3
El recuerdo de Eric me golpea de manera mucho más fuerte que el de mis amigas y mi familia. Descubro que me he pasado el resto de la noche soñando despierta, recostada en el poyete de la ventana. Contemplo el gris horizonte, la luz que empieza a dejarse ver como anticipo de un nuevo día.
Me noto las piernas doloridas debido a la postura en la que me he tirado toda la madrugada. Decido salir de la cabaña y respirar un poco de aire fresco. Antes de hacerlo, cojo el abrigo y una bufanda gruesa. Aquí hace bastante frío a estas horas de la mañana.
El aire helado me deja casi sin respiración. Aspiro con fuerza, tratando de captarlo todo. Los olores, el tacto frío de las manitas del vientecillo. Los pájaros también están despertando y me saludan con sus cantares matutinos, a los que yo respondo alzando la cabeza para buscarlos. Están escondidos entre el follaje.
Este lugar es mágico. Es una especie de paraíso. Antes de llegar aquí, nunca había estado en un sitio como este. Casi parece hecho por ordenador. Hace un par de semanas todo era muy verde y el cielo sumamente azul. Ahora los árboles están dejando que sus hojas se tinten de granate, lo que produce un contraste realmente hermoso entre ellos y los que se mantienen verdes. Las hojas caen, a veces en silencio, otras con un susurro tímido. Aquí no han llegado las máquinas del hombre. Tan sólo existe el silencio de la naturaleza; la convivencia armónica entre animales, árboles y agua. La cabaña está rodeada de una espesa vegetación y no se puede ver más allá a no ser que tomes un camino que se encuentra medio escondido.
Las primeras noches pasé mucho miedo. Es la consecuencia de haber visto demasiadas películas de terror y de tener una viva imaginación. No podía dormir porque me parecía escuchar sonidos escalofriantes. En realidad se trataba de las hojas que caían de los árboles y, en alguna que otra ocasión, chocaban contra las ventanas para deslizarse por ellas hasta el suelo. Pero yo imaginaba que en cualquier momento la puerta se abriría y algo horrible nos despedazaría a Abel y a mí. Días después comprendí que aquí sólo estamos él y yo, y un sinfín de recuerdos mucho más peligrosos que los animales salvajes o un asesino en serie. Él sueña y piensa en su madre. Yo en la mía, en la inexistente despedida de mi padre, en las lágrimas de Cyn y la mirada desconfiada de Eva.
Y en la caricia de Eric al marcharme. Mierda. Otra vez él en mi mente. ¿Por qué me siento de este modo? ¿Por qué simplemente no puedo olvidarme de su beso? ¿Por qué guardo en mi alma, como si fuese un preciado tesoro, las palabras que me dedicó antes de irme?
Yo estoy enamorada de Abel. Y, en cierto modo, soy feliz aquí. Ahora tengo lo que quiero, que es él. Y es que una parte de mí tiene miedo. No sé lo que nos deparará el futuro, ni si todo esto realmente va a merecer la pena. Pero he sido yo la que lo ha decidido de esta forma. Aquí sólo somos él y yo, y es donde estoy comprendiendo que me ama. Es lo que he ansiado durante tanto tiempo.
Me alejo de la cabaña un poco, en dirección al bosque. A unos cinco minutos hay un hermoso lago de aguas cristalinas, hondo y calmado. La noche en que llegamos, le hicimos una visita. Fue especial. Aún puedo recordar mi piel de gallina y el sonido de nuestra respiración como la única música que nos acompañaba.
Aprieto la bufanda contra mi cuello. Hace un frío que cala el cuerpo, así que pronto me echo a temblar. Las manos se me están quedando heladas, pero no puedo dejar de andar. Ya me hallo en el inicio del bosque. Al alzar la vista, me topo con los primeros rayos del sol, dándome los buenos días. Una vez me meta entre los árboles, dejará de existir la luz. Adelanto un pie para sumergirme en la vegetación. Alguien me coge del brazo. Suelto un grito asustado.
—Sara. –La voz de Abel a mi espalda.
El corazón me va a mil por hora. Me giro hacia él para regañarlo por asustarme de esa forma, pero descubro en sus ojos tanta preocupación que me contengo.
—¿Otra pesadilla? –le pregunto.
Él niega con la cabeza. Atrapa mi rostro con sus manos y me besa en la frente, en los párpados, en la nariz y finalmente en los labios. Los suyos arden contra la frialdad de los míos.
—Me he despertado y no estabas. –Su voz rezuma intranquilidad–. Por favor, no salgas sola. No te muevas de la cabaña sin mí.
—Aquí no hay nadie, Abel. Estoy bien, en serio –le tranquilizo.
Descubro que él todavía va en pijama y que está tiritando. Le cojo de la mano y ambos abandonamos la entrada del bosque para dirigirnos a la cabaña.
—La próxima semana habrá que comprar. Entonces podremos visitar el pueblo. –Esboza una sonrisa. Está preocupado, intranquilo, ansioso. Quiere hacerme sentir bien.
—Estoy bien, de verdad –le aseguro.
—Te tengo metida en una cabaña casi veinticuatro horas al día.
—Puedo pasear por aquí, visitar el lago…
—Tú eres una chica de ciudad. –Sonríe con la vista fija en el frente.
—Las chicas de ciudad también podemos acostumbrarnos a esto –respondo, riéndome con suavidad–. Sabes que aquí contigo me siento feliz. Es como nuestra luna de miel. –Meneo su brazo de forma juguetona, para que vea que estoy contenta.
—Sólo que estamos escapando, no disfrutando como unos recién casados de verdad –me lleva él la contraria.
—Ya llegará, Abel –me pongo colorada. Hablar de boda es algo que me pone nerviosa–. De momento no me aburro aquí.
Llegamos a la cabaña. Él me deja en la cocina y se marcha a encender la chimenea. Preparo un desayuno a base de tostadas, zumo y leche. Lo comemos en silencio ante el fuego.
—Has estado pensando en ellos, ¿verdad? –dice de repente, sobresaltándome.
Asiento con la cabeza. Cojo una servilleta y empiezo a hacerla pedacitos.
—También en Eric –murmura él.
La boca se me seca. ¿Cómo puede saberlo? ¿Acaso se imagina algo de lo ocurrido entre nosotros? Me da miedo que sus ojos en tempestad puedan introducirse en mi corazón y descubrir cómo me siento. Tan culpable, tan aterrorizada. Yo no quiero continuar así. ¿Por qué tuvo que besarme Eric?
—Me acuerdo de todos, Abel. De mi familia, mis amigos…
—No pasa nada, Sara –me interrumpe–. Está bien así. Yo también me acuerdo. Yo también lo hago. –Su voz se quiebra.
Esta última frase ha sonado más como una pregunta que como una afirmación. Siento que he perdido el poco apetito que tenía. Pero como no quiero que esté mal, hago tripas corazón, me termino mi leche y me arrimo más a él. Estamos sentados en el suelo, en unos preciosos y mullidos almohadones. Recuesto mi cabeza en su hombro. Él se queda quieto, observando las llamas en la madera.
—Por favor, Abel, no pienses más en ello. –Alzo la mirada para observarlo. Tiene el ceño arrugado y los labios le tiemblan–. Te estás haciendo demasiado daño. Estás bien. Vamos a estarlo los dos.
Él por fin dirige los ojos a mí. Me está pidiendo perdón con ellos. Yo se lo concedo. Le cojo de la mejilla y le beso con suavidad.
—Vamos a ser felices aquí. Todo lo que podamos. Hasta que las estrellas nos tengan envidia por brillar más que ellas.
—No tienes por qué ser tan buena conmigo, Sara. Creo que no me lo merezco.
—Todos nos merecemos ser amados.
Lo aprieto contra mí. Él se deja hacer, como un niño pequeño. Últimamente echo de menos al Abel fuerte y seguro de sí mismo. Este es tan sólo una sombra de aquel. Pero lo amo. Cada vez más. El corazón en ocasiones parece a punto de estallar del amor que me inunda.
Nos besamos en silencio, de forma apasionada, entregándonos el dolor y el miedo de cada uno.
*
—Ponte este gorrito.
Abel me tiende uno de lana muy mono, aunque un poco grande. Me limito a mirarlo.
—Y súbete más la bufanda.
—Hace frío, pero no es para tanto –me quejo con mala cara.
Él me arrebata el gorro de las manos y me lo encasqueta en la cabeza con un gesto de impaciencia. Me sujeta las mejillas y me dice, muy serio:
—Sara, no es sólo por el frío. Cuanto menos se nos vea la cara, mejor.
Chasqueo la lengua. Me dejo hacer por él. Me coloca la bufanda de tal forma que tan sólo me asoma la nariz y los ojos y mechones sueltos de pelo, porque el resto está bien metido en el gorro.
—Pero si aquí no hay ni un alma.
—En el pueblo sí.
—Ya, seguro que nos han seguido hasta aquí. Sólo tienen eso que hacer –me burlo.
A él no le hace ninguna gracia mi actitud. Se separa de mí y me observa con los labios apretados. Yo agacho la mirada, jugueteando con los flecos de la bufanda.
—Sólo trato de protegerte, Sara.
—Lo sé –contesto avergonzada.
Lo observo mientras se coloca su abrigo, su bufanda y un gorro como yo. A él tampoco se le ve más que un poco de nariz y sus hermosos ojos azules. Alarga un brazo y extiende la mano. Yo se la cojo, esbozando una sonrisa que no puede ver.
Esta mañana vamos al pueblo. Ya necesitamos comprar provisiones. La verdad es que tengo ganas puesto que llevo dos semanas y un par de días encerrada aquí. Necesito contacto con más gente, aunque no los conozca. Me hace una ilusión tremenda acercarme a la civilización.
Nos dirigimos a la furgoneta que Abel alquiló una vez llegamos a Suecia. Es la mejor para atravesar los bosques. Una vez dentro, él pone de inmediato la calefacción. Hace un frío terrible. Yo me limito a quedarme arrellanada en mi asiento, sin perder de vista los magníficos paisajes que se muestran ante mí.
—Pronto nevará –dice Abel cuando pasamos por una magnífica montaña–. Y el lago estará helado. Cerca del pueblo, pero hacia el sur, hay otro. Fue habilitado para patinar en invierno. Mi madre me llevaba allí alguna vez.
Otra vez ella. ¿Es que no va a dejar de pensar en su madre ni por un momento? Le está haciendo mal. Querría decírselo, pero no me atrevo. ¿Por qué hemos venido hasta aquí? ¿Es que quiere torturarse? Hay muchos lugares a los que podríamos haber ido, pero él decidió viajar a este. A un lugar en el que los recuerdos de su madre le acechan a cada instante. ¿Cómo la va a perdonar de esta forma? ¿Cómo se va a perdonar él?
—¿Sara? –Su voz me saca de mis pensamientos.
—Perdona, me estaba quedando traspuesta –me disculpo.
Él apoya su mano sobre la mía. La tiene fría a pesar de la calefacción.
—Te decía que quizá algún día podamos ir a patinar al lago.
Asiento con la cabeza. En realidad, me sorprende. Pensaba que no estaríamos tanto tiempo aquí. El mes que viene será Navidad y me gustaría volver a casa. Sin embargo, no podemos hacerlo hasta que él se muestre seguro de que ellos se han cansado. Hace un par de días enchufó el móvil y encontró varias llamadas perdidas de un número desconocido. Ambos supimos de inmediato que era Jade, que aún tiene mucho por decir. Parece incansable Y no sé cuánto podré soportarlo yo.
—Ya llegamos.
Abel gira a la derecha y de repente aparece ante nosotros un pueblecito que parece de película. Sus casas son de entramado de madera, pintorescas y pequeñitas como si fuesen de juguete. Me quedo embobada observando esas fachadas marrones y blancas. Nunca había visto algo así. Parece un pueblo muy pequeño. Pasamos por una gasolinera, una iglesia de esas que tienen una larga historia a sus espaldas, lo que parece ser el ayuntamiento y un restaurante. Hay pocas personas por sus calles.
—Esto es realmente hermoso –le digo a Abel, con los ojos muy abiertos.
Él sonríe y aparca el coche ante una tienda de comestibles. Supongo que para esta gente hace las veces de supermercado, pero para mí es muy pequeño, acostumbrada a los grandes de la ciudad de Valencia. Nos apeamos del automóvil y nos metemos deprisa en la tienda. ¡Hace un frío terrible! Una vez dentro, Abel me coge de la mano. El tendero, un hombre de mediana edad con una larga barba rubia, se nos queda mirando con unos ojos azules carentes de expresión. Abel le saluda con la mano y el otro tan sólo emite un gruñido ronco.
—No parecen muy simpáticos –digo, un tanto asustada.
—Somos forasteros, Sara. Este es un lugar muy tranquilo. Apenas reciben visitas.
Paseamos por los estrechos pasillos de la tiendecita. Abel se dirige a una de las cestas que hay al fondo, la coge y luego regresa a mí. Se pone a rellenarla con comida enlatada. Coge también aceite, leche y zumos. Mientras él decide con qué más cargar, yo me separo y me dirijo a otro pasillo. ¡He encontrado el paraíso en la tierra! Todos los estantes están repletos de dulces y galletas de todo tipo. Me pierdo entre tantas palabras que no entiendo. Sin embargo, todo parece estar buenísimo.
—Coge lo que quieras. –La voz de Abel a mi espalda me sobresalta.
Lleva dos cestas llenas hasta arriba. Yo niego con la cabeza, señalándolas.
—Ya llevamos mucho ahí. Gastaremos mucho.
—Por un par de cosas más no pasa nada –me dedica una bonita sonrisa de hoyuelos marcados–. Coge algo.
Me tiro un par de minutos intentando decidirme, pero la verdad es que me cuesta muchísimo. ¡Creo que todo me gustará! Él me observa pacientemente, con un esbozo de sonrisa en sus ojos hasta ahora tristes.
—¿Ya? –me pregunta, una vez cojo entre mis manos dos cajas diferentes de galletas.
—Sí, creo que sí… –murmuro, echando un vistazo más al estante–. O espera…
—Otro día compramos otros dulces, ¿vale?
Asiento con la cabeza. Me pongo colorada al pensar que quizá me he comportado como una niña pequeña. ¡Pero es que echaba de menos mis dulces! Estoy acostumbrada a comer muchas chocolatinas cuando estoy triste o nerviosa.
El tendero nos cobra los productos sin siquiera dedicarnos una sonrisa. Abel le paga en silencio. Cuando salimos de la tienda yo estoy un poco enfadada. Me gusta la gente más simpática. A Abel no parece importarle. Le ayudo a meter toda la comida en el maletero. Al cerrarlo, reparo en la tienda de la calle de enfrente. Se trata de una joyería y acabo de ver algo que se me ha colado por los ojos.
—¿Podemos ir allí? –le pregunto a Abel, como si fuese mi padre.
—Claro.
Cruzamos la calle, yo corriendo para llegar antes a la tienda. Me planto ante el escaparate y suelto un suspiro de admiración. Cuando él llega hasta a mí y se coloca a mi lado, le señalo con el índice lo que ha captado mi atención: un reloj de esos en los que puedes guardar la foto de alguien a quien quieres recordar. Parece muy antiguo y tiene un encanto especial.
—Te lo compro –dice él.
Niego con la cabeza.
—Tenemos que reservar el dinero que tenemos aquí. ¿De dónde íbamos a sacar más si se nos acaba? –le regaño.
Parece dolido ante mi comentario. Me agarro a su brazo y me aprieto contra él.
—Es precioso, ¿verdad? Parece de otra época.
—Es posible –coincide él, echando un vistazo al escaparate de la tienda–. Aquí siempre han vendido objetos antiguos.
—Y muy caros –respondo yo con una sonrisa, al fijarme en el precio del colgante.
—En serio, Sara, te lo compro. –Hace amago de que entremos en la tienda.
—No es necesario, Abel.
—Pero quiero que seas feliz.
—No necesito el reloj para serlo. –Ensancho la sonrisa para que se dé cuenta de que sólo con estar con él ya soy feliz.
Al final consigo convencerlo de que nos vayamos sin adquirir el reloj. Mientras cruzamos la carretera, me giro una vez más. En realidad no lo quería para mí, sino para él. Creo que le quedaría muy bien, que es una joya de arte para un artista.
—¿Te ha gustado el pueblo? –me pregunta una vez ha arrancado el coche.
—La verdad es que sí. Es muy tranquilo, con casas preciosas. Y esa iglesia antigua me ha encantado… Me gustaría volver –digo con timidez.
—Claro. En nada empezarán a poner la decoración de Navidad –me explica él, sin apartar la vista del frente. El camino se va estrechando porque ya se acerca el bosque y por aquí uno debe estar muy atento–. Mi madre y yo íbamos alguna vez para comprar galletas de jengibre y para visitar el mercado.
—Me apetece una galleta de esas –le interrumpo con tal de que no mencione más a su madre.
—Pues entonces te compraré muchas. Para que las disfrutes con un vaso de vino caliente. –Ríe y ese sonido reaviva mi corazón.
Cierro los ojos, esbozando yo misma una sonrisa aliviada. Es eso lo que quiero escuchar, ese tintineo agradable. Su risa es uno de los ingredientes de mi vida.
—En cuanto lleguemos a la cabaña me voy a comer uno de esos dulces que hemos comprado –le digo, riéndome yo también.
—Si es que eres una golosa. –Parece más contento que de costumbre.
Necesito que más días sean así.
—Cuando volvamos te llevaré a una pastelería de esas que tanto te gustan, con dulces por todas partes.
Asiento con la cabeza, muy animada. Pero de repente, un recuerdo fugaz atraviesa mi mente. Aquella tarde en que Eric me invitó a un muffin, cuando empecé a darme cuenta –aunque no quería aceptarlo– de que algo sucedía. La respiración se me acelera al pensar en sus ojos marrones verdosos. Y en su sonrisa cálida. Cierro los ojos y los aprieto con fuerza.
—Sara, ¿estás bien?
Doy un brinco en mi asiento. Ya hemos llegado a la cabaña. Abel me está observando con preocupación. Se desabrocha el cinturón y se inclina sobre mí, apartando un mechón de mi cara.
—Ya sabes que cuando voy en coche me entra modorra.
Él se ríe. Sí, sí, sí. Esto es lo que necesito. Dame toda tu risa, Abel. Toda esa luz que me conquistó. Esa fuerza. Tu seguridad. Haz que yo me ilumine en la oscuridad como antes.
Me sujeta de las mejillas y me besa con pasión, permitiéndome enterrar el recuerdo de antes.