19

 

Me coloco bien el tirante del vestido. Echo un vistazo alrededor de manera nerviosa. Todas las mesas están llenas de parejas celebrando sus aniversarios, de familias disfrutando de una tranquila y agradable velada. Y aquí estoy yo, sola. Con el estómago dándome vueltas. Quizá no venga.

Hace dos días le envié un escueto mensaje. «Nos vemos en La Dolce Vita el día que tú sabes. A las diez». No puse que le esperaría ni nada, simplemente di por hecho que iba a acudir. Sin embargo, ahora no estoy tan segura. Hemos estado un mes separados, sin que yo le haya llamado, sin permitir que él lo haya hecho. Pero se supone que es así como funciona esto. Vamos, cuando dos personas se dan un tiempo, es preferible que se mantengan lejos.

Necesito que acuda. Tengo que decirle lo que he estado pensando todo este tiempo. Debo comunicarle mi decisión. Quizá no sea la más correcta, pero es la única que me parece coherente después de todo lo que hemos pasado.

El camarero acude otra vez a mi mesa y me pregunta si quiero más vino. Asiento con la cabeza.

—¿Quiere pedir ya la cena?

—No. Esperaré unos minutos más –respondo, de forma tímida.

Me miro las uñas de manera nerviosa. Me dan ganas de empezar a comérmelas, pero este es un restaurante muy elegante. Dirijo una nueva mirada a mi atuendo: me he puesto un bonito vestido que tenía por casa y que hacía mucho que no usaba. Me he recogido el pelo en una coleta que cuelga por mi hombro derecho. No me he maquillado mucho. Tampoco quiero que piense lo que no es. Rebusco en el bolso y saco la nota arrugada. Es la lista que Cyn y yo hicimos, con los pros y los contras. La leo con detenimiento, aunque me la sé de memoria. Después repaso mentalmente lo que le voy a decir. A cada segundo que pasa me pongo más nerviosa. El restaurante cada vez se llena más y aquí estoy yo: sola, pequeña y asustada.

El camarero me trae mi copa de vino y me observa con curiosidad. Yo echo un vistazo a la hora en el móvil. Él tendría que haber acudido hace veinte minutos.

—¿Le tomo nota? –insiste el camarero.

Niego con la cabeza. Le señalo la copa de vino con una triste sonrisa.

—Creo que me tomaré esto y me marcharé. Quizá necesiten la mesa.

Él asiente y se marcha, dejándome sola. Supongo que piensa que me han dado plantón. Sí, creo que así es. Esto lo único que puede significar es que ya nada es lo mismo, que él está muy enfadado conmigo o a saber qué. O... o quizá esté peor y no pueda acudir. Puede que le tenga que llamar y averiguar lo que sucede. Pero es que me da miedo escuchar su voz por teléfono. A pesar de mis reservas, saco el móvil y marco su número. El tono de llamada me pone nerviosa. Suena una y otra vez, pero nadie lo coge. Suelto un suspiro resignado. Tengo ganas de llorar pero, para mi sorpresa, tampoco estoy demasiado triste. A lo mejor he conseguido convencerme a mí misma de que esto podía suceder.

Me levanto y cojo mi abrigo de la silla. Mientras me lo pongo, agacho la cabeza avergonzada. La gente se habrá dado cuenta de que sólo soy una chica solitaria con mirada triste. Así es como he sido casi toda mi vida. Pero entonces, cuando me estoy abrochando los botones, noto una presencia a mi lado. Imagino que es el camarero que ha vuelto para cobrarse las copas de vino. Sin embargo, al mirar los zapatos que se encuentran ante mí, los reconozco de inmediato.

El corazón me salta en el pecho de tal forma que se me corta la respiración. Me quedo unos segundos observando esos zapatos, hasta que por fin alzo la vista y me encuentro con esos ojos que tanto he amado. Esos ojos grandes, azules, intensos, apasionados. Me están observando de una forma extraña, de una manera que hace que todas mis creencias se tambaleen, que me hacen dudar en mi decisión.

—Hola, Sara –me saluda, esbozando una pequeña sonrisa.

—Abel –exhalo su nombre, con el corazón brincando desbocado. Pobrecillo… ¿Cuántos sobresaltos puede soportar?

—Siento haber llegado tarde. Tenía médico a las siete y media, pero la cosa se ha alargado y después he tenido que ir a casa para, al menos, arreglarme un poco. –Se señala a sí mismo.

Estudio su atuendo. Pantalones negros que marcan sus esbeltas piernas, una camisa de color blanco que resalta su cremosa piel, el chaleco negro que tanto me gusta y una bonita corbata del mismo color. Está guapísimo. Me atrevo a decir que más guapo que nunca, a pesar de que aprecio en su rostro restos de cansancio. Incluso sus ojos lo están.

—No pasa nada –susurro. Me siento tímida, como si fuese la primera vez que quedamos.

—¿Quieres que nos sentemos? –me pregunta, señalando la mesa.

—Claro. –Me quito a toda velocidad el abrigo y lo coloco en la silla otra vez. Él toma asiento enfrente y se me queda mirando hasta que yo también lo hago.

—¿Cómo estás?

—Bien. –Tenía en mi mente todo lo que le quería decir. Sin embargo, me he quedado en blanco ante su asombrosa mirada.

El camarero acude con una sonrisa y toma nuestros pedidos. Yo he pedido un plato ligero porque sé que estoy demasiado nerviosa como para comer mucho. Esperamos a que le traigan a él su copa de vino y, una vez las tenemos los dos, nos quedamos mirando. Son unas miradas que provocan que todo lo que está a nuestro alrededor desaparezca. No hay nadie más. Estamos Abel, yo, y el tiempo deteniéndose por nosotros. Tan sólo noto el palpitar de mi pulso en cada parte de mi cuerpo y el corazón agrandándose en el pecho.

—Estás muy guapa –dice él, observando mi vestido y mi peinado.

—Gracias. Tú también. –Intento sonreír, pero estoy tan nerviosa que apenas me sale una mueca.

Hasta que nos traen la cena conversamos sobre nuestras vidas, acerca de lo que hemos hecho. Me pregunta sobre mi madre y realmente se muestra muy interesado por saber cómo está. Luego, sin quererlo del todo, le confieso que me encontré con Eric. Pero omito lo último que le dije. Durante la cena nos mantenemos más callados, tan sólo lanzándonos miradas. Abel me sonríe, pero yo continúo tan seria como antes, pensando en la lista que se halla escondida en mi bolso, recordando las frases que me he preparado para decirle.

Cuando terminamos, decidimos no pedir postre. Miro alrededor y me doy cuenta de que el restaurante continúa lleno. No me siento bien aquí, con tanta gente. Quiero ir a un lugar más vacío, en el que pueda conversar con él tranquilamente.

—¿Nos vamos a un parque?

—Claro. Como quieras –acepta él.

Cada uno paga su parte de la cuenta. Salimos a la calle en silencio y así nos quedamos delante de la puerta del restaurante. Me siento tan rara... En realidad estoy asustada porque, ahora que le tengo delante, me doy cuenta de lo mucho que le he echado de menos. Caminamos hasta los Jardines del Real. Siempre me ha gustado venir porque era donde me traían mis padres cuando era pequeña. Paseamos por entre los árboles, muy callados. Él con las manos metidas en los bolsillos y yo apretando mi bolso contra mi cuerpo, intentando acallar los insistentes latidos de mi alocado corazón.

—¿Sabes qué día es hoy, no? –digo de repente.

Abel se detiene. Yo avanzo unos pasos más, hasta que también lo hago. Me quedo de espaldas a él, con la cabeza gacha, entre tímida, nerviosa y nostálgica.

—Por supuesto, Sara.

Las lágrimas se me agolpan en los ojos. Echo a andar otra vez y él me sigue a unos pasos por detrás de mí.

—Ese día jamás se me olvidará.

Esa frase me pone en alerta. Pienso en su enfermedad. Me muerdo los labios. Recuerdo que antes me ha dicho que ha ido al médico y no le he preguntado sobre él.

—¿Cómo estás de...? –No me atrevo a decirlo. Se me traban las palabras.

—Bueno, ahí vamos.

Su voz no suena del todo segura. Sé que ha pasado algo mientras no hemos estado juntos, pero no me lo quiere contar. Me doy la vuelta y lo miro con tristeza. Él se queda muy quieto, con los labios entreabiertos, entendiendo mi mirada.

—El médico me ha aumentado la dosis.

—¿Eso quiere decir que…? –Mi voz tiembla.

—Sólo es por prevención. He estado un poco estresado y la cabeza se me ha ido un poco más. Pero no quiere decir que la enfermedad haya ido a peor.

—¿De verdad? –pregunto, sin creérmelo del todo.

—No te mentiría en eso, Sara. –Se coloca delante de mí.

Alzo el rostro y clavo mi mirada en la suya. Todo mi cuerpo tiembla al verme reflejada en sus ojos. Me reconozco en ellos y veo a esa Sara que se empezó a querer, a gustar, a creer que podía hacerlo todo en la vida. Tampoco han pasado tantas cosas malas desde que le conocí, pero... Estrujo la nota que llevo en el bolsillo. Me gustaría mirarla una vez más, pero me da miedo cambiar de opinión si lo hago.

—¿Nos sentamos? –le pido, señalando el banco más próximo. Tengo las piernas hechas merengue, así que no voy a poder aguantar de pie mucho más. Él asiente y nos dirigimos al banco. Cada uno se sienta en un extremo. Yo me froto las manos, sintiendo en mi rostro acalorado su atenta mirada.

—Te veo bien –dice, de repente.

¿Estará pensando que el haber estado separados durante un tiempo me ha traído tranquilidad? ¿Es que se me ve en la cara?

—He estado trabajando mucho en el máster y en el proyecto –le explico.

—Vas a llegar adonde tú quieras, Sara. Siempre lo he creído. Tienes talento.

Me giro hacia él. La luz de la luna se refleja en su rostro y, de nuevo, como aquella vez en que hicimos el amor en el hotel de Barcelona, cuando lo encontré desnudo en la terraza, se me antoja un ángel oscuro y misterioso. Pero él... él ha sido mi ángel. Y yo el suyo. Nos hemos salvado el uno al otro de una soledad y un dolor hondos.

—¿Sabes por qué te he hecho venir? –le pregunto, nerviosa.

—Creo que sí –responde, poniéndose serio.

—Necesitábamos terminar con esto –susurro. Mi voz más temblorosa que nunca.

Él se queda callado unos instantes. Eso me ayuda porque así yo puedo continuar con todo lo que quiero decirle.

—He tenido tiempo para pensar y darme cuenta de lo que quiero –le confieso, sin apartar mi mirada de la suya–. Desde que te conocí, ha habido buenos y malos momentos. He intentado situar los buenos por encima de los malos, pero realmente me lo has puesto difícil. –Esbozo una sonrisa triste y me vuelvo a mirar las manos–. Te dije que aguantaría tu pasado, que no me importaba. Pero me he dado cuenta de que no es cierto.

Le miro, pero él continúa tan callado como antes. Me fijo en que los ojos se le han puesto rojos. El estómago se me revuelve en el interior al verlo tan desvalido.

—El pasado importa cuando regresa. Y el tuyo lo hace una y otra vez. No es culpa tuya, pero ocurre. –Ladeo los labios en un gesto de tristeza–. No puedo vivir tranquila así. Y tú tampoco. Nina nos jode, Eric nos traiciona, otra loca ex tuya nos persigue a saber para qué. Suena como una película, ¿verdad? –Meneo la cabeza con una sonrisa–. Pero no lo es. Tú y yo estamos aquí y somos tan reales como el dolor que siento ahora mismo en mi pecho.

Él se muerde el labio. Me tranquiliza que esté dejando que me explique, que me permita sacar todo lo que llevo dentro.

—Me gustaría vivir tranquila –digo, alzando la vista al cielo. La luna llena es enorme y la luz que irradia hace que me sienta como en una mística situación–. No me gusta el riesgo, te lo he dicho. Las cosas difíciles sí, pero siempre y cuando pueda tener el control sobre ellas. –Me froto las manos para hacerlas entrar en calor–. Aunque, para ser sinceros, me gustaba no tener control sobre ti. Me hiciste ver que la vida se puede vivir de otro modo –le confieso–. De un modo intenso, apasionante. Ahora puedo apreciar más todo lo que tengo. Antes me costaba.

—Sara, tú también me has cambiado –interviene. Se arrima un poco, aunque todavía estamos muy separados–. Me has convertido en un hombre nuevo. En uno que sabe lo que es amar otra vez. Y te lo agradezco, porque había olvidado uno de los sentimientos más bonitos del mundo.

Los ojos se me humedecen. Aparto la vista. Uf, por qué es tan difícil todo esto. Su voz me provoca escalofríos. Me revuelve entera, me transforma en una loca, en una mujer que quiere gritar, aullar a esa maravillosa luna. Pero tengo que continuar con lo que le quiero decir. Es la única forma de poder liberarme y terminar con todo.

—Lo he pasado muy bien contigo, Abel –le digo, bajando la voz. Las lágrimas empiezan a rodar. Tan calientes… Me queman. Noto que él se tensa a mi lado–. Pero también muy mal. ¿Se tiene que sufrir en el amor? Muchos dirán que sí, que sólo es amor verdadero cuando discutes, o cuando lo pasas mal. Pero es que a mí me cuesta. No tengo claro que el amor lo pueda perdonar todo. Hay cosas que no se deberían perdonar, ¿no? –Ladeo la cabeza y lo miro con curiosidad.

—Por supuesto que no –dice. También se está frotando las manos. Sus ojos brillan igual o casi más que la enorme luna que nos ilumina.

—Yo te he perdonado muchas veces. Y tú a mí también. Hemos cometido errores y hemos aprendido. Al fin y al cabo, eso es la vida –murmuro, casi más para mí que para él. Me quedo callada un ratito, escuchando su respiración agitada–. Hay un poema que me encanta que dice que el amor no sirve para nada y que nunca el amor, por muy grande que sea, es suficiente.

Él va a decir algo, pero se lo piensa mejor y se calla. Yo me estiro las manos, jugueteo con las pielecillas de mis dedos. Nunca he estado más nerviosa en mi vida. Y puedo apreciar que él también lo está mucho. Esto es como una sentencia de amor y dolor.

—No, supongo que no –responde, con voz muy bajita.

—Pero la verdad es que yo ya no creo en ese poema –digo de repente, al cabo de unos minutos de silencio. Ladeo la cabeza de nuevo. Él me mira, entre sorprendido, curioso y esperanzado. Mi corazón se echa a correr como un loco otra vez–. Yo he decidido creer en el amor. No puede ser que después de todo lo que hemos luchado por estar juntos, esto no sea lo suficientemente grande como para no ser suficiente. El amor sirve, Abel. –Le clavo la mirada. La suya brilla… Hasta que aprecio una lágrima deslizándose por su pómulo. Me arrimo a él y se la seco con un dedo–. Sirve para ser mejores, como te he dicho. Para descubrir los diferentes matices de la vida y para encontrarse a uno mismo. Sirve para hacer que una persona que había decidido sacar a otra de su corazón, la mantenga con mucha más fuerza.

Abel me mira asombrado. Sus labios tiemblan y no puede decir palabra. Supongo que se esperaba que iba a terminar con él. Pero después de mucho debatirme entre la razón y el corazón, he comprendido que este es mucho más fuerte. ¿Que me equivoco? Entonces que así sea, pero jamás me arrepentiré de haber compartido mi vida con el hombre que la ilumina y al mismo tiempo la oscurece. Pero es que así es la vida, todo tiene sus luces y sus sombras, incluso la persona a la que quieres. Incluso el amor.

—No he dejado de quererte ni por un segundo –susurro, pegándome a su rostro. Y entonces, sin poder aguantarme más, me lanzo a sus labios y se los beso con pasión. Él reacciona con rapidez y me estrecha entre sus brazos. Nos fundimos en un apasionado beso que me deja sin respiración. Nuestros alientos se funden en uno, nuestras almas… Las noto. Las aprecio a las dos. Ellas también se están abrazando como nuestros cuerpos.

—Ni yo, Sara. Te quiero en esta vida y lo haré en la siguiente. En todas las vidas posibles –me dice llorando.

Y yo también lloro. Y me río. Y ambos parecemos unos locos y me encanta esta locura que he conocido junto a él. Nos devoramos. Sus manos palpan todo mi cuerpo y las mías recorren el suyo. Mi sexo despierta con más fuerza que nunca.

—Llévame a tu casa –le digo, agarrándole con fuerza de la nuca–. No, mejor –rectifico–, llévame al estudio porque no puedo aguantar más tiempo sin tenerte para mí.

—Pero estarán Marcos y Cyn –me recuerda.

—No me importa. Que se vayan un rato al cine –respondo, riéndome.

Ni siquiera nos marchamos en su coche. Lo hacemos corriendo por las calles, agarrados de la mano, mientras la luna nos persigue. Reímos, lloramos, sentimos, nos volvemos a enamorar. Nos reconocemos en nuestras miradas y es maravilloso. Nos detenemos en las farolas para besarnos. Él, apoyado, yo apretujándome contra su cuerpo para no abandonarlo nunca. Quince minutos después llegamos al estudio y subimos las escaleras al trote. Cuando abre, escuchamos la televisión. Marcos se asoma curioso.

—Sube el volumen –le dice Abel.

Cyn aparece por detrás de Marcos y suelta una exclamación de sorpresa y alegría. Abel tira de mí hasta llevarme a la que era su habitación. Nada más cerrar la puerta, nos envolvemos otra vez. Me quita el abrigo con anhelo mientras me besa con desesperación. Yo le desanudo la corbata, le quito el chaleco y me deshago de su camisa. Él desliza mi vestido por mi cuerpo hasta caer al suelo. Después son mis medias las que susurran en el aire. Nos quedamos en ropa interior, pero yo no tengo suficiente. Se la bajo y él me quita la mía. Nos observamos durante unos instantes. Desnudos, expectantes, nuestros pechos y vientres contrayéndose por el deseo.

—Quiero perderme en ti cien mil noches y una más –murmura, estrechándome contra su cuerpo. Me aferro a su calor, me dejo caer en su perfume salvaje, mezclado con el de la excitación. Su sexo duro me roza el vientre, volviéndome loca.

—Hazme el amor, Abel. Métete en mí, por favor –le suplico.

Me hace un gesto para que espere. Entonces enciende una radio que hay en el escritorio y empieza a sonar una canción que no reconozco.

—Mejor así, para que Cyn y Marcos no nos oigan –dice.

Me tumbo en la cama con una sonrisa, esperándole con las piernas abiertas, con todo mi cuerpo floreciendo para él. Se coloca a mi lado y empieza a acariciarme.

—Tu piel me da vida –susurra a mi oído. Arqueo la espalda cuando sus dedos expertos recorren mi vientre con una suavidad inaudita. Se inclina y me lo besa. Sus labios me encienden aún más. Le cojo de la nuca para que nunca se aparte de mí–. Te deseo. Te amo, Sara. Me enloqueces. Me elevas y me haces caer otra vez, pero siempre resurjo. Es por ti que tengo tantas fuerzas, cariño.

Esbozo una sonrisa al tiempo que me besa. Su lengua explora la mía, jugamos, las enroscamos, nos saboreamos. Nuestro amor se extiende por cada uno de los poros de nuestra piel. Sus dedos me acarician toda, sin perderse un sólo rincón. Él me observa a medida que lo hace y el recorrido de sus ojos en mi cuerpo me hace anhelarlo todavía aún más.

—Estoy memorizándote, Sara –susurra, con la voz cargada de deseo–. Vas a quedarte en mi mente para siempre. Pero sobre todo, estarás marcada en mi corazón. Nunca vas a salir de él.

Alargo los brazos y le atraigo a mí. Mientras nos besamos otra vez, los acordes de una bonita melodía salen de la radio. Se trata de Por fin, de Pablo Alborán. Se me escapan las lágrimas al escuchar la voz del cantante. Pero son de placer y felicidad. La lengua de Abel acaricia mis pechos y se queda un buen rato en mis pezones. Yo arqueo el cuerpo. Me estoy saliendo de él, me veo desde arriba, puedo observar mi propia cara de placer, bañada también de amor. «Qué intenso es esto del amor. Qué garra tiene el corazón. Jamás pensé que sucediera así. Bendita toda conexión entre tu alma y mi voz. Jamás creí que me iba a suceder a mí». La voz de Pablo Alborán inunda mis oídos y me hace elevarme aún más.

—Te amo tanto, Sara… –murmura Abel con voz temblorosa.

Lo noto bajar y colocarse entre mis muslos. Me coge del trasero y me lo alza. Segundos después su lengua me está devorando. Yo suelto un gemido tras otro, retorciéndome, revolviéndome, agarrándome en la cama para no caer en el orgasmo que me acecha. «Por fin lo puedo sentir. Te conozco y te reconozco por fin. Sé lo que es vivir...»

—Ámame con todo tu cuerpo, Abel –le pido, agarrándolo de la espalda para que se acerque a mí.

Deja mi sexo y se coloca encima, aprisionándome con todo su cuerpo. Alzo las piernas y las enrollo a su cintura. Me echo hacia delante para que se meta. Su pene me roza la entrada y yo jadeo, con los ojos cerrados. Se introduce en mí con suma lentitud, permitiendo que pueda sentir cada uno de sus centímetros. Mi sexo se abre comprendiendo que es él, que siempre será él. Se empieza a mover con cuidado, como si yo fuese virgen, como si me fuera a romper. Realmente podría hacerlo. Me podría romper en cien mil pedacitos y luego él me volvería a recomponer.

Abro los ojos y me pierdo en su intensa mirada azul. Me acaricia una mejilla mientras entra y sale de mí. Hacemos el amor observándonos, estudiando nuestros gestos, escuchando nuestros jadeos, empapándonos de nuestro sudor, enganchándonos con los cuerpos. Y mientras tanto, Pablo Alborán dice una frase que me parece maravillosa. «Tú me has hecho mejor. Mejor de lo que era. Y entregaría mi voz a cambio de una vida entera. Tú me has hecho entender que aquí nada es eterno, pero tu piel y mi piel pueden detener el tiempo».

—Ojalá se detuviera de verdad mientras tú estás dentro de mí –digo entre jadeos.

—Lo conseguiré. Haré que se detenga para que nuestros cuerpos nunca se separen.

Le estrujo contra mí, clavando mis uñas en su espalda. Él suelta un gruñido y se empieza a mover más rápido. Su sexo me devora con una pasión desmedida. Le aprieto con mis piernas, intentando fundirme con él. Jamás habíamos hecho el amor de esta manera: tan límpida, tan inocente, tan sincera. Con todo el amor que invade nuestras almas. Y es mucho. Es infinito.

—Feliz aniversario, Abel –susurro, a punto de desbordarme.

—Feliz aniversario, Sara –responde él, callándome con un beso.

Y entonces, me escurro. Mi sexo se contrae una y otra vez en cientos de espasmos maravillosos. Chillo su nombre como no había hecho nunca. Me muevo para conseguir más placer, un placer que no sólo está en mi cuerpo, sino que me roza el corazón y la mente. Soy inmortal. Lo soy en los brazos de Abel. Y quiero mantener esta sensación para siempre. Unos segundos después, él se corre también. Lo hace en silencio, mirándome a los ojos, traspasándome todo su amor. Después cae sobre mí y yo le abrazo y acaricio su espalda sudada. Cierro los ojos, deseando quedarme en esta postura para siempre.

—Te amo –susurra en mi oído.

—Y yo.

—¿Quiere decir esto que te vas a quedar conmigo? –pregunta, aún jadeante.

—¿Tú qué crees? –Me muevo para mirarlo.

—Voy a hacerte la mujer más feliz del mundo –dice, apoyando una mano en mi frente.

—Me conformo con ser la más feliz de este pedacito de cielo.

Nos quedamos un buen rato así. Ni siquiera su peso sobre mi cuerpo me importa. Después, él se coloca a mi lado y nos abrazamos, sin dejar que pase el aire entre nosotros.

—¿Abel?

—¿Sí?

—Me quiero ir a vivir contigo. Para siempre –digo.

Él se queda callado. Esbozo una sonrisa cuando sus brazos me estrechan con más fuerza.

—Y lo haré.

—¿El qué?

—Me casaré contigo. No necesito que me compres un anillo. Simplemente quiero ser tu mujer.

Se aparta para mirarme con sorpresa.

—¿Cuándo, Sara?

—Ni mañana ni pasado. Puede que ni el año que viene. Pero sé que quiero ser tu mujer.

La felicidad que leo en sus ojos me hace reír. Me coge de las mejillas y me besa con ganas. Me riega el rostro de dulces besos.

No volvemos a su casa. Nos quedamos en esa pequeña habitación que se ha quedado empañada de nuestros besos.

Tiéntame sólo tú
titlepage.xhtml
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_000.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_001.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_002.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_003.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_004.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_005.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_006.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_007.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_008.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_009.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_010.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_011.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_012.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_013.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_014.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_015.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_016.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_017.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_018.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_019.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_020.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_021.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_022.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_023.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_024.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_025.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_026.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_027.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_028.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_029.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_030.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_031.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_032.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_033.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_034.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_035.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_036.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_037.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_038.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_039.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_040.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_041.html