13
Cyn y yo nos encontramos preparando todo para la fiesta de despedida de Eva. La hemos tenido que organizar en el apartamento de la playa de Cyn porque nuestro piso de estudiantes ya está ocupado por otros. Mi amiga no podía hacerse cargo ella sola y me ha asegurado que las paredes se le venían encima sin mí. Además, le ha servido para afianzar su relación con Marcos –me tengo que hacer a la idea ya; al final resultará que son la pareja ideal– y ella se ha mudado al estudio, aunque aún no se ha llevado todas sus cosas porque tampoco quiere ir demasiado rápido y porque en realidad el estudio es de Abel. Ella mismo llevó todas mis cosas a la casa de mi madre. Tengo unas amigas que no me merezco. Si no lo hubiese hecho, mis libros y mis cosas personales estarían en manos de a saber quién.
A mí me da un poquito de pena no tener nuestro piso, la verdad. Voy a echar mucho de menos todo lo que hemos vivido en él. Pero, por otra parte, eso quiere decir que voy a tener que vivir con Abel. Le puedo ayudar con los gastos de su casa, aunque estoy segura de que son muy elevados. De todas formas, me voy a quedar un tiempo con mi madre en el pueblo para que no se sienta sola. Más que nunca necesita que esté a su lado y voy a cumplirlo con creces.
Yo... Yo no sé cómo me siento. Por una parte, he vuelto a mi lugar, a mi vida. En breve voy a tener que acudir al máster y estoy histérica. También tendré que dar la cara ante Gutiérrez. Quedamos en que le mandaría algún correo pero, evidentemente, no lo he hecho, así que no sé cómo va a acabar todo esto. He terminado con todos los trabajos que me dio, pero no es suficiente. Me eligió para formar parte del proyecto, puso toda su confianza en mí y seguramente le habré defraudado. Puede que me eche y que me tenga que buscar la vida de alguna forma. Y, para colmo, los exámenes del máster están a la vuelta de la esquina. Se me va a acumular trabajo hasta el fin de los tiempos.
—Tía, ¿me pasas ya los nachos o qué?
La voz de Cyn me saca de todos los pensamientos. Parpadeo un par de veces, pero la vista se me queda emborronada. Al fin, logro centrarla en mi amiga, quien ya se ha terminado de acicalar y lleva un vestido de lana de color rosa palo precioso. Se ha recogido su pelo oscuro en un moño y le cuelgan dos mechones a cada lado de la cara. Como siempre, su maquillaje es perfecto. Yo agacho los ojos y me doy un rápido repaso: todavía llevo el chándal y las zapatillas de estar por casa. Tampoco es que me apetezca cambiarme.
—Anda, vete al cuarto y ponte algo decente. Yo terminaré con esto. –Me arranca el cuenco de nachos y se pone a maniobrar con la salsa de queso.
—No sé si podré aguantar sin llorar –murmuro, deslizando la vista por todos los platos de comida desperdigados por la encimera.
—Pues lloramos todos. –Cyn se encoge de hombros.
La dejo en la cocina sin añadir nada más y me marcho al cuarto. Me he traído simplemente un jersey de lana de color azul y unos vaqueros. No me apetece ponerme nada más arreglado. Mi mejor amiga se va y no sé cuánto tiempo se quedará en ese país tan lejano. ¿Cómo me voy a sentir cuando acuda a la universidad y ella no esté esperándome con su inseparable cigarro?
Mientras me meto los pantalones, escucho el timbre de la puerta. Al cabo de unos segundos llega hasta mis oídos la inconfundible voz de Abel. Se ofreció a ayudarnos pero antes tenía que visitar a sus padres pues aún no lo había hecho con todo lo del entierro. Cuando salgo del dormitorio de Cyn, me topo con que está pegada a los labios del muscu... digo, de Marcos. ¡Basta ya, Sara! Deja de llamarlo de esa forma tan maleducada. Es el novio de tu amiga, al que ella quiere, y también el hermanastro de tu novio. Así que tienes que dirigirte a él por su nombre.
Abel me ve y alarga una mano para que vaya con él. Me agarra de la cintura y me estrecha contra su cuerpo. Apoyo la mejilla en su pecho y cierro los ojos con la intención de olvidar, por un momento, todo lo que me entristece. Cuando los abro, Cyn y Marcos todavía se están dando el morreo de su vida. Esbozo un gesto de asco. Abel me acaricia la barbilla y sonríe.
—Déjalos. Están enamorados.
—¿Nosotros también hemos sido así?
—Imagino que sí. –Me toma de las mejillas e inclina el rostro hacia mí–. Y podemos continuar siéndolo. –Sus labios rozan los míos provocándome un escalofrío. Los separo y me encuentro con su lengua, que saboreo con todas las ganas del mundo.
—Bueno, nenes, ayudadme un poquito con todo esto que Sara y yo hemos estado toda la tarde cocinando. –Cyn da un par de palmadas y nos saca de nuestra cálida burbuja. Yo chasqueo la lengua, indignada por el hecho de que ella se ha tirado casi dos minutos de reloj enroscando la lengua con Marcos.
—¿Cómo estás, Sara? Siento lo de tu padre. –Marcos me da dos besos. Yo asiento con la cabeza, pero no digo nada. Me cuesta hablar con él porque no sé qué decir. No sé qué es lo que le puede interesar a este chico. Además, las últimas veces que quedamos fue todo muy incómodo y no dejó de tirarme pullitas relacionadas con Eric.
Mientras Cyn y él se dedican a ultimar la comida en la cocina, Abel aprovecha y me lleva hasta uno de los sofás. Me sienta en él y se coloca a mi lado, pasándome un brazo por los hombros. Yo apoyo la cabeza en él y suspiro.
—¿Qué tal el día?
—Bien. Ya sabes que Cyn es una loca de las fiestas. Quiere que todo esté perfecto y más al tratarse de la despedida de nuestra amiga.
—Y tiene razón. –Me acaricia la nariz con la yema del dedo–. ¿Y tu madre cómo está?
—Hoy pasará el día con la vecina. Cuando vuelva, iré a por ella.
—¿Qué te parece si me quedo a dormir con vosotras? –propone, con esa sonrisa que le acentúa los hoyuelos.
—Me da vergüenza. ¿Y si a mi madre le molesta?
—Dormiré en el sofá.
—No sé, Abel… –Niego con la cabeza. En realidad me apetece muchísimo que esté conmigo, pero también me da corte decírselo a mi madre.
—Nena, me he acostumbrado a pasar todas las horas del día contigo. No me puedo apartar de ti ni una milésima de segundo. –Me besa la punta de la nariz con mucho cariño.
—Está bien… Pero si vienes, paso de que duermas en el sofá. Prefiero que te acuestes en mi cama.
—¿Contigo?
—Por supuesto. –Le dedico una sonrisa traviesa–. Pero no vamos a hacer nada estando mi madre en casa.
—Nadie ha dicho que tengamos que hacer nada. –Alza las manos en señal de inocencia.
Le doy un cachetito juguetón en el brazo. El timbre suena en ese momento. Me levanto para abrir pero Cyn es más rápida que yo. Le encanta ser la anfitriona. Son unos cuantos amigos de Eva que iban con ella a las clases de japonés. Nuestra amiga llegará en una media hora porque queríamos que todos estuviesen aquí antes. Es una fiesta sorpresa y Cyn cada vez está más nerviosa. Durante quince minutos se dedica a colocar los platos de comida en la mesa, a distribuir las servilletas, vasos y cubiertos y a recolocar el cartel de «¡Pásalo genial en Japón. Te queremos!».
—Bueno, chicos, ¿lo veis todo bien? –Cyn mira de un lado a otro con gesto nervioso.
—¡Que sííí! –exclamamos Abel, Marcos y yo al unísono.
Y unos diez minutos después suena el timbre. Cyn suelta un gritito y nos hace señales para que cada uno nos coloquemos en nuestro lugar. Sí, tenemos que gritar «sorpresa» y todo eso, pero mira, a la chica le hace ilusión. Apaga las luces y cuando decide que todos estamos en nuestros puestos, va corriendo hacia la puerta.
—Joder, nena, ya era hora de que abrieras. A ver qué coño quieres con tanta prisa, que he tenido que dejar a mi madre chillando.
—Entra, entra y te lo cuento –le dice Cyn. Joder, qué mal actúa.
Y cuando entra al comedor y enciende la luz, todos salimos de nuestros puestos y gritamos un sorpresa enorme que deja a Eva con la boca abierta. Al principio me parecía una idea estúpida, pero lo cierto es que ha valido la pena por ver la cara de nuestra amiga. Es de pura emoción. Y cuando menos nos lo esperamos, se echa a llorar. ¡Eva que no llora nunca, que es la tía más dura del universo! Yo corro a su lado y la abrazo y Cyn se une. Acabamos las tres hechas un mar de lágrimas. Luego se unen el resto de amigos de Eva, incluso Abel y Marcos, y todos nos fundimos en un abrazo precioso.
Una hora después apenas queda comida y hemos animado el ambiente con música y con un poco de alcohol. Mientras Abel y Marcos charlan sobre sus cosas, nosotras lo hacemos sobre las nuestras.
—¿Sabéis que os voy a echar de menos, no? –Eva se enciende un cigarrillo. A Cyn no le gusta que fumen en el apartamento pero como es el último día juntas se lo permite.
—Pues claro. Y nosotras a ti. –Cyn bebe un poco de su ron y pone mala cara–. Pero déjame decirte que has elegido un destino un poco equivocado.
—¿Y eso por qué? –le pregunta Eva, sin entender.
—Podrías haberte ido a Italia, a conocer italianos buenorros, o a Francia, o a Estados Unidos… Pero tía, ¿a Japón? Dicen que la tienen pequeña.
—¿Pero tú eres tontaina o qué?
—Es que a mí no me gustan, la verdad.
—Imagina que Eva conoce allí a su gran amor. Sería todo muy bonito y exótico, ¿no? –intervengo yo. Sé que a mi amiga le encanta todo lo relacionado con Japón, así que no sería tan extraño.
—Yo ahora de momento no quiero ningún tío, que estoy muy bien sola. Voy a trabajar y punto.
Nos quedamos calladas unos instantes. Desvío la mirada hacia Abel, que ya estaba fijándose en mí. Me sonríe y yo hago lo mismo. Mueve los labios para susurrarme un «te quiero». Desde que empezamos a salir, jamás había sido tan atento y cariñoso conmigo. Ojalá todo esto no cambie nunca porque, sinceramente, me gusta este Abel. Me necesita más que nunca... Y me siento alguien teniendo esa labor. Mientras estábamos en la cabaña, a veces pensé en que todo era demasiado duro, en que no me gustaba ese Abel enfermo e inseguro. Pero desde que intentó superarlo, ha vuelto a tener fuerzas y lo está consiguiendo, le quiero más que nunca.
—Bueno, nena, cuéntanos tú qué tal por allá, ¿no? –Eva me da unas cuantas palmadas en el muslo.
—Ah… Fue todo muy bonito –les aseguro. No les doy mucha más información a pesar de que estoy deseando contarles los motivos por los que me marché. Pero no puedo… Es un secreto que debo mantener. Además, pondrían el grito en el cielo.
—Si Abel ha venido recuperado, entonces ha valido la pena –opina mi amiga.
—Normal que haya venido mejor. ¡Se habrán pasado todas las vacaciones follando como locos! –exclama Cyn con una sonrisa.
—Pues no. –Le hago una mueca–. Hemos hecho muchas cosas. Me llevó a patinar sobre hielo y fue muy divertido. Y luego visitamos un pueblecito precioso, muy pintoresco, de esos que salen en las estampas navideñas.
—Qué bonito, nena. –Eva me mira con ojos soñadores.
—Espero que Marcos me lleve también algún día a unas vacaciones así.
El resto de la noche lo pasamos charlando sobre viejos tiempos. Recordamos cuando nos conocimos, lo bien que lo pasamos juntas, los malos momentos que hemos tenido. Cuando todos se han ido menos Abel y Marcos, nos quedamos tiradas en el sofá, abrazadas y en silencio.
—Siento mucho irme en estos momentos, Sara –dice de repente Eva. Sé que se refiere a lo de mi padre.
—No te preocupes. Estaré bien. Y sé que tú estarás ahí de todas formas –contesto, observando el techo.
—Hablaremos por Facebook, ¿vale?
—Claro que sí.
Antes de marcharnos cada una a su casa –menos Cyn, que ha decidido pasar la noche en el apartamento con Marcos– nos damos un enorme abrazo y un montón de besos. Mientras vuelvo al pueblo en el coche de Abel, pienso en que la amistad, junto con el amor, son dos de los sentimientos más poderosos y bellos del universo. Son los que nos dan vida, los que nos hacen levantarnos cada mañana y continuar luchando. Y lo cierto es que soy afortunada porque tengo ambos.
*
Fui a visitar a Gutiérrez con el corazón en un puño. Abel me acompañó porque esta vez sí que yo sola no tenía ánimos para hacerlo. Un par de días antes le había enviado un correo anunciándole mi llegada a España y la muerte de mi padre. No quería darle pena, pero pensé que debía contárselo.
—Buenos días, Sara –me saludó nada más entrar al despacho. Por los pasillos no me había encontrado a Patri y se me hizo extraño.
—Buenas. –No me salió ni una sola palabra más.
Gutiérrez me observó durante un buen rato, como meditando sobre lo que tenía que decirme. Yo no paraba de frotarme las manos, ansiosa y asustada. Al fin, él chasqueó la lengua y dijo:
—Te doy el pésame por lo de tu padre. Sé que estarás pasando un mal momento, pero tenemos mucho trabajo que hacer. ¿Sabes que vas muy atrasada con respecto al máster y todo, no?
—Lo sé, lo sé –dije con un hilillo de voz.
—Pero yo confío en ti, Sara. Por eso te elegí para el proyecto. –Cogió todas las carpetas que le había dejado con los trabajos que él me había dado antes de partir–. Y veo que en tu retiro has estado trabajando también. A veces la salud de los familiares o las circunstancias de la vida nos obligan a retroceder, pero sé que tú vas a colocarte en tu lugar muy pronto.
El rostro se me iluminó. ¿Eso quería decir que iba a poder continuar en el proyecto? Estuve a punto de levantarme y regarle con un montón de besos.
—Patricia se ha marchado a Salamanca para una investigación.
Asentí con la cabeza. Comprendí que ella seguía estando mucho más adelantada que yo, pero a mí ya no me apetecía competir. Lo único que quería era recuperar todo lo que había dejado atrás.
—En nada vas a tener los exámenes del máster. He hablado con los profesores y te van a proporcionar todo el material necesario. Pero vas a tener que estudiar mucho. ¿Lo harás, verdad?
—Por supuesto.
Y por eso me encuentro ahora en mi cuarto estudiando como una loca. Las semanas han transcurrido sin que apenas me diera cuenta. Tan rápido que parecen volar a la velocidad del viento de enero. Y así ha llegado final de mes y en un par de días tengo mis primeros exámenes. Como no he acudido a las clases hay conceptos que no entiendo. Por suerte, he ido a un par de tutorías y he podido asimilarlo más o menos. Últimamente no he visto apenas a Abel, aunque se queda a dormir aquí todas las noches. Pero él está con sus trabajos y yo con lo mío. Se porta demasiado bien: en ocasiones cocina a mi madre, la saca a pasear o la lleva en coche a dar una vuelta, porque a ella le gusta muchísimo subirse en el Porsche.
Me tomo un descanso del estudio y voy a la cocina para prepararme un vaso de leche con cereales. En ese momento escucho la puerta abrirse. Mi madre aparece en la cocina con una sonrisa de oreja a oreja.
—Sara, ¿sabes qué? He sacado dinero yo solita. –Me muestra los billetes, orgullosa.
—¿En serio? Eso es fantástico.
Ella no hacía casi nada por sí misma. Ni siquiera podía sacar dinero del cajero. Se ponía nerviosa al marcar las teclas y se equivocaba. Sin embargo, ahora está aprendiendo muchas cosas porque, al fin y al cabo, lo necesita. Y a mí me encanta saber que piensa por sí misma, que es capaz de hacer todo lo que antes no hizo. Me hace sentir bien saber que se está convirtiendo en la mujer independiente que quiso ser y que no se atrevió. Por supuesto que no me alegro de la muerte de mi padre. Todavía le echo de menos y ese sentimiento no va a cambiar. Pero eso no quita el hecho de que me dé cuenta de que mi madre se encuentra bien, que sonríe, que está alegre.
—En realidad Abel me ha estado ayudando estos días. Me decía cómo tenía que hacerlo y al final he aprendido –me explica, mientras saca la compra de las bolsas.
—¿Ah, sí? Pues él no me había dicho nada. –Me pongo a ayudarla.
—Porque era una sorpresa. –Sonríe de forma pícara.
—Vaya, vaya con Abel. –Me echo a reír.
Mi madre se coloca de espaldas para meter la comida en la nevera. La observo durante unos instantes y entonces se gira y me doy cuenta de que tiene los mofletes colorados.
—¿Pasa algo? –pregunto, confundida.
—Oye, ya hace unas semanas que estáis los dos aquí y… Bueno, yo sé que necesitáis intimidad, así que, si quieres irte con él a su casa, hazlo. De verdad, hija, yo estoy ya mejor. Puedes venir a verme y ya está. Pero vosotros sois novios y necesitáis…
—Calla, mamá. Me iré cuando lo crea conveniente. –Me acerco a ella y la miro fijamente–. ¿O es que te molesta que estemos aquí? Si es así, le digo que se vaya, que no pasa nada. Yo lo entiendo.
—¡Qué me va a molestar! Pero si está haciendo un montón por nosotras. Lo que pasa es que pienso que a lo mejor queréis hacer vuestras cosas…
—¡Mamá, por favor! –Cojo mi vaso de leche y salgo de la cocina riéndome. La escucho reírse también.
Esa noche, cuando mi madre ya duerme profundamente, me deslizo hasta el sofá en busca de Abel porque, aunque le dije que quería que durmiese en mi cama, él prefirió ser respetuoso. Lo encuentro despierto, con las manos bajo la nuca y la vista clavada en el techo. ¿En qué estará pensando? Por un momento se me ocurre que está divagando sobre Eric y yo. Al fin y al cabo, no hablamos de nada sobre lo que ocurrió en el entierro. Pero... ¿qué pasó? ¡Nada! Simplemente dos amigos que se reencontraron después de un tiempo y se abrazaron y ya está.
Me coloco en el borde del sofá. Él se hace a un lado para que pueda sentarme mejor, pero niego con la cabeza. Me inclino sobre él, rozando mis labios en su barbilla.
—Mi madre me ha contado lo que has hecho por ella –susurro. Él apoya una mano en mi pelo y me lo acaricia con suavidad. Le rozo los hoyuelos de la mejilla con un dedo–. No sabes lo que me alegra saber que está saliendo de su cascarón.
No contesta. Sólo sonríe. Me levanto y le estiro del brazo para incorporarlo. Me mira confundido.
—Sólo quiero que vengas a la habitación conmigo. Me apetece que durmamos juntos.
—Si me acuesto a tu lado, no voy a responder de mí.
—No seas tonto.
Caminamos por el pasillo en silencio. Cuando pasamos por la habitación de mi madre, me llevo un dedo a los labios. Me tumbo en la cama, esperando a que él se coloque a mi lado. Es muy pequeña, así que estamos muy apretados. Le doy la espalda, con ella apoyada en su pecho y con mi trasero rozando sus partes. Y, en cuestión de segundos, noto cómo tiene una erección. Sonrío para mis adentros. Le noto respirar con profundidad en mi cuello. Se está excitando cada vez más y lo cierto es que yo también empiezo a ponerme nerviosa.
—Sara, joder. No puedo tener este culo pegado a mi polla porque me vuelve loco.
—¡Chsss! Duérmete –murmuro, aunque ahora mismo me he desvelado por completo.
Se queda muy quieto unos instantes y, cuando creo que ya se está adormilando, noto su mano ascendiendo por mis muslos. No se la aparto porque es una sensación sublime. En cuestión de segundos la ha introducido por dentro del pantalón de mi pijama. Coge el elástico de las braguitas y lo estruja entre los dedos. Su respiración choca contra mi nuca, cada vez más acelerada.
—Nena, déjame tener un poco de ti esta noche.
—No, Abel. ¡Está mi madre en su habitación! Y encima esta cama es diminuta. –Me hago un poco la dura pero mi sexo ya está palpitando y haciendo de las suyas.
—La habitación de tu madre está lejos y lo hemos hecho en sitios peores. –Me acaricia la nuca con la nariz y todos los pelillos del cuerpo se me ponen de punta.
—Abel…
—Vamos, Sara. No puedes traerme a tu cama, rozarme la polla y luego pretender que me quede tan tranquilo. Lo intento, pero soy un hombre que te quiere. Me encantas, joder. Me pones a mil.
Me quedo callada. Estoy torturándole un poquito, porque la verdad es que yo también estoy completamente excitada. Cuando su pene me roza las nalgas por encima del pantalón, mi sexo todavía se humedece más. Me apretujo contra él y meneo el trasero, haciéndole saber que quizá estoy dispuesta a darle un poquito de placer. Él suelta un suspiro, me da un suave mordisco en la nuca y, sin esperar más, me baja el pantalón del pijama y me lo quita en un abrir y cerrar de ojos.
—No me puedo aguantar más, nena. Llevo días queriendo perderme dentro de ti. –Su mano sube por mis muslos hasta rozarme la ingle. Se me escapa un suspiro. Noto cómo sonríe a mi espalda–. Te voy a follar bien duro, pero tienes que estar calladita, ¿no?
Asiento con la cabeza. Hace la tela de las braguitas a un lado para poder tocarme. En cuanto su dedo me roza, todo mi cuerpo se tensa. Me retuerzo una vez y otra mientras él explora toda mi humedad al tiempo que me da apasionados besos en el cuello. Está muy caliente. Pero yo también. Así que llevo una mano a su sexo y se lo toco. Durísimo. Dios, es perfecto. Tan grande. Todo para mí. Lo deseo ya.
—Quítate la ropa, por favor. –Casi le estoy suplicando.
Enseguida me hace caso. Lo noto moverse a mi espalda con toda la rapidez del mundo. Yo aprovecho para deshacerme de mi camiseta también. Unos segundos después, su cuerpo desnudo se posa contra el mío. Su pecho acaricia mi espalda y toda su magnífica erección se pasea por mi trasero. Y sin darme tiempo a pensar o reaccionar, se mete dentro de mí. Lo hace fuerte, sin contemplaciones. Pero estoy tan húmeda que se desliza en mi interior perfectamente.
Una de sus manos me coge el pecho y me lo estruja al tiempo que entra y sale de mí a una velocidad vertiginosa. Está tan caliente que su pene vibra dentro de mí, provocando que yo todavía me excite más. Sentirlo a mi espalda me pone a mil. Esta postura se ha convertido en una de mis favoritas porque estoy totalmente expuesta a él, porque puede acariciarme por todo el cuerpo tal y como ahora mismo está haciendo.
—¿No decías que no querías hacerlo, eh? –susurra en mi oído con la voz entrecortada. Me pellizca un pezón con los dedos y se me escapa otro gemido–. Así, pequeña, disfruta de esto que te doy. –Me penetra con una sacudida. Arqueo el cuerpo ante tal fuerza, pero me excita. Me excita demasiado. Joder, hacía tiempo que no lo hacíamos tan duro y la verdad es que me gusta muchísimo. He echado de menos a este Abel vigoroso, con ese sexo salvaje que me daba en nuestros primeros encuentros–. ¿Quieres más, Sara?
—S-sí… Dame más, por favor –murmuro casi sin poder hablar.
Sale y, de nuevo, me penetra con toda su fuerza. Esta vez suelto un grito, y a él se le escapa un jadeo. Lleva una mano a mis labios y me tapa la boca para que no haga tanto ruido. Me río. Su mano me pone aún más. Se la lamo, se la muerdo suavemente descontrolada por completo. Él continúa balanceándose a mi espalda, otorgándome un placer indescriptible. Sus gemidos, más bajos, se unen a los míos. Apenas puede taparlos con la mano.
—Me voy a correr, joder –se queja. Disminuye un poco la velocidad, pero yo niego con la cabeza.
—No. Dámelo como antes. Por favor, dámelo todo –le suplico–. Me gusta fuerte.
Chasquea la lengua pero hace caso de mis ruegos. Baja una mano por mi vientre, provocándome un escalofrío, hasta llegar a mi vagina. Y mientras bombea dentro de mí, me acaricia el clítoris. Lo coge con dos dedos y estira de él. Lo pellizca. Me revuelvo entre sus brazos, empapada de placer. Apoyo la cabeza en su hombro, aún con su mano en mi boca. Cierro los ojos cuando él me besa en las mejillas, cuando me las lame. Me llena el rostro de besos húmedos. Los dos estamos completamente desbordados de pasión.
—Me voy ya, Sara –gime en mi cuello. Yo asiento con la cabeza porque también estoy a punto de correrme. Me sumo a sus movimientos para darnos más placer. Él jadea, gruñe, suelta un par de palabrotas. Noto cómo su pene se contrae en mi interior y, segundos después, se está derramando. El líquido caliente me provoca una sensación indescriptible. Un largo escalofrío que recorre todo mi cuerpo. Abel se mueve un par de veces más, me acaricia el clítoris, juguetea con él hasta que, por fin, yo también exploto. Aprieta la mano contra mis labios para que no chille, pero aun así lo hago, aunque los gritos están amortiguados y seguramente nadie me oye. Me sacudo, me revuelvo, aprieto los muslos intentando retener todos esos magníficos pinchazos de placer que me están asolando. Siempre lo digo pero... lo que siento con Abel cuando hacemos el amor, es la muerte en vida. Se me pega al cuerpo, muero de placer y resucito como el ave fénix de las cenizas que creamos con nuestra pasión.
Una vez nos hemos tranquilizado los dos, él me abraza. Yo apoyo la cabeza en su pecho, pensativa. Soy un poco tonta, pero ahora siento algo de remordimiento por haberlo hecho en una casa en la que se encuentra mi madre, cuyo marido falleció hace poco, que encima era mi padre. Abel se da cuenta de mi silencio, así que me acaricia el cabello sudado y pregunta:
—¿Estás bien?
—Me he puesto un poco triste de repente. Y no sé por qué –murmuro, apretando la mejilla contra su cálido pecho.
—¿Seguro que no lo sabes? –Se incorpora y me coge de la barbilla para que lo mire–. ¿Te sientes mal por lo que hemos hecho? Si es así, lo siento. Ha sido culpa mía. He sido yo el que se ha puesto a provocarte. –Una arruga de preocupación aparece en su ceño.
Y, al mirarlo con esa expresión desvalida, no puedo evitar recordar los tristes momentos que pasamos en su cabaña. Y también me viene a la cabeza, aunque he estado intentando apartarla, su terrible enfermedad. Y me acuerdo de Eva y de que ya no está aquí conmigo. Y de mi padre, que no va a volver. Y me doy cuenta de que he estado tratando de hacerme la fuerte durante este tiempo para que mi madre sonriera. Estoy harta de tener que cuidar de los demás. Necesito que me cuiden a mí. Me echo a llorar sin poder evitarlo. Abel se asusta y me estrecha con fuerza entre sus brazos.
—Eh... eh, ¿qué pasa?
—Echo de menos a mucha gente.
—¿A Eva? –Asiento con la cabeza–. Y a tu padre. –Ya no me lo pregunta, simplemente lo afirma. Yo no digo nada, pero no lo necesito. Él me acaricia el pelo y me mece como a una niña pequeña.
—Es sorprendente pero me he dado cuenta de que lo quería, Abel. De que, a pesar de que creía que no, lo quería con toda mi alma.
—Lo sé. Y es normal, Sara. Lo es porque eres una persona que tiene un corazón demasiado grande. –Posa un beso en mi cabeza–. Ese es uno de los motivos por los que te amo tanto, pequeña. –Nos quedamos callados un ratito, abrazados, hasta que yo me empiezo a calmar. Me estoy amodorrando cuando le escucho susurrar–: Estoy seguro de que mi madre y tu padre se han conocido allá donde estén. Y estarán hablando de nosotros, de lo mucho que nos amamos. Y no podrán evitar sonreír.
Y yo, tras esa hermosa frase, también sonrío y me quedo dormida con una sensación de tranquilidad de la que no disfrutaba en mucho tiempo.