29

 

La Semana Santa ha pasado de largo y, desde aquella horrible y reveladora noche, no hemos vuelto a saber nada más de África. La verdad es que Jade y Alejandro no nos han requerido otra vez, pero tampoco nos hemos podido poner en contacto con ella. Tras contarle a Abel lo sucedido, le rogué que la llamara, que le pidiera que saliera de todo eso, que nosotros mismos la ayudaríamos. Sin embargo, o ha cambiado de teléfono o le ha sucedido algo malo porque los primeros días daba señal pero nadie lo cogía y después pasó a tenerlo apagado. Tengo miedo de que sea lo segundo, de que alguien se haya enterado de que África ha intentado protegerme y ahora esté siendo torturada por Alejandro o cualquier cosa peor. Abel me intentó tranquilizar, incluso buscó como un loco la dirección, pero no la hemos podido averiguar porque, tras acudir al piso que ella compartía con otra chica, esta nos dijo que se había mudado un mes antes.

He insistido una y otra vez en llamar a la policía, y muchas veces he tenido el móvil en la mano y otras me he sorprendido ante la puerta de la comisaría. Sin embargo, mis obsesiones han aumentado y cuando estoy a punto de hacerlo, hay algo que me retuerce las entrañas y me lo impide. Hay tanta gente influyente en ese lugar… Y yo no soy nadie ante ellos. Sólo soy Sara, una estudiante que se metió en un lío bien gordo.

Las pesadillas se han repetido con más frecuencia, pueblan mis noches y me dejan noqueada. Por las mañanas apenas puedo levantarme y acudo a la universidad como en una burbuja, sintiendo que la realidad no lo es y que alguien me está soñando a mí. Sí, sólo soy el sueño de un ser superior que se divierte con todo lo que está ocurriendo. Las palabras de África no se marchan de mi mente. Tengo miedo de la obsesión de Alejandro hacia mí, pero ni siquiera puedo imaginar hasta dónde llega. La próxima vez que acuda a la mansión… ¿Romperá el trato y tratará de hacerse conmigo?

Para colmo, los nervios me han pasado factura y el estómago cada vez lo tengo peor. Me duele, lo tengo revuelto y muchas noches me acuesto con náuseas y me despierto con ganas de vomitar. Abel me prepara manzanillas, tilas, me da Primperan con la esperanza de que mejore.

Esta mañana me he despertado peor que nunca. Abel todavía duerme, aunque se menea en la cama con el ceño arrugado. Yo me levanto y me dirijo a la cocina para tomar un vaso de agua porque tengo la boca seca. Enciendo la radio para animarme un poco con la música. Es lo único que me ayuda últimamente. Eso y tener a Abel a mi lado. El locutor presenta un nuevo éxito de una cantante llamada Tove Lo y su canción Habits. Mientras bebo el agua sentada en la silla, escucho la letra de la canción. Me gusta el ritmo y la voz de la chica pero, en cuanto comprendo el significado, la tripa se me revuelve y mi mente viaja a África. «How I spend my daytime, loosen up the frown. Make them feel alive. I’ll make it fast and greasy… I’m on my way to easy. You’re gone and I gotta stay high all the time to keep you off my mind. High all the time to keep you off my mind. Spend my days locked in a haze trying to forget you». Habla de una chica que ha caído en el mundo de las drogas y cada vez se siente peor y no sabe cómo salir. El estómago me da un vuelco y tengo que levantarme de la silla y correr al cuarto de baño como una loca. Joder, no me va a dar tiempo llegar. Me tropiezo con una silla y casi me caigo, pero logro entrar a tiempo, arrodillarme y soltarlo todo. Vomito la cena de anoche, entre arcadas que me sacuden el cuerpo una y otra vez. Me duele tanto el estómago que se me escapan las lágrimas.

—¿Sara? –escucho la voz de Abel acercándose por el pasillo. En cuanto se asoma al servicio y me ve agachada en el váter, corre a mí y se coloca a mi lado, sujetándome el pelo. Yo suelto un par de sollozos, sin siquiera poder hablar–. ¡¿Qué te pasa?!

—No… me encuentro muy… bien –atino a decir. Una nueva arcada me sobreviene, pero cuando me inclino para vomitar, ya no me sale nada más.

Unos minutos después Abel me ayuda a levantarme, tira de la cadena, me sienta en la taza y se marcha corriendo. Regresa con un paño limpio, lo moja con agua fría y me lo pasa por la nuca, el cuello, las mejillas y la frente. Intento enfocar la mirada en él, pero todo me da demasiadas vueltas.

—¿Te ha sentado algo mal?

—Son los nervios –murmuro. Me levanto y voy a la pila para lavarme los dientes. Mientras lo hago, me fijo en que él me observa atentamente–. ¿Qué pasa? –pregunto con pasta de dientes en la boca.

—Bájate un momento el pantalón –me dice. Le dedico una mirada curiosa y sorprendida.

—No me apetece hacer nada ahora…

—No quiero hacer nada. Estás enferma, Sara. Sólo quiero comprobar algo.

Suelto un suspiro y hago lo que me dice. Me bajo un poco el pantalón y luego me hace un gesto para que haga lo mismo con las braguitas. Abre los ojos sorprendidos cuando le enseño la piel.

—¿Te has puesto el parche en otra parte? –Se acerca a mí y me sube la camiseta del pijama.

—¿Qué? –pregunto, confundida.

—¿Dónde está tu parche anticonceptivo? No lo llevas puesto.

Abro la boca, sin saber lo que contestar. Me giro al espejo y me miro en él, empezando a ponerme nerviosa. ¡Joder! Es cierto, ¡no lo llevo puesto! ¿Desde cuándo voy por ahí sin él? No me acuerdo, es más, estaba segura de que me lo había puesto. Le aparto de un empujón y voy corriendo al cuarto. Rebusco en el cajón hasta dar con las cajas de los parches y descubro que toda la caja está intacta y también uno del mes anterior. Abel se encuentra a mi espalda mirándome con gesto preocupado.

—El mes pasado sí que me bajó, lo recuerdo. –Pero no es cierto. No me puedo acordar de si la tuve o no. Han pasado tantas cosas que ni siquiera me preocupé en pensar en ello. Trato de rebuscar en mi mente, pero no hay nada en ella ahora mismo.

—¿Y este? ¿Cuándo te toca? –pregunta, inquieto.

—No lo sé. Al no haberme puesto los parches, ahora no estoy segura. Quizá esta semana o…

—Sara, tienes que hacerte una prueba. –Se acerca a mí, con los brazos en alto para abrazarme.

—¡No! –exclamo, echándome hacia atrás.

Él me mira con expresión confundida. Se lleva una mano a los ojos y se los frota, a pesar de que ambos ya estamos totalmente despiertos.

—Sara… ¿Y si estás embarazada?

—¡No lo estoy! Lo hemos hecho como mucho dos veces. No puede ocurrir así tan rápido. –Guardo los parches en el cajón porque, de todos modos, ahora ya no puedo ponérmelos.

—Pero…

—Sólo estoy así por los nervios. Una vez se me atrasó durante un mes, y todo fue porque mi cuerpo estaba demasiado estresado –le explico, aunque mi voz no suena segura. Pero ahora mismo no quiero pensar ni por un momento que pueda estar embarazada.

—Ahora no es igual…

—¿Cómo que no? ¡Pero si estoy asqueada con todo este asunto! Sabes que no estoy bien, Abel, que estoy pasándolo realmente mal. –Me dirijo de nuevo al baño para darme una ducha antes de ir a la universidad–. Por si te quieres quedar tranquilo, me haré una prueba. Pero esperemos una semana o dos a ver si me baja, ¿vale?

Por unos momentos me dan ganas de decirle que fue él, durante nuestra estancia en Suecia, el que se mostró más contento al pensar en tener hijos. ¿Por qué ahora parece tan nervioso? Claro, porque podría ser verdad y supongo que sería peligroso con todo lo que está ocurriendo.

—Una semana, Sara. Sólo una.

—Está bien –acepto a regañadientes. Me meto en la ducha y el agua caliente consigue relajarme un poco. Cuando salgo, Abel ya no está en el baño, así que aprovecho para revisar mi cuerpo en el espejo. Me pongo de perfil para ver si tengo la tripa más hinchada, pero lo cierto es que me veo igual que siempre, o incluso más delgada. Meneo la cabeza, esbozando una sonrisa. No estoy embarazada. Es prácticamente imposible. Vale, he escuchado casos de mujeres que se han quedado con tan sólo hacerlo una vez, pero yo encima he estado usando anticonceptivos durante un tiempo, así que eso debe haber reducido las probabilidades.

Una vez salgo del baño, me encuentro a Abel con expresión concentrada delante del televisor. Me acerco a él dispuesta a decirle que ya nos podemos marchar, pero alza una mano rogándome silencio, y me señala la pantalla. Tan sólo veo en ella la entrada de un hospital y unos cuantos enfermeros trasladando una camilla en la que va acostada una persona a la que le están tapando el rostro. No me estoy enterando muy bien de lo que dicen, así que miro a Abel, pero me vuelve a señalar las noticias.

—Los médicos han asegurado que la modelo se encuentra fuera de peligro. Sin embargo, tendrá que permanecer ingresada unos días para confirmar que no hay daños más profundos. –La voz en off de la presentadora me confunde aún más. ¿La modelo? ¿A quién se refiere? ¿A Nina? Porque no quiero pensar ni por un segundo que…

La voz de la reportera llama mi atención una vez más.

—La policía se halla investigando la causa del accidente, pero lo más probable es que se haya debido a que la víctima había tomado estupefacientes…

Abel apaga la tele de golpe, cortando el discurso de la mujer, con lo que no me permite saber más. Le miro con las manos en alto, pidiéndole explicaciones.

—¿Qué ha pasado? ¿De qué modelo hablan? –Me tiembla la voz y un peso profundo se ha asentado en mi estómago.

Él tarda un contestar pero, cuando lo hace, mis peores temores se confirman:

—De África.

Le cojo de los hombros, mirándolo con los ojos muy abiertos, a punto de echarme a llorar.

—¿Qué le ha pasado?

—Ha sufrido un accidente –musita él, apartando su mirada de la mía.

Le suelto y me siento en la silla de enfrente, tapándome la boca con la mano y negando con la cabeza una y otra vez.

—¿Y ha sido muy grave?

—Tiene el rostro desfigurado, pero se va a recuperar.

Me levanto de la silla con las manos en la cabeza, sin poder creerme lo que estoy oyendo. El bonito rostro de África ha desaparecido. Era lo que a ella le daba trabajo. Y realmente era una mujer preciosa. Pienso en la última sonrisa que me dedicó en la mansión y el estómago me da una de sus habituales sacudidas. Por favor, no quiero vomitar otra vez… No podría soportarlo más.

—¿Sabes que no ha sido un accidente, no? –me dirijo a Abel, que tiene la vista fija en sus zapatos. Chasqueo los dedos para que me mire y, cuando lo hace, descubro el pánico en sus ojos–. Han sido ellos, Abel. Ellos le han hecho eso –se me escapa un sollozo–. Julián les ha contado que nos vio, estoy segura. Y ellos han decidido darle su merecido. Esto es horrible –me quedo callada unos segundos, tratando de controlar el llanto–. Puede que África todavía esté viva, pero estoy segura de que han conseguido romper su corazón y sus ilusiones.

Abel no dice nada, simplemente se inclina hacia delante y se frota las manos de manera nerviosa.

—La han usado para avisarnos –continúo, caminando de un lado a otro–. Nos quieren demostrar que son capaces de cualquier cosa.

—Sara, quizá de verdad haya sido un accidente…

—Leo en tus ojos el miedo que tienes. No puedes mentirme, y lo mejor es que no lo hagas contigo mismo. –Me sitúo ante él, alargando una mano para coger la suya–. Pero no debemos dejar que vean que tenemos miedo. Es mejor que continuemos actuando como siempre… Como si no supiéramos nada de lo de África.

—¿Estás segura?

—Si es verdad que ellos nos observan, entonces llevemos una vida normal. Son como perros, Abel. Pueden oler nuestro miedo y no estoy dispuesta a enseñárselo.

Me mira sorprendido. Lo cierto es que incluso yo lo estoy. Y, aunque también estoy cagada, hay un sentimiento más fuerte en mis entrañas: furia. África es una buena persona y la han destrozado únicamente porque me ha intentado ayudar. No sé lo que voy a hacer, pero de lo que estoy segura es de que no pueden continuar saliéndose con la suya. Alguien tiene que pararles los pies. Sé que esa no puedo ser yo, pero encontraré ayuda en alguna parte.

—Vámonos. –Le hago un gesto a Abel para que se levante.

—Esta tarde tengo que ir al médico –me avisa cuando subimos al coche.

—Volveré yo sola a casa con el metro.

—Ni hablar. Le preguntaré a Marcos si puede recogerte.

No rechisto más porque, en ese momento, una imagen horrible en la que me empujan a las vías del metro inunda mi cabeza. Hago lo imposible por apartarla de mi mente, pero se queda ahí hasta que llegamos a la universidad.

—Todavía estás a tiempo de no ir a clase. Pasa el día conmigo –me ruega Abel, frente a la entrada de la Facultad.

—No voy a dejar que pongan mi vida patas arriba.

—Ya lo han hecho, Sara –me dice con gesto triste.

Le miro con las cejas arrugadas y con ganas de gritarle que no se comporte así, que no decaiga, que no se muestre conforme con lo que nos sucede. Sin embargo, lo que dice es la verdad, aunque yo esté tratando de engañarme. Nada es igual que antes, y ni siquiera sé si lo volverá a ser algún día.

—Intentaré que Marcos venga. –Se inclina para darme un rápido beso. Yo me engancho a su cuello y le abrazo con fuerza, quedándome un rato así, en ese pedazo de cielo que se me ofrece en todo este infierno.

El día se me pasa como si de un sueño se tratase. Rosa me habla acerca del accidente de África y yo tan sólo puedo asentir con la cabeza. Ella está convencida de que ha sido alguien que le tiene envidia por su fama. En el fondo, no anda tan desencaminada, pero ojalá fuera sólo eso. Abel nos espera en el pasillo al finalizar las clases y los tres comemos juntos en la cafetería. A mí no me entra nada y lo único que hago es remover mi pasta mientras Rosa parlotea y parlotea.

—Marcos y Cyn tienen una cena de negocios –me explica Abel antes de irme al despacho–. Así que te esperas aquí y vendré yo a por ti, ¿vale? No serán más de las siete.

En el despacho hoy sólo estamos Patri y yo, ya que Gutiérrez va a participar en un congreso en Madrid. Yo no paro de echar miradas a la hora, deseando que Abel acuda a por mí. A las seis y media Patri recoge sus cosas y me lanza una mirada de desdén cuando sale del despacho. Yo me encierro desde dentro porque no quiero que pase lo del otro día. A las siete menos diez apago el ordenador ya que, de todos modos, mi cabeza no se centra en nada. A las siete menos cinco salgo del despacho y me espero en la cafetería, donde todavía hay unas cuantas personas. A las siete recibo un wasap que me saca un suspiro de alivio:

Abel:

Llego en diez minutos.

A las siete y diez ya no me puedo aguantar y salgo a la calle, aunque seguro que Abel me regañará por no haberle esperado dentro. Observo los coches con impaciencia, esperando que llegue el suyo. Miro la hora otra vez: las siete y veinte. Ya debería haber llegado porque igualmente no hay tanto tráfico como para que esté tardando tanto. Encima, desde que he salido tan sólo han pasado dos personas haciendo footing. Miro la carretera una vez más, empezando a ponerme nerviosa. Joder, espero que no le haya pasado nada, pero después de lo de África no sé qué esperar. Camino de un lado a otro, mordiéndome las uñas y haciéndome sangre en un dedo.

Y, cuando me estoy girando, me choco con alguien. Pienso que es Abel, pero al alzar la mirada me topo con la cara de Alejandro y todo mi cuerpo se estremece. Doy un paso atrás, al tiempo que él me atrapa de la muñeca y me arrima a su cuerpo, tanto que volvemos a chocar.

—Gritaré –digo entre dientes.

—¿En serio lo harás? –Alejandro me clava su profunda mirada. Observo su atractivo rostro, que está demasiado cerca del mío. Precisamente el hecho de que sea un hombre guapo es lo que hace que todavía me dé más asco, aunque no comprendo bien por qué.

Miro por encima de su hombro y luego giro la cabeza, pero no hay nadie en ningún lado de la calle. Joder, ¿dónde está la gente cuando más se la necesita? ¿Y por qué Abel tarda tanto? ¿Y si le ha hecho algo de verdad? Puede que la presencia de Alejandro sea otro aviso.

—¿Qué le hiciste a África? –No puedo evitar pensar en ella al observar los ojos azules de Alejandro. Este curva los labios en una sonrisa y me entran unas ganas tremendas de pegarle o escupirle.

—Yo estoy tan apesadumbrado como tú, querida Sara –dice, haciendo un puchero falso–. Lograba satisfacerme, aunque estoy seguro de que no tanto como lo harías tú.

—Eres un monstruo –paladeo cada una de las palabras, soltándolas con toda mi rabia.

—Todos tenemos un lado oscuro, cariño. –Acerca más su rostro, a la vez que yo echo el mío atrás. Aspiro su perfume, que en realidad es muy agradable. Me coge de la barbilla y me la acaricia con suavidad–. Hasta tu maravilloso Abel lo tiene.

—Él no es como vosotros. No se acerca en lo más mínimo. –Todavía no sé cómo me atrevo a plantarle cara, pero lo cierto es que parece divertirle.

—Sarita… Me encanta cuando me muestras tus dientes. –Sus dedos se clavan aún más en mi muñeca. Me fijo en que alguien se acerca, aunque todavía se halla lejos.

—¿Has estado espiándome?

—Me gusta verte en tu día a día –murmura, con la nariz pegada a mi cuello. Al rozármelo tiemblo, pero no de placer, sino de asco–. Me pone tremendamente cachondo observarte en la universidad.

—Estás loco –susurro con los ojos cerrados.

—Tú me vuelves loco, Maga –me llama por el seudónimo que utilizo en la mansión, y eso todavía me molesta más. Intento deshacerme de su apretón, pero tiene una fuerza increíble. La persona a lo lejos se acerca un poco más, y me doy cuenta de que Alejandro también la ha visto–. Si dices o haces algo, atente a las consecuencias –me susurra al oído–. Así que sonríe.

No me queda otra que hacerle caso. Es una chica con una mochila y unos cascos. Al pasar por nuestro lado, se nos queda mirando con curiosidad. Yo esbozo una sonrisa forzada, y la chica me la devuelve. Una vez ha pasado de largo, regreso a mi gesto serio. Alejandro está sonriendo, muy satisfecho de que le haya hecho caso.

—Sara, me he portado muy bien. Y lo sabes –continúa, acariciándome la mejilla con un dedo. Ladeo la cara con los labios apretados–. En cualquier otro momento ya habría saltado sobre ti. –Acerca sus labios a mi pómulo y me lo besa suavemente, pero su contacto me encoge el estómago–. Estoy haciéndole caso a Jade… pero no dudes de que conseguiré convencerla para que se salte las reglas.

Forcejeo con rabia y, por fin, me suelta, aunque sin dejar de mirarme de esa forma que hace que me sienta totalmente desnuda. Sus ojos azules y despiadados se clavan en lo más profundo de mi corazón y me lo arrugan.

Un coche familiar se acerca. Alejandro se lleva dos dedos a los labios y después los posa sobre los míos. Yo no puedo dejar de temblar, y una lágrima se desliza por mi mejilla, dejando al descubierto mi vergüenza y furia. Me deja allí plantada, con los puños apretados y la sensación de que la oscuridad avanza hacia mí a pasos agigantados. En cuanto la imagen de África acude a mi mente, rompo a llorar con fuerza. El coche se detiene delante de mí y, unos segundos después, Abel me está abrazando.

—Te dije que esperaras dentro –dice con la respiración entrecortada–. ¿Ese que se ha ido era…?

No le dejo terminar. Asiento con la cabeza, apretando su chaqueta en mis puños, mientras me atraganto con mis propias lágrimas.

—Me quiere, Abel. No se detendrá –murmuro contra su pecho.

—Eso no es lo que habíamos acordado –dice con rabia. Su corazón despierta junto a mi oído, y se va acelerando poco a poco–. Lo mataré. Si te hace algo, le destrozaré con mis propias manos.

Alzo la mirada para observarle. Estudio su rostro, tan querido por mí, y lo que veo en sus rasgos y en sus ojos me da miedo. Sé que sería capaz de hacerlo, pero eso podría ser su sentencia.

—No cometas ninguna locura, te lo ruego.

—No voy a permitir que te humille más, Sara –me dice, echando chispas por los ojos–. ¡No voy a ser un cobarde nunca más! –Alza la voz, con los puños apretados.

—Ya no se trata de ser cobarde o no. –Apoyo mis frías manos en sus ardientes mejillas–. Es cuestión de protegerse las espaldas. Has visto lo que le han hecho a África. ¿Qué pasaría con nosotros si les enfadamos?

Él se queda pensativo un buen rato, hasta que sus facciones se relajan un poco. Sin embargo, parece pensar algo porque enseguida se vuelve a poner en tensión. Sus ojos se oscurecen y veo en ellos un brillo de furia.

—¿Y quieres que Alejandro se salga con la suya?

—No lo hará. –Trato de relajarle, aunque ya no confío nada en Alejandro. Pero lo que no quiero es que Abel se vuelva loco y haga una barbaridad–. Sólo estaba amenazándome con palabras. –Le acaricio el rostro con ternura–. Por favor, prométeme que no harás nada de lo que después te puedas arrepentir.

Se me queda mirando con la mandíbula apretada. Al final asiente, aunque no muy convencido. Me pongo de puntillas y le beso suavemente. Él me abraza con fuerza, apretándome como si no hubiese más oportunidades para hacerlo.

En sus labios hay un sabor a miedo. A tristeza. A arrepentimiento. A dolor… Pero también está el sabor del peligro.

Tiéntame sólo tú
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