, pero demasiado tarde para los muertos de ambos campamentos, y con sobrada frecuencia sin provecho alguno para los heridos y los que sobreviven? Parece, como decís con dolor, que muchas enseñanzas han sido perdidas y que se ha olvidado ya en Francia cuánto cuesta el refugiarse a la sombra de un despotismo que ofrece únicamente silencio y reposo. Empero no menos debemos por ello continuar hablando, escribiendo, imprimiendo, porque algunas veces surgen recursos inesperados de la constancia. Por esto de tantos bellos ejemplos como habéis dado, señor vizconde, el que más continuamente tengo a la vista está comprendido en una palabra: ¡Perseverancia!
«Aceptad, caballero, el inalterable afecto con que me es grato repetirme vuestro más atento servidor.
«A. Carrel.
Puteaux, cerca de Neuilly, 4 de octubre de 1834.»
Mr. Carrel fue encerrado en Santa Pelagia; yo iba a verle dos o tres veces todas las semanas, y le hallaba de pie detrás de la reja de su ventana; me recordaba su vecino, un joven león africano en el jardín de las Plantas; inmóvil dentro de su jaula el hijo del desierto recorría con miradas inciertas y tristes los objetos exteriores, y se advertía que no viviría mucho. Luego bajábamos, y el servidor de Enrique V se paseaba con el enemigo de los reyes en un patio húmedo, oscuro, reducido y rodeado de altas paredes a manera de un pozo. Otros republicanos paseaban también este patio, aquellos jóvenes y fogosos revolucionarios con sus bigotes y espesas barbas, sus largos cabellos, su gorro teutón o griego, de rostro escuálido, de torvas miradas y aspecto amenazador, parecían esas almas preexistentes en el Tártaro antes de entrar en el reino de la luz; disponíanse a verificar una irrupción en la vida. Su traje se les adaptaba como el uniforme al soldado, como la camisa sangrienta de Neso a Hércules, aquel era un mundo vengador que hacía estremecer oculto detrás de la sociedad actual.
Reuníanse por la noche en el cuarto de su jefe, Armando Carrel, en donde hablaban de lo que debían ejecutar a su advenimiento al poder, y de la necesidad de derramar sangre. Suscitábanse vivas discusiones acerca de los grandes ciudadanos del Terror; unos, partidarios de Marat, eran ateos y materialistas; admiradores de Robespierre adoraban este Cristo. ¿No había dicho San Robespierre, en su discurso sobre el Ser Supremo, que la creencia en Dios daba la fuerza de arrostrar la desgracia, y que la inocencia en el cadalso hacía palidecer al Urano en su carro triunfal? ¡Chocarrería propia de un verdugo que habla con efusión de Dios, de desgracia, de tiranía, y de cadalso, para persuadir a los hombres que solo sacrifica culpables, impelido por la virtud! ¡previsión propia de los malhechores, que al ver acercarse el castigo, blasonan de Sócrates que el juez y procuran intimidar la cuchilla de la ley amenazándo la inocencia!
La mansión en Santa Pelagia perjudicó a Carrel: encerrado con hombres, impetuosos, sus ideas, les respondía, les rechazaba, rehusando noblemente reproducir el 21 de enero; pero al mismo tiempo se irritaba con los padecimientos y los sofismas de los asesinatos que resonaban en sus oídos y trastornaban su razón.
Las madres, las hermanas y las esposas de estos jóvenes iban a consolarles por la mañana y a arreglar sus habitaciones. Atravesando un día el corredor negro que conducía al cuarto de Carrel, oí una voz muy dulce en un aposento contiguo: una mujer hermosa, sin sombrero, con el cabello suelto y sentada en la orilla de una cama, remendaba el destrozado vestido de un preso arrodillado, que parecía no el cautivo de Felipe, sino de la mujer a cuyos pies estaba encadenado.
Libre ya de su prisión, Mr. Carrel venia a visitarme a su vez. Algunos días antes de su hora postrera vino a traerme el número del Nacional en el que se había tomado la molestia de insertar un artículo relativo a mis Ensayos sobre la literatura inglesa, y en que citaba con demasiados elogios las páginas que terminaban estos Ensayos. Después de su muerte me fue entregado el citado artículo, escrito todo de su mano, y le conservo hoy como una prenda de amistad. ¡Después de su muerte! ¡qué palabras acabo de estampar indeliberadamente!
Aun cuando fuese el duelo un suplemento obligado a las leyes que no conocen las ofensas hechas al honor, el duelo es horroroso, sobre todo cuando destruye una vida llena de esperanzas y priva a la sociedad de uno de esos hombres extraordinarios que no aparecen sino después del trabajo de un siglo, en la cadena de ciertas ideas y de ciertos acontecimientos.
Carrel cayó en el bosque que vio caer al duque d'Enghien; la sombra del nieto del gran Condé sirvió de testigo al ilustre plebeyo y lo, llevó consigo. Este bosque fatal me ha hecho llorar dos veces; al menos no me acrimino de haber fallado en estas dos catástrofes a lo que debía a mis simpatías y a mi dolor.
Carrel que en otros desafíos no había pensado en la muerte, pensó en ella antes de este, pues empleó la noche en escribir sus últimas resoluciones, como si le hubiesen notificado el éxito del combate. A las ocho de la mañana del 28 de julio de 1835, encaminose vivo y ligero a las espesuras en que la cabra montés trisca a la misma hora.
Colocado a la distancia convenida, avanza con rapidez, dispara sin inmutarse según su costumbre; parecía que no existían peligros para él. Herido de muerte y apoyado en los brazos de sus amigos, al pasar delante de su contrario, herido también, le preguntó:
«¿Sufrís mucho, caballero?»
Armando Carrel era tan afable como intrépido.
El 22 supe demasiado tarde el funesto lance; en la mañana del 23 me dirigí a Saint-Mandé, donde los amigos de Carrel se hallaban en la más terrible angustia. Quise entrar, pero el cirujano me dijo que mi presencia podría causar al herido una emoción demasiado viva y desvanecer la débil esperanza que aun había de salvarle; al oír estas palabras me retiré consternado.
Al día siguiente 24, me disponía a volver a Saint-Mandé; Jacinto a quien había mandado delante de mí, vino a decirme que el infortunado joven había fallecido a las cinco y media después de haber experimentado dolores atroces: la vida en toda su fuerza, había dado un combate desesperado a la muerte.
El martes 26 se celebraron los funerales. El padre y el hermano de Mr. Carrel habían llegado de Rouen y los hallé encerrados en un pequeño cuarto con tres o cuatro de los más íntimos amigos del hombre cuya pérdida lloramos. Todos me abrazaron tiernamente, y el padre de Mr. Carrel me dijo:
«Armando hubiera sido cristiano como su padre, su madre, sus hermanos: la aguja solo hubiera tenido que recorrer algunas horas para llegar al mismo punto del cuadrante.»
Deploraré eternamente no haber podido ver a Carrel en su lecho de muerte, porque confío que en el momento supremo hubiera hecho recorrer a la aguja el espacio en cuyo término se habría detenido en la hora del cristiano.
Armando Carrel no era tan antirreligioso como se ha supuesto; dudaba, es cierto; pero cuando desde la tenaz incredulidad se pasa a la indecisión, el alma se halla muy próxima a la incertidumbre. Pocos días antes de su muerte decía:
«Daría toda esta vida por creer en la otra.»
Al dar cuenta del suicidio de Mr. Santelet, escribió esta vehemente página:
«He podido conducir por el pensamiento mi vida hasta aquel instante, rápido como el relámpago, en que la vista de los objetos, el movimiento, la voz y el sentimiento me abandonarán, y que las últimas fuerzas de mi espíritu se reunirán para formar esta idea: ¡muero! pero el minuto, el segundo que seguirá inmediatamente, me ha inspirado siempre un horror indefinible; mi imaginación se ha negado siempre a adivinar algo sobre el particular. Es mil veces menos espantoso medir las profundidades del infierno que esta universal incertidumbre.
To die, to sleep,
To sleep! perchance to dream!
«He observado en todos los hombres, sea cual fuere la fuerza de su carácter o de sus creencias, esta misma imposibilidad de llegar más allá de su última impresión terrestre; he visto desvanecerse su cabeza como si al llegar este término se hallasen colocados sobre el borde de un precipicio de diez mil pies de profundidad. Rechazamos esta vista aterradora, para ir a un duelo, para saltar un reducto o desafiar una mar borrascosa; parece que hasta despreciamos la vida y presentamos un semblante resuelto, alegre, tranquilo, pero esto consiste en que la imaginación nos ofrece la victoria como más probable que la muerte; esto consiste en que el alma se ocupa mucho menos de los peligros que de los medios de evitarlos.»
Estas palabras son notables en boca de un hombre que debía morir en un desafío.
Cuando en 1800 volví a Francia, ignoraba que en la costa en que desembarcaba me nacía un amigo. He visto en 1836 bajar este amigo al sepulcro sin esos consuelos religiosos cuyo recuerdo traía a mi patria el primer año del siglo.
Seguí el ataúd desde la casa mortuoria hasta el cementerio y logar de la sepultura; marchaba al lado del padre de Mr. Carrel y daba el brazo a Mr. Arago; Mr. Arago ha medido el cielo que yo he cantado.
Al llegar a la puerta del pequeño campo santo, la comitiva se detuvo y se pronunciaron algunos discursos. La ausencia de la cruz me decía que las señales de mi aflicción debían permanecer en el fondo de mi alma.
Seis años hacía que en las jornadas de julio, al pasar delante de la columna del Louvre, cerca de una sepultura abierta, encontré algunos jóvenes que me llevaron al Luxemburgo, donde iba a protestar en favor de una monarquía que acababan de derribar: después de seis años, volvía, en el aniversario de las fiestas de julio, a asociarme al dolor de aquellos jóvenes republicanos, como ellos se habían asociadla mi fidelidad.
¡Singular destino! Armando Carrel ha exhalado el último suspiro en casa de un oficial de la guardia real que no ha prestado juramento a Felipe; realista y cristiano, yo he tenido el honor de llevar una punta del velo que cubre ilustres cenizas, pero que no las ocultará.
Muchos reyes, príncipes, ministros y hombres que se creían poderosos, han desfilado delante de mí sin que me haya dignado descubrir mi cabeza ante sus féretros, ni consagrar una palabra a su memoria. He hallado más que estudiar y pintar en las clases intermedias de la sociedad, que en aquellos que hacen llevar a los demás su librea. Una casaca bordada de oro no vale tanto como el pedazo de franela que la bala hundió en el vientre de Carrel.
¡Carrel! ¿quién se acuerda de ti? Las medianías y los cobardes a quienes tu muerte ha librado de tu superioridad y de su miedo, y yo que no profesaba tus doctrinas ¿quién piensa en ti? ¿quién te recuerda? Yo te felicito porque has terminado de un solo paso un viaje que llega a ser tan repugnante y desierto porque has fijado el término de tu carrera al alcance de una pistola; distancia que te ha parecido distante todavía, y que redujiste corriendo, a la longitud de una espada.
Envidio a los que han partido antes que yo; imitación de los soldados de César en Brindes, tiendo mi vista desde lo alto de las rocas de la playa sobre la alta mar, hacia el Epiro, deseoso de ver volver los bajeles que han pasado las primeras legiones para que me pasasen a mi vez.
Después de haber leído esto de nuevo en 1836, añadiré que habiendo visitado en 1837 la sepultura de Mr. Carrel, la encontré muy descuidada, pero vi una cruz de madera negra que allí había plantado su hermana Natalia. Pagué a Vaudran, sepulturero, diez y ocho francos que se le adeudaban por las empalizadas; le encargué cuidase la sepultura, que sembrase en derredor céspedes y cultivase flores.
Al principio de cada estación voy a Saint-Mandé a pagar mi censo y a cerciorarme de que mis intenciones han sido fielmente cumplidas 24.