11

 

La estancia se encontraba en penumbras. Tan sólo el aroma a incienso recién encendido indicaba que había alguien en ella o que, al menos, lo había estado minutos antes.

Avanzó a tientas, con un nudo opresivo en el estómago. ¿Dónde se estaba metiendo? «Ten cuidado con lo que deseas, pues puede hacerse realidad». Se lo había repetido durante su infancia y siempre le había parecido un consejo bueno, pero ahora se le antojaba una advertencia. Había deseado saber más sobre la mujer con la que se estaba acostando desde hacía un tiempo, y ahora ya no estaba segura de quererlo.

«Pero tu madre no está. Así que no prestes atención a sus citas. Siempre eran las citas de libros y de ella. No siempre son buenas ni ciertas», en su cabeza retumbó la potente voz que últimamente le acosaba más que nunca. «Recuerda por qué estás haciendo esto, no olvides qué es lo que buscas». Quiso contestar que podía conseguirlo por sus propios medios, pero sabía que se estaba mintiendo a sí mismo.

—¿Hola? –preguntó, sin apenas reconocer su temerosa voz.

Un leve susurro de telas que no acertó a descubrir de dónde provenía. Parpadeó confundido, asustado y, al mismo tiempo, embargado de curiosidad.

—¿Estás ahí?

De repente, las luces se encendieron. Eran de un tono violáceo que otorgaba a la habitación de un aspecto misterioso y sensual. En el centro había una alta cama repleta de grandes almohadones. En el suelo, una alfombra persa abarcaba toda la estancia. Se fijó en que había espejos en las cuatro paredes y también en el techo. Sin poderlo evitar, se estremeció al verse reflejado en esos cristales. Cinco réplicas asustadas le observaban desde distintos ángulos.

Entonces, descubrió los artilugios que descansaban en un mueble. Se acercó a ellos y los escrutó con el nudo en el estómago agrandándose. ¿Por qué Jade tenía todos esos objetos afilados? ¿Por qué había, colgando de la pared, unos cuantos látigos con puntas de tiras? También había un montón de cuerdas a las que no lograba otorgarles un uso.

Había mucho más y, aunque todo aquello le asombraba y le hacía pensar en el tipo de mujer que podía ser ella, no pudo evitar poner toda su atención en una de las gruesas y rudas cuerdas en la que se habían hecho expertos nudos. Se preguntó para qué podía servir aquel objeto que se le antojaba obsceno y peligroso. Luego agarró un cuchillo bien grande y se imaginó paseándolo por la piel de Jade.

—Querido –su voz femenina flotó hasta los oídos del joven, sobresaltándolo. El cuchillo cayó al suelo con estrépito.

Se apresuró a recogerlo y lo colocó con sumo cuidado antes de darse la vuelta. Ella se encontraba al lado de la puerta, vestida con tan sólo un corpiño rojo, muy ajustado, que dejaba entrever buena parte de su curvada anatomía. Era una mujer atractiva, carnal y de aspecto lujurioso, y ella lo sabía y lo explotaba al máximo. Llevaba el cabello rojizo, largo y ondulado anudado en una trenza. Él había leído un libro acerca de una mujer llamada Bathory que sentía una extraña obsesión por la sangre y, en esos momentos, pensó que Jade podía ser como ella.

Sin poderlo evitar, el sexo del joven despertó. Jade tenía la capacidad de excitarlo al sonreírle de esa manera tan provocativa. Avanzó hacia él con sus andares de gata salvaje y rabiosa. Él no se atrevió a moverse ni a decir palabra alguna. Sólo podía observar la piel desnuda de la mujer e imaginar que clavaba la cuerda en la blancura, hasta enrojecerla.

Esos pensamientos le sorprendieron y tragó saliva, tratando de rechazarlos. Ella se colocó frente a él. Era igual de alta con los tacones, aunque sin ellos sobrepasaba la media femenina. Le acarició la mejilla con dos dedos y él cerró los ojos dejándose llevar. A continuación, la mujer se acercó a un botón en la pared que él no había visto. Lo apretó y se escuchó un timbre fuera de la habitación. Minutos después, un criado acudía con sendas copas de vino. Ella las cogió y, mientras el hombre se retiraba con una inclinación y cerraba la puerta, se giró hacia el joven y le ofreció una de las copas.

Sorbió de la suya mirándolo con una sonrisa en los ojos.

—Te preguntarás por qué te he traído aquí –dijo con su melosa voz–. Ya conocías mi casa, a excepción de mi dormitorio, así que ya iba siendo hora. Dijiste que querías conocerme más y, antes de mostrarte dónde trabajo, debo enseñarte parte de lo que somos. De lo que soy.

Él no contestó, sino que se limitó a beber la copa de golpe. Ella curvó los labios en una sonrisa y volvió a llamar al criado, el cual trajo, esta vez, una botella de vino y algo más: unas líneas de polvo blanco que le asustaron más de lo que estaba.

—Ven –ronroneó la mujer, cogiéndolo de la mano y llevándolo hasta la cama. Ambos se sentaron en silencio. La mujer se inclinó sobre la bandeja y aspiró con fuerza–. Joder, qué buen material trae Alejandro –murmuró más para sí misma, con los ojos cerrados. Él se preguntó si Alejandro y Jade tendrían, también, alguna especie de extraña relación. Jade abrió los ojos como si le hubiera leído el pensamiento y le señaló la raya–. Ahora tú.

Estuvo a punto de rechazar la invitación, pero había un brillo extraño en los ojos de ella que le activaron como a un autómata. Se abalanzó sobre la cocaína y aspiró. Se sintió mareado, con un poco de dolor en las fosas nasales y en el entrecejo, los ojos llorosos y mocos en la nariz.

—Así estarás más receptivo. –La mujer le entregó otra copa de vino, que él apuró al instante.

—Estoy un poco raro –dijo, llevándose una mano a la cabeza.

Pero instantes después, un pequeño cosquilleo empezó a subirle desde los pies y avanzó por sus piernas hasta llegar a la palma de las manos. Sentía ganas de saltar, moverse, de hacer un sinfín de cosas que lo llevaran al frenesí. Estaba inquieto y eufórico, y ella tan sólo lo observaba en silencio.

—Abel, si vas a ser mío y yo tuya, pues parece que es lo que quieres, tienes que aceptarme en todos los sentidos –habló con una voz que le pareció lejana. No comprendió muy bien lo que le decía, pero asintió de todas formas.

Ella le llenó la copa una vez más y la volvió a beber con avidez. Estaba sediento. Era un vino excelente. Jade tenía muy buen gusto para todo. Después lo llevó de la mano hasta colocarlo ante los artilugios. A él todo le empezaba a dar vueltas.

—Me gusta el dolor –le confesó la mujer. Con el alcohol y las drogas en su cuerpo, no le pareció extraño. Es más, pensó en que él, desde que había muerto su madre, también se había habituado al dolor–. Me gusta provocármelo, sentirlo en cada una de las partes de mi cuerpo, incluso en la mente.

Cogió uno de los objetos, uno de los pequeños pero más afilados y, sin avisar, le subió la camiseta y le cortó en la parte baja de la espalda. Él soltó un quejido. No había sido más que un roce, pero había escocido.

—Quítate la camiseta.

El joven dudó, pero al fin se deshizo de ella y la dejó caer al suelo. La mujer se fijó en que tenía la carne de gallina y sonrió. Antes de que pudiera reaccionar, el metal rajó un poco más de la espalda del chico. Soltó un grito, más de sorpresa que de otra cosa, a pesar de que esa vez sí había dolido.

—El dolor es vida –murmuró ella, medio absorta en sus pensamientos–. ¿Te ha dolido? –le preguntó, saliendo de sí misma.

—Un poco.

—¿Y qué más? ¿Qué más has sentido?

—Liberación –respondió él tras meditar unos segundos, bastante confundido al escuchar su propia respuesta.

—Eso mismo es lo que siento yo, querido –le explicó.

Acarició la cuchilla, mirándolo de manera sensual. Con sólo ese gesto de ella, se excitó, y ansió besarla. Se dispuso a ello, pero Jade lo frenó, posando el metal en su pecho. Le sorprendió cuando ella estiró su brazo y se cortó en la muñeca para después lamerse
la brillante gota de sangre. Sí, más que nunca, Jade era como aquella condesa Sangrienta. Sin embargo, no estaba asustado, sino que todo aquello sólo despertaba curiosidad en él. ¿Se debía a la droga y el alcohol que había tomado o es que tenía algo de sádico?

—Cuando te vi en el restaurante, supe que tú eras uno de nosotros. Contemplé el dolor y la tristeza en tus ojos, pero tú adorabas ese dolor, Abel. Lo aguantabas en silencio porque te gustaba sentirlo en tu mente. –Lo observó con profundidad y, sin previo aviso, pasó la cuchilla por su vientre. Una gotita de sangre asomó y Jade se inclinó para lamerla. Abel echó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, tremendamente excitado, notando el efecto del vino y de la coca en su organismo–. La sangre y el dolor son vida –le repitió–. El dolor es placer y la mejor forma de expresar las emociones más fuertes. Recuérdalo, Abel.

Se apartó y colocó el objeto en el estante. A continuación, cogió el látigo de puntas de cuero y lo agitó ante su rostro.

—Me gustan muchas cosas, querido. Algunos pensarán que soy una sádica, otros una enferma sexual. No me importa porque, sinceramente, todo esto es maravilloso. Pero hay unas reglas, claro, no vale todo aunque crean que sí. No quiero que tú me cortes, eso ya lo hago yo porque es lo que me gusta. Con otra gente, mis preferencias cambian. –Se calló unos segundos y observó el látigo–. Lo que me encantaría es ver cómo te cortas tú o cómo te provocas dolor, ¿lo entiendes? –Se acercó otra vez y le acarició el pecho y el abdomen con las puntas, a lo que él respondió encogiéndolo–. Tú más que nadie sabes dónde están tus límites. Espero que los tuyos sean infinitos; es más divertido. Hagamos una prueba –dijo, resuelta.

Él se quedó muy quieto, sin reaccionar. La mujer lo miró con una ceja arqueada y posó su mano en el bulto que había crecido en el vaquero.

—Esto me indica que quieres continuar –murmuró en su oído–. ¿Con qué te apetece hacerlo? –le preguntó, señalando la pared con artilugios. Él le señalo el látigo con puntas, a lo que ella esbozó una tétrica sonrisa–. Vaya, empiezas fuerte.

Él dudó unos instantes sin saber qué hacer. En realidad, se sentía totalmente perdido y no entendía qué era lo que estaba haciendo. ¿De verdad estaba dispuesto a golpearse a sí mismo porque esa mujer se lo aconsejaba? ¿De verdad provocarse dolor le iba a hacer olvidar? Una parte de él le aseguró que sí.

—¿Prefieres que lo haga yo? –le preguntó Jade. De inmediato, él negó con la cabeza. Estaba seguro que, si quería conseguir la sensación que ella le había prometido, necesitaba hacerlo él–. Debes arrodillarte en el suelo. –Cuando lo hizo, Jade le entregó el látigo. Se lo quedó mirando con curiosidad.

El joven se limitó a obedecer. El nudo en su estómago crecía, pero también sus ganas por saber si todo aquello le iba a hacer sentir mejor.

—Cuando quieras, querido.

Asintió con la cabeza. La respiración se le aceleró en el momento en que su brazo se movía para golpearse. Cuando las afiladas puntas se clavaron en su espalda, se le escapó un jadeo. Dolió, pero no se quejó. Se golpeó un par de veces más, rápido, salvajemente. El sudor empezaba a perlar su piel. Escuchaba a Jade gemir a su espalda y supo que estaba excitada. A pesar de todo, él no, a diferencia de lo que había creído en un principio. Pero sí que sintió un secreto placer en los latigazos que se estaba propinando porque le pareció que se lo merecía. Notó que ese dolor que tenía bien dentro, un dolor terrible y nauseabundo, se le escapaba con cada latigazo. Por primera vez desde la muerte de su madre, se supo liberado. El dolor en su carne le enturbiaba los sentidos y así creyó estar sintiendo lo que ella había sentido antes de morir. Deseó tomar más cocaína para caer en un estado de trance.

Apretó los labios y continuó con su propio castigo. Contó hasta doce latigazos y se habría otorgado muchos más de no ser porque Jade le gritó que se detuviera.

—Basta. ¿Es que quieres joderte en el primer día? Levántate.

Así lo hizo. Le temblaban las piernas un poco, pero cuando sus miradas se encontraron, Jade descubrió que a él le había gustado y que querría repetir. Sonrió muy satisfecha.

—Sabía que ibas a ser un buen compañero de juegos. Has aguantado mucho más de lo que creía –Le acarició la barbilla con adoración–. Ahora estás preparado para todo lo que soy, podemos ser el uno del otro al completo, y también de otros que desean lo mismo.

Él descubrió un destello de locura en sus ojos que lo trastocó. Sin embargo, solo atinó a asentir.

—¿Te ha gustado, verdad?

—Sí.

—¿Qué has sentido? –El látigo silbó en el aire cuando ella lo cogió.

—Ha sido como una anestesia –confesó él, aturdido. Y, aunque había podido olvidarse de quién era durante esos instantes y de lo que llevaba dentro, supo que no era algo que quisiera repetir.

—Eras un hombre entregado al dolor, pero no sabías cómo aprovecharlo. Yo quiero enseñarte que este dolor –posó un dedo en la sien del joven– puede acallarse con este otro. –Le acarició el vientre desnudo–. Y fundirlos en uno solo para el goce de los sentidos, hasta alcanzar el éxtasis.

Él no pudo comprender sus palabras porque no se había excitado lo suficiente. Y, aunque unos segundos antes había pensado que no querría repetirlo, sentía ganas de volver a arrodillarse y buscar ese placer del que ella hablaba.

—Si vas a trabajar conmigo, tienes que estar preparado y por eso te he traído aquí. Por nada del mundo te voy a compartir, no al menos de determinada forma, aunque estoy deseando que nos entreguemos a otros cuerpos los dos juntos. Allí se practican juegos que pueden herir tu sensibilidad, Abel –Soltó una risita. Dejó el látigo en el suelo y llamó al criado. Cuando este entró, le dijo–: Por favor, lávalo. –Señaló las puntas, manchadas de sangre. Luego miró a Abel–. Ve con él. Te curará esas heridas. Cuando hayas descansado, regresa a la habitación y dile a Fernando que estás preparado. Te quiero perfecto para mí –y dicho eso, salió de la habitación con sus andares sinuosos.

Con la cabeza dándole vueltas, el joven siguió al criado, que lo llevó a uno de los enormes cuartos de baño y lo lavó como si fuese un niño pequeño, le desinfectó los cortes y se los curó. A continuación lo guio a una de las muchas habitaciones y se la preparó para que pudiese dormir. No pudo hacerlo porque por su mente sólo rondaba lo que había sucedido un rato antes. Una hora después se sintió descansado. Le dolían las heridas de la espalda, pero quería saber lo que Jade le había preparado. Avisó al criado y este acudió de inmediato.

—Quiero más de lo de antes.

—¿De qué, señor?

—La cocaína –murmuró, como si hubiese alguien más en la habitación que los pudiese escuchar.

—Por supuesto.

El hombre regresó con una pequeñita bandeja de plata, se la dejó sobre la mesita de noche y se marchó. Él la aspiró con vehemencia y luego se dejó caer en la cama, con los sentidos aturdidos. Al cabo de unos diez minutos, decidió que estaba preparado. Se levantó de la cama y salió en busca de Jade. No había nadie más en la casa y no recordaba dónde se encontraba aquella habitación, sobre todo porque la droga le estaba haciendo efecto.

—Por aquí, señor. –El criado apareció de repente como por arte de magia.

Lo siguió confundido. Le abrió la puerta de la estancia y él entró en silencio. Descubrió a Jade maniobrando. Estaba metiendo una larga cuerda en varias argollas que colgaban de otra de las paredes. Se acercó a ella sin comprender para qué servía todo aquello. Parecía muy concentrada, colocándolo todo de manera cuidadosa, haciendo una especie de dibujo con las cuerdas. Pero lo que más le sorprendió era la chica que encontró sentada al borde de la cama. Era más joven que Jade, pálida y ojerosa, de cabello muy negro, con un atractivo perturbador. Tenía un montón de tatuajes por el cuerpo, todos ellos oscuros. Llevaba tan sólo un corsé y unas bragas de encaje negro, y algo rodeaba su cintura. Al acercarse se dio cuenta de que era un cinturón que le apretaba muchísimo, que hundía esa carne blanca. Estaba seguro de que a la chica le dolería mucho.

Al descubrirlo, esbozó una sonrisa. Él no se la devolvió, pues estaba muy confundido. ¿Qué hacía allí? En ese momento Jade levantó la cabeza y lo vio.

—Por fin has venido. Enséñame tu espalda. –Le hizo un gesto con el dedo para que se diera la vuelta–. Está mucho mejor. Tienes una piel fuerte.

Luego continuó con su trabajo. Cuando le pareció que todo estaba correcto, se quitó el corsé y se quedó desnuda.

—Desvístete tú también.

Abel se bajó los pantalones y la ropa interior. Ambos se observaron y, segundos después, el sexo del joven apuntó hacia el vientre de ella. Jade asintió y sonrió satisfecha.

—Ahora te voy a mostrar lo que a mí me gusta. –Se arrodilló en el suelo tal y como él había hecho antes. Después giró el rostro hacia la jovencita y la llamó–. Ariadna, ven aquí.

La muchacha saltó de la cama y se apresuró a acercarse. Parecía saber muy bien lo que tenía que hacer, pues de inmediato, sin que Jade le dijera nada más, empezó a enrollar la cuerda alrededor del cuello de ella.

Abel las observó con los ojos muy abiertos, empezando a entender de lo que se trataba aquello. La muchacha dejó dos partes de la cuerda sueltas en el suelo y se hizo a un lado. Jade le hizo un gesto a él para que las cogiera. El joven titubeó.

—Vamos. Prueba. Sé que te gustará.

Al fin accedió. Cogió los extremos de las cuerdas y los enrolló en sus manos, apresándolas, aunque con cierto temor.

—Ahora siéntate en el suelo.

Obedeció. Y ella se colocó a horcajadas sobre él, rozándole con su sexo, que ya estaba húmedo. El suyo vibró bajo el de ella, con lo que soltó un pequeño gemido a modo de respuesta. Él apreció que la cuerda en el cuello aún estaba floja, pero que si estiraba, podía apretarla a su antojo. Tragó saliva.

—¿Comprendes, mi amor?

Asintió con la cabeza. Apretó con fuerza, meneando las caderas hacia arriba para colarse en el interior de la mujer. En cuanto lo hizo, ella gimió.

—Tira de ellas mientras me follas. Tira todo lo que quieras. Cuanto más me apriete, más me gustará.

—¿Y si te hago daño?

—Es lo que quiero –respondió la mujer con una sonrisa.

—Pero puede ser peligroso.

—Me excita pensar que me puedas ahogar. –Lo miró con un destello oscuro.

—¿Y ella? –le preguntó, señalando a la joven morena que les observaba con expresión lujuriosa.

—Puedes elegir. ¿Quieres que sólo nos mire o que participe?

—¿Participar cómo?

—Tocándote, besándote, mientras tú me follas.

El joven no dijo nada más, tan sólo asintió dirigiendo los ojos a la muchacha que se acercó a él y empezó a acariciarle el cuello. Jamás había estado con dos mujeres, no al menos de aquella inaudita manera. Jade le indicó con la mirada para que se moviera. Él sacudió las caderas para que ella se moviera al unísono. Tomó las cuerdas y tiró de ellas, provocando que el cuello de la mujer cayera hacia atrás. Jade soltó otro gemido, esta vez más fuerte, y sonrió.

—Así, Abel. No te detengas.

La penetró a más velocidad, entreabriendo los labios, porque también empezaba a sentir un enorme placer. La cocaína en su organismo le nublaba la razón. Veía a su compañera borrosa, al tiempo que parecía que las cuerdas se le escapaban de las manos. Así que tiró más de ellas y Jade gruñó de gusto. Ella lo cogió de los hombros y le clavó las uñas. Apreció que abría la boca porque le faltaba el aire. Estaba seguro de que la gruesa cuerda estaba clavándose tanto en su piel que cuando se la quitara habría una marca rojiza en ella, incluso sangre. La joven muchacha le mordía el cuello mientras tanto, aunque a ratos simplemente miraba y se tocaba a sí misma.

Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que no estaba tan excitado como creía. Una vez más, era otra la sensación que le embargaba. Sin embargo, Jade se mostraba tan perdida en el placer del dolor que gemía una y otra vez y se movía sobre él de manera descarada.

—Aprie… ta… mucho… más –le pidió con la voz entrecortada.

Así lo hizo. Las cuerdas se enroscaron en el cuello de la mujer de manera violenta y ella dio una arcada, pero al mismo tiempo cerró los ojos, presa del placer. Sabía que estaba a punto de correrse, así que se movió en su interior de manera brusca, al tiempo que ceñía la cuerda. Jade soltó un grito ahogado. El pensar que le faltaba el aire, sí lo excitó. Su pene vibró en el interior del sexo de la mujer y, segundos después, se corrió en ella con un jadeo. Jade lo imitó poco después, con la cabeza tan echada hacia atrás a causa de la tensión de la cuerda que pensaba que el cuello se le iba a partir.

Soltó las cuerdas y se dejó caer hacia atrás. Ella se las quitó y se tumbó sobre él. Ariadna se había arrodillado al lado de ambos y les acariciaba de manera enfermiza. Un rato después, Jade se levantó y fue a mirarse al espejo. Las marcas rojizas destacaban en la blanca piel de su cuello. Se las acarició con ternura y él pensó que estaba loca. Sin embargo, no podía apartarse de ella. No quería. Había probado algo que alejaba, por un tiempo, el dolor, la pena, la rabia y la culpa de su mente. En parte se sentía avergonzado, pero no podía evitarlo.

—Lo has hecho muy bien –le dijo ella cariñosamente, sin apartar la mirada del espejo–. Poco a poco estarás preparado, Abel. Poco a poco te enseñaré tantas cosas…

Se giró hacia él y lo miró con una sonrisa lobuna que estremeció cada parte de su ser.

*

 

—Es horrible… Es repugnante –murmuro, asqueada.

—Te doy asco –dice él, observándome con preocupación.

—¡No! Pues claro que no. –Me apresuro a devolverle la mirada–. La que me da asco es ella. Lo que te obligó a hacerte es horrible. ¿Cómo se puede ser tan sádica? ¿Y quién era esa chica?

—No me obligó. No del todo. Ella no me dijo nunca que si no hacía todo eso no me daría nada. Bueno, no al menos al principio –murmura él, pálido y ojeroso–. Ariadna era una de las clientas de su negocio, pero le había tomado más cariño, así que la había hecho suya. A Jade le da igual hombres que mujeres, para ella sólo son cuerpos y almas que destrozar. Ariadna terminó muy mal… –Se le quiebra la voz y yo parpadeo, empezándome a asustar otra vez.

—Te lo dije una vez: se aprovechó de tu pena y de tu dolor. Fuiste un muñeco roto en sus manos, como esa chica. ¿No lo ves?

Aparta la mirada de mi rostro. Se siente culpable una vez más. No quiero que caiga en la depresión de semanas atrás. Quizá no debería haberle pedido todo esto, pero lo necesitaba. Aunque ahora mismo, me arrepiento de haber conocido parte de la oscuridad de esa horrible mujer.

—¿Cómo os podía excitar eso? –pregunto, cautelosa.

—Yo… –murmura–. No lo sé. En realidad no me provocaba placer el juego en sí. Sólo es que me sentía poderoso. En esos instantes controlaba mi vida y tenía la de alguien en mis manos. De esa manera me quitaba la culpa y a la vez me la echaba otra vez encima, porque imaginaba que podría haber evitado la muerte de mi madre.

—¡Pero sabes que eso no es así!

—Por ese entonces no lo sabía. Me perdí, joder. Lo siento.

—No me tienes que pedir disculpas. Sé que estabas perdido, por eso estoy tratando de entenderlo todo. Pero es que eso que me has contado es repugnante. Eso de excitarse con la sangre, con el dolor y la sensación de la muerte…

—Hay gente a la que le gusta y es tolerable. Si ellos quieren jugar así, que lo hagan siempre y cuando pongan límites –se calla unos instantes, meditabundo–. Eso no es lo malo de Jade. Su parte mala es la que viene de su enfermedad, de su locura: cuando quiere algo, arrastra todo lo que hay a su alrededor para conseguirlo.

Ahora que sé más sobre ella y con sus palabras, me siento más asustada que nunca. Si es cierto que es un huracán, ¿por qué no es posible que se acerque a mi familia o a mis amigos? Él parece darse cuenta de mi preocupación y me abraza con suavidad.

—Sara, Sara, yo te protegeré. Y te prometo que ellos estarán bien.

Me quedo callada. No puedo fingir que estoy tranquila, ya no. Me revuelvo en la cama, inquieta, devastada por un sinfín de sentimientos encontrados. Entonces se me escapa la pregunta que me ha estado rondando por la cabeza.

—¿Eric también está metido en todo eso?

—¿Qué? ¡Por supuesto que no!

—¿Cómo es posible?

—Ellos ya se cuidan de que no los conozca nadie que no quieran –musita, muy serio.

—¿Qué hay allí que pueda ser peor que lo que te pedía Jade? –pregunto, aturdida. La cama se me antoja un lugar incómodo.

—Tu mente inocente no puede imaginarlo.

—No, Abel, claro que no puede. ¡Porque es demasiado increíble! –alzo la voz, incorporándome de la cama.

Se queda callado una vez más. Yo tampoco quiero continuar hablando. Le doy la espalda porque no puedo mirarlo. Al final, nos quedamos dormidos. Pero mi sueño es inquieto. En él me descubro gritando de dolor porque Abel me tiene sujeta con unas rudas cuerdas que se clavan en mi fina piel. Grito y grito pero él no desiste. Tira de las cuerdas y las engancha a mi cuello con una brutalidad feroz. En sus ojos aprecio locura e, instantes después, es el rostro de Jade el que se muestra ante mí, a pesar de no recordarlo.

Despierto sobresaltada. En la oscuridad descubro los brillantes y grandes ojos de Abel, observándome con cautela. Me echo a llorar y él me toma en brazos, tratando de consolarme.

—Me tienes miedo –murmura.

Niego con la cabeza, conteniendo los sollozos.

—Me odias.

Niego otra vez.

—Entonces ya lo harás. –Su voz suena triste y cansada.

—Nunca.

Me aprieto contra él con fuerza, y vuelvo a caer en un sueño, esta vez un poco más tranquilo.

Los días siguientes transcurren tan lentos que me parece que puedo tocarlos en el aire. Abel y yo apenas hablamos. Sé que él se siente avergonzado por lo que he descubierto y yo no tengo palabras para explicarle cómo estoy.

Durante la primera semana de enero vuelve a nevar. Yo me limito a observar por la ventana, con la mente vacía y, al mismo tiempo, repleta de pensamientos. Sólo caben en ellos mis padres y la suerte que pueden correr. Más de una vez me imagino cogiendo el coche, lanzándome como una posesa a la carretera nevada para ir al aeropuerto, coger un vuelo y así descubrir de una maldita vez que están bien. Es lo que creo: que deberíamos enfrentarnos a esa perra egoísta que nos ha traído hasta este rincón del mundo que se ha vuelto mi cárcel a pesar de parecerme un edén en un principio.

Y, durante la segunda semana de enero, la impaciencia me vence. Tengo que hacerlo. Necesito conocer de primera mano que mis amigos y mi familia están bien. Lo único que tengo que hacer es salir y dirigirme a la carretera, hasta que tenga cobertura. Se me pasa por la cabeza darle a Abel una pastilla de más, para que duerma más tranquilo. De todas formas, se ha quejado de dolor de cabeza, así que podría ponerle esa excusa. Sin embargo, luego me arrepiento de pensar en esas cosas y desisto.

Espero a que sea de noche y él se duerma profundamente. Hoy no hay luna llena, así que la oscuridad me envolverá. Me da un miedo atroz salir ahí afuera, pero mi preocupación es mucho más grande.

A medianoche Abel está durmiendo como un bebé. Salgo de la cama con suma cautela y corro a la puerta. Me pongo el abrigo sobre el pijama, me pongo dos bufandas, el gorrito de Abel y los guantes. Tanteo el bolsillo de la chaqueta. Sí, ahí está el móvil, donde lo había dejado antes de irnos a la cama.

Abro la puerta y asomo la cabeza. El viento gélido choca contra mi nariz y me arranca un estornudo. Me giro sobresaltada y espero escuchar algún sonido, pero todo es silencio. Al fin salgo con el pánico acechando en mi piel. En cualquier momento se abalanzará sobre mí. Está oscurísimo y apenas puedo ver por dónde camino. En un momento dado los pies se me hunden en la nieve provocando que caiga de bruces. La cara se me llena de nieve helada y vuelvo a estornudar. Sólo faltaría que me resfriase. Me levanto a duras penas y reanudo el camino.

A medida que me acerco a la carretera es más difícil avanzar. No he querido coger el coche porque sé que Abel se despertaría con el sonido del motor y, además, sería peligroso. Así que aquí estoy andando como una tonta en la nieve de madrugada, apretando el teléfono en la mano como si me lo fuesen a robar, y mirando a un lado y a otro completamente asustada. A mi derecha algo se mueve y doy un grito, sobresaltada. Me tapo la boca para que Abel no me oiga. Sólo estamos él y yo en este lugar, pero siempre creo que hay alguien, además de animales como ese que se habrá movido por el bosque.

Alzo el móvil sobre mi cabeza y lo desbloqueo. La luz ilumina mi rostro. Todavía no tengo cobertura. Camino un poco más, agitando el teléfono a derecha y a izquierda con la esperanza de alcanzar, al menos, dos rayitas que me permitan llamar a mi casa. Y, tras unos cuantos pasos más, lo consigo. El corazón se me acelera. De inmediato, la pantalla se llena de sobrecitos que indican mensajes y más mensajes. Las manos me tiemblan intentando abrirlos. La mayoría de ellos son llamadas de mi madre, ningún mensaje de texto de mi padre. También tengo un montón de wasaps, pero de momento los dejo pasar porque serán de mis amigos, ya que mis padres no tienen.

Lo que más deseo es llamar a mi madre, así que marco su número tan rápido que me equivoco varias veces, hasta que atino y le doy al icono verde.

Y en ese momento, escucho un ruido a mis espaldas. Me giro muy asustada, porque he distinguido pasos, y descubro que Abel se está acercando a mí con los ojos entrecerrados. Por unos segundos siento miedo. Lo veo como una bestia que quiere devorarme.

—Sara, ¿qué haces aquí fuera, joder? –Se fija en el teléfono en mi oreja–. ¡¿Qué estás haciendo?!

No me da tiempo a responder porque descuelgan al otro lado. Alzo una mano para que Abel se calle. Él continúa avanzando hacia mí y, entonces, escucho los sonidos.

—¿Mamá?

Son sollozos.

Mi madre está llorando y el mundo, a mis pies, no se detiene, sino que gira tan rápido que me siento a punto de trastabillar.

Tiéntame sólo tú
titlepage.xhtml
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_000.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_001.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_002.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_003.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_004.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_005.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_006.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_007.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_008.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_009.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_010.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_011.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_012.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_013.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_014.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_015.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_016.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_017.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_018.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_019.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_020.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_021.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_022.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_023.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_024.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_025.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_026.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_027.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_028.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_029.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_030.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_031.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_032.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_033.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_034.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_035.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_036.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_037.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_038.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_039.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_040.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_041.html