30
Despierto aturdida. Me ha parecido escuchar algo, pero no estoy segura. Estas últimas noches me he atiborrado a infusiones relajantes y a valerianas con tal de conciliar el sueño y evitar que las malditas pesadillas me asalten a mitad de la noche.
Me empiezo a amodorrar de nuevo y me giro en la cama dispuesta a abrazar a Abel. Sin embargo, al estirar el brazo lo único que me encuentro es una sábana vacía y fría. El corazón se me sube hasta la garganta y, por unos instantes, me intento convencer de que es otro sueño. Cuando me doy cuenta de que estoy despierta, me incorporo y enciendo la lamparita. Observo el vacío que ha dejado Abel y el corazón me golpea en el pecho aún con más fuerza. Son las doce de la noche de un viernes, pero está claro que él no se ha ido de fiesta. «Tranquila, lo más probable es que esté en el baño», me digo a mí misma en un intento por apartar de mi mente los malos pensamientos.
Pero al salir al pasillo descubro todas las luces apagadas. Lo atravieso hasta llegar a la puerta del baño. La abro de golpe y se confirman mis sospechas: no hay nadie. Después corro por el pasillo, palpando las paredes, sintiendo que me falta la respiración.
—Abel. ¡Abel! –grito, entrando en cada una de las habitaciones y encontrándolas todas ellas solitarias y tristes.
Las lágrimas me escuecen en los ojos, impidiéndome ver con claridad. Regreso al dormitorio y cojo el teléfono con manos temblorosas, con lo que casi se me cae mientras intento marcar su número. No da señal, ni siquiera sale como apagado. Su ausencia se me antoja como un aviso de muerte. No puede ser que hayan irrumpido en el piso y se lo hayan llevado, ya que yo habría escuchado algo. ¿Y si ha recibido un mensaje o algo en el que le requerían? O peor aún… ¿Y si ha decidido tomarse la justicia por su cuenta? Se me pasan por la cabeza los últimos días desde el encuentro con Alejandro. Abel se ha mostrado taciturno, nervioso y un tanto ausente, pero lo he achacado a su enfermedad, no a que estuviera pensando en hacer nada. Debería haberme dado cuenta de que estaba planeando algo… ¡Joder! Le pedí que no hiciera ninguna locura, y lo único que se le ha ocurrido es dejarme aquí sola en plena noche, sin saber qué hacer ni a quién acudir.
Le vuelvo a llamar, pero el teléfono continúa tan silencioso como un cadáver. Lloro con más fuerza, apreciando que estoy empezando a perder los nervios. Eso por no decir que ya los he perdido del todo. Sin saber muy bien lo que voy a hacer, cojo mi ropa y me visto a toda velocidad. Ni siquiera me peino, sino que avanzo a trompicones por el pasillo y salgo al rellano sin perder un segundo. Cierro la puerta con llave por si él vuelve, para que entienda que he salido a buscarle. No obstante, hay un sabor amargo en mi garganta que me avisa de que no va a regresar antes que yo. Me lanzo a la calle con el corazón martilleándome en el pecho, aún sin saber lo que estoy haciendo. ¿Adónde me están llevando las piernas? Lo que tengo claro es que necesito encontrarlo.
Cuando me quiero dar cuenta, mi cabeza ya ha tomado una decisión y al cabo de un rato me descubro en el barrio de Eric. Hace tiempo que no sé nada de él, pero Abel es su amigo, y tiene que ayudarnos, por el amor de Dios. Tiene que hacer algo para encontrarlo. Por esta zona no hay apenas gente, sólo un grupito de jóvenes que van en busca de fiesta. Me gustaría estar en su lugar, que dos de esos chicos y chicas fuéramos Abel y yo, dirigiéndose a pasarlo bien a alguna discoteca o, simplemente, yendo al cine para ver una de las películas que tanto nos gustan.
Estoy un poco aturdida y la verdad es que la noche tampoco ayuda, pero al fin logro encontrar la finca de Eric. Me planto ante los timbres, tratando de decidir si realmente esto es una buena idea. Eric no sabe nada acerca de la mansión, así que… ¿Por qué iba a creerme? Tal vez, al verme así, piense que Abel y yo hemos discutido y que he venido para algo que en realidad no es. Medito un poco más sobre todo el asunto y, finalmente, elijo marcharme y tratar de buscarlo por mí misma. Sin embargo, cuando estoy a punto de salir corriendo, escucho unos pasos a mi espalda y, al girarme, me topo con un Eric sorprendido.
—¿Sara? –Viene solo, con las llaves colgando de la mano. Me observa con curiosidad y, al verme la cara que debe de ser horrible, su gesto pasa a ser de preocupación–. ¿Ocurre algo?
Trato de controlarme, pero no lo consigo y se me escapa un largo y hondo sollozo. Me apoyo en la pared, con el rostro entre las manos, derritiéndome en lágrimas.
—¿Qué te pasa? Tú no estás nada bien. –Eric se acerca a mí, y noto que sus manos me rozan. Yo aparto las mías de mi cara y cojo las suyas de manera histérica, mirándole con los ojos muy abiertos–. ¿Qué? ¿Qué?
—Por… Por fa-vor –ni siquiera puedo hablar. Toso un par de veces, trago toda la saliva pastosa que se me ha acumulado y trato de explicarle–, ti-tienes que… ayudarme.
—Si no me dices qué pasa, no puedo.
—Abel… –al pronunciar su nombre el corazón se me quiebra y suelto otro sollozo lastimero. Eric me hace un gesto de incomprensión–… se… se ha ido.
—¿Habéis discutido?
Niego con la cabeza de manera rotunda. Le aprieto las manos con más fuerza, notando que la respiración me falta. Tengo que llevarme una mano al corazón y luchar por frenarlo. Él está esperando a que me tranquilice, pero la verdad es que no lo consigo, así que a los pocos segundos me veo transportada al interior de la finca, subiendo las escaleras. Niego una y otra vez, tratando de desprenderme de sus manos.
—No… no –gimo entre lloros–. Por favor, te-tenemos que buscarle, Eric. ¡Por favor! –Las dos últimas palabras las digo chillando. Él me mira asustado y me mete en su casa, llevándome con cuidado hasta el salón.
—No sé qué pasa, Sara, pero primero tienes que calmarte. –Me sienta en una de las sillas–. Te va a dar algo si continúas así.
Me llevo una mano a la cara y me froto la mejilla, llorando desesperada y negando con la cabeza.
—Llama a la policía –le pido con voz entrecortada.
—¿Qué? ¿Por qué? –Eric arruga una ceja y, de repente, desliza los ojos por todo mi cuerpo–. ¿Te ha hecho alguien algo? ¿Te ha hecho daño él?
—¡No! –exclamo, desquiciada. Por mi cabeza pasan mil y una frases, todas ellas demasiado rápidas, inquietantes y confusas. Quiero contarle a Eric todo lo que sucede, pero las palabras se me atragantan en la garganta–. Policía, por favor.
—Sara, no puedo llamar si no sé lo que pasa. –Se acuclilla delante de mí y me estudia con semblante preocupado–. Mira, hagamos una cosa. Te voy a preparar una infusión y luego me explicas. Entonces, si quieres, llamamos a la poli o a quien sea.
—Abel… está… –murmuro, entre bocanada y bocanada de aire. Quiero decir que está en peligro, pero no logro agregar ninguna palabra más. Toso de nuevo y doy un par de arcadas. Eric se pone en tensión, imaginando que voy a vomitar allí mismo.
—¿Qué dices? Estás muy nerviosa. En serio, tienes que tranquilizarte un poco. –Se levanta y me indica con un dedo que le espere en la silla–. Voy a prepararte algo caliente. Enseguida vengo.
Me deja allí, con la mirada perdida como una demente, refregándome las manos, mordiéndome los labios hasta que me hago sangre. ¿Cómo puede estar tan tranquilo? Mi mente no razona, tan sólo puede pensar en dolor y en muerte. Entonces se me ocurre una idea descabellada: que Eric también está metido en todo este asunto y que quiere hacernos daño. Es una locura, pero ahora mismo es que me estoy volviendo loca. Necesito encontrar a Abel y saber que está bien y que va a continuar en mi vida.
Me levanto de la silla, arrepentida de haber venido hasta aquí. Me asomo al pasillo y escucho a Eric trasteando en la cocina. A continuación el inconfundible sonido del microondas. Aprovecho y me deslizo por el pasillo de forma silenciosa, pero lo más rápido posible. Echo un par de vistazos por encima de mi hombro, hasta que alcanzo la puerta, la abro y salgo al rellano. Ni siquiera me molesto en cerrar, sino que bajo las escaleras de dos en dos. Me da igual Eric, no me importa que piense que estoy loca. Sólo puedo pensar en encontrar a mi Abel, en llegar a tiempo y salvarlo.
Sé lo que tengo que hacer. Al menos, voy a intentarlo. Mi corazón me asegura que él estará allí. Atravieso la ciudad corriendo como una sombra demente en busca de la felicidad que le han arrebatado. Regreso a casa y me cercioro de que Abel no ha vuelto. Le llamo una vez más, pero nada. Mi teléfono tiene media docena de llamadas, todas de Eric. Hago caso omiso de ellas y me centro en mi plan. Cojo el dinero que tengo ahorrado en el cajón, luego la máscara veneciana, y meto ambas cosas en mi bolso. Salgo de casa otra vez y corro hasta llegar a la Avenida Principal, por donde siempre pasan muchos taxis. La vida se me escurre con cada uno de esos coches ocupados. Diez minutos después consigo detener a uno libre. Me coloco en el asiento de atrás, aún con los ojos y los labios rojos e hinchados de tanto llorar.
—Usted dirá –me dice el taxista, un señor orondo medio calvo.
—No sé la dirección, pero le iré indicando –contesto con voz ronca.
—Pero…
—Tengo dinero. Sólo lléveme, por favor –le enseño los billetes.
Él arranca y atravesamos la ciudad de Valencia a toda velocidad. Es plena madrugada y apenas hay tráfico, por lo que pronto salimos a la autopista. El hombre me lanza miradas curiosas de vez en cuando, a lo que yo finjo que no me doy cuenta. Quizá piense que soy una borracha, una prostituta o a saber qué.
—Por aquí –le indico, una vez nos acercamos al desvío hacia Le Paradise. El restaurante está a oscuras debido a las horas que son, pero la mansión tiene que estar en funcionamiento.
—¿Seguro que es por aquí? –pregunta cuando nos internamos por los oscuros caminitos.
Asiento con la cabeza. Miro por la ventanilla para orientarme y, cuando creo que más o menos estaremos a un kilómetro de la mansión, le digo que se detenga.
—Pero aquí no hay nada, chica.
—La fiesta a la que voy está más adelante –le digo con voz seca, insinuándole que no quiero dar más explicaciones.
—Oye, no quiero responsabilidades de ningún tipo…
—Mire, usted no me ha traído hasta aquí y ya está. –Le tiendo más dinero del que marca el taxímetro.
—Tenga cuidado. –Se limita a contestar al tiempo que coge los billetes.
Bajo del taxi con el corazón galopando como un potro salvaje. Aprieto la cinta del bolso en mi hombro, esperando a que el conductor dé media vuelta y se marche. En cuanto lo hace, la oscuridad y el silencio me envuelven. La única compañera que tengo en estos momentos es la luna que se asoma, de vez en cuando, entre las nubes del oscuro cielo. Me obligo a pensar en algo bonito para hacer caso omiso del miedo que se ha instalado en mi vientre. Sin embargo, por mi mente sólo pasan imágenes rojas, sin sentido, de situaciones descabelladas y todas ellas terribles. El sonido de mis botas al caminar se me antoja demasiado fuerte. En estos momentos odio y amo a Abel a partes iguales. No le pueden haber hecho daño… Si se lo han hecho, yo… ¿Qué haré yo? ¿Me mataré allí mismo como hizo Julieta al descubrir a su amado Romeo? Lanzo una risa que no tiene nada de alegre. Me seco las lágrimas que han empezado a salir otra vez. Esta noche, más que nunca, debo mostrarme bien segura. Estoy sola en esto y no sé cómo actuará esa gente.
Abel… ¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué has tenido que venir? No hacía falta, de verdad, yo sé perfectamente lo mucho que me amas. Sin embargo, sé lo culpable que se sentía. Estaba claro que el peso que tenía a sus espaldas era demasiado grande. ¿Y si lo que quiere es terminar con todo esto de la manera más sencilla posible? Entonces yo no podré vivir en paz, sabiendo que todo ha sido por culpa mía.
Al cabo de un rato alzo la vista y me topo con la finca, tenuemente iluminada. El aparcamiento está casi vacío. Trago saliva y cojo aire, preparándome para lo que vaya a suceder en los próximos minutos. Saco la máscara del bolso y me la coloco para que vean que no voy a quebrantar sus reglas. Cuando estoy muy cerca del aparcamiento, descubro el Porsche de Abel. No veo la matrícula, pero estoy segura de que es el suyo. Suelto un suspiro aliviado aunque, por otra parte, mi estómago se retuerce del miedo.
Reduzco la velocidad de mis pasos a medida que me acerco a la entrada. El vigilante los ha escuchado y se ha girado hacia mí. Me observa con curiosidad, bajo su inquietante máscara. Inclina la cabeza a modo de saludo cuando subo las escaleras despacio, insegura, con las piernas convertidas en barro.
—Buenas noches. ¿Tiene usted invitación?
Niego con la cabeza. ¿De verdad la necesito si se supone que formo parte del círculo exclusivo de esta horrible mansión?
—Entonces no puedo dejarla pasar.
Por un momento la desesperación me invade, pero entonces recuerdo algo. Le doy la espalda, me subo la chaqueta y la camiseta al tiempo que me bajo el pantalón. Él se inclina y descubre el tatuaje en mi piel.
—De acuerdo. Pase. –Se acerca a la puerta y me la abre. Yo le echo un último vistazo, cojo aire de nuevo y me meto en la mansión.
Doy un brinco cuando la puerta se cierra a mi espalda. Miro a un lado y a otro, pero no veo a nadie. Estoy completamente sola en este maldito lugar. ¿Es que hoy no hay ninguna fiesta? No puede ser, porque entonces el vigilante no estaría ahí ni me habría abierto y, de todos modos, había coches en el aparcamiento. Voy hacia las escaleras y las empiezo a subir muy despacio. A la mitad me detengo, luchando contra mis propios miedos. Mi respiración bajo la máscara me parece la de otra persona. Incluso creo que la mano que se apoya en la barandilla no es la mía. Miro hacia arriba y me convenzo a mí misma de que esta es nuestra última oportunidad y de que Abel me está esperando en alguna parte de esta mansión. Cuando llego al segundo piso, mi cabeza vuelve a hacer de las suyas y se imagina que, en realidad, Abel también me ha traicionado y que, entre todos, me van a hacer daño. Niego con la cabeza, convenciéndome de que eso sí es una locura, de que Abel me ama y ha pasado por todo este calvario como yo.
Paso por delante de la sala Carmesí, de la que salen unos cuantos de esos ruidos siniestros que tanto odio. Así que sí hay gente y están disfrutando de lo lindo. Y, sin embargo, yo no puedo ser más infeliz y no puedo estar más aterrorizada. Yo estoy aquí sola, la muchacha que siempre ha tenido que dormir con la lamparita encendida después de haber visto una película de terror.
—Eh, tú. ¿Dónde vas?
Giro el rostro y descubro al vigilante que, en ese momento, sale de la habitación BDSM. Trago saliva y trato de poner la voz más segura posible.
—Busco a Jade y a Alejandro.
—¿Para qué? –Se acerca a mí en toda su altura.
—Me están esperando. Puedes verlo por ti mismo si me llevas a ellos.
El hombre duda por unos instantes, hasta que se encoge de hombros y me indica con un gesto la puerta del final del pasillo.
—Están en su despacho. No les digas que has hablado conmigo. –Está tratando de cubrirse las espaldas pero sé que ha habido algo en mi voz que le ha convencido para decirme dónde están.
Echo a andar hacia la puerta, que me parece que cada vez se va alejando más. Debo de ser yo que me estoy mareando, pero las paredes y el suelo se mueven de manera que avanzo a trompicones. Me tengo que apoyar y detenerme unos segundos para no caer. «Vamos, Sara, no falles ahora. Si el vigilante se da cuenta de lo nerviosa que estás, dudará y quizá no puedas ir hasta el despacho», me digo a mí misma. Saco valor y fuerzas de donde no los hay. Una vez me encuentro ante la enorme puerta, el corazón parece que se me encoge en el pecho. Yo misma me siento diminuta.
—Venga, Sara. Termina con esto de una vez –me susurro a mí misma.
Llamo a la puerta con los nudillos, pero nadie contesta ni abre. Entonces me doy cuenta de que lo he hecho demasiado débil. Golpeo con más fuerza, haciéndome daño. Segundos después, la puerta se abre. Debido a la máscara no puedo ver más allá que lo que tengo enfrente de mí. Doy un paso, luego otro… Descubro primero a Alejandro mirándome con su tétrica sonrisa. A su lado, se encuentra Jade fumándose un cigarro. Pero… ¿dónde está Abel? ¿Ha sido esto una maldita trampa? La puerta se cierra a mi espalda, encerrándome en la ratonera que ha fabricado esta gente.
—Vaya, mirad quién ha venido –dice Jade con su profunda y aterciopelada voz–. ¿Cómo estás, querida?
Alejandro se echa a reír. Y entonces, escucho un débil «no». Reconozco esa voz. Es la voz que me ha iluminado desde que le conocí. Me quito la máscara para poder verlo todo mejor y, al girarme hacia la derecha, lo descubro. Todo mi cuerpo se queda helado y a punto estoy de caer allí mismo.
Y es que, sujeto por dos vigilantes, está mi Abel. Mi Abel golpeado, con un ojo morado y el labio sangrando.
Sin poder aguantar más, me echo a llorar.