26

 

Estoy sentada sobre una especie de potro negro, casi desnuda a excepción de las braguitas que cubren mi sexo. Mi pecho sube y baja acelerado, a causa de los nervios y del miedo. El enmascarado que se halla a mi lado, observándome con curiosidad, se acerca y posa su mano sobre mi cuello. A continuación la desliza hacia abajo, con mucha suavidad, deteniéndose en mis pezones, que han despertado a pesar de mis reticencias. Él suelta una risita satisfecha y me da un pellizco en uno, provocándome un ligero dolor. Suelto un gemido y me revuelvo, pero las cuerdas que me sujetan muñecas y tobillos no me permiten hacer muchos más movimientos y si intento alguno un poco más brusco me heriré en la piel ya que las cuerdas están muy apretadas. Mi cuerpo está tenso, inclinado hacia arriba y expuesto al enmascarado, que continúa con la exploración de mi cuerpo.

—Te vas a rendir a mí, Sara –susurra con voz ronca. Aprecio en esos matices una nota de deseo.

Su mano baja por mi vientre hasta detenerse en el ombligo, que toca con suavidad, haciendo círculos en él con los dedos. Yo no quiero hacer esto, incluso tengo la náusea pegada a la garganta y, sin embargo, mi cuerpo actúa de forma totalmente distinta.

El enmascarado baja hasta mis braguitas, se detiene en ellas y las observa fijamente. Sé lo que está mirando: para mi vergüenza, estoy húmeda. Estar a merced de este hombre me ha excitado y eso está echando por tierra todas mis creencias.

En ese momento, él se quita la máscara: es Alejandro el que está deslizando sus ojos por todo mi cuerpo. Los dirige a los míos y me mira con una sonrisa que tiene algo de deseo y algo de perversión. La luz de la habitación es muy tenue, pero aprecio en sus ojos ese brillo de lujuria al saber que estoy expuesta a él, sin ninguna posibilidad de escapar.

—Desde aquí puedo oler tu excitación, Sara –vuelve a decir con su áspera voz. Y mi sexo se humedece aún más, derrotando todas mis esperanzas de mostrarme fuerte y ajena a sus provocaciones.

Se acerca despacio, y yo me preparo para soltarle un escupitajo si se atreve a besarme. Sin embargo, lo que hace es colocarme una bola en la boca, sujeta con una cuerda en la nuca, que me impide hablar. Suelto un gemido asustado, con lágrimas en los ojos. Alejandro se inclina y posa un beso en mi frente. Un beso que tiene mucho de lujuria perversa y nada de cariño. Me revuelvo con la esperanza de soltarme, pero lo único que consigo es hacerme daño en la piel.

—Ten cuidado, preciosa. No quiero que te lastimes antes de tiempo. –Me mira con una sonrisa llena de dientes blancos.

A continuación va hasta mis piernas otra vez y apoya las manos en mis caderas. Mete dos dedos bajo el elástico de las bragas y las desliza por mis muslos hasta que, de golpe, las desgarra y las lanza por el aire. Yo cierro los ojos, lagrimeando a causa de la vergüenza. Pero mi sexo palpita allá abajo, a pesar de todo el esfuerzo que estoy haciendo por mostrarme fría.

—Mira esto, Sara. –Coloca los dedos en mi vagina y después me la abre, separándome los labios con cuidado. Estoy completamente rasurada, así que puede explorarme a la perfección. Mientras lo hace, esboza una tétrica sonrisa–. Estás tan húmeda. –Se impregna el dedo con mis flujos y me lo enseña–. Acabo de empezar a instruirte y tú ya estás tan receptiva. Me encanta.

Me quedo muy quieta, siguiéndole con la mirada cuando se dirige hacia la pared. Observo con horror cómo coge una fusta negra, para luego regresar a mí, mostrándomela con una sonrisa lobuna.

—Cinco golpes, ¿de acuerdo? Sólo cinco –murmura, acariciando la fusta–. Te va a doler, pero no quiero que pienses en eso. Sólo tienes que vaciar tu mente, gozar de tu cuerpo, apreciar lo viva que te hace sentir el dolor.

Ladeo el rostro, gimiendo contra la mordaza. Mi corazón late a una velocidad desenfrenada. A este paso se me va a salir del pecho y se volcará en el suelo. Alejandro se coloca en posición entre mis piernas, con la fusta en alto, dispuesto a empezar con el juego. Y, sin más aviso, cae en mi pubis. Grito bajo la mordaza; todo mi cuerpo se arquea y siento que me mareo.

—No pienses, Sara. Sólo siente –me ordena con voz dura.

«Sólo siente». «Sólo siente». «Sólo siente». Intento obedecerle, porque los pinchazos que noto ahí abajo son insoportables. Vacío mi mente tal y como me ha sugerido. Ahora tan sólo escucho su respiración y la mía, ambas agitadas. Abro los ojos ante la tardanza del segundo golpe y descubro que se está desnudando. Alejandro tiene unos treinta y pocos años, y se mantiene muy bien. Su cuerpo es musculoso, sin llegar a ser exagerado. Tiene unos brazos fuertes y un vientre liso y trabajado. Si no fuese un loco, podría parecerme un hombre muy atractivo porque ciertamente lo es. Me da vergüenza estar pensando en todo eso mientras le miro, pero mi mente ya camina sola, como mi cuerpo. Al bajar la vista, me topo con su miembro hinchado y palpitante. Mi sexo sufre un pinchazo… Uno que no es provocado por el dolor.

—El primer golpe ha sido de regalo, preciosa –dice, alzando la fusta una vez más–. Así que ahora es cuando van a venir los cinco.

Me tenso toda y cierro los ojos de nuevo, para no ver la forma en que me mira. Doy un brinco al notar su mano en mi muslo, acariciándome con suavidad. No puedo entender cómo es así… Tan despiadado y tierno a la vez. Es algo que realmente me asusta y… me atrae.

—Relájate.

Y, otra vez sin avisar, llega el siguiente golpe. Mi espalda se arquea, provocando que estire las cuerdas, con lo que también me duelen pies y manos. ¡Plas! ¡Plas! ¡Plas! ¡Plas! Cuatro azotes, uno tras otro, cada uno más fuerte que el anterior. En mi cuerpo aparecen toda una serie de sensaciones que no puedo explicar con palabras. Sin embargo, lo que sí puedo apreciar es que, ahora, el dolor se mezcla con el placer, que todas mis terminaciones nerviosas vibran, que mi sangre bulle, que mi corazón late frenético y… que mi sexo, enrojecido e irritado, pide más y continúa húmedo, más si cabe.

—Lo has hecho muy bien. –Alejandro me roza los labios, hinchados y muy sensibles, y después se lleva el dedo a la boca, saca la lengua y se lo lame. Me excito un poco más al verlo hacer eso… Se me escapa un sollozo–. Más adelante incluso podrás correrte con esto.

Meneo la cabeza de un lado a otro, con las lágrimas rodando por mis mejillas. La mordaza me impide respirar bien. Él se da cuenta y, al fin, me la quita. Cojo todo el aire que puedo, al tiempo que toso y gimoteo.

—Y ahora, Sara, me vas a tener a mí. –Se inclina sobre mi cuerpo, deslizando sus palabras por toda mi piel–. ¿Lo quieres, verdad?

Niego con la cabeza, pero todo mi cuerpo está diciendo lo contrario. Su mano baja hasta mi enrojecido sexo, y me lo acaricia con lentitud, provocándome una oleada de placer que me araña las entrañas.

—Así, Sara, muy bien… Entrégate a mí.

Suelto un grito que me parece que me va a desgarrar la garganta. Me incorporo, comprobando que no tengo las manos ni los pies atados. Mi cuerpo está bañado en sudor y me cuesta respirar. Dios… Todo ha sido una maldita pesadilla, aunque demasiado real. Me doy cuenta de que Abel está a mi lado, mirándome con los ojos muy abiertos y una expresión de preocupación que ensombrece su atractivo rostro. Me lanzo a sus brazos sollozando y él me acaricia el pelo con ternura.

—¿Qué ha pasado, Sara?

No le contesto. Jamás podría contarle el sueño que he tenido porque es demasiado grotesco y no sé si lo entendería. Ni yo misma puedo hacerlo. Me agarro a sus brazos, clavándole las uñas para intentar soltar este dolor. Hay algo primitivo en mí que me insta a besarlo, y lo hago con rabia, de manera salvaje, devorando sus labios. Mi sexo está húmedo a causa del sueño y quiero que la imagen de Alejandro desaparezca y sea la de Abel la que ocupe su lugar. Él intenta devolverme el beso, pero le noto confundido.

—¿Va todo bien? –me pregunta, separándome un poco.

—Te necesito. Por favor –digo con voz ahogada.

Siento como que me tengo que castigar por el sueño, pero ni siquiera sé cómo hacerlo, así que al final las palabras me salen solas.

—Lo haremos como tú quieras. Si lo que hay allí es lo que te gusta, entonces aprenderé.

Abel me mira de hito en hito. Sus ojos se oscurecen y me aparta un poco más para observarme mejor.

—¿Qué estás diciendo, Sara?

Simplemente lo que no quiero es que Jade le lleve otra vez a esa locura, aunque quizá soy yo la que se está empezando a obsesionar.

—Jamás haría contigo nada de eso. Ni siquiera me gusta.

—¡Pero tú formabas parte de todo eso! –exclamo, con la cabeza hecha un lío, con el corazón golpeándome en el pecho.

—Trabajaba para ellos. Es diferente. –Me acaricia la mejilla, estudiando mi rostro–. Hice cosas con Jade que no debí, lo sé. Y me arrepiento cada día. Pero nunca participé en los juegos de ese lugar.

Le miro fijamente a los ojos para comprobar si me dice la verdad. Esta vez no veo duda en ellos, ni tampoco vergüenza o temor. Me estrecha contra su cuerpo, apoyando la mejilla en mi cabeza.

—Tú eres suficiente para mí y mucho más –murmura aspirando el olor de mi pelo–. Me das vida y borras el dolor. Sólo tú y yo, Sara. Sin complementos, sólo tus fantasías y las mías sobre el uno y el otro. Y nuestro amor.

—No puedo dejar de pensar en ese lugar. Me pone enferma.

—Tienes que intentar dejar de pensar así –me pide, posando un beso en mi pelo–. Aunque sólo sea para aguantar. Piensa que esa gente no hace nada malo, sólo se dejan llevar por sus preferencias sexuales. Son los negocios turbios de Jade y Alejandro los que hay que reprobar, pero no a las personas por sus gustos.

Quizá tenga razón, pero no estoy preparada para eso. Mi mente no es capaz de asimilarlo. Siempre he sido muy abierta, nunca me ha gustado juzgar a la ligera. ¿Por qué lo estoy haciendo esta vez? Debe de ser por culpa de esos dos, por cómo nos están tratando y por su forma de ser, que me repugna.

—Siempre voy a estar contigo, Sara. –Su cálido cuerpo contra el mío logra reconfortarme un poco–. No dejaré que te hagan más daño. Sólo piensa en ti, en mí… En los dos siendo felices cuando salgamos de esto.

Fuerzo una sonrisa para que él me devuelva la suya, porque me ilumina con ella. Le cojo de la barbilla y le beso en los labios, cayéndome en su sabor. Él me pasa las manos por la espalda y me la acaricia, mostrándose esta vez más tranquilo.

—Necesito que hagamos el amor como antes, Abel. Que nos sintamos el uno al otro sin nada más en la cabeza –le pido.

—Nunca tengo nada más en la cabeza que a ti cuando te hago el amor.

Nuestros labios se juntan una vez más. Acaricio su pelo, al tiempo que él me coge de las caderas y me coloca encima de su vientre. Mi trasero se roza con su pene, que ya empieza a despertar. Me da suaves besos en la frente, en los párpados, en la mejilla, en la barbilla y luego en el cuello. Yo cierro los ojos, intentando dejarme llevar y, para mi sorpresa, me doy cuenta de que sí puedo, de que ahora mismo volvemos a ser sólo él y yo, sin ninguna tormenta acechando.

—Mi alma está enlazada a la tuya, Sara –me susurra al oído, mientras sus manos se meten por debajo de mi pijama.

Sus dedos rozan mis pechos y buscan mis pezones. En cuanto los roza, se entregan a él. Me los acaricia y me pellizca uno con suavidad, al tiempo que con la otra mano me masajea el pecho. Yo me pierdo en su boca, en ese sabor que me permite ascender a un mundo en el que todo es perfecto. Jadeo con el contacto entre nuestras lenguas. La suya es fresca y, al mismo tiempo, cálida, y su saliva se me antoja como un bálsamo para todo el dolor que llevo sintiendo en estos últimos tiempos.

—Jamás habrá nadie más en mi corazón. –Sus palabras me hacen cosquillas en el oído y encojo los hombros, encantada ante ese contacto. Todavía me noto un poco nerviosa, pero con cada uno de sus besos y de sus caricias, el rastro del terrible sueño se va borrando y, en su lugar, es el suyo el que va ocupando mi mente.

—Ni en el mío –murmuro, balanceándome encima de él, intentando buscar mi placer. El de los dos.

—¿Te acuerdas de aquella vez en que te pregunté si tú también lo sentías o sólo era yo? –me pregunta, acogiendo mi rostro entre sus manos.

Asiento con la cabeza. Fue aquella primera noche en que me acosté con él; en la que, sin apenas darme cuenta, ya le había entregado mi alma. Él me cogió la mano y me la llevó hasta su corazón, que latía de una forma frenética… Igual que el mío. Y ahora, para rememorar nuestra primera vez, Abel posa mi mano en su pecho. Pero esta vez su corazón late mucho, mucho más fuerte. Tanto que casi puedo notar que se le ha salido del pecho y está tumbado en la cama con nosotros. Y entonces me aprieta contra él, y nuestros latidos se funden y se convierten en uno solo. Lo siento… Siento tanto su ser junto al mío. Siempre escuchando eso en las películas o leyéndolo en libros, pensando que no existía en la realidad, que un amor tan grande se rompía y sólo eran cuentos de hadas. Pero lo cierto es que aquí estamos Abel y yo y a mí me parece trascender. Y cuando me quita la camiseta y sus labios rozan mi piel desnuda, la sensación es tan sublime que se me escapan un par de lágrimas.

—Vuela conmigo, Sara –susurra contra mi piel.

Me deshago de su parte de arriba, tirándola por los aires. Acaricio su pecho desnudo, adorándolo y deseando dormir en él toda la noche. Sí, después de hacer el amor, su pecho se va a convertir en mi santuario. Abel me ayuda a ponerme en pie sobre la cama y a quitarme los pantalones del pijama. Después, él hace lo mismo con los suyos. Nos frotamos por encima de la ropa interior, como dos adolescentes a los que les da miedo pasar a un nivel más. Pero tan sólo esto es maravilloso: la dureza de su sexo clavándose en mí, la sensación de querer y no tenerlo, pero al mismo tiempo saber que lo puedo tener cuando quiera porque es sólo mío.

Me apoyo en sus muslos para bajarle el boxer. En cuanto su sexo asoma, el mío palpita anhelante. Cuando me quito mis braguitas, aprecio que estoy muy húmeda, aunque ni siquiera me había dado cuenta. He llegado a un punto que esto es mucho más que piel contra piel, carne contra carne. Muchísimo más que sexo con amor. Es la sensación sublime de hablarnos en silencios entrecortados por los jadeos, de contarnos con las caricias todo aquello que guardamos por miedo, de confesarnos con besos lo que hemos sido, lo que somos y lo que seremos. Le quiero tanto que el corazón, en cualquier momento, me explotará en el pecho.

Me sujeta del trasero y me coloca encima de él. Ni siquiera vamos a hacer preliminares, a pesar de lo mucho que me gustan. Pero no los necesito… Lo único que anhelo es que él se convierta en mí y yo en él. Y sabernos libres e inocentes de todo lo que hemos hecho y visto últimamente. Tan sólo buscamos encontrarnos y reconocernos en nuestros suspiros, porque es lo único que nos queda, pero en realidad es suficiente, y mucho, y demasiado. Sí, necesitamos saber que continuamos siendo los mismos: aquella chica que subió nerviosa al estudio de fotografía de un desconocido, y aquel chico que se mostró arrollador a pesar de llevar una tormenta dentro.

—Quiéreme, Abel. Hazlo hasta que mi corazón estalle de tanto amor. –Enlazo mis brazos en su cuello, situándome justo sobre su sexo, ya tan preparado como el mío.

—Entonces estallemos los dos. –Su sonrisa acaba en mi boca y, de nuevo, nos besamos de una forma lenta, sensitiva, deliciosa.

Sus manos me aprietan las nalgas y me ayudan a bajar. Su sexo entra poco a poco en mí, permitiéndome descubrirlo todo. Y el mío se pega al suyo, se abre para en cuestión de segundos cerrarse en torno a él, con la misma ansiedad que todo mi cuerpo. Me aprieto contra su cuerpo, con mis piernas enrolladas en su cintura, con mis brazos en su cuello, con mi lengua perdiéndose en la suya. Nos hacemos el amor con cada una de las partes de nuestro cuerpo. Nos amamos con nuestros sexos, con los movimientos, con los gemidos que él me arrebata.

—Te amo, Sara –su susurro en mi oído es mucho más de lo que puedo soportar.

Me empiezo a mover de una forma más rápida, anhelando el placer que últimamente se me ha negado. Abel suelta un gemido contra mi cuello, al tiempo que me lo besa. Echo la cabeza hacia atrás, mientras clavo mis uñas en su espalda y me balanceo una y otra vez. Él deja un reguero en mis clavículas y a continuación baja hasta mis pechos. Coge uno y se lo lleva a la boca, lame el pezón con una suavidad sorprendente, y yo… Yo sólo puedo continuar con mi vaivén, que es el que me está extrayendo el dolor y la inquietud desde muy dentro.

Hay tantas promesas en esta forma de besarnos, de acariciarnos y de hacer el amor, que no puedo más que gemir mientras me baño en el sudor de nuestros cuerpos y en el mar de sus ojos. Un mar embravecido pero, al mismo tiempo, calmo.

El amor es esto. Es su cabello revuelto entre mis manos. Es el color cambiante de sus ojos. Son las gotas de sudor que se deslizan por su espalda. Son sus labios entreabiertos. Es el palpitar sordo de su corazón, desbordando en el pecho. Es el mío luchando por no pararse de un momento a otro. Son nuestros sexos amarrándose el uno al otro para no soltarse.

Esta vez sí he vaciado mi mente. Pero con Abel. Y no con dolor, sino con el placer más exquisito del mundo. Y cuando estoy a punto de entregarme al orgasmo, suelto un grito en el que me desprendo de todo lo que me ha dañado. Y Abel se une con sus jadeos, y ambos nos estrechamos como si mañana no fuésemos a estar juntos. Grito, jadeo, echo la cabeza hacia atrás, con los ojos abiertos para sentir el placer mucho más. Tal y como él me ha pedido, estamos volando muy lejos.

Una vez nuestros jadeos y respiraciones se aquietan, ambos nos quedamos mirando. Su mirada tan limpia y, por una vez, tan serena… Como si hubiese conocido todo lo bueno del mundo. Su sonrisa buscando la mía.

Sí. Sin duda esto es amor.

Tiéntame sólo tú
titlepage.xhtml
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_000.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_001.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_002.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_003.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_004.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_005.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_006.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_007.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_008.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_009.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_010.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_011.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_012.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_013.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_014.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_015.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_016.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_017.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_018.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_019.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_020.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_021.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_022.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_023.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_024.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_025.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_026.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_027.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_028.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_029.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_030.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_031.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_032.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_033.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_034.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_035.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_036.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_037.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_038.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_039.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_040.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_041.html