9
Me he quedado sin palabras. Primero me dice que le gustaría tener un hijo conmigo y ahora esto. Es más de lo que puedo soportar. En realidad, está muy bien. Me hace sentir amada. Ahora comprendo que me quiere demasiado, que posiblemente lo hizo desde un principio, aunque no se atrevía a sacarlo por todos los miedos que tenía. Le he pedido que los echara, que fuese valiente, que se confesara a mí, que me diese todo de él. Y ahora que lo está haciendo, yo me quedo con la boca abierta sin saber qué contestar. El corazón no cesa su avance desbocado. Tengo la boca tan seca que alargo la mano y cojo la copa para darle un trago al champán. Abel observa todos mis movimientos con semblante preocupado. ¿Es que está esperando que le dé ya una respuesta? Porque creo que algo así debe pensarse muy bien. Supongo que él lo ha hecho… O quizá no, y está actuando como el Abel de antes, aquel que hacía las cosas sin pensar.
—Yo… –tartamudeo.
—No es necesario que contestes ahora si no quieres –me dice. Sin embargo, su respuesta no me tranquiliza.
En realidad no quiero decirle que no porque una parte de mí está emocionada con la idea. Pero tampoco puedo aceptar tan de repente, sin sopesar todos los pros y los contras.
—Me veo muy joven para ser una novia. Más bien parecería una niña de comunión –me río con mi propia ocurrencia.
—Yo pienso que serías la novia más hermosa de la historia –responde.
Agacho la cabeza de forma tímida. Me llevo una mano a la cabeza y rozo la corona de flores que él ha fabricado con todo el cariño del mundo para mí. Yo sé lo que me está sucediendo; tengo muy claro lo que ronda por mi mente, comprendo lo que es este sentimiento que se ha instalado en mi estómago: miedo. Y es que mis padres se casaron muy jóvenes, de manera irreflexiva. Mi madre pensó que no existía otro hombre más perfecto que mi padre, que era él quien debía hacerla feliz. Y se equivocó. No quiero hacerlo yo también.
Me muerdo el labio inferior, sin encontrar todavía las palabras adecuadas. Me da miedo que se enfade, aunque él tendría que comprender lo que yo le contestase. Me observa con esa sonrisa tan bonita que tiene. Me dedico a mirar sus blancos y perfectos dientes, sus colmillos un poco más puntiagudos que el resto, que le otorgan un aspecto misterioso y sensual.
—Quiero que nos hagamos una foto –suelto de repente, cambiando de tema. Sí, señores y señoras, así soy yo. Cuando algo me pone histéricamente nerviosa, decido apartarlo.
Parpadea confundido. Supongo que esperaba que le diese una respuesta, aunque fuese negativa. Le cojo de la mano y tiro de él para que vayamos a buscar su cámara.
—¿No te parece tonto que siendo tú fotógrafo no tengamos ninguna foto juntos? –Me echo a reír, nerviosa.
—La verdad es que sí, pero prefiero hacértelas a ti.
—Pues hoy vamos a hacernos juntos muchas, que ya va siendo hora.
Él coge su bolsa y la abre. Saca la cámara con mucho cuidado mientras me dedica una sonrisa, aunque noto que es un poco triste. Mierda, ¿la he cagado como tantas otras veces? ¿Ahora que estaba consiguiendo hacerle feliz he retrocedido?
—Te hago primero una yo. –Le arranco la cámara de las manos. Él hace un gesto como de susto–. Tranquilo, que la voy a tratar muy bien. –Pongo los ojos en blanco–. Vamos al salón, que es más bonito.
Él camina a mis espaldas. Me detengo y miro alrededor para ver dónde podría salir mejor. Le señalo la chimenea.
—¿Por qué no te pones allí?
Abel asiente. Se dirige al fuego y se coloca al lado, de pie, con las manos en el bolsillo de manera casual. Míralo, si es que sabe posar fenomenal. No puedo evitar acordarme del mes pasado, cuando posé con Rudy y Eric nos fotografió. Al principio fue una pesadilla porque no me podía relajar para nada, pero luego salió muy bien y fue una experiencia que me agradó, aunque no sé si repetiría. Me pregunto si Thomas me habrá estado llamando para que trabaje con él en nuevas campañas. Si es así, ¿estará preocupado de que no le haya contestado?
—¿En qué piensas? –me interrumpe Abel.
—En Rudy y Thomas –contesto, bajando la mirada a la cámara.
—¿Te gustaría volver a trabajar con ellos?
Alzo la vista para mirarlo y comprobar si le molesta. Pero no, no hay en él ninguna señal de que esté enfadado. Supongo que al final comprendió que es mi vida, que tomo mis propias decisiones. Y además se dio cuenta de que lo hacía bien. Sé que le sorprendí cuando me vio posar en la playa para la campaña de Brein Gross. Quizá algún día le apetezca que trabajemos juntos y yo aceptaría encantada. Sería su modelo y su musa para el resto de su vida.
—No sé. –Me encojo de hombros–. Pero si lo hiciese, querría que fueses tú el fotógrafo.
Se pone serio. Imagino que está recordando los momentos en los que Eric me hizo las fotos. ¿Qué sentiría él? Jamás se lo pregunté y, de todos modos, me da miedo hacerlo. Después asiente con la cabeza, esbozando una pequeña sonrisa.
—Venga, sácame una foto.
—Te aviso que no soy muy buena haciéndolas.
—Siempre podemos retocarla. –Se echa a reír.
Le saco unas cuantas. En la primera sale tal y como él se había situado con las manos en los bolsillos. Para la segunda le pido que se siente en el silloncito y que simule que lee. La tercera se la saco fuera, con su abrigo, su bufanda y su gorrito.
—Ahora me toca a mí. –Me quita la cámara y yo me coloco en la nieve.
—Coge un puñado y tírala al aire.
Hago lo que me pide. Me agacho y recojo la nieve. Menos mal que me he puesto los guantes. La lanzo por encima de mi cabeza, riéndome. Él me saca la primera foto. Me inclino y cojo más y la tiro una vez más al aire. Yo levanto el rostro y cae sobre mis ojos, mi nariz y mi barbilla. Abel me fotografía una y otra vez. Me hace un par de cerca, sonriendo yo sinceramente, porque me siento contenta. Cuando me las enseña, me río de mí misma. Parezco una niña pequeña con toda esa ropa de abrigo, jugando con la nieve y con la nariz y las mejillas rojísimas.
—¡Soy Rudolf! –exclamo.
—Estás preciosa. –Me besa en la punta de la nariz y me aprieta contra él.
—A ver las tuyas.
Me las enseña. Joder, él sale perfecto de cualquier forma, con su mirada provocativa, su rostro perfecto. Aprecio la línea de su mandíbula, dura y marcada y no puedo evitar sentir un cosquilleo. Me parece fantástico tener un hombre así a mi lado. Me coloca a su lado y nos hacemos una foto.
—¡Un selfie! –grito, riéndome. Él también.
Tras esto, regresamos a la cabaña y nos hacemos unas cuantas fotos más. En el sofá dándole yo un besazo en la mejilla; en la cama como si estuviésemos durmiendo. Besándonos los dos. Mirándonos a los ojos. Sitúa la cámara sobre un estante y pone el contador. Ambos nos colocamos ante ella. Llevo la corona de flores en la cabeza y él se pone detrás de mí, abrazándome por la espalda y apoyando su barbilla en mi hombro. La otra es casi igual, sólo que él está besándome en la mejilla con los ojos cerrados. Incluso a través de la foto, puedo sentir su amor.
—Salimos genial en esta última. Me encanta.
Al cabo de un rato nos marchamos a la cama. Sigue siendo pronto, pero lo único que nos apetece es estar acostados, abrazados, mirándonos. Nos desnudamos y nos metemos bajo las mantas. Él me abraza con fuerza para calentarme. No hacemos el amor. Sus manos en mi espalda son lo suficientemente placenteras. Tengo el rostro hundido en su pecho y puedo oler su aroma, el cual adoro.
—Sara, lo de antes… –empieza a decir. Me sobresalto. Él me coge de la barbilla para que lo mire–. Quizá hayas pensado que soy un egoísta.
—¿Por qué? –pregunto, confundida.
—Bueno, estoy enfermo y te pido que te cases conmigo. ¿No es una locura?
No atino a contestar. Él desliza el dedo por mi mandíbula, acariciándome con suavidad.
—No habría ningún compromiso. Cuando yo acabase... Bueno, ya sabes. No tendrías que cuidar de mí. Mi padre se encargará de todo, ya lo hemos hablado.
—No digas tonterías. Aunque no estuviésemos casados, yo velaría por ti.
—Este matrimonio no supone nada. Es decir, te lo pido porque realmente te amo, Sara, y porque deseo que seas mi esposa. Terminar mis recuerdos contigo caminando hacia el altar, mirándome con esa sonrisa que tienes, tan iluminada y abierta, es lo que más deseo en el mundo.
Trago saliva, nerviosa por lo que me está diciendo.
—Pero es, especialmente, porque quiero dejarte mi dinero.
—¿Qué?
—Si nos casamos, podré dejarte parte de lo que tengo. Y es bastante. Gané mucho dinero cuando trabajaba para... –Sé que va a decir Jade, pero decide no pronunciar su nombre–. Lo tengo ahorrado porque quería dejárselo a mis padres cuando yo ya no pudiese usarlo.
—Pero yo no quiero tu dinero. Te quiero a ti.
—Eso lo sé, mi vida. Pero ahora tú eres también mi familia y quiero velar por tu futuro y quizá, por el de…
Apoyo dos dedos en sus labios para que no continúe hablando. Sé lo que va a decir. Ahora mismo no puedo escucharle hablar de nuestro posible hijo.
—Pero ya te lo he dicho, Sara. Tómate tu tiempo. –Me da un beso en la frente–. Y no te estoy obligando a nada. No te sientas forzada a ello por lástima o algo así. Piénsalo muy bien.
Agacho la cabeza para posarla otra vez en su pecho. Paso los brazos por su espalda y le aprieto.
—Y gracias, cariño. Gracias por darme el mejor cumpleaños de mi vida.
Cierro los ojos, apreciando que floto.
Primeros de diciembre. La nieve cubre la vegetación. Todo está mágicamente nevado. Abel y yo nos ponemos nuestra ropa de abrigo, nuestros gorritos y los guantes y salimos a hacer un muñeco tal y como yo deseaba. Hemos cogido otro gorro viejo que había por la cabaña y también una zanahoria para ponerla en la cara del hombre de nieve. Mientras lo hacemos, Abel me mira con una sonrisa radiante. Yo agacho la cabeza, un tanto tímida, pero también con la alegría en el rostro. Casi me parece un milagro porque desde su cumpleaños tan sólo una noche se despertó bañado en sudor. El resto las ha pasado tranquilas, abrazado a mí, con la respiración serena a mi espalda.
Al terminar el muñeco, decido divertirme un rato más. Me agacho, cojo un puñado de nieve y se la tiro a Abel. Le da en plena cara. Me mira con los ojos muy abiertos, y yo me encojo, creyendo que se ha enfadado. No obstante, enseguida veo que se dispone a coger nieve para lanzármela, así que corro, riéndome. Él consigue atraparme y me la restriega por la cara. Está fresca y húmeda y yo no puedo dejar de reír. Nos enzarzamos en una batalla de bolas como dos chiquillos. Por un momento, mientras corre y suelta carcajadas, se me antoja que ha vuelto a ser un niño. El de antes de la muerte de su madre.
Me lanzo contra él y ambos caemos al suelo. Nos revolcamos en la nieve, besándonos y acariciándonos. Sonrío contra su boca, muerde mi labio, lo roza con su lengua.
—Gracias –le susurro.
—¿Por qué? –Se aparta un poco para poder mirarme. Aún estamos en el suelo. Yo empiezo a sentir la humedad de la nieve en mi pelo, pero no me importa. Le acaricio su hermoso rostro y sonrío.
—Porque realmente estás luchando. Eres un hombre fuerte y muy valiente. Y estoy orgullosa de ti.
Él separa los labios en un gesto de sorpresa. Se quita de encima de mí y se levanta. Me entrega su mano para que lo haga yo. Después me retira la nieve que se me ha quedado enganchada en el pelo. Me lo acaricia con suavidad.
—Estoy haciéndolo por los dos. Pero tú estás teniendo una gran parte en esta recuperación. Y esa es una de las razones, entre otras muchas, por las que te admiro tanto. Porque siempre estás ahí para ayudar a los demás.
Niego con la cabeza, aturdida. Es cierto, ya lo dije una vez: siempre quiero rescatar a los demás, pero siempre lo hacía más por mí que por el otro, porque había un sentimiento un tanto egoísta en mí, un sentimiento de orgullo por demostrar que podía lograr levantar a los demás. Sin embargo, con Abel no es así. Con él lo hago realmente porque quiero que esté bien, que abandone todo lo que le provoca dolor. Supongo que esto es a lo que llaman amor.
—Tú eres la que me está salvando. –Me sujeta de las mejillas para darme un beso.
Un par de días después vamos por la mañana al lago habilitado para patinaje. Me hace mucha ilusión y estoy muy nerviosa ya que nunca he patinado sobre hielo. Hay bastante gente cuando llegamos, posiblemente de otros pueblos de alrededor. El sonido de las risas de los chiquillos me produce alegría. Todo está tan blanco y tan hermoso que se me antoja vivir dentro de una estampa navideña. Abel ha traído su cámara consigo para sacarme alguna foto. Creo que en casi todas apareceré con el culo en el suelo. Alquilamos unos patines y en cuanto nos metemos en la pista, yo ya estoy resbalándome. Abel me tiene que sujetar una y otra vez. Me explica cómo mantener el equilibro y cómo tengo que hacer para avanzar. Los primeros veinte minutos me los tiro casi todos en el suelo. Más tarde, consigo patinar un poquito. Abel me saca una foto tras otra. Me encanta ver su sonrisa. Al acabar la mañana, ambos tenemos las mejillas y la nariz coloradas y estamos exhaustos. Todavía hay unos cuantos niños con sus padres patinando, pero la mayoría se ha marchado ya.
—¿Quieres que comamos en el pueblo?
Asiento con la cabeza, muy ilusionada. Nos dirigimos a la furgoneta entre risas y comentarios de mis caídas en el lago. Una vez en el pueblo, yo me aferro a su brazo para caminar por las callejuelas. Las casas ya están decoradas con lucecitas de Navidad y por todas las partes descubro adornos.
—Falta ya muy poco.
—Quizás antes de Nochebuena estemos en España –dice para mi sorpresa.
—¿En serio? –Alzo la cabeza con emoción.
—Sí. –Fija la vista al frente, muy serio–. Supongo que tienen que haberse metido ya en otros asuntos, al fin y al cabo tienen tantos chanchullos… Puede que Jade haya tenido que viajar a Holanda, lo solía hacer por estas fechas.
No hablamos más del tema. Antes de entrar a comer en la única cafetería que hay en el pueblo, Abel me lleva a la tienda de dulces en la que yo compré la tarta. Esta vez no se encuentra la mujer que me atendió cuando vine a por la tarta, sino una muchacha de unos diecisiete años. Supongo que es la hija porque se parece mucho a ella. Abel pide una caja de galletas de jengibre. Tienen distintas formas: unas son árboles de navidad, otras bolitas y algunos muñecos como el de la película de Shrek. Nos llevamos dos de cada porque son bastante grandes.
Salgo de la tienda con una enorme sonrisa. Estoy encantada de tener estas galletas. Esta noche sé que me zamparé un par. Una vez en la cafetería, ambos pedimos una sopa caliente y de segundo tomamos carne con verduras, todo riquísimo y acompañado de una cerveza especial navideña que tiene un estupendo sabor. Tras la comida, Abel me lleva a pasear a un parque que hay en las afueras de la ciudad. Caminamos cogidos de la mano, yo observando toda la hermosura blanca que me rodea, esos árboles que han perdido sus hojas pero han ganado la frescura de la nieve.
—Espero que, al final, estés pasándotelo bien aquí –dice, cuando nos sentamos en uno de los banquitos.
—Está siendo fantástico –le regalo una sonrisa sincera. Él me coloca la bufanda para que me tape toda la garganta y se inclina para darme un suave beso en los labios.
—¿Sabes? Quiero decirte una cosa.
—¿Qué?
—Estos días he estado pensando en mi madre...
Contengo la respiración. Sin darme cuenta, le aprieto los dedos de la mano que estoy sosteniendo. Él me mira con una sonrisa.
—... pero he estado bien. No me he sentido enfadado. No he notado en mi interior esa rabia de otras veces. Es cierto que he tenido algún sueño más, pero no ha sido tan horrible como los anteriores.
—¿Lo dices en serio?
—Claro que sí, Sara. –Esta vez me da un beso en la nariz. Le gusta mucho hacerlo, ya que como él dice, soy su morena pecosa–. Y tú tienes mucho que ver en ello.
—¿Crees que puedes estar perdonando a tu madre? –le pregunto con curiosidad. Escruto su rostro serio, pensativo.
—Es muy probable. Nos lo merecemos ya, ¿no? –Sonríe. Sus dientes blancos parecen fundirse con el resto del paisaje–. Necesitamos descansar tranquilos. Ella donde esté, y yo aquí contigo.
—Eso es estupendo, cariño –Lo atraigo hacia mí y le beso con suavidad. Nos quedamos con las frentes apoyadas. Aspiro su cálido aliento, haciéndolo parte de mí–. No sabes cuánto me alegro de escucharte decir eso.
—Ella era un ángel. Como tú. Los dos ángeles de mi vida. –Me abraza con ternura.
Apoyo la cabeza en su hombro, sin poder creer que todo esto nos esté sucediendo. El destino nos está dando esta oportunidad maravillosa y la tenemos que aprovechar al máximo. Mi corazón no puede hacerse más grande pero, aun así, lo hace y siento que rozo el cielo con los dedos con cada uno de sus avances.
—¿Sabes por qué sé tantas frases de libros? –Su voz susurrante en mi oído.
Niego con la cabeza, aferrada a él.
—Un par de años después de su muerte, me adentré en su biblioteca. Leí todos los libros que podía, intentando encontrar algo que me acercara más a ella.
Aguanto la respiración. Me recuerda a mí misma, cuando quería leer los ensayos de su madre porque creía que me arrimarían a él.
—Pensaba que comprendería su marcha de esa forma. Leía y releía, trataba de descifrar frases o fragmentos que ella había subrayado. Pero igualmente me sentía perdido. No la encontraba ni lo iba a poder hacer nunca. –Menea la cabeza, sonriendo con nostalgia–. Pero mira, descubrí la literatura y me hizo feliz. Viajé a mundos jamás conocidos y me enamoré de un sinfín de personajes. En cierto modo, con eso sí estuve cerca de ella.
—Lo entiendo, cariño. –Abandono su hombro y lo miro, posando una mano en su mejilla.
—Una de sus lecturas favoritas era Orgullo y prejuicio. Bueno, tú ya lo sabes. –Me observa con detenimiento. Yo no puedo evitar sonreír al recordar la noche en que me regaló el libro–. Me escribió que un día yo encontraría a mi señorita Bennet.
A mi mente viene la nota que encontré entre las páginas. Yo misma la leí unas cuantas veces, emocionada. En aquella época pensaba que Abel jamás sería mío.
—¿Y la has encontrado? –pregunto, juguetona.
—Por supuesto. –Me da un fuerte beso en la mejilla–. Eres igual de prejuiciosa que Elizabeth Bennet, al menos al principio –se ríe.
—¿Qué dices? ¡Eso no es cierto! –protesto, aunque también divertida.
—¿Cómo que no? Dime, ¿qué pensaste de mí la primera que me viste?
Agacho la cabeza, un poco avergonzada. Suelto una risita.
—Pues que eras el típico chulito que acorralaba a las mujeres y luego las dejaba tiradas.
—¿En serio? ¿Sólo eso? Venga, no te cortes. –Se une a mis risas.
—Vale, vale… Que eras un prepotente y un creído. Infiel, machista…
—Uf, tocado. –Se lleva una mano al pecho como si le hubiesen asestado un golpe–. ¿No hubo ni un solo pensamiento bueno?
Hago como que pienso durante un buen rato. Él me observa sin poder evitar sonreír.
—Bueno, pensé: «Tiene un buen culo».
—Vale, no está mal. –Me abraza con más fuerza–. Puedo aceptarlo. Me han dicho cosas peores.
Nos quedamos callados un rato, agarrados de la mano, observando a las mamás que pasean con sus niños por el parque. En un momento dado, él apoya su mano en mi vientre casi de manera inconsciente y yo me altero toda. El corazón está a punto de parárseme.
—He pensado algo, Sara. Creo que no pasará nada.
—¿El qué?
Se saca el móvil del abrigo. No sabía que lo llevaba porque, de todos modos, aquí no lo usamos. En la cabaña no hay cobertura. Lo miro con la boca abierta.
—He pensado que quizá te apetezca llamar a tu familia. O a Cyn y Eva. No sé, a quien quieras.
Le abrazo con ímpetu. Él me frota la espalda riéndose. Enciende el móvil y mete el PIN. Yo espero con el estómago encogido. La verdad es que me acabo de dar cuenta de que me muero de ganas de hablar con mi madre. Una vez está enchufado, la pantalla se le llena de llamadas perdidas. Imagino que el mío estará igual. También tiene un montón de wasaps y, al final, el móvil se le bloquea.
—Joder, qué mierda. –Se pone a trastear en él, pero todo está enganchado.
De repente, se mete en la aplicación de wasap de tanto haber tocado la pantalla. Uno de los chats se abre y, sin querer, aprieta un vídeo que le han pasado.
Y los gemidos retumban en el silencio del parque.
Yo lo miro con la boca abierta. Él tapa la pantalla, pero he acertado a ver algo y, sin poder evitarlo, el corazón se me contrae. Había una mujer, practicando sexo con un hombre, maniatada, con los ojos vendados. Y, sin duda, el hombre es él. Abel intenta parar el video pero el móvil se le ha descontrolado. La mujer grita su nombre, suelta un par de frases que a mí se me antojan terriblemente pecaminosas.
—Maldita loca… –murmura. Los gritos aumentan de nivel. Él gruñe. Yo me llevo una mano a la boca–. ¡Joder, eres una hija de puta! –le grita al móvil. Y lo lanza al suelo. La pantalla se parte y los gemidos continúan. Ella le está pidiendo que haga cosas que yo jamás habría imaginado.
Me mira asustado. A mí me tiembla todo el cuerpo. Coge el teléfono, vuelve a trastear en él y, por fin, a pesar de la pantalla rota, consigue hacer callar el vídeo.
—¡Joder! –grita otra vez. Me coge del brazo, escrutándome con gesto preocupado–. Sara, ¿estás bien? Dime algo, por favor.
Yo meneo la cabeza, con los ojos muy abiertos, sin saber qué contestar. Me coge de las mejillas. Yo aprieto sus manos.
—Eh, eh. Olvida esto, ¿vale? Hace mucho de ello, cariño.
—Vosotros… –murmuro con voz temblorosa.
Abel respira agitado. Asiente con la cabeza.
—Alguna vez nos grabamos, pero ya está. Nada más, Sara. Eso es algo del pasado. Intentaba deshacerme del dolor y la rabia que sentía, por eso era así.
—¿Pero por qué te envía…?
—Porque es una perra. –Se lleva una mano al pelo y se lo revuelve. Está nervioso, y al mismo tiempo enfurecido. Me mira una vez más–. Dime que no estás enfadada. Por favor, dime que esto no va a cambiar nada.
—Claro que no, Abel. Sólo me ha sorprendido… –Trago saliva. Ambos nos observamos con nerviosismo–. Pero eso quiere decir que…
—Pensé que se habría olvidado ya. Lo siento, de verdad. Lo siento muchísimo.
En cuanto me echo a llorar, lo tengo pegado a mí, cogiéndome con fuerza, apretándome la cabeza contra su pecho.
No sé qué es lo que quiere esa mujer, pero cada vez me asusta más.