8
—Buenos días, preciosidad –escucho la sensual voz de Abel junto a mi oído.
Me tiene abrazada desde atrás y yo suspiro, aún con los ojos cerrados, empapándome en la tranquilidad que siento junto a él. Me da pequeños besos por el cuello, hasta llegar al lóbulo de mi oreja. También lo besa y luego lo muerde. Yo me contoneo entre sus brazos con una sonrisa.
—¿Te has levantado juguetón? –le pregunto.
—No lo sabes tú bien.
Se aprieta más contra mí y enseguida noto su tremenda erección en mi trasero. Suelto una carcajada. Cojo la sábana, la manta y el polar y me los subo hasta la barbilla. Se está tan calentita aquí dentro. No quiero salir nunca de esta cueva; quiero que el paso del tiempo nos sorprenda en la misma posición en la que estamos ahora.
Cuando empezó a amanecer, decidimos venir a la cama porque ya era incómodo estar ambos en el sillón, con lo pequeño que es. No hicimos el amor, pero sus tiernas caricias por mi cuerpo fueron lo suficientemente espectaculares como para provocar que toda mi piel estallara en cientos de luces de colores. Creo que nos hemos dormido a las seis y media de la mañana, cuando la luz ya se filtraba por la ventana y nos sentíamos rendidos.
—¿Cómo crees que estará ahí fuera?
—Muy blanco –responde él. Puedo notar la sonrisa en su voz.
Es su cumpleaños y parece feliz. ¿De verdad lo estoy consiguiendo? Casi no me lo puedo creer yo misma. Atrapo su mano y la llevo hasta mi pecho, estrujándola contra mí y acurrucándome más como una niña pequeña. Suelto un largo suspiro.
—Quiero que hagamos un muñeco de nieve.
—Haremos todo lo que usted quiera, señorita –accede él, posando un sonoro beso en mi nuca. Una cosquilla me asciende por los tobillos.
—¿Te puedes creer que es la primera vez que veo nevar?
—Me lo imaginé anoche al ver tu cara. –Me coge de la mejilla y me la gira para poder besarme. Me deshago en sus brazos en cuanto sus labios rozan los míos.
—Y después nos tumbamos en el suelo y hacemos un ángel –propongo, recordando las pelis y dibujos que he visto en los que los personajes hacen exactamente eso.
—Vale, lo intentaremos. –Se ríe ante mis ocurrencias de chiquilla, pero no puedo evitarlo.
—¿Cómo te encuentras? –le pregunto, un tanto temerosa. Me meneo en la cama hasta colocarme cara a él. Me acaricia el pómulo con un cariño tremendo. Su mirada es serena y eso es algo que me tranquiliza.
—Estoy bien, la verdad.
—¿Has tenido alguna pesadilla esta noche?
Niega con la cabeza. La cara se me ilumina y él me besa en la nariz al notar mi alegría. Nos fundimos en un intenso abrazo. Acerca su rostro al mío. Sus labios me rozan, jugamos a restregarnos la nariz, nos olemos el uno al otro. Por fin, me besa. Saboreo su exquisita lengua, la cual ya está impregnada del aroma a excitación. Aprecio que está empezando a emocionarse. Bueno, ya lo estaba cuando me ha despertado, pero ahora más. Mete una mano por mi pijama, que en el fondo no es nada sexy pero a él parece excitarle mucho. Roza mi piel desnuda con los dedos, provocándome escalofríos. La desliza hacia delante y acaricia uno de mis pechos. Alcanza el pezón, ya dispuesto, y lo frota.
—Desnúdate. Quiero ver tu cuerpo –dice con voz ronca.
—Abel, hoy tengo muchas cosas que hacer… –protesto, haciéndome la remolona. Él me besa en el cuello haciendo caso omiso de mis palabras. Me río–. Tengo que preparar tu cumpleaños.
—Dame un regalo por adelantado. –Me muerde el cuello con suavidad; luego con más ganas.
—Tú pides mucho, ¿no? –Esta vez soy yo la que le muerde el labio. Él saca las manos del pijama y las pone en mi trasero, estrujándolo con posesión.
Aunque me muestro tranquila, por dentro estoy ardiendo. Me coloco sobre él y la ropa de cama cae por mi espalda. Abel la coge para taparme de nuevo y que no pase frío. Me siento a horcajadas sobre su erección, a lo que responde con un gruñido. Cierra los ojos y se muerde el labio inferior. Cuando los abre, aprecio en ellos al Abel sensual, duro, caliente, aquel que disfruta con el sexo. Me humedezco sin poder evitarlo. Cojo la parte superior de mi pijama y me la saco por la cabeza. Agito el cabello de manera sensual mientras lo miro.
—Qué magnífico regalo, nena.
Se incorpora hasta sentarse, cogiéndome por la cintura con una mano y, con la otra, atrapa uno de mis pechos. Se lo lleva a la boca y lo lame con ansia, hambriento de mí. Enredo su cabello entre mis dedos y echo la cabeza hacia atrás, gimiendo y contoneándome encima de su pene. Le ayudo a deshacerse de su camiseta de pijama. En cuanto tengo su torso desnudo me lanzo a él. Le beso el cuello y el pecho al tiempo que le acaricio en el abdomen. Sus músculos se contraen al sentir mis dedos.
—¿Quieres usar algún juguete? –me pregunta.
Esbozo una sonrisa traviesa. Me aparto de él y bajo de la cama a toda prisa. Rebusco en la maleta hasta encontrar las bolitas. Regreso con ellas y se las pongo en la mano. Abel se muerde el labio superior y a continuación entreabre la boca y me dedica una mirada tremendamente caliente.
—Tendremos que comprar algo más al volver –dice, con una sonrisa–. Quizá un vibrador o algo así.
—Algo con lo que podamos disfrutar los dos –decido.
—Yo disfruto con sólo ver tu cara de placer. –Pasa los dedos por mis labios. Ese gesto me excita muchísimo. Se los lamo y él jadea. Me atrapa por la nuca y me besa con fuerza, haciéndome un poco de daño en los labios. Pero mi sexo no cesa de palpitar, ansioso de tener las bolitas en él.
Me quito el pantalón de pijama y las braguitas sin perder tiempo. Él acerca su mano hasta mi vagina y me toca el clítoris. Un gritito escapa de mi garganta.
—Joder, pequeña, qué bien. Ya estás muy mojada. –Me besa en la mejilla. A continuación chupa las bolas, humedeciéndolas todo lo que puede, y las acerca a mi entrada. Yo echo hacia delante mis caderas. En primer lugar me mete un dedo para hacer hueco; a continuación, lo hace con una bolita y, por último, la otra. Me explora con suavidad hasta que encuentra el lugar idóneo para que ellas funcionen a la perfección. Yo me quedo muy quieta, esperando a que él me diga lo que quiere que haga. Abel alza la cabeza y me mira con intensidad. Me coge de las nalgas y dice con una voz fantásticamente sexual–: Muévete lentamente, Sara.
Meneo el trasero muy despacio, pero con sólo eso, las bolas hacen su papel. Una corriente eléctrica atraviesa todo mi cuerpo. Gimo con los ojos cerrados y continúo moviéndome. Él me aprieta el trasero, hunde los dedos en mi piel. Me muerdo el labio al notar el despliegue del juguete en mi sexo. Abel jadea conmigo. Su erección es tremenda. Se clava en mi muslo sin piedad, haciéndome daño. Al abrir los ojos, me topo con su lujuriosa mirada. Tiene la boca entreabierta, como si fuese él el que estuviese recibiendo todo el placer, aunque supongo que mis continuos roces en su hinchado pene contribuyen a ello. Me coge el pelo y se lo enrolla en la mano al tiempo que me atrae a él y me besa con ímpetu. Su lengua explora mi boca con dureza. Luego me muerde el labio superior, estira un poco del inferior. Todo esto al tiempo que me sube y baja con las sacudidas de sus caderas. Los gemidos que se me escapan son cada vez más escandalosos y resuenan en la tranquilidad de la mañana. De repente, se me ocurre algo que incluso me avergüenza.
—Abel… –murmuro entrecortadamente.
Él para de lamerme el cuello, aunque prosigue moviéndose debajo de mí. Los espasmos de mi sexo a causa de los avances de las bolas se acrecientan.
—Quiero… probar… algo.
—¿El qué? –Me besa las mejillas. Puedo sentir que está totalmente descontrolado. Este es el Abel que tanto me pone.
—¿Y… si…? –corto la frase en el momento en que él da una sacudida y las bolas cambian de posición en mi interior. Suelto un gritito y clavo las uñas en sus hombros. Empiezo a sudar a pesar de que la habitación está helada–. Lo hacemos por…
—¿Qué?
—Quiero… probar… por… –le llevo la mano al trasero.
Frena de golpe. Me quejo porque quiero continuar notando el juguete en mí. Me meneo hacia delante y hacia atrás. Él se me queda mirando con los ojos entrecerrados.
—¿En serio?
—Sí. ¿Por qué no? Creo que a ti te gustaría, o al menos eso me insinuaste alguna vez, y es algo que ahora mismo me apetece probar.
—No tenemos aquí ningún lubricante. Puedo hacerte daño. Eres virgen. No quiero.
—Sólo intentémoslo, por favor. Si me duele, paramos. –Me inclino hacia delante y le rodeo con los brazos. Las bolitas hacen de las suyas en mi sexo, calentándomelo más.
Abel se muerde el labio, pensativo. No parece seguro, pero yo estoy tan excitada que quiero probar de todo con él. Antes de que sucediera todo esto y nos marcháramos de España, estuve buscando información sobre las bolas chinas y descubrí que hacerlo por el trasero mientras se tienen en la vagina, puede ser una experiencia muy placentera.
—Mira, Sara, hacemos una cosa: lo intentamos con los dedos, ¿vale?
Le doy un rápido beso. Asiento con la cabeza, emocionada, excitada y nerviosa al mismo tiempo.
—¿Cómo quieres que me ponga? –le pregunto.
—Así está bien. Así podemos hacerlo.
Trago saliva. La respiración se me acelera cuando le veo chuparse un dedo. Lo acerca a mi trasero mientras no aparta de mí esa mirada tan caliente. Mi pecho sube y baja completamente descontrolado. Lo noto cerca de mi entrada y mi cuerpo se contrae de manera involuntaria. Él me sujeta de la cadera. Hace que me posicione de modo que esté más cómoda.
—Esto lo notarás raro al principio. Quizá te parezca una invasión…
—¡Hazlo! –le pido con los dientes apretados.
Prepara mi zona con el dedo húmedo. Me toca el perineo muy suavemente y luego me acaricia por fuera de la entrada. Doy un respingo al notarlo tan cerca y las bolas juguetean en mi interior arrancándome un gemido. Se lleva el dedo una vez más a la boca y lo moja con su saliva. Cuando piensa que estoy lo suficientemente preparada, me introduce la puntita en posición horizontal.
—Si te duele, dímelo.
—Por ahora está bien –murmuro, pero el esfínter se me contrae. Él me mira muy serio, hasta que yo le hago un gesto para que avance. Con la otra mano coge uno de mis pechos y lo acaricia. Nos besamos lenta y delicadamente. Empiezo a sudar de nuevo. Noto un ligero dolor, pero no es tan molesto como pensaba. Es más, está equilibrado con el placer que me está invadiendo.
—¿Te gusta así, cariño?
—Sí… –le aprieto los hombros al notar que va introduciendo el dedo un poco más.
Meneo el trasero un poco para que las bolitas me ayuden a relajarme. Mi vagina se humedece en cuanto las noto. Jadeo en el cuello de Abel. Él me sujeta de la nuca con la mano libre y me besa de la forma más excitante posible. A medida que su dedo se introduce en mí, mi cuerpo se va acomodando y lo recibe como si fuese natural. El placer que noto es indescriptible. Me siento llena por delante y por detrás. Sube y baja la punta de su dedo y a continuación lo menea como si estuviese diciendo «no». Me restriego en su erección, que parece estar a punto de romperle los pantalones.
—Otro –le pido entre jadeos. El sudor se me escurre por la piel.
—¿Seguro?
Asiento con la cabeza. Él me da un beso ansioso. Su pene vibra debajo de mí. Llevo las manos hasta su pantalón y le hago un gesto para que alce el trasero y pueda bajárselo. Quiero que nos rocemos piel contra piel. Le deslizo también el calzoncillo. Su perfecto miembro me apunta con vigor. Lo rodeo con una mano y él gruñe, gime, jadea. Su dedo se remueve en mi interior y las bolas también. Introduce otro, tal y como le he pedido, con mucha suavidad. Hay algo en mi vientre que no logro comprender.
—Noto algo raro –suspiro.
—¿Estás bien? –detiene el avance.
—Sí, sí. Es algo raro pero placentero. Como si tuviese el vientre lleno de agua.
Él sonríe ante mi comparación. Apoya los labios en mi mejilla y prosigue con lo suyo. Los dos dedos se menean en mi interior arrancándome un grito. No ceso en mis movimientos; las bolas hacen que mi sexo se contraiga, que palpite, que se ponga a punto de explotar. Aprieto el suyo en mi mano y él me da un suave mordisco en el pómulo como respuesta. Apoyo la otra mano en su pecho, se lo araño. Abel me llena la frente de besos, las mejillas, la barbilla, la cual se detiene a lamer. Sus dedos entrando y saliendo de mí me marean. Noto las pulsaciones contra mi piel indicándome que estoy a punto de deshacerme.
—Abel, por favor. Qué bien. –gimo, con los ojos cerrados.
—Espera, nena, no termines aún. Quiero que lo hagas mientras te follo –murmura en mi oído. Su mano se desliza hacia mi entrepierna. Coge la cuerdecita de las bolas y tira de ellas con delicadeza. Las deja a un lado en la cama. Yo chasqueo la lengua, un tanto apesadumbrada. Él me aparta un mechón de pelo de la cara y sonríe–. No me digas que te gustan más las bolas que yo.
—Fóllame como sólo tú sabes –le digo, con una mirada excitante–. ¿Te contesto con eso?
Él se ríe y me besa. Con la mano libre se coge la erección y tantea mi entrada. Aún tengo sus dedos en mi ano y, cuando noto la punta de su pene en mí, grito y me retuerzo en sus brazos. Echa las caderas hacia arriba y me la mete poco a poco, para que no me sienta demasiado invadida. Me está volviendo loca. Me muevo sobre él, al tiempo que sus dedos me hacen flotar.
—Abel, me voy a morir…
—Moriremos los dos, pequeña. –Me sujeta de la cintura para que me esté quieta. Dejo que sea él el que se mueva, el que me folle con su pene y con sus dedos. Estoy llena de Abel y me gustaría estarlo aún más. Suelta un gruñido. Nuestros cuerpos sudados se funden, y esta sensación es para mí la más placentera del mundo. Espero que también lo sea para él.
—Oh, joder, joder… –digo. Él me mira asustado–. Parece que me vaya a explotar el vientre.
—¿Quieres que pare?
Niego con la cabeza. Le hago un gesto para que continúe. Las paredes de mi sexo abarcan toda su excitación, la acogen de manera familiar. Echo la cabeza hacia atrás, sin poder dejar de gemir. Él se une a mí y me obliga a tirarme hacia delante. Me coge de la nuca y me hace el amor con sus labios apretados contra mi mejilla. Su cálido aliento empapa mi cara. Eso es algo que me parece demasiado íntimo. Tanto que sólo logro excitarme más, apreciar que ahora sí voy a explotar.
—No puedo más. Deja que me vaya ya, por favor –gimoteo. Él menea los dedos de un lado a otro en mi interior provocándome un intenso calambre.
El vientre se me desborda. Todo mi cuerpo se contrae. Puedo notar la sangre corriendo por mis venas, mi corazón hinchándose en el pecho, cada músculo a punto de estallar. Abel me atrae a él con ímpetu.
—Bésame, Sara. Quiero saborear tu orgasmo.
Me engancho a su cuello y le muerdo el labio. Él gruñe, me aprieta la nuca. Grito en su boca. Me besa mientras me deshago en sus manos. Eso parece excitarle mucho porque segundos después su pene se contrae, palpita, y enseguida lo noto venirse en mí. Jadea y suelta un grito que me sorprende. Lo miro con los ojos muy abiertos, aún con los labios pegados. Está rojo y sudoroso. Me contoneo un par de veces más hasta que ambos dejamos ir del todo nuestros orgasmos. Le abrazo con intensidad. Cuando saca los dedos, me siento vacía, así que me quedo sentada sobre él, con su sexo en mi intimidad. Lo quiero así durante un buen rato.
—Antes lo odiaba porque pensaba que era perder el tiempo, pero ahora adoro el sexo matutino –murmuro, apoyando la cara en su hombro.
—Eso es porque te lo doy yo –dice divertido.
—¿Pero quién te has creído que eres? –Alzo la cara para seguirle el juego.
—Tu dios del sexo, nena. –Me guiña un ojo.
—Será posible… –Zarandeo la cabeza con una sonrisa.
—Y tú eres el cielo en el que habita este dios. –Me da un beso. Se lo devuelvo, sumergida en un amor que ilumina mi pecho.
Abandonamos la cama casi al mediodía. Comemos unos sándwiches rápidos porque yo no quiero perder mucho más tiempo, ya que tengo que cocinar la cena de su cumpleaños. En realidad no tengo apenas ingredientes, pero voy a intentar hacerla lo mejor posible. Tras la comida le obligo a irse al salón. Le digo que se ponga a leer, a pensar en las musarañas o en lo que quiera, pero que tiene absolutamente prohibido entrar en la cocina hasta que yo se lo permita. Él protesta un par de veces, aunque sé que lo hace en broma. En cuanto se marcha al salón, yo me pongo a buscar ingredientes como una loca. Al final decido que haré una ensalada y pasta. No es algo muy trabajado, pero no tengo nada más. Al abrir la nevera y fijarme bien, descubro una botella de champán. ¿Cuándo ha llegado aquí? ¿La tenía él guardada para darme una sorpresa? Sonrío como una tonta ante la idea.
A las siete ya lo tengo todo preparado. Es pronto, pero estoy tan emocionada que no puedo esperar más. Salgo de la cocina con los cubiertos, con unas servilletas rojas que he encontrado trasteando por todos los armarios. Él alza la vista ante mis idas y venidas. Cuando coloco las copas al lado de los vasos, se echa a reír.
—¿Tienes alguna vela bonita? –le pregunto.
Se levanta y busca en los armarios del salón. Encuentra una de color morado y otra naranja. Las coloco también en la mesa y las enciendo. Me separo un poco para ver cómo ha quedado todo. Si estuviésemos en nuestra casa en Valencia, todo habría podido ser mejor, pero lo cierto es que así tampoco está mal. Regreso a la cocina, me hago con la fuente de ensalada y entro al comedor. Él me pregunta si necesito ayuda pero yo niego con la cabeza.
—Venga, ya puedes sentarte –le digo con una sonrisa.
Comemos la ensalada en silencio. Yo estoy nerviosa porque quiero que sople ya las velas y que comamos tarta. Y luego brindar para que celebremos juntos muchos más cumpleaños. En cuanto nos acabamos el primer plato, corro a por la pasta. Le he añadido verduras, salsa de tomate y albahaca. Es algo muy sencillo, pero a él parece gustarle todo. Cada vez que me mira, descubro que el brillo de sus ojos se hace más grande. Nos comemos la pasta entre sonrisas y miradas de complicidad.
—Y ahora, el plato fuerte. –Me escurro a la cocina para coger la tarta–. ¡Apaga la luz! –grito. Él obedece. Yo me tiro unos minutitos colocando las velas y encendiéndolas una a una. Aspiro con fuerza y salgo al salón con el pastel. Sólo espero que esto le guste: es la ilusión más grande que tengo hoy.
Cuando aparezco con el pastel y las velas, él abre la boca con sorpresa. Luego esboza una sonrisa que realmente es radiante. Me acerco a la mesa y deposito la tarta en ella. Me coloco a su lado y apoyo las manos en sus hombros.
—Ahora sopla. Y pide un deseo… –le digo, en voz bajita. Él me mira con profundidad. Puedo leer en sus ojos que está contento, que esto es mucho para él, y que está luchando con todas sus fuerzas para ser feliz junto a mí. Coge aire y luego lo lanza. Tiene suerte y apaga todas las velas. Yo doy palmadas como una niña pequeña. Me rodea la cintura, apoyando su cabeza en mi vientre. Le acaricio su sedoso pelo–. Feliz cumpleaños, Abel. Te quiero.
Se levanta de la silla y me abraza con una fuerza y ternura infinitas. Puedo sentir su emoción. Está temblando. Al apartarlo de mí con suavidad, aprecio que está llorando. Abro los ojos con sorpresa. Le limpio las lágrimas, él sorbe y sonríe. Sé que lo hace de alegría, pero aun así lo que quiero es que sonría.
—¡Vamos a brindar! –le propongo. Todavía no hemos encendido la luz, pero las velas de la mesa están cumpliendo con su trabajo. Corro a la cocina una vez más y saco el champán de la nevera. Regreso con él y es Abel el que lo abre. Llena mi copa y después la suya. La alza en señal de brindis–. Brindo por ti y por mí, para que podamos celebrar muchos más cumpleaños así.
—Y yo brindo para que estés conmigo cada día de mi vida. –Entrechocamos las copas y bebemos con las sonrisas en el rostro.
Me quita la bebida de la mano y la deja en la mesa junto con la suya. Entonces me coge de la cintura y me arrima a él. Pienso que me va a besar, pero lo que hace es cogerme de la otra mano y ponerme en posición de baile. Apoyo la mía en su hombro y la otra se la paso por la espalda.
—Hoy vamos a bailar como yo quiera. –Entrecierra los ojos, brillantes y hermosos. No hay música, pero de repente, él empieza a cantar. Tiene una bonita voz. Otras veces le he escuchado, pero esta vez parece que lo está haciendo en serio–. What would I do without your smart mouth? Drawing me in, and you kicking me out… –Me mira mientras canta.
—No sé qué canción es, pero parece bonita –le interrumpo.
Él chasquea la lengua. Me suelta y me indica con un dedo que espere. Se marcha al dormitorio y a los pocos segundos regresa con su portátil. Lo enciende y rebusca entre la música como hice yo el otro día. Pone la canción y una hermosa melodía con piano y violín resuena en la estancia. Se acerca a mí, nos ponemos en posición de baile una vez más, y él me mueve de manera muy lenta, para que sienta cada nota de la canción.
—John Legend y Lindsey Stirling, All of me –me dice al oído–. Eso es lo que quiero, Sara, darte todo de mí.
Le aprieto el hombro. La verdad es que la canción es preciosa y perfecta para el momento.
—My head’s under water but I’m breathing fine. You’re crazy and I’m out of my mind –Sonrío cuando le escucho cantarme esa frase. Me aprieto a él, captando el calor de su cuerpo. Alzo la vista para mirarlo. Sus ojos me observan con más intensidad que nunca. Le brillan tanto...
Me dejo llevar por la preciosa e íntima melodía de la música. Las notas del piano y del violín se introducen en mi cuerpo y acarician mi alma. Jamás había bailado así con un hombre. Nadie me había abrazado como él. Toda mi piel se deshace en lucecitas. Soy un ave que flota, soy una estrella que brilla, un relámpago que estalla. Siento a Abel con todo mi cuerpo: con mis dedos que están atrapando su hombro y su espalda, con mis ojos que le dedican la más feliz de las miradas, con mis pies que se mueven a su compás, con mi boca que se entreabre ansiosa de probar sus labios. Apoyo la cabeza en su hombro y bailamos como si no existiese nada más. En realidad, para mí no existe.
—All of me loves all of you. Love your curves and all your edges. All your perfect imperfections –me canta al oído con su sensual voz. A continuación me coge de la barbilla y me obliga a mirarlo. Contengo la respiración. Sé que mi mirada brilla tanto como la suya–: Give your all to me. I’ll give my all to you. You’re my end and my beginning. Even when I’m lose, I’m winning.
No puedo más. Le interrumpo y me lanzo a besarle. Me engancho a sus labios y no quiero soltarlo. Él me aprieta la cintura, me sube hacia arriba, terminando yo de puntillas. Cuando nos separamos, ambos estamos temblando.
—Te amo, Abel. Te amo, te amo. Te amo –le repito una y otra vez como una loca.
—Yo también te amo, mi vida. –Agacha la cabeza y me besa con ardor, pero también con un amor inmenso. Me aferro a su espalda, regocijándome en este hermoso momento que la vida me está ofreciendo. Nos pasamos el resto de la canción bailando muy lento, observándonos y hablándonos con las pupilas. Acaricio su atractivo rostro mientras él pasa sus dedos por mis labios. El corazón retumba en cada parte de mi cuerpo. Me siento completa.
—Quiero darte mi regalo –le digo cuando se termina la canción. Él menea la cabeza al recordar el motivo por el que me fui sola al pueblo, pero lo hace con buena cara. Voy corriendo al cuarto y saco de la maleta el reloj–. Espero que te guste. –Le entrego la cajita y él la mira con curiosidad.
—No me digas que es… –Alza los ojos y los clava en mí. Abre el recipiente y sonríe. Yo no puedo contener la expectación. Lo saca, sosteniéndolo ante su rostro–. Es precioso. Es mucho más bonito al contemplarlo de cerca. Pero no tenías que gastarte tanto dinero.
—Quería hacerlo, ¿vale? –protesto. Lo tomo de su mano y lo abro por detrás–. Quería poner una foto mía, pero no tengo ninguna aquí y tampoco sabía dónde podía hacerlo en el pueblo. Pero cuando volvamos a Valencia, la pondré.
Abel se ríe. Ese sonido me estremece, me hace comprender que mi vida ahora tiene sentido. Mi existencia es vivir, gozar, sufrir, reír, llorar, vibrar, volar, gritar, soñar con este hombre.
—Es para que te acuerdes de mí siempre. Para que lo cuelgues en tu cuello y en aquellos momentos en los que sientas que flaqueas, mires mi foto y recuerdes cuánto te amo –le digo, casi de manera tímida.
—Lo haré, Sara. Jamás podré olvidar tu amor. –Me coge de la mano y me atrae a él para darme un abrazo y un beso en la frente. Se queda mirando el reloj unos segundos, con una abierta sonrisa. Luego dirige la vista a mí–. Yo también tengo algo para ti.
—¿Ah, sí? Pero si no es mi cumpleaños.
—No importa. No es necesario para que yo quiera ofrecerte algo. –Se coloca el colgante–. No es lo que quería regalarte porque no lo he podido comprar. –Me indica con un gesto que espere. Lo oigo trastear en el dormitorio. Yo espero impaciente, hasta que por fin regresa con las manos a la espalda–. Lo hice hace unos días y la verdad es que están un poco secas, pero creo que ha quedado bonita igual.
Lo miro con la ceja arqueada. No tengo ni idea de lo que puede ser. Cruzo los brazos en el pecho, completamente ansiosa. Se coloca frente a mí y me muestra lo que es.
Una corona de flores blancas y amarillas adornadas con hojas. La ha trenzado de una manera perfecta. ¿En serio la ha hecho él? Vaya, también se le dan bien las manualidades. Me quedo con la boca abierta, fascinada ante la belleza del objeto. Es cierto que están un poco secas pero, a pesar de todo, rebosa magia.
—Ya te dije que tú ibas a ser mi reina. –Me coloca la corona en la cabeza. Me contempla durante unos segundos que a mí me parecen eternos–. Estás demasiado bonita. Se me va a romper el alma si continúas mirándome así –sonríe. Y entonces, me coge de la mano y la apoya en su pecho.
No sé por qué, pero el corazón da un bote en el mío. Una cosquilla en mi interior me dice que va a hacer algo que me va a dejar muerta. Trago saliva mientras él me mira con los ojos más brillantes que nunca. Casi no puedo respirar. Mi pecho sube y baja, sabiendo lo que me va a decir...
—Sara, ¿quieres ser mi esposa?
Y mi corazón aterriza en sus manos.