5
El niño se colocó en el alfeizar, apoyando un codo en la madera de la ventana. Se llevó la cámara a los ojos y miró a través del objetivo. La cámara que le había regalado mamá era fantástica. Había hecho ya muchas fotos, y papá se había enfadado porque los carretes costaban, según él, «un huevo». Mamá le había regañado por decir aquello ante el niño, pero al final ambos se habían reído y él no había comprendido del todo por qué se mostraban tan divertidos.
Desde hacía un par de tardes dos gatos aparecían en la calle más o menos a esa hora. Él creía que eran hombre y mujer y que estaban enamorados, pues siempre se mostraban muy acaramelados. Sin saber muy bien los motivos, quería fotografiarlos en los diferentes momentos de su coqueteo. Le provocaba una ternura infinita los abrazos que parecían darse esos dos animales, ajenos a todo lo que ocurría a su alrededor.
Meneó la cabeza a un lado y a otro con la intención de descubrir a los gatos. De momento no habían llegado. Por la calle pasó uno de sus vecinos, Miguel, un niño dos años mayor que él que le había intentado quitar la cámara. Menos mal que su madre había aparecido en ese momento. Le había regañado con su bonita sonrisa y Miguel no había podido más que disculparse tartamudeando y marcharse a su casa. Mamá siempre conseguía que todos retrocediesen ante ella, y lo hacía de forma natural, siempre con su cálida sonrisa, sin necesidad de malos gestos o feas palabras.
—¡Eh, tú! –le gritó Miguel desde la acera, con la cara sucia y una pelota entre las manos–. ¡Sácame una foto!
—No quiero malgastar el carrete –respondió el chico con las cejas arrugadas.
El otro lo miró con mala cara y alzó el puño de manera amenazante.
—Si no lo haces, quizá la próxima vez tu madre no esté para defenderte.
—Está bien –suspiró el muchacho. Sacó una rápida foto a su vecino que, a pesar de todo, salió perfecta–. ¡Espera un momento! –le pidió. Salió de la habitación y corrió por el pasillo hasta llegar a la cocina. Cogió una pinza de la ropa y atrapó la foto con ella. Antes de meterse en su habitación, se detuvo en la de su madre, la cual tenía la puerta entreabierta. Ella no se encontraba bien desde hacía un par de semanas. Había dejado el trabajo y se encerraba en su despacho a leer sin parar. Lo peor era que, en un par de ocasiones, ella había fingido que no lo reconocía, con lo que él se había asustado mucho. En ese momento la escuchó suspirar entre sueños y él meneo la cabeza con una sonrisa, atosigado por el amor que sentía hacia ella.
—¡Ya era hora! –exclamó Miguel en cuanto lo vio asomar por la ventana.
—¡Toma! –El muchacho le lanzó la foto con la pinza, la cual cayó justo a los pies del otro. Este la cogió con la ceja arqueada y, tras echarle un ojo, soltó un silbido de admiración.
—Guau, está chula.
El muchacho pensó que su vecino no se iría nunca y que le fastidiaría el momento con los gatos. No obstante, un par de minutos después, Miguel se despidió y se marchó tan feliz con su foto. Él esperó unos diez minutos más en la ventana hasta que pensó que los animales no aparecerían esa tarde. Cuando ya iba a apartarse, descubrió a uno de ellos acercándose a paso lento y elegante desde la derecha. Se inclinó hacia adelante para ver si también estaba el otro, pero no lo vio por ningún lado.
—¿Abel?
Se giró y descubrió a su madre en medio de la habitación. Llevaba el cabello enmarañado y estaba muy pálida. Las oscuras ojeras habían invadido su rostro y se la estaban comiendo poco a poco. Él sabía que mamá estaba enferma, pero tenía la esperanza de que pronto se curaría. Sin embargo, esa tarde pensó que algo no marchaba nada bien, como aquella vez en que ella lo miró en la playa y le transmitió con sus ojos una profunda pena.
—Mamá, voy a fotografiar a unos gatitos preciosos. Estoy esperándolos, pero uno no aparece –le explicó.
La mujer se llevó una mano a la cabeza e hizo un gesto de dolor. Él la miró confundido sin saber qué hacer.
—No me encuentro muy bien –dijo ella–. Voy a darme un baño, ¿vale, cariño? Nos vemos dentro de un rato.
El chiquillo fue a contestar, pero ella salió por la puerta con sus delicados andares y lo dejó con la palabra en la boca. Le habría gustado decirle que no se preocupara, que él estaba ahí para cuidarla y que pronto estaría tan bien como antes, con esa brillante sonrisa que a todos iluminaba. Se encogió de hombros y se lanzó a la ventana una vez más, con la esperanza de que el segundo gato hubiese aparecido. El primero se encontraba tan solitario como cinco minutos antes. El chiquillo esperó un buen rato, al igual que el gato, el cual parecía desamparado. Al final, no tuvo más remedio que sacarle un par de fotos al único animal que había acudido a la cita. «Pobrecito, parece muy solo. ¿Por qué le habrá abandonado su amigo?», pensó el chiquillo con un poco de tristeza.
Dejó la cámara en el escritorio y después cogió de la estantería una caja de madera. Se sentó en la cama con ella y, al destaparla, aparecieron docenas de fotos. Casi todas eran de su madre. Las desparramó en la colcha y se puso a mirarlas con una sonrisa en la cara. Mamá era tan bonita, tan alegre y tan lista… El verbo en pasado retumbó en su mente. Ahora ya no lo era. Continuaba siendo hermosa, pero parecía estar apagándose. No sonreía mucho y había perdido la capacidad para contar esas historias tan sorprendentes. Se quedó un buen rato contemplando las fotos hasta que se dio cuenta de que fuera empezaba a anochecer. Recordó que su madre se había ido a duchar hacía al menos una hora. Tenía que haber salido ya y a él le rugían las tripas. Avanzó por el pasillo y se asomó al dormitorio de su madre, pero no la encontró allí. Tampoco estaba en la cocina preparando la cena, ni en el comedor viendo la tele, ni en el despacho leyendo algún libro. Se dirigió al de su padre, quien últimamente trabajaba hasta muy tarde. Llamó a la puerta de manera suave, ya que a papá no le gustaba que le interrumpieran. Escuchó un gruñido desde el interior y al final se atrevió a abrir la puerta.
—¿Qué pasa, Abel?
—Mamá aún no ha salido del baño y yo tengo hambre.
—Ya sabes que le encanta quedarse en el agua hasta arrugarse –le recordó su padre, dedicándole una dura mirada.
—Pero…
—Terminaré esto en diez minutos. Ve y llámala, anda.
El chiquillo asintió y se marchó del despacho, cerrando la puerta tras de sí. Corrió por el pasillo y se detuvo ante la del cuarto de baño. Llamó un par de veces, pero no obtuvo respuesta alguna. Apoyó la oreja en la madera y escuchó: no se oía nada, ni siquiera el agua o a su madre tarareando alguna canción como solía hacer. Volvió a golpear con los nudillos en vano.
—¿Mamá? ¡Que ya se está haciendo hora de cenar! –exclamó el muchacho. Pero tampoco respondió.
Arqueó la ceja sin saber qué hacer. Le daba vergüenza abrir y encontrársela desnuda. Ella era demasiado bonita como para que él pudiese soportarlo y, además, ya era un niño mayor. ¿Y si se enfadaba con él? No obstante, había algo en su estómago que le decía que la situación no era normal. Mamá se encontraba mal y podía haber sufrido un desmayo. Con los nervios aferrados a la tripa, decidió abrir.
La confusión le abatió al instante. Durante un minuto no acertó a comprender lo que estaba sucediendo. Su madre se encontraba sumergida en la bañera con el agua hasta el cuello. Tenía los ojos cerrados y estaba muy quieta, como si se hubiese dormido. Sin embargo, había algo extraño en toda aquella escena. Y es que el agua estaba tintada de rojo. Se acercó con pasos inseguros, temeroso de lo que se iba a encontrar. Ella tenía un brazo fuera de la bañera, apoyado en el mármol, y el chico pudo distinguir un profundo corte en la muñeca, del cual aún manaba sangre.
—¿Mamá? –preguntó con los ojos muy abiertos.
El corazón le empezó a latir a mil por hora. La bañera estaba llena de sangre que había salido de las muñecas de su madre. La llamó un par de veces más hasta que comprendió que nada estaba bien. Alargó un brazo y rozó el de ella con sus dedos. Apartó la mano de golpe, totalmente asustado: estaba muy fría. Su mente no paraba de dar vueltas; por ella danzaban un sinfín de pensamientos oscuros. Cuando por fin pudo reaccionar, se lanzó a la carrera hacia el despacho de su padre. Cuando entró con la respiración agitada, el hombre alzó la vista y lo miró con las cejas arrugadas.
—¿Qué ocurre, Abel?
—Mamá… Ella… en la bañera… rojo… –el chiquillo no atinó a componer una frase acertada. Tenía un nudo en la garganta que le era imposible deshacer.
Su padre le observó sin entender lo que sucedía pero en cuanto vio que su hijo no estaba bien, se levantó de la silla y corrió hacia él. Lo apartó de un empujón y se dirigió al baño. El chiquillo lo siguió a toda prisa. Antes de llegar, ya pudo escuchar el gemido de dolor de su padre. Al asomarse al baño, lo descubrió arrodillado junto a la bañera, abrazando a su mujer.
—¿Pero qué has hecho, Laura? –sollozó, apartándole de la frente unos mechones mojados. Le puso dos dedos en el cuello y dijo para sí mismo–: Aún está viva. Voy a llamar a una ambulancia. Quédate con ella, hijo –le pidió.
El chiquillo simplemente miró a su padre con la boca abierta. Tenía los ojos clavados en la sangre que inundaba la bañera y que cubría todo el cuerpo de su madre. Su mente le decía que ella por fin se había transformado en el ángel que era: un ángel rojo. Antes de que pudiera darse cuenta, sus piernas lo llevaron a la habitación. Ni siquiera sabía lo que estaba haciendo. Tomó la cámara de mamá entre sus manos y regresó al cuarto de baño. Avanzó un par de pasos hasta colocarse en lo que le parecieron la posición y el lugar correctos. Y entonces, se acercó la cámara al rostro y apretó el botón.
—¿Qué estás haciendo, Abel? –escuchó la voz temblorosa de su padre a la espalda.
El hombre le arrebató la cámara de las manos y la tiró al suelo con fuerza. El chiquillo soltó un gemido al ver que el regalo de su madre se rompía en pedazos. Su padre lo llamaba desde muy lejos, pero él no lo entendía. Se arrodilló ante la cámara y cogió la foto que había salido antes de romperse. La puso ante sus ojos y la miró durante un buen rato. No había nada más que la foto y él. La foto que le ayudó a comprender lo que había sucedido. Esa vez los gritos de su padre le llegaron más cercanos y pudo entenderlos.
—¡Está muerta, Abel! ¡Se nos ha ido!
El niño se giró hacia el hombre y lo descubrió abrazado a Laura, su hermosa madre. El agua roja inundó sus ojos que se agrandaron a límites insospechados. Y entonces, el grito salió de su garganta sin poderlo frenar. Gritó y gritó hasta que sintió que la cabeza le dolía tanto que en cualquier momento le explotaría. El hombre se levantó y se acercó a él, estrechándolo entre sus fuertes brazos. Tenía la camisa manchada de sangre y, sin quererlo, le tiñó el rostro a su hijo, que continuaba gritando. Pensó que jamás iba a poder callar. El dolor le llegaba cada vez más rápido y le sacudía hasta romperlo en cientos de pedazos.
—Abel, ya... ya... Todo irá bien... Cariño, yo estoy aquí
Su padre lo acunó entre sus brazos, tratando de tranquilizarlo. El chiquillo continuó gritando unos segundos más hasta que, por fin, empezó a quedarse afónico. Entonces el llanto sustituyó a los chillidos. Se aferró a la camisa de su padre y lloró, llamando a su madre en susurros. Gabriel lo sacó del cuarto de baño para apartarlo del macabro espectáculo.
Pero el niño aún llevaba en la mano la foto que había sacado a su madre y, al volverla a ver, sintió que todo le daba vueltas. Cayó en la oscuridad sin poderlo evitar, y esta vez fueron los gritos de pánico y de dolor de su madre los que invadieron sus pesadillas.
La oscuridad me atrapa. Floto en ella como si no existiese otra posibilidad. Intento nadar agitando los brazos para abandonarla y que no cubra todo mi cuerpo, pero resulta en vano. Los gritos de Laura me acompañan y no me sueltan: son como brazos que quieren aferrarme para toda la eternidad. Estoy olvidándome del presente, avanzando entre arenas movedizas que poco a poco se convierten en lagunas cada vez más difíciles de escalar.
Abro los ojos. Todo me parece irreal. Todo está borroso. Por un momento siento un miedo atroz ya que no recuerdo dónde estoy, qué estoy haciendo en este extraño lugar, quién es la persona que se encuentra a mi lado observándome con preocupación. Sólo sé que de mi boca sale un extraño sonido y al final me doy cuenta de que son mis propios gritos. La persona que está conmigo extiende los brazos, dispuesta a abrazarme. La borrosidad no me abandona, su rostro se me antoja desconocido, peligroso y lejano. Alzo los brazos para protegerme, le doy un manotazo con tal de apartarla de mí. Ella suelta un grito de sorpresa, pero aun así continúa luchando, tratando de contenerme.
—¡Abel, soy yo! ¡Estoy aquí! Estoy contigo. –Consigue que me quede quieto. Me aprieta contra su pecho y, de repente, percibo una calidez que me hace cerrar los ojos–. Ven a mí, Abel, vuelve.
—Déjame. Quiero que te vayas –murmuro entre sollozos.
—No. No soy esa persona que quieres que se vaya. Soy tu Sara. ¿Recuerdas? Soy yo, mi amor. Soy tu ángel. –Me acuna como a un niño pequeño. Quizá lo soy, porque estas manos se me antojan diferentes…–. Vamos, Abel. Regresa a mí, te estoy esperando. –Su voz es serena, cálida, tranquilizadora.
La rodeo, apretándome a ella como si de verdad fuese un bebé. Lloro en su regazo. Ella me acaricia el pelo y me susurra palabras conciliadoras. Poco a poco mi mente se abre. La oscuridad empieza a abandonarme. El sudor me recorre la frente, provocándome escalofríos.
—Ya está, Abel. ¿Ves? Ella se ha ido. Sólo somos tú y yo, cariño.
Alzo la cabeza para mirarla. Ella me escruta con sus enormes ojos grises. Le acaricio la sonrisa. Me besa la yema del dedo y yo suelto otro sollozo. Me vuelvo a aferrar a su cuerpo, a su pequeña cintura. Entierro la nariz en el hueco de su cuello y aspiro su aroma. No quiero olvidarlo. Necesito que cada parte de mi ser se impregne de ella.
—Tráeme las pastillas, por favor –le pido en voz baja.
Me suelta y sale de la habitación corriendo. En cuestión de segundos regresa con un vaso y un par de píldoras en la mano. Me las entrega y yo me las tomo con ansia. Después me acuesto, pero las sábanas están tan mojadas que me siento incómodo, así que me incorporo y me quedo con la cabeza gacha, tratando de componer el rompecabezas en el que se ha convertido mi mente. Una vez más, los recuerdos van acudiendo poco a poco. Mi nombre, el suyo, lo que hacemos aquí. Todo cobra sentido y yo aspiro con fuerza y suelto el aire con lentitud, siendo consciente de cada parte de mi cuerpo.
Sara me coge de la mano y me acaricia el rostro sudado. Agacho la mirada porque me da vergüenza lo que he hecho antes.
—No quería golpearte, Sara –le digo en un susurro.
—¡Chsss! Está bien, no importa. No me has hecho daño –responde, sin detener sus caricias–. En ese momento no sabías lo que hacías.
Nos quedamos un buen rato abrazados en silencio. Ella me da besos por todo el rostro. Yo enredo los dedos en su pelo y se lo huelo. Es tan perfecta… ¿Cómo puede estar aquí conmigo, con toda esta imperfección que me rodea? Cada día que pasa siento que la estoy alejando de mí. Me gustaría decirle que estoy intentando luchar con todas mis fuerzas, pero que hay algo que tira de mí hacia el abismo. A pesar de todo, continuaré caminando hacia delante. Por mí, pero sobre todo por ella. Por ambos. Para crear un futuro juntos. Debo recuperar las esperanzas, convertirme en el que era antes, el que la hacía reír, el que le daba placer, el que la hacía levitar. Puedo hacerlo: sólo tengo que luchar contra la oscuridad. Ya lo hice una vez, ¿por qué no ahora? «Antes tenías otros medios más eficaces: drogas, alcohol y sexo duro», dice mi mente en ese momento, aturdiéndome por completo. «Puede, pero ahora tengo el amor más puro y eso es mucho más poderoso que todo lo demás», me digo a mí mismo. «¿De verdad lo crees? Porque antes podías abandonarte en el éxtasis que las drogas te provocaban. Pero ahora... ¿qué?», la voz de mi cabeza retumba y me provoca dolor. Me llevo una mano a la frente y niego con la cabeza.
—¿Qué sucede, Abel? ¿Te encuentras mal otra vez? –me pregunta ella con semblante preocupado.
—Sólo son las pastillas. Sabes que me ponen de mal humor –murmuro–. ¿Quieres irte a leer un rato?
—No. Puedo lidiar con tu mal humor. Lo he hecho muchas veces. –Esboza una bonita sonrisa. Se la beso. Saboreo su lengua, tan inocente y al tiempo provocadora.
—¿Sabes que fui yo el primero que la vio? –suelto de repente, recordando la terrible pesadilla.
—¿Qué? –Me mira confundida.
—Yo descubrí a mi madre en la bañera. Se había cortado las venas. El agua estaba llena de sangre –le explico con voz temblorosa.
Ella se lleva una mano a la boca y me mira con horror. Entonces se lanza a mí y me abraza con fuerza.
—Cariño, eso es horrible. Lo siento, lo siento mucho, de verdad…
—No podía pensar ni decir nada. Había un zumbido en mi cabeza que no me dejaba reaccionar. Y entonces cogí la cámara y le hice una foto –continúo, mirando al frente. El dolor en el pecho se me acentúa. Quiero dejarlo atrás…–. Le hice una foto a mi madre suicida en la bañera.
Sara me observa con expresión de susto. Pero también aprecio en sus ojos comprensión y dolor. Esto es lo único que provoco en los demás... Lo que causé en mi madre: sé que ella se quitó la vida por mí, porque no soportaba saber que se olvidaría de su hijo, que jamás podría volver a mencionar mi nombre con la conciencia clara.
—¿Por qué no me deja en paz, Sara? –Me llevo una mano al rostro y me froto los ojos–. La odio, ¿sabes? Pero también la quiero demasiado.
—Lo sé. –Ella me coge de la mejilla y me obliga a mirarla–. Pero lo vas a lograr. Eso pasó hace mucho y tú tienes que empezar a olvidarlo. No puedes torturarte más. Te está haciendo enfermar más de lo que estás. Y pienso que quizá quedarnos en esta cabaña acentúa tus pesadillas y eso provoca que tu enfermedad…
—No, Sara –niego con la cabeza–, las pesadillas siempre vuelven, no tiene nada que ver. Y no podemos regresar todavía. Ha pasado muy poco tiempo y ellos aún estarán pensando en nosotros.
—¿Y si se acercan a mi familia? –Se muestra preocupada. Rozo su nariz y sus mejillas pecosas.
—Confía en mí: eso no pasará. Sólo nos quieren a nosotros. No son de ese estilo. Prefieren atrapar a sus presas, jugar sólo con ellas. –Cojo su mano y le beso los dedos.
—Pues entonces intenta escapar del recuerdo de tu madre… –me suplica con los ojos.
—Estoy luchando, Sara, te lo prometo. Pero sin la medicación se me hace más duro. No puedo tomarla junto con la del alzhéimer. –Me seco el sudor de la frente. Hace mucho frío incluso aquí dentro, pero yo estoy ardiendo–. Ese día yo me rompí, ¿sabes? Tuve que mantener el tratamiento durante demasiado tiempo. Y tardé mucho en curarme. En realidad aún no lo estoy.
—Yo estoy aquí para ayudarte.
—Lo sé. El problema es que la fecha se acerca, Sara. Y con ella, la sombra de mi madre.
—No te entiendo.
—Ella se quitó la vida dos días antes de mi cumpleaños –le confieso.
Sus palabras me dejan muda. No queda casi nada para el cumpleaños de Abel. Una semana más y yo pensaba estar celebrándolo de la forma más bonita posible. ¿Pero cómo voy a hacerlo ahora sabiendo esto? Comprendo cómo se siente. Sé que su dolor es grande y quiero aliviárselo, pero no sé cómo hacerlo.
—No quiero joderte con todos mis problemas –me dice, clavándome su triste mirada.
—Eh… –le susurro, acercando mi rostro al suyo–. Estamos juntos en esto. Yo necesito que me cuentes todo. Y tú también. Es una buena purga, ¿no crees? –Le sonrío.
—No sabes lo mucho que me estás ayudando. –Me besa en la nariz.
—A veces me parece que no estoy haciendo nada. –Meneo la cabeza en señal de abatimiento.
—No es verdad. Desde que te conocí mi vida es mucho mejor y lo sabes. Todos lo saben. Mi familia está contenta por mí y es gracias a ti. Y yo también lo estoy. Tengo mucho que agradecerte.
Esbozo una sonrisa. Acaricio su cuello y bajo por su pecho. Me echo hacia delante y le beso con suavidad, recreándome en sus labios, notándolos en los míos. Él me coge de la nuca y me junta a su cuerpo, el cual me sorprende de lo mucho que arde. Paso mis manos por su ancha espalda y le beso con más ganas. Él baja hasta mis pechos y me los masajea por encima del pijama.
—Te amo, pequeña. –Me aparta el flequillo del ojo–. ¿Recuerdas lo que te prometí en el lago? –me pregunta.
—Por supuesto. Y más te vale cumplirlo –me río.
Mi mente vuela al día que llegamos. Deshicimos las maletas mientras la tarde iba cayendo. Cuando faltaba poco más de una hora para anochecer, Abel propuso enseñarme un poco más del lugar. Él sabe lo asustadiza que soy, pero se empeñó en que debíamos salir en ese momento, así que finalmente accedí. Nos pusimos nuestras chaquetas, pues ya hacía bastante frío, y abandonamos la cabaña. Me mostró la hermosura del bosque que se abría ante nosotros. Creía que íbamos a adentrarnos en él y mi estómago se encogió del miedo. No obstante, giramos a la derecha y nos pusimos en un caminito que yo no había visto en un principio.
—¿Te gusta todo esto, Sara? –me preguntó, inclinándose para mirarme. Parecía preocupado. Sus mejillas habían adquirido un encantador tono rosáceo a causa del frío. Se las cogí y le planté un beso.
—Claro que sí. ¿Cómo no me va a gustar? Es precioso.
Él sonrió y me agarró de la mano. Continuamos caminando así unos cinco minutos más hasta que, de repente, la espesura de la vegetación desapareció y se mostró ante nosotros un espléndido lago de aguas más que límpidas. Abrí la boca de la sorpresa porque no me esperaba encontrarme con aquel lugar. Nos acercamos en silencio: yo intentaba apresar todos los colores y sonidos de alrededor, aunque los insectos ya empezaban a dormirse.
—¿Qué te parece?
—Es algo mágico, Abel –contesté. No podía describirlo con otras palabras. Jamás había estado en un lugar así, tan alejado de la civilización, tan natural y primitivo. Si hubiese sido verano, me habría quitado las botas y la ropa y habría nadado en él. De verdad que te invitaba con sus cristalinas aguas. Por un momento pensé que unas hermosas ninfas iban a sacar sus cabezas y nos invitarían a danzar con ellas.
Me rodeó con sus brazos desde atrás. Me besó en el cuello y en la mejilla. Yo me hice la coqueta. En un principio tenía miedo de venir a este sitio, y así me había sentido durante todo el vuelo. Una vez llegamos, ese temor fue aplacándose y fue justo en ese lugar tan especial donde se apagó. Abel me señaló el horizonte por el que se estaba escondiendo el sol. Creo que los atardeceres en Suecia son una de las cosas que más me han sorprendido en mi corta existencia. Pero sobre todo fue por el misticismo que se respiraba en aquel ambiente, con el sol reflejado en las aguas del lago, descendiendo cada vez más. El cielo tintado de naranjas con el astro rozando los últimos momentos de su existencia en ese día. Adoré ese momento, en especial por la compañía.
—Sobrecogedor, ¿verdad? –dijo él, abrazándome aún.
—Sí –respondí simplemente. La piel se me había puesto de gallina y no por el frío.
Una vez el sol se refugió por completo, me dio la vuelta para que pudiésemos mirarnos. Atrapó mis mejillas con ambas manos y se dedicó a contemplarme durante un buen rato. Yo no podía escapar de sus ojos azules, de esa mirada que sacudía todo mi ser. Estaba temblando entera, incluso por dentro. Tan sólo se escuchaban nuestras respiraciones. Me atrevería a decir que pude oír el latido de su corazón acompasándose al mío.
—Te amo muchísimo, Sara –me susurró, arrimando su rostro. Su cálido aliento me rozó y mi sexo empezó a excitarse–. Te lo dije aquella vez en la playa, pero quiero que esta vez sea especial. Quiero declararte mi amor, que será para siempre.
—El mío también –murmuré en voz muy bajita, hechizada por sus pupilas.
—Estaré contigo hasta que sólo seamos polvo y, entonces, volaremos juntos por el viento.
Apreté su muñeca como sumida en un trance hipnótico. Sus palabras eran demasiado intensas para mí. Jamás había visto tanto amor en sus ojos como en aquel momento. Era profundo, inmenso, eterno, devastador, pasional, inocente, sagrado y sacrílego al mismo tiempo. Supe que, por fin, se me estaba ofreciendo al completo. No iba a desaprovechar esa oportunidad: lo quería mantener a mi lado para siempre.
—En serio, Sara, te amaré por siempre. Te lo juro aquí, en este hermoso lugar, donde tú puedes ser mi reina.
Me alcé de puntillas y le rodeé el cuello con los brazos. Me enganché a él y ya no lo solté en un buen rato. Nos besamos minutos y minutos, hasta que la oscuridad nos cubrió.
La promesa de amor eterno de Abel fue uno de los instantes más bonitos y emocionantes de mi vida. Ahora que él me ha hecho recordarla no puedo más que esbozar una ancha sonrisa.
—Tú lo dijiste, que era para siempre. Así que no digas que eso es demasiado tiempo porque no lo es. Se nos quedará corto –le digo. Por suerte, el sudor ya se le ha pasado y parece estar más calmado. Le ayudo a acostarse en la cama–. Y ahora, intenta dormir. Haré que tus sueños sean hermosos.
—Gracias… Siempre eres tan buena conmigo… –Es una frase que me repite muchas veces.
—Duerme. Estaré aquí cuando despiertes.
Poco a poco se le cierran los ojos. Mantengo la sonrisa hasta que se queda dormido.
Entonces, me echo a llorar al pensar en todo el infierno que debe haber pasado en su vida.