Epílogo
Cuatro años después…
Me enrollo la bufanda alrededor del cuello con tal de abrigarme la garganta. ¡Madre mía, qué frío hace! En un par de semanas estará aquí la Navidad, pero lo cierto es que ya se ha instalado en nuestros cuerpos porque tengo todos los huesos helados.
—¿Tienes frío, eh?
Eric me coge la mano y me la frota para hacerla entrar en calor. Paseamos por el parque durante un buen rato, observando a las pocas madres que han llevado a sus chiquillos a jugar. Nosotros estamos aquí porque a la mía le encanta y parece que ni nota el frío. ¡Pero lo que es yo, vamos, me voy a congelar aquí! Me sorbo la nariz y a continuación me la rasco.
—¿Has comprado un boleto de Navidad?
—No, aún no –contesto, encogiéndome de hombros.
—Pues podríamos hacernos con uno a mitad. Imagínate que nos tocara. Podríamos irnos a Honolulu y pasar allí las mejores vacaciones.
Suelto una risita. Eric siempre me hace reír. La verdad es que me encanta pasar momentos a su lado. Es una de las mejores personas que tengo en mi vida y, después de todo lo ocurrido, no lo quiero perder.
—Ya no te queda nada para terminar la investigación, ¿eh? –dice sonriente con la mirada puesta en el frente.
—Aún no me puedo creer que este año vaya a terminar el doctorado. –Meneo la cabeza, un tanto incrédula–. No te creas, que es difícil hacerlo con una niña lloriqueando todo el rato para que juegue con ella.
—Anda, no te quejes, que estás loquita con ella. –Me guiña un ojo. Adoro ese gesto tan característico de él. Siempre me llena de calidez el corazón.
—Pues anda que tú… No la puedes dejar solita ni un minuto.
Nos sentamos en el banco más cercano para poder observar a mi niña, la cual no deja de gritar y reír y pedirme que la mire. Yo la saludo con la mano y le digo que ya va siendo hora de irnos, que me estoy muriendo de frío, pero ella hace un puchero con el que me confirma que se quiere quedar un rato más.
—¿Qué le puedo regalar este año para Reyes? –me pregunta Eric, colocándose los guantes de lana.
—Pues no sé. Si es que la llenas de regalos. –Arqueo una ceja como regañándolo–. La estás malacostumbrado. Se me va a hacer una niña pija.
—No puedo evitarlo. Es mi princesita –Me saca la lengua de forma divertida.
Yo me echo hacia delante y le rodeo con mis brazos. Él me frota la espalda, transmitiéndome toda su tranquilidad.
—Me ha dicho tu madre que la niña no para de hablarle de una muñeca nueva –continúa él, en tono pensativo.
—¡No le regales otra muñeca, que ya tiene un montón! –me quejo, alzando el rostro para mirarle–. Si le vas a comprar algo que sea un libro.
Se echa a reír y me da un fuerte y sonoro beso en la mejilla, la cual me acaricia después. Yo lo miro con los ojos entrecerrados, como si estuviera enfadada.
—Para eso ya estáis su padre y tú.
Meneo la cabeza y me giro hacia los columpios. Abel está empujando a nuestra hija con una gran sonrisa en su rostro. Puedo leer la alegría contagiosa que habita en sus ojos. A él tampoco le importa que haga un frío que pela mientras su niña se ría y le pida que la empuje más y más.
—¡Eh! ¿Nos vamos ya o qué? –insisto, temblando de arriba abajo.
—¡Mamiiiiiii! Espera un poco más.
Abel detiene el columpio y le susurra algo al oído que a ella parece hacerle mucha ilusión. Asiente con la cabeza y permite que la desmonte y la traiga en brazos hasta nosotros. Me quedo mirándolos embobada mientras se acercan. Jamás imaginé que Abel sería un padre tan estupendo. El amor que siente por nuestra hija es infinito y me hace sentir la mujer con más suerte del mundo.
—¿Sabes lo que quiere regalarle tu amigo por Navidad? ¡Otra muñeca!
Laura –quisimos que llevara el nombre de su abuela, a pesar de que no esté entre nosotros– suelta una risita y da unas cuantas palmadas, muy feliz.
—¡Sí, sí, muneca!
Yo miro a Eric con la ceja arqueada y chasqueo la lengua. Él se encoge de hombros y se ríe también. La niña se inclina hacia delante para que la tome en brazos y le da un beso húmedo. Está loquita con su padrino, pero como para no, si le concede todos los caprichos que la señorita quiere.
—¿Cómo la has convencido para bajar del columpio? –le pregunto a Abel mientras nos dirigimos a la salida del parque.
—Le he dicho que esta noche habría lectura doble. –Me sonríe y yo se la devuelvo. Nos agarramos de las manos y caminamos en silencio mientras Eric juega con Laura.
Me la quedo mirando con una sonrisa tonta en la cara. Todas las madres pensamos que nuestros hijos son los mejores y los más guapos, pero lo cierto es que Laura es una preciosidad. Con su pelo tan negro y esos ojos tan grandes y azules, idénticos a los de su padre. Lo cierto es que se parecen mucho, incluso en la manera que tienen ambos de reír. De mí ha sacado la manía de arrugar la nariz cuando algo le disgusta, las pequitas en las mejillas y el espíritu nervioso.
—¿Vamos a ver el árbol? –pregunta la niña de repente con su vocecita. Se refiere al enorme árbol luminoso que han puesto en la plaza del Ayuntamiento para decorarla.
—Estamos lejos y ya es tarde. Hay que ir a darse un baño caliente y a cenar –le digo acercándome a ella y tomándola en brazos.
Laura se me coge del cuello haciendo pucheritos con los labios y yo no puedo más que comérmela a besos. Antes de tenerla, no podía saber lo que es amar a alguien más que a tu propia vida. Pero esta niña ha iluminado nuestras vidas y nuestro hogar es inmensamente brillante cada vez que se acerca la Navidad. Incluso mi madre se emociona un montón y decora todo su piso para que Laura disfrute cuando la llevamos. Y Abel… Bueno, a Abel siempre se le cae la baba, para qué mentir. Y lo cierto es que el nacimiento de nuestra hija todavía le cambió más. Cada mañana sonríe cuando la niña nos despierta y todas las noches se acuesta con los ojos rebosantes de felicidad.
Paseamos por la ciudad hasta llegar a nuestro piso. Eric se despide de nosotros y Laura se pone a sollozar cuando le da un beso a ella. Le tiene que prometer que mañana vendrá a verla para que se quede tranquila. Una vez en casa, mientras yo baño a nuestra pequeña, Abel le prepara la cena.
—¿Voy a cenar salchichas hoy? –pregunta ella, jugueteando con uno de los muñecos de Peppa Pig que le regaló mi madre.
—No. Hoy toca arroz y verduras –le digo, aclarándole el largo cabello con agua bien calentita.
—¿Y cuándo vamos a comer turrón de chocolate? –inquiere una vez la saco de la bañera.
—La noche en que venga Papá Noel podrás comer un poco.
Le seco el pelo durante un buen rato, hasta que me aseguro de que no hay ni una sola parte húmeda. Después la unto con aceite corporal hasta que su piel está bien suave y le echo un poco de colonia Nenuco. Ella no para de reírse y de intentar jugar conmigo mientras le coloco el pijama rosa con ositos. Le doy un beso en la cabeza una vez he terminado y nos encaminamos al comedor. Abel ya ha preparado la mesa y nos está esperando. Él y yo cenaremos después, pero de momento ha sacado un poco de jamón para picar.
—Esta mañana en el cole Gonzalo se ha hecho pipí encima –nos dice Laura mientras se come el arroz a grandes cucharadas. Tenemos la suerte de que le gusta todo.
—Bueno, pero como tú eres mayor, ¿no lo haces, verdad? –Abel se inclina hacia ella y la mira con una sonrisa.
—¡Claro que no! Por favor, papá –responde ella poniendo cara de ofendida.
Mi marido y yo nos echamos a reír ante la ocurrencia de Laura. Nos miramos durante un buen rato, diciéndonos en silencio lo mucho que nos queremos y lo maravillosa que es la familia que hemos formado.
Una media hora después de la cena Abel lleva a Laura a la habitación. Está acostumbrada a que él le lea algún cuento. La niña nos ha salido avanzada, porque alguna vez le ha pedido que le leyese alguno de los de la abuela. Es demasiado pequeña para esos libros, pero estoy segura de que, cuando sea mayor, se convertirá en una devoradora de letras.
Mientras lavo los platos puedo escuchar la voz de Abel narrándole un fantástico cuento a nuestra hija. Esta vez creo que se trata de uno sobre la Navidad que Cyn y Eva le compraron hace poco. Meneo la cabeza con alegría al oír las carcajadas de Laura. Cuando termino la tarea, me deslizo hasta el dormitorio y me quedo de pie en la puerta, apoyada en el marco, para observarlos a los dos. Ella ya está casi dormida con una enorme sonrisa en el rostro. Y Abel es el padre más orgulloso del mundo cada vez que su niña disfruta con los cuentos.
Lo cierto es que todo lo que nos ha sucedido en la vida durante los últimos años es como un milagro. Los médicos acertaron en denominarlo así. Y es que, a pesar de que la enfermedad de Abel no ha desaparecido, tampoco ha ido a más, algo que nos ha dejado sorprendidos a todos. Los meses que pasamos en la cabaña de su madre me hicieron pensar que él jamás se recuperaría, que pronto se olvidaría de mí y de nuestro amor. Había un rescoldo de esperanza en mi corazón, pero la verdad es que no estaba nada segura. Su mejoría no quiere decir que no vaya a pasar algún día. Por supuesto que empezará a olvidarse de mí… Y de nuestra hija. Pero su médico ha asegurado que tendremos Abel para rato, que su memoria se mantiene intacta de momento y que, posiblemente, hasta los cincuenta años o más no suceda.
Aún nos queda mucho tiempo pero, de todas formas, este pasa muy rápido. Por eso, sé que él intenta atesorar todos los momentos con su pequeña y conmigo, incluso los más tontos. Cada palabra, cada gesto, cada paseo que damos, cada comida, cada beso… Todos ellos los está guardando en su corazón para que se mantengan ahí por siempre.
Cuando me quiero dar cuenta se ha levantado de la cama y está delante de mí. Yo me había perdido entre mis pensamientos. Él me abraza por detrás al tiempo que salimos al pasillo y yo sonrío al sentir sus manos en mi vientre.
—¿No te apetece tener un Abelito?
—Para eso le ponemos el nombre de tu padre, que es más bonito.
—Gabriel… No suena mal. Pero también podríamos ponerle el de tu padre.
—De momento bastante tenemos con Laura –le digo, girándome hacia él y pasándole los brazos por el cuello. Me pongo de puntillas, acercando mi rostro al suyo. Nuestros labios se rozan y, en cuestión de segundos, todo mi cuerpo se pone en tensión. Y sé que jamás dejará de despertar cada rincón de mi ser… Abel no necesita tocarme para hacerme sentir, tan sólo con su mirada lo logra–. ¿Por qué no vamos al cuarto antes de cenar…? –propongo, coqueta.
—¿Y si Laura se despierta? –A veces me da rabia que sea un padre tan preocupado.
—Venga, vamos. Sólo será un ratito… –Acerco mi boca a la suya y le beso con intensidad. Pronto su lengua se enrosca con la mía y nuestras respiraciones se aceleran.
—No puedo decir que no a eso… –me dice, sonriendo.
Corremos hacia la habitación entre risitas. Pronto nuestras ropas han volado por los aires y han aterrizado en el suelo. Nos metemos entre las mantas para no congelarnos. Las frías manos de Abel me acarician todo el cuerpo, pero no me molesta, sino que mi piel se va encendiendo más y más con cada roce de sus dedos. En cuanto uno de ellos se posa en mi sexo, se me escapa un jadeo y abro los ojos de par en par.
—Te amo, Sara. Eres mi vida –me susurra, colocándose encima de mí.
Segundos después su pene está entrando en mí, llenándome toda de él. Me agarro a su espalda y acompaso mis movimientos a los suyos. Él gime contra mi cuello al tiempo que me lo besa y me lo muerde con suavidad. No hemos perdido la pasión al hacer el amor… Continúa haciéndome vibrar como el primer día. Y espero que siempre sea así. Pero además, ahora hemos aprendido a hacerlo de una manera que nos hace pensar que en verdad el tiempo se detiene. Sí, cuando lo tengo en mi interior, ninguno de los relojes de esta casa funciona. La luna se queda congelada en el cielo, cómplice de nuestra unión. Es la forma que Abel tiene de tocarme, el modo que tiene de juntar sus labios con los míos, la manera de confesarme con la mirada que no hay –ni habrá– ninguna otra mujer como yo.
Él acelera los movimientos, introduciéndose con más fuerza en mí. Enrollo mis piernas alrededor de su cintura y le clavo las uñas en la espalda, intentando controlar mis gemidos para que nadie nos escuche. Cierro los ojos al tiempo que caigo en una espiral infinita de placer. Doy vueltas, floto, vuelo, caigo, reboto y vuelvo a caer, subo y bajo y me enloquezco. En realidad, es Abel el que me vuelve loca, el que consigue que el orgasmo sea una experiencia sagrada.
—Sara… Sólo tú –me susurra, cuando está a punto de correrse.
Le miro sin comprender, a punto de irme yo también.
—Tiéntame… sólo tú. Para siempre –dice entre jadeos.
Yo me echo a reír y le aprieto contra mí con más fuerza. Una oleada de cosquillas me asciende desde los dedos de los pies. Todo el cuerpo me tiembla cuando el orgasmo arrasa en mí. Ahogo los gritos en su hombro, mordiéndoselo con suavidad. Él esconde la nariz en mi cuello y se corre también, pronunciando mi nombre.
Nos quedamos abrazados en la cama, en silencio, arrebujados en la calidez de las mantas que se han llenado de nuestros suspiros. Ni siquiera vamos a cenar… Queremos aprovechar estos momentos irrepetibles.
Sí… Cada momento lo es. Es único e irrepetible. Incluso el más simple merece ser conservado como el mejor tesoro cuando lo vives con la persona que amas. Cuando lo compartes con esa persona que, con tan sólo su presencia, te hace volar.