6
Los días anteriores a su cumpleaños, Abel está de más mal humor que nunca. Lo único que le apetece es dormir para que su cabeza deje de pensar, pero en esos sueños el recuerdo de su madre le acosa y no lo suelta. Discutimos a cada rato porque no quiere tomarse las pastillas alegando que le provocan dolor de estómago y nauseas. Tras la pelea siempre acaba tragándolas ya que, en el fondo, no tiene más remedio.
—No me hagas caso estos días, Sara. Por favor, olvida a este Abel. Este no soy yo, es el que sacó la muerte de mi madre –me dice alguna vez que otra.
—Lo sé. ¿Por qué crees que estoy todavía aquí aguantándote? –le respondo yo con una sonrisa.
Se enfada por cualquier cosa. Si voy a beber y me dejo el vaso fuera de la pila; cuando estoy leyendo Anna Karenina porque dice que le recuerdo a su madre; en los momentos en los que le pido que intente olvidar aún es peor: se escuda en que muy pronto lo olvidará todo.
A pesar de todo, sé que está luchando más que nunca. Puedo verlo en sus ojos, que siempre me miran avergonzados tras las discusiones. Es por eso que permanezco aquí, aguantando sus gritos, sus malas palabras y sus obsesiones. Me prometí a mí misma que le ayudaría y lo voy a cumplir. Haré que la sombra de su madre no sea tan alargada. Eso no quita que, algún rato, la mente se me desvíe hacia mi vida en España. Me acuerdo de los divertidos momentos con Eva, Cyn y Judith y me río. Pero entonces... Entonces es a mí a quien le acosa otra sombra: la de Eric. No puedo comprender por qué aquí le echo tanto de menos. Quisiera olvidar el beso que me dio en la fiesta; es más, juré que lo haría, pero con cada pelea entre Abel y yo el recuerdo de la calidez que me transmitió Eric me invade.
—¿Qué te apetece hacer por tu cumpleaños? –le pregunto dos días antes. Me gustaría que lo celebrásemos como toca. Estamos en un lugar hermoso, solos con nuestro amor, así que me parece una oportunidad perfecta para deshacernos por unas horas de todo lo que nos atormenta.
Él deja a un lado el libro que está leyendo –En busca del tiempo perdido de Proust– y alza los ojos para dedicarme una malhumorada mirada. Yo me encojo de hombros, me levanto y me acerco.
—En serio, ¿no crees que nos merecemos un poco de diversión?
—No creo que pueda hacerlo –musita, colocando el marca páginas en la última hoja y cerrando el libro.
Yo chasqueo la lengua, me coloco con los brazos en jarras y lo miro con la cabeza ladeada.
—Abel, te lo digo en serio: estoy soportando todo esto porque te quiero. Pero nos vamos a volver locos. ¡Pasémoslo bien por un día! Me dijiste que lo intentarías.
Él esboza una tenue sonrisa. Se pasa una mano por la cabeza, revolviéndose el cabello. Me siento en su regazo y le rodeo el cuello con los brazos.
—¿Cómo celebrabas tu cumpleaños hasta ahora? –le pregunto con curiosidad. Puedo imaginar que la respuesta no será muy agradable pero, aun así, necesito conocerla.
Abel se toma unos segundos para contestar. Tengo claro que no quiere hacerlo pero él sabe lo testaruda que soy y, al fin y al cabo, soy su pareja y merezco saberlo todo.
—Hasta que me convertí en un adolescente lo pasé en un internado –dice en voz baja.
—¿En un internado? –inquiero desconcertada–. ¿Gabriel no podía cuidar de ti?
—No era ese tipo de internado, Sara. No hagas que tenga que decirlo. No quiero ni puedo.
Entiendo a lo que se refiere. Me llevo una mano a la boca y meneo la cabeza. Todas estas confesiones me van a matar. Es increíble porque cuando lo conocí parecía tan sano, tan seguro de sí mismo, tan valiente. Pero ahora me confiesa que pasaba su cumpleaños en un psiquiátrico y se me revuelve el estómago.
—La semana antes de mi cumpleaños me volvía loco. Incluso cuando nos fuimos a Italia –continúa. Está haciéndolo por mí, a pesar de que le duele mucho hablar sobre ello–. Mi padre no podía lidiar conmigo. Me dañaba a mí mismo, quería hacerle daño a él…
—¿Y cuándo terminó todo eso?
—Cuando descubrí el alcohol y las drogas gracias a Jade –Esboza una sonrisa triste y avergonzada–. Los días antes de mi cumpleaños eran una bacanal, Sara. Eres demasiado inocente como para imaginarlo.
—De todos modos, no sé si quiero –le confieso, doblando el labio hacia abajo. De repente, se me ocurre algo–: No me sorprende que Jade te iniciara en eso, pero... ¿Cuando tú salías con Nina, ella también tomaba…?
—No me apetece hablar de ella, pero sí. Ella se unía.
—Pero sabiendo lo que tú has sufrido y...
—No, ella no lo sabe. Sólo sabe que mi madre murió, pero nunca le conté la verdad.
El corazón se me encoge ante su respuesta. Entonces eso quiere decir que soy yo la única mujer a la que le ha confesado todo su pasado. Estoy muy triste por él, pero al mismo tiempo siento tanta euforia en mi interior que no me puedo controlar y me lanzo a abrazarlo como una loca. Él me lo devuelve un tanto confundido. Me separo para mirarlo. Le dedico la sonrisa más grande y luminosa que tengo.
—Este año vamos a celebrar tu cumpleaños, ¿entiendes? Y va a ser el primero de muchos, todos ellos fantásticos.
Él se echa a reír y me da un mordisquito en la nariz al tiempo que una palmada en el trasero.
—Qué remedio. Eres demasiado persuasiva.
—Claro. Habríamos hecho lo que yo quisiera de todas formas. –Le saco la lengua de forma juguetona.
El día anterior a su cumpleaños me despierto mucho más temprano que él. El sol ni siquiera ha salido aún, aunque está empezando a desperezarse. Lo que tengo pensado hacer no es muy correcto, pero quiero darle una sorpresa y es la única forma en la que puedo hacerlo. Me visto con rapidez, incluso me coloco el jersey al revés sin darme cuenta. Eso me hace perder un poco de tiempo. Cuando estoy en el baño peinándome, lo escucho removerse en la cama.
—¿Sara? –Su voz somnolienta.
—Estoy en el baño –le contesto. ¡Mierda! Se ha despertado y, a no ser que se vuelva a dormir, ya no voy a poder hacer lo que quería.
—¿Por qué te has levantado tan pronto?
Salgo del cuarto de baño y voy a la habitación. Se ha incorporado en la cama y, cuando entro, me observa con los ojos entrecerrados, aún borrosos a causa del sueño. Me pregunto si anoche soñó con algo terrible, ya que yo no escuché nada.
—No podía dormir más. Y he pensado que podía cocinar una tarta.
—¿Tienes los ingredientes necesarios? –me pregunta, rascándose los ojos.
—No, pero podrías llevarme al pueblo –le digo.
—No me encuentro muy bien. No sé si estoy en condiciones de conducir. –Me mira con tristeza.
Yo me siento enfrente de él y le acaricio el cuello. Nos damos un profundo beso.
—No te preocupes. Ya me las apañaré con lo que encuentre por ahí.
—No necesito nada, Sara. Sólo que estés tú aquí y ya está. –Su sonrisa intenta ser la del Abel que conocí.
A medida que pasa el día, yo me pongo más nerviosa. Mi plan ha fallado y ya no sé qué hacer. Me apetece darle una magnífica sorpresa: me da igual que diga que no quiere nada porque yo sí lo quiero. Quiero ofrecerle una tarta de cumpleaños como la que no tuvo desde que murió su madre, que sople las velas y pueda sentir ese cosquilleo de emoción en la tripa. Deseo comprarle un regalo para que me recuerde siempre. Yo soy así: sé que lo material no es imprescindible, pero me hace una ilusión tremenda celebrar con él su cumpleaños de forma normal. Necesito pensar que no nos encontramos en una penosa e inusual situación.
Así que lo único que se me ocurre es lo mismo que ya tenía pensado, pero esta vez necesito alguna excusa para poder salir de la cabaña sin que él se entere, ya que está claro que no me va a dejar ir sola al pueblo. Tras la comida me siento en el silloncito a leer un rato mientras él friega los platos. En un momento dado me distraigo de la lectura y me quedo observando la chimenea con la mirada perdida. Y ahí se me enciende la bombilla.
—¡Abel! –lo llamo.
—¿Qué? –pregunta desde la cocina.
—No nos queda apenas leña y yo tengo cada vez más frío. Me dijiste que pronto empezaría a nevar –intento sonar tranquila para que no note que estoy tramando algo.
Él regresa de la cocina secándose las manos con un trapo viejo. Echa una rápida ojeada a la chimenea y asiente con los labios apretados.
—Tienes razón. Creo que será mejor que vaya ahora.
Se queda pensativo unos segundos y, al fin, se da una palmada en el muslo y se marcha a la cocina para deshacerse del trapo. Yo salto del sillón y sigo todos sus movimientos. Se pone otro jersey por encima del que ya lleva. Le ayudo a colocarse el abrigo, la bufanda y el gorrito.
—¿Quieres venir conmigo? –me pregunta con una sonrisa.
—Es que ya te digo, soy muy friolera y no sé si lo voy a soportar…
—Pues tendrás que acostumbrarte porque ya te dije que te quiero llevar al lago a patinar. –Me abraza y me da un tierno beso–. Vuelvo en unos quince minutos, ¿vale?
Asiento con la cabeza. Sujeto sus mejillas para plantarle otro beso. Él me lo devuelve y al final nos enredamos y nos besamos un buen rato. Cuando nos separamos, tiene los labios rojos y húmedos y una sonrisa en su precioso rostro.
—Hasta ahora, mi vida.
El corazón me salta. No está nada bien lo que voy a hacer, pero lo necesito. Y estoy segura de que lo comprenderá. Todo es para que disfrutemos, para que vivamos lo que somos: un hombre y una mujer que se aman por encima de todo. Lo acompaño hasta la puerta de la cabaña y lo despido con la mano como si fuese una dama de otra época que está dejando marchar a su amor a la guerra. Él se gira de vez en cuando y yo continúo agitando los dedos. No borra la sonrisa. En cuanto lo veo perderse en la frondosidad del bosque, yo me lanzo al interior de la cabaña, cojo las llaves de la furgoneta y salgo a la carrera. Está claro que no voy a poder regresar antes que él, pero al menos no quiero tardar mucho.
Mientras subo al automóvil, echo unos cuantos vistazos alrededor por si ha decidido regresar, pero por suerte no hay rastro. Enciendo el motor, el cual hace un ruido raro que me provoca más ansiedad. Yo tengo carné de conducir, pero no coche. Tan sólo he llevado el Micra que tenía Cyn antes de que sus padres le compraran un Audi. La furgoneta se me antoja demasiado grande y estoy segura de que voy a ir todo el camino a golpes. Lo menos hace dos años que no cojo un volante. Cojo aire y saco la furgoneta al camino que me lleva hasta el pueblo. Dejo atrás la cabaña con el estómago encogido. Sólo espero que Abel no se enfade mucho.
Conduzco más lento de lo normal porque me siento insegura en estos parajes. Y encima, al ir a paso de tortuga, tardaré más de lo normal y aquí el atardecer no se encuentra tan lejano. Un buen rato después llego al pueblo. Aparco la furgoneta en una plaza libre, aunque en este lugar apenas hay coches y no es difícil encontrar aparcamiento. Cruzo los dedos para que las tiendas aún estén abiertas. Me encasqueto el gorrito y me aprieto la bufanda. Hace muchísimo frío. Corro por las solitarias calles y, al cabo de unos diez minutos, encuentro lo que parece ser un horno. Para mi suerte, está abierto. Abro la puerta con cuidado. Un leve tintineo avisa de mi llegada. Es como viajar al pasado. Avanzo con timidez, disfrutando de los magníficos olores que llegan hasta mi nariz.
—Hi! –me saludan de repente.
Dirijo la vista al mostrador. Ha aparecido una mujer de mediana edad de mejillas sonrosadas y cabello castaño tirando a rubio. Está regordeta y, a diferencia del tendero de la vez pasada, esta señora me mira con una ancha sonrisa.
—Hello –respondo, en voz baja–. I would like a cake, please. I don’t know if it’s possible…
—Come with me. –Ella me hace un gesto con la mano.
La acompaño hasta la vitrina de las tartas. Hay cuatro y todas ellas tienen una pinta deliciosa. Me las va señalando a medida que me dice de qué son.
—This one is with almonds. And that is an apple pie…
—I want this –Extiendo el dedo hacia la de almendras. Me encantan los frutos secos y esta tarta parece la más maravillosa del mundo.
La mujer sonríe ante mi ansiedad. Abre la vitrina y saca con cuidado el pastel. Lo pone ante mi rostro para que lo observe de cerca. Yo asiento con la cabeza. Ambas regresamos al mostrador, donde me cobra la tarta.
—Where are you from? –me pregunta ella mientras le pago.
—Spain.
—I was in Spain when I was young… It’s a wonderful place.
—This place is more beautiful –le digo.
Ella esboza una sonrisa. Me entrega el cambio. Estoy a punto de salir cuando recuerdo las velas. Por suerte, también tiene. Le pido veintinueve y ella me da tres cajitas de diez velas cada una. Nos despedimos con simpatía. Esta mujer me ha caído muy bien. Una vez en la calle intento orientarme para recordar dónde se encontraba la tienda de antigüedades. Doy un paseo por el hermoso pueblo hasta que la encuentro. En el escaparate aún se halla el reloj. Entro a toda prisa por si van a cerrar. El vendedor, un hombre bastante mayor, me mira por encima de las gafas con ojos fríos, pero al cabo de unos segundos también se muestra muy amable. Le pido el colgante y se marcha al escaparate a por él. Al regresar y entregármelo, yo suelto un silbido de admiración. En mis manos es mucho más hermoso que tras el cristal. El anciano me enseña cómo funciona: la parte delantera del colgante es el reloj y, en la trasera, uno puede guardar una foto. Aquí no tengo ninguna pero en cuanto vuelva a Valencia, meteré una mía.
Al salir de la tienda miro el reloj: he estado en el pueblo unos cuarenta y cinco minutos más los otros que he tardado en llegar. Abel habrá regresado a la cabaña y habrá descubierto que no estoy. Supongo que se estará muriendo de los nervios. ¡Mierda! La voy a cagar. Corro en busca del coche y, a pesar de ser un pueblecito diminuto, me cuesta bastante encontrarlo porque mi sentido de la orientación es nulo. Al salir al camino me doy cuenta de que el sol ya está empezando su retirada. Esta vez conduzco con más seguridad, con lo que gano tiempo. A medida que voy acercándome a la cabaña, las manos me empiezan a sudar. Los nervios me están descontrolando. ¿Y si Abel ha salido a buscarme? No tiene coche y podría haberle pasado algo en los bosques. ¿Y si ha hecho algo peor? Dios, me muero de la ansiedad. Ahora no sé muy bien por qué he hecho todo esto. Las sorpresas son buenas siempre y cuando no te encuentres en una cabaña perdida de la mano de Dios porque unos tíos peligrosos te están persiguiendo.
Hundo el pie en el acelerador. En cuanto la cabaña aparece ante mis ojos, la respiración se me acelera. Y aún no he aparcado cuando Abel ya está saliendo. Tiene el rostro desencajado, la mirada completamente asustada y está más pálido que de costumbre. Oh, mierda. Me fijo en que también está enfadado. No, más que eso: está cabreadísimo. La nuez le baila en el cuello a toda velocidad. Yo detengo la furgoneta y trato de mostrarme tranquila, como si todo fuese normal. Antes de salir, escondo el regalo en uno de los bolsillos de mi abrigo. La tarta no tengo más remedio que llevarla en las manos.
Nada más abrir y bajar del coche, él se me echa encima. Hay algo en su mirada que me intranquiliza, pero se la sostengo. Me coge de los brazos y me zarandea.
—¡¿Estás loca o qué, Sara?! –me chilla a la cara.
—¡Para! ¡Vas a tirar la tarta! –me quejo, tratando de detenerlo.
Él me suelta, pero sigue observándome con esos ojos que me provocan escalofríos. Se restriega una mano por la cara intentando controlarse, pero no lo logra y comienza a chillarme una vez más.
—¿Dónde coño has ido? ¿Quieres matarme del susto o qué?
—Sé que lo que he hecho no está bien. Debería haberte avisado. Pero por favor, ¿puedes dejar de gritarme?
—¿Cómo quieres que deje de hacerlo si tengo el corazón a mil por hora? –Se pone a caminar a mi lado cuando yo me dirijo a la cabaña–. ¡Te has largado sin decirme adónde y ahora pretendes fingir que todo está bien!
—¿Es que no lo está? –Me detengo para mirarlo–. Abel, en serio, perdóname, pero ya estoy aquí.
—Podría haberte pasado algo. –No se puede callar. A pesar de que ahora habla en un tono más bajo, para mí son todavía gritos y no me está gustando ni un pelo su actitud. Ya me he disculpado.
Me meto en la cabaña y me dirijo a la cocina, donde meto la tarta en la nevera. Él está esperando a que responda.
—Sólo quería darte una sorpresa –le digo, encogiéndome de hombros.
—¿Sorpresa? ¡Pues lo único que has conseguido darme es un susto de muerte! No sabía dónde buscarte. En serio, Sara, estás loca. –Sus acusaciones me empiezan a molestar. Le hago un gesto para que se calle al tiempo que me marcho a la habitación, pero él me sigue. Ha perdido el control de sí mismo–. Te he contagiado mi locura o algo, porque si no, no es normal. O es que tengo por novia a la persona más descuidada del mundo. No piensas. No piensas que te podría haber pasado algo. No has pensado en mí ni un sólo momento. Has cogido, te has marchado sin avisar y vuelves tan tranquila…
—¡Ya basta! –Esta vez es mi grito el que consigue hacerle callar.
Él me mira sorprendido y, por unos segundos, pienso que la discusión ha terminado. No obstante, los dientes le empiezan a rechinar, síntoma de que se ha enfadado más. No sé dónde meterme. Salgo del dormitorio y me dirijo al comedor. Él detrás de mí como una feria enjaulada, taladrándome la cabeza con sus reproches.
—No puedes ir por la vida haciendo lo que te dé la gana y actuando como una niña. Hay que pensar antes. ¿Te das cuenta de que podrías haber tenido un accidente con el coche?
—No eres el más adecuado para hablar de eso. Tú eres de los que actúan sin pensar y encima orgulloso de ello. –Le miro por encima del hombro con mala cara–. ¿De qué me estás culpando ahora cuando tú has hecho cosas peores?
—Pero no se trata de eso, Sara. Estamos hablando de tu seguridad.
—Pues no hay nada más que hablar porque estoy bien. Ahora cálmate. Vamos a tener una noche tranquila. –Alzo las manos para que pare ya–. Sólo estoy intentando aportar algo de normalidad en tu vida.
Se pone muy serio. Sus labios están tan apretados que son sólo una fina línea. Yo ya no me encojo ante su rabiosa mirada porque estoy enfadada también. Le desafío con la mía.
—Hay vidas que no pueden ser normales. ¿Lo entiendes? La mía nunca lo será. Tampoco la tuya lo ha sido. Y mucho menos ahora que estás conmigo –lo dice todo con los dientes apretados, con lo que apenas consigo entenderle.
—La mía sí lo era. O al menos yo he tratado de que lo fuera, algo que tú no.
—¿Realmente crees que lo era? Porque tu padre bebe, engañaba a tu madre y ella le perdonó todas y cada una de esas veces.
—No hables de mi familia de esa forma, Abel. No te lo consiento. –Alzo un dedo ante su rostro para mostrarle que la discusión tiene que quedar zanjada ya–. Y ahora no tienes la excusa de haber bebido.
—Sólo te estoy diciendo que por mucho que lo intentemos, no podemos borrar lo que somos. –Arruga las cejas y se queda callado.
Yo también enmudezco. Por mi mente pasan un montón de pensamientos, todos ellos horribles. No quiero continuar con esta discusión porque nos destruirá, pero mi boca se abre antes de que yo pueda controlarme.
—A él le habría parecido bien –murmuro.
—¿Qué? –Abel ladea la cabeza sin entenderme.
—Se habría enfadado al principio, pero después nos habríamos reído juntos. ¿Por qué no puedes ser tú así también? Antes lo eras. No ha pasado mucho tiempo de eso. ¿Cómo puedes haber cambiado tanto?
—No sé de qué estás hablando, Sara.
Trago saliva. No tengo que decir esto, no debo hacerlo, ni siquiera sé cuánto hay de verdad en ello. No obstante, estoy tan enfadada y dolida que mi lengua hace otra vez de las suyas y se lanza antes que yo.
—A veces pienso que estaría mejor con Eric.
La mirada se le oscurece. Abre la boca y la cierra. Así un par de veces. La rabia de sus ojos se ha convertido en tristeza. Y yo no puedo detenerme ahora y estoy empezando a odiarme a mí misma.
—¿Es lo que tú has dicho alguna vez, no? Si es lo que quieres, si pretendes lanzarme a sus brazos, lo estás consiguiendo.
Él se lleva una mano a la cabeza, se frota la frente con ella. Noto que se está desesperando. Supongo que le apetece decirme algo muy gordo, pero no le salen las palabras. Le estoy haciendo daño. ¿Va a ser siempre así nuestra relación? ¿Nos amaremos y odiaremos cada uno de los días de nuestra vida?
—¿Es eso? ¿Quieres echarme de tu vida? –continúo.
Él se mantiene en silencio. Entonces se dirige al dormitorio y me deja sola. Que no diga nada me pone más rabiosa. Me acerco a la habitación y le grito a través de la puerta:
—¡Bien! ¡Entonces no te haré perder más tiempo!
Y sin saber muy bien cómo ni por qué, me veo corriendo, atravesando la puerta de la cabaña, dirigiéndome al bosque.
Mi mente no responde, tan sólo mi cuerpo, que desea escapar de una maldita vez de todo este maldito dolor.