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—Hola, amor.
La voz de Abel a mi espalda me sobresalta. Cierro el libro que tengo entre las manos y lo coloco en mi regazo. Me giro de inmediato y me topo con los profundos y hermosos ojos de mi novio. Él me dedica una sonrisa radiante y yo se la devuelvo con todas las ganas que tengo, que son muchas. Es la primera vez que se dirige a mí con esa palabra. Es cierto que a veces me llama cariño, pero nunca amor. Me ha gustado demasiado, tanto que mi corazón ha brincado como la primera vez que me dijo te quiero.
Rodea el silloncito en el que estoy sentada y se sitúa en el reposabrazos, ya que ambos no cabemos en el asiento. Me abraza por la cintura y posa un cariñoso beso en mi frente. Yo cierro los ojos, intentando atrapar los sentimientos que provoca en mí con tan sólo ese roce. Me gustaría que todos los momentos fuesen así: tan cálidos y luminosos. Desde hace unos días se encuentra mejor –al menos eso me parece– pues no ha tenido pesadillas –o yo no las he escuchado– ni ha mencionado a su madre. ¿Estaré consiguiendo borrar el dolor y las obsesiones de su atormentada cabeza?
—¿Qué estás leyendo, cariño? –me pregunta aún con su fantástica sonrisa.
Yo alzo los ojos para observarlo. Me mantengo callada unos segundos. En realidad no me apetece hablar, tan sólo aferrarme a su cintura y no soltarme en mucho rato. Sin embargo, él arquea las cejas en señal de impaciencia. Levanto el libro y le enseño la portada con el título.
—Anna Karenina –musita en voz baja, con gesto grave.
Asiento con la cabeza, mordiéndome el labio. Él acerca su rostro al mío, meneando la cabeza, y me roza con su rebelde cabello provocándome cosquillas. Ambos nos quedamos en silencio, aún abrazados. «Va a decir algo sobre su madre, va a decir algo sobre su madre…», repite mi mente una y otra vez.
—«No tengo paz que dar. No puede haber paz para nosotros. Sólo miseria o la felicidad más grande» –recita una frase del libro de memoria.
Lo separo y lo miro con una ceja arqueada. Él no dice nada, tan sólo me observa muy callado y serio, con ese gesto imperturbable que tanto odio en ocasiones.
—Y yo tengo claro que lo segundo… Vamos a tener toda la felicidad del mundo. ¿Qué pasa, te sabes todos los libros del mundo de memoria? Recuerdo que es la forma en que trataste de conquistarme, enviándome mensajitos con frases de novelas… –le digo de manera juguetona. No me apetece nada que se ponga melancólico como en otras ocasiones. Le cojo de la nuca y lo atraigo hacia mí, dispuesta a besarlo. Sin embargo, él me aparta suavemente, dejándome sorprendida.
—Tengo miedo de que algún día seas tú, en lugar de Anna Karenina, la que diga lo de «¿Felicidad? Tú has asesinado mi felicidad... ¡Asesino!». –Su mirada se oscurece.
Me quedo con la boca abierta sin saber qué contestarle. Sabía que lo iba a hacer y, si continuamos así, no tardaré mucho en hartarme. Lo único que necesito es que sonría, que me demuestre que él también está luchando por salir de todo esto. Le atrapo por la nuca una vez más y me arrimo tanto a su rostro que nuestras narices se rozan.
—Tú eres muy tonto si piensas que yo diría eso alguna vez.
—Tan sólo quiero que…
—Sé lo que quieres y lo estás logrando. Pero haz el favor de aplicártelo a ti mismo –le pido en un susurro. Su aliento se funde con el mío. Me muero por besarlo.
—El final de Anna Karenina es demasiado triste, Sara. ¿Por qué lees ese libro?
—Es solo ficción, Abel –le recuerdo.
Le suelto y él se aparta, aunque tan sólo un poco. Puedo notar las ganas que tiene de besarme y, por eso, me pregunto por qué no lo está haciendo ya. El Abel de antes lo habría hecho en cuanto atravesó la puerta. Me habría cogido por la cintura, me habría tumbado en el suelo o en la mesa y me estaría haciendo el amor con toda la pasión que alberga en su interior. Sin embargo, el de ahora sólo quiere hablar de asuntos tristes y recrearse en su dolor. ¿Será que se siente culpable?
—¿Por qué crees que Anna se enamoró de Vronsky? –me pregunta de repente.
Me quedo pensativa unos segundos mientras miro las ajadas tapas del libro. Me encojo de hombros. Abel está esperando mi respuesta y parece muy interesado en que se la dé ya.
—No creo que lo estuviese realmente. Lo que pienso es que él representaba todo lo que Anna no podía conseguir en su matrimonio. Vronsky le otorgaba la posibilidad de ser ella misma. Anna podía ser libre y rebelde. Pero, sobre todo, existía una gran pasión entre ellos, una pasión que les hacía arder.
Abel se pasa la lengua por el labio inferior. Se ha quedado pensativo tras mi respuesta. Asiente con la cabeza y a continuación me dedica una intensa mirada, la que me recuerda al Abel que conocí, a aquel que me agarraba de la cintura con tanta posesión, el que me dijo que sería suya, el que se enfadaba al pensar que yo podía ser de otros hombres. Por un momento no me importa que sea ese el Abel que está aquí ahora conmigo; me da igual que sea el celoso y autoritario Abel mientras me demuestre que todo puede volver a ser como antes.
—Sé lo que estás pensando –le digo al cabo de unos segundos.
—¿Ah, sí? –Esboza una sonrisa de sorpresa.
—Pues sí. Te conozco más de lo que piensas. Bueno, al menos en ese tema…
—Pues venga, inténtelo, señorita Holmes –dice, divertido.
—Crees que estoy leyendo este libro porque me siento como Anna Karenina.
La cara le cambia de golpe. Se pone muy serio y la mirada se le oscurece aún más. Aprecio el movimiento nervioso de su mandíbula. Alargo una mano y se la acaricio con un dedo. Él cierra los ojos y suspira. Se la beso de forma juguetona y después subo hasta su oreja.
—Piensas que Eric es para mí como Vronsky, que me escaparé con él en cuanto pueda –le susurro.
Se tensa a mi lado. Los dientes le rechinan. Le estoy haciendo enfadar, pero esa era una de las partes de él que me gustaban. No quiero a un Abel triste, confundido y pesimista. Y, de todos modos, este es otro de los asuntos que le obsesionan y en algún momento debemos tratarlo. Así que, ¿para qué esperar? Lo tomo de la barbilla y giro su rostro a mí. Me mira con los ojos entrecerrados; yo con los míos muy abiertos, con la intención de hacerle ver la realidad.
—Eso no es así, Abel. No siento nada por Eric más que cariño como amigo –le digo en voz baja. Él no responde, tan sólo me observa de manera triste–. Yo te amo sólo a ti y va a ser para siempre. Tú y yo estamos hechos el uno para el otro.
—Para siempre es mucho tiempo –musita en voz baja.
—Será el tiempo que nosotros queramos –le llevo la contraria.
Sonríe de manera disimulada. Alarga una mano y me acaricia la mejilla. Apoyo la mía sobre la suya. Por fin un poco de contacto.
—Es que creo que estoy siendo un egoísta por retenerte aquí. Quizá hubiese hecho mejor dejándote en brazos de Eric.
—¿Te callas o tengo que darte una patada en tus partes como aquella vez? –me río y él se une a mí. Ambos recordamos a la perfección la noche en que me llevó a cenar y casi lo hacemos en los baños del servicio… aunque acabé dándole un golpe por atrevido–. Yo estoy bien aquí. En tus brazos, no en los de nadie más. He dejado todo y he venido aquí por ti. He creído todo lo que me has dicho. –Le doy unos golpecitos en la nariz con el dedo, como si fuese un niño pequeño al que hay que explicarle las cosas muy bien–. Y mira que cualquier otra persona pensaría que esto es una especie de secuestro… Vamos, bien podrías ser un loco que me quiere retener aquí como tú has dicho –me río otra vez.
—Es exactamente eso: tú me tienes loco. –Me acaricia el pelo con una sonrisa. Al menos creo que lo estoy distrayendo.
—Pues entonces demuéstramelo. –Me levanto de súbito del silloncito y le doy a él un empujón para sentarlo. Me mira sorprendido cuando me coloco a horcajadas sobre sus piernas y le cojo de ambas mejillas–. Bésame –le susurro, muy cerca de su rostro.
Llevo sus manos hasta mi cintura y hago que me la rodee. Él obedece a lo que le he pedido y me besa, con mucha suavidad al principio. Separo los labios para recibirlo, para sentir su delicioso sabor en cada rincón de mi boca. En cuanto nuestras lenguas se encuentran, yo ya me empiezo a descontrolar. En cuestión de segundos él también se excita. Me sujeta con fuerza de la cintura y se inclina hacia delante para besarme con más ansia. Sus manos suben por mi espalda, acariciándomela, hasta llegar a la nuca, la cual me cubre con esa posesión que tanto echo de menos en ocasiones. Noto una presión contra mi muslo: es su sexo que ha despertado. Me rozo contra él para excitarlo más. Abel gruñe contra mi boca y me da un mordisco en el labio inferior. Sé que quiere más de mí, pero esta vez soy yo la que me aparto y me levanto, dejándolo con las ganas.
—Quiero jugar –le digo, mirándolo desde arriba. Dirijo los ojos hacia el bulto que ha crecido en su entrepierna. Dios, qué magnífico. Él se levanta y se acerca a mí con una pícara sonrisa, al tiempo que yo doy un paso hacia atrás–. ¿Tienes ganas de mí? –le pregunto, acariciándome el vientre por encima de la ropa.
—Demasiadas –responde. Me atrapa y me empuja contra su cuerpo. Choco con su erección y suelto un gemido.
—Ya era hora –le digo con sarcasmo. Él me mira con la ceja arqueada–. Sé que te sientes triste, pero has estado tres días sin apenas rozarme. Y no sé qué me has hecho, pero yo no puedo pasar más de veinticuatro horas sin tenerte para mí. –Le doy un pequeño empujón para apartarlo. Él sigue todos mis movimientos. Enchufo el portátil y rebusco en la carpeta de música hasta dar con lo que quiero. Me giro hacia él antes de poner la canción–. Quiero que bailemos juntos.
—¿Ahora? –pregunta como si le diese vergüenza.
—Pues sí. Seguro que al público que tenemos le encantará. –Hago un gesto señalando la habitación. Él menea la cabeza riéndose.
—¿Y qué quieres que bailemos y cómo? –Ya le ha vencido la curiosidad.
Lo miro con una sonrisa pícara y le doy al play. La sensual melodía de Depeche Mode, con su canción I feel you, empieza a sonar. Me quedo quieta, apoyada en la mesa, escrutando a Abel, quien me llama con el dedo, pero yo niego con la cabeza.
—Tú primero –le propongo–. Yo ya he bailado un par de veces para ti. Ahora hazlo tú.
Él me mira con la boca entreabierta, un tanto sorprendido por mi petición, pero enseguida asiente con la cabeza y comienza a menearse al ritmo de la música. «I feel you. Your sun it shines. I feel you within my mind. You take me there…». Le observo con una sonrisa. La verdad es que Abel baila muy bien y su cuerpo es perfecto para disfrutarlo, tanto visual como táctilmente. Se deshace del jersey y después me dedica una intensa mirada al tiempo que se desabrocha los botones de la camisa. «This is the morning of our love». Me hace un gesto para que vaya con él y esta vez le hago caso. Me arrimo contoneándome y me coloco muy próxima a su cuerpo. Me coge de las caderas y yo las meneo para él de manera sensual. Le abro la camisa y le acaricio el fantástico pecho y el trabajado abdomen.
—I feel you. Your heart… It sings… –susurro. Me aprieta contra su cuerpo. Su erección no ha disminuido, más bien al contrario.
—Eres muy tentadora, Sara. Me vuelves loco –me dice con voz grave, agarrándome de las nalgas. Mientras continuamos bailando al ritmo de la música, le bajo la camisa, la cual cae al suelo con suavidad. Le acaricio los hombros sin dejar de mirarlo de manera muy provocativa.
Nos besamos con suavidad. Introduzco la lengua en su boca y juego con la suya. Gimo cuando me clava la erección en el hueso de la cadera. Me froto contra él al compás de la melodía de la manera más sensual posible. Él me levanta los brazos por encima de la cabeza y me saca el jersey. Lo tira al suelo y se muerde el labio al bajar la vista hacia mis pechos desnudos. Intenta acariciármelos, pero se lo impido.
—Sólo estamos bailando… –le digo, haciéndome la remolona.
Me giro dándole la espalda sin dejar de bailar. Rozo mi trasero contra su sexo. Él apoya las manos en mi cintura y se mueve a mi espalda. Me encanta todo esto. Es demasiado sensual y caliente. Me estoy poniendo a mil con cada uno de sus movimientos. «I feel you… Your precious soul». Abel desliza las manos hasta el botón de mi falda y lo desabrocha al tiempo que me da suaves besos en el cuello. Se lo permito porque me siento tan caliente que necesito sus labios en mí. Paso mi mano por su cuello, le acaricio el cabello, froto mi trasero contra él. Mi falda cae al suelo en un tenue murmullo.
—Joder, Sara, cómo te mueves. Casi parece que estés follando –me dice con la respiración agitada.
Me da la vuelta y alza los brazos para que me deshaga de su pantalón. Los músculos de su vientre se contraen cada vez que se mueve. ¿Cómo sabe bailar de forma tan excitante? Me está tentando con todo su cuerpo, con su mirada, con sus labios, con su piel. Le quito el cinturón lo más rápido posible y desabrocho el botón de su vaquero. Se lo bajo un poco y en cuanto aparece su vientre en V, se me seca la boca. Este hombre me pone demasiado; es increíble lo que me puede provocar con tan sólo la visión de su cuerpo. Pero no es sólo eso, es también un deseo mucho más profundo que despierta en mis entrañas únicamente él.
Le rozo la piel por encima del boxer, a lo que él responde con un suave jadeo. Lo miro picarona y le bajo el pantalón, poniéndome de cuclillas ante él. Levanta un pie, después el otro, y lanzo su vaquero por mi espalda. Él no me quita los ojos de encima. Los posa en mis labios, a continuación en mis pechos. Me agarro a sus piernas y voy subiendo por ellas al ritmo de la música, rozándole con mi cuerpo. Cuando paso por su sexo cubierto con el boxer, suelta un gemido. No me detengo en él aún, a pesar de que me muero de ganas por metérmela en la boca. Asciendo por su vientre, por su pecho, acariciándole con mis manos, pero también con toda mi piel. Una vez estoy totalmente erguida, le abrazo y me contoneo. «I feel you. Each move you make… I feel you. Each breath you take…». Él coge la cinturilla de mis leggins y los echa abajo, imitándome. Se agacha ante mí sin apartar los ojos ni un momento. Su intensa mirada me quema. ¡Sí, joder! Todo mi cuerpo está ardiendo. Mi sexo palpita en el momento en que su nariz me roza por encima de las braguitas. Gimo sin poder evitarlo. Él sonríe porque ya debe haberse dado cuenta de mi humedad. Pero como yo he hecho antes, no se detiene. Alzo los pies y me saca los leggins con delicadeza. Los deja a un lado y empieza a subir, acariciando mis piernas con sus expertas manos. Parece que me esté masajeando. Echo la cabeza atrás cuando me aprieta los muslos. Su nariz vuelve a posarse en mi pubis. Lo noto respirar en él. Continúa subiendo, rozándome el vientre con los labios. Su cara pasa por mis pechos. Me muero por cogerle la cabeza y enterrarla en ellos, pero me contengo. He sido yo la que ha empezado el juego y lo voy a respetar. Por fin se incorpora del todo y me mira con una sonrisa traviesa. «You take me home, to glory’s throne. By and by… This is the morning of our love. It’s just the dawning of our love».
Ya sólo estamos vestidos con nuestra ropa interior. Nuestros cuerpos están tan calientes que apenas notamos el frío, a pesar de que las temperaturas han descendido mucho estos días y el fuego de la chimenea ya casi se ha apagado. Abel me rodea la cintura con sus brazos y me alza hasta que tan sólo la punta de mis dedos roza el suelo. Me aprieta contra su cuerpo y me hace sentir el palpitar de su corazón. Me besa con ardor. Me muerde el labio inferior, lo lame y juega con él. Jadeo contra su boca.
—¿Alguna vez has bailado así con una mujer? –le pregunto casi sin poder respirar a causa de la intensidad de sus besos.
Niega con la cabeza. Su boca se vuelve a cernir sobre la mía, devorándome.
—Sólo contigo, Sara. Eres la única que puede hacer que me excite de esta manera y que juegue a todo lo que quieras.
Le sonrío con picardía. Me revuelvo entre sus brazos para que me deje en el suelo. En cuanto lo hace, corro hacia el dormitorio. Él me persigue, imaginando que quiero continuar el juego. Me observa con curiosidad mientras yo rebusco en una de las maletas. Cuando encuentro lo que quiero, suelto una risita. Alzo el objeto en vilo, zarandeándolo de un lado a otro ante su rostro. Él sonríe y menea la cabeza.
—He creado una pequeña pervertida –dice risueño.
—Fuiste tú el que me las regaló –le saco la lengua.
—¿Quieres que te espose? –me pregunta, acercándose a mí. Observo el bulto que asoma en su boxer.
Asiento con la cabeza. Él sonríe, me las quita de las manos y, a continuación, las cierra alrededor de mis muñecas. La presión del metal contra mi piel me pone a cien. Me echo hacia delante para besarlo. En cuanto sus labios tocan los míos, exploto en cientos de cosquillas maravillosas. Me coge en brazos y me lleva hasta el salón para que no pasemos tanto frío. Me deposita en el suelo con mucha suavidad. Me acaricia el pelo mirándome con una intensidad que me provoca un escalofrío.
—¿Quieres que juegue contigo, Sara?
—Sí –respondo con la boca seca a causa de la excitación.
—Vas a tener que hacer todo lo que yo quiera como aquella noche.
Mi mente vuela al juego del póquer. Como perdí, tuve que bailar para él con unas bolas chinas dentro de mí. Luego me hizo el amor de una manera explosiva. Fue una de las experiencias sexuales más increíbles de mi vida. El estómago se me contrae de excitación con tan sólo pensar en aquellos momentos.
—Arrodíllate –me dice.
Me quedo un poco parada, sin saber muy bien lo que hacer. Él se da cuenta de mi confusión y se apresura a añadir:
—No tienes que hacer nada que no quieras. No te voy a obligar a algo que no te guste. –Me acaricia la barbilla.
Para que me sienta mejor, me abraza y me besa con ternura. Sus labios poco a poco van consiguiendo que me relaje. Saboreo su excitación. Deslizo la mano por su pecho y su vientre, hasta llegar a su sexo. Se lo acaricio por encima del boxer. Jadea y me aprieta a él con fuerza, mordiéndome el labio inferior. Me suelta y se arrodilla ante mí como me había pedido. Todo mi cuerpo se tensa en cuanto mete dos dedos en la cinturilla de mis braguitas. Me roza deliberadamente con ellos durante todo el camino de descenso hasta mis tobillos. Me ayuda a mantener el equilibrio al quitármelas. Ahora tengo su rostro justo ante mi sexo desnudo, el cual está ansiando que juegue con él.
—Pequeña, desde aquí puedo apreciar lo mojada que estás –susurra, alzando la vista. Me dedica una sonrisa devastadora. Mi vientre sube y baja a causa de la respiración agitada. No puedo más. Necesito que haga algo ya. Quiero coger su cabeza y atraerla a mi sexo, pero las esposas no me lo permiten. ¡Maldita sea!
Por suerte, Abel deja de hacerme sufrir y se acerca a mí. Me sujeta de las nalgas y empieza a darme pequeños besos por todo el pubis. Gimo y me retuerzo con tan sólo eso. Oh, Dios, estos días sin tenerlo para mí han sido horribles. Todo mi cuerpo estaba anhelándolo y ahora que lo tengo, no sé cuánto voy a poder aguantar. Siento que casi estoy a punto de explotar, pero no quiero que sea todo tan rápido; me gustaría disfrutar de todo el placer que me puede dar.
—Tu sabor me pone tremendamente cachondo, Sara. –Pasa un dedo por mi vagina, rozándome la entrada, y a continuación se lo lleva a la boca y lo chupa. Yo lo miro mordiéndome los labios para no estar gimiendo todo el rato como una loca.
Entonces, para mi sorpresa, se tumba bocarriba en el suelo. Me indica con el dedo que vaya a él. Yo me acerco, pensando que quiere hacerlo ya, pero niega con la cabeza.
—Ponte a cuatro patas sobre mí, pero al revés. –Me mira con una sonrisa ladeada. No puede ser más atractivo, joder–. Quiero tener tu precioso coñito ante mi cara.
Mi sexo palpita con esa frase tan caliente. Imagino que quiere hacer un sesenta y nueve y para mí será la primera vez, pero con él todo me parece demasiado excitante. Me ayuda a colocarme tal y como me ha dicho. Con las esposas es más difícil, pero consigo mantener el equilibrio. Él alza el trasero y se baja los boxer hasta quitárselos. Su magnífico sexo se muestra ante mi rostro. Sin poder contenerme más, me inclino con las manos a la espalda y lamo la punta. Él suelta un gemido y se echa hacia arriba. Intento metérmela en la boca y cuando lo consigo, empiezo a mover la cabeza hacia arriba y abajo. Abel jadea y me clava los dedos en las nalgas.
—Nena, Dios… qué... boquita... tienes –dice entre gemidos, casi sin poder hablar.
En ese momento uno de sus dedos se desliza por mi sexo. Me separa los labios y a los pocos segundos noto su lengua en ellos. Meneo el trasero de un lado a otro ante el torbellino de placer que me provoca. Me lame el sexo con precisión, recorriendo cada uno de mis rincones. A continuación introduce un dedo en él, arrancándome un gritito ahogado porque aún tengo su pene en mi boca. Lo chupo con ansia, metiéndomelo todo lo que puedo. Él jadea en mi sexo. Me está devorando por completo y cada vez me deshago en más oleadas de placer. Saco su erección de mi boca y digo entre gemidos:
—Abel, joder... Si sigues así... No podré aguantar más...
—Es lo que quiero, pequeña –responde. No cesa de meter y sacar su dedo de mi vagina. Después lo mueve en círculos otorgándome un placer indescriptible. Quiero ofrecerle lo mismo, así que vuelvo a lamer su glande, lo rodeo con la punta de mi lengua y a continuación me meto su sexo una vez más. Él busca mi clítoris y en cuanto lo encuentra, le da un suave mordisco. Yo grito de la sorpresa. Las olas de placer se van acercando cada vez más. Meneo el trasero, acercándolo más a su cara. Él me lo coge y me lame con más ansias. Yo hago lo mismo con su sexo, el cual palpita en mi boca, avisándome de que tampoco le queda mucho.
—Abel… Abel… –gimo.
—Eso es, Sara. Quiero que te corras en mi boca. Déjame saborearte.
Su voz ronca y tintada de matices de placer, su frase tan caliente y su lengua y dedos en mi sexo, logran que me desborde en cuestión de segundos. Aprieto mis labios contra su erección en cuanto siento el orgasmo llegar a mí. Todo mi cuerpo se contrae y exploto en cientos de lucecitas de placer. Los gritos se me ahogan cuando él también estalla en mi boca. Me llena y yo paladeo su sabor. Lo saco de mi boca al ver que no puedo más y me mancha los labios. Todo esto es muy sucio pero tan excitante que no puedo evitar gritar una y otra vez. Su lengua no me da tregua hasta que se me pasa el orgasmo. Y él tampoco me la da porque en cuestión de segundos me hace girar, colocándome a mí debajo.
—Y ahora –me clava su oscurecida mirada. Yo me muerdo el labio inferior–, te voy a follar como más te guste.
—Muy fuerte –respondo en voz baja.
Él sonríe y me acaricia la cara. Se inclina sobre mí y me besa con suavidad, saboreando su semen. Pero después me agarra del culo, levantándomelo, y se coloca en mi entrada. Su sexo ya está tan dispuesto como antes a pesar de haberse ido hace tan sólo unos segundos. Se da cuenta de lo sorprendida que estoy y esboza un gesto de orgullo.
—Esto es por ti. Porque me pones como nadie. Te deseo tanto que me parece que algún día explotaré. Te voy a follar hasta que tiemble todo tu cuerpo.
—Quítame las esposas, por favor. Quiero tocarte –le pido.
Él se marcha y regresa pocos segundos después con la llave de las esposas. Me las quita y las deja a nuestro lado. Me contoneo en el suelo bajo su cuerpo, esperando a que me haga lo que quiera. El suave pelo de la alfombra me hace cosquillas en la espalda y el trasero. Paso las manos por su cuello y me aferro a él, atrayéndolo a mí para besarlo. Me coge de los muslos mientras nuestras bocas se devoran. Me abre de piernas y se coloca entre ellas. Yo arqueo el cuerpo tratando de conseguir que se meta ya en mí. Lo deseo tanto, joder. En cuanto la punta de su erección roza mi clítoris, grito. Él me pone un dedo sobre los labios y, sin darme ni tiempo a respirar, se introduce en mí de manera violenta. Me provoca dolor, pero al mismo tiempo un placer indescriptible y es de la única forma que quiero sentirlo. Se queda quieto unos segundos, dejando que mi sexo se habitúe al suyo.
—Más, Abel, por favor… –le ruego lloriqueando. Me retuerzo bajo su fuerte pecho.
Él niega con la cabeza y se desliza un poco hacia abajo, con lo que su pene sale de mí. Me hace sentir vacía y le maldigo por dentro. Se concentra en mis pechos: lame primero un pezón, luego el otro, mientras dos de sus dedos me pellizcan el otro. Cuando me sopla en ellos, creo que voy a morir. Lo cojo de los riñones y lo pego a mí. Él suelta una risita y me susurra que soy una impaciente. Asiento con la cabeza y le beso, revolviéndole el cabello, cogiéndole unos cuantos mechones rebeldes. De nuevo se mete en mí, esta vez de manera más suave. Lo noto avanzar entre mis paredes, haciéndose hueco en ellas. Cuando lleva más de la mitad, acaba de introducirse de forma brusca. Suelto un grito, arqueando la espalda. Le rodeo la cintura con las piernas y me empiezo a mover al ritmo de sus embestidas. Cada vez nos aceleramos más y ambos gemimos al unísono.
—Sara, no... sabes... cuánto te amo –me dice entre jadeos.
—Y yo a ti –respondo, abrazándome a él con toda la fuerza que tengo.
Lo miro a los ojos mientras continúa saliendo y entrando a mí. Sus sacudidas me acercan a él cada vez más. El sexo parece ser la única manera que tiene de confesarme todo lo que le asusta y atormenta. Es la forma más hermosa de decirme lo mucho que me ama. Para mí el sexo con él ya no es sólo eso, sino algo que hace que me descomponga en miles de pedazos de luz. Siempre soy un astro cuando estoy entre sus manos. No hay nada de malo en ello: sé que hemos nacido para hacerlo, que nuestros cuerpos se modelaron con la intención de unirse una y otra vez.
Me penetra de forma brusca. Sus caderas chocan contra las mías. Clavo mis talones en sus riñones, mis uñas en su espalda. Apoyo la cabeza en su cuello, olfateándolo.
—Me voy, cariño. No aguanto más.
—Sí… Hazlo, por favor… Hazlo… –jadeo en su piel.
Él me penetra un par de veces más de manera brusca. Me coge de la barbilla para alzarme la cara y que lo mire. Le encanta que lo haga cuando se va a ir, y a mí me gusta hacerlo porque me veo reflejada en sus ojos y comprendo lo mucho que me necesita. Su sexo palpita en mi interior, bombea y me presiona. Contraigo las paredes al sentir que las olas se me avecinan una vez más. Él se corre antes que yo y me llena toda. Pero como se ha dado cuenta de que yo todavía no lo he hecho, continúa penetrándome al tiempo que me acaricia el clítoris con un dedo. Bastan unos pocos roces para que mi cuerpo vibre entero. Acelero los movimientos y esta vez me corro en su sexo y en su mano. Siento que abandono mi cuerpo, que todo esto no puede ser tan real porque toda mi piel tiembla para él tal y como me había dicho.
Una vez terminamos, nos quedamos abrazados un buen rato. Cuando me canso de tener su peso sobre mí, se coloca a mi lado en la alfombra. El fuego de la chimenea se ha apagado y yo empiezo a sentir frío, pero él me atrae a su cuerpo y me abraza con fuerza. Me besa en la frente con una ternura que me sobrecoge. Cierro los ojos, con una mano apoyada en su pecho.
—Por favor, Abel, que todos los días que estemos aquí sean como este a partir de ahora –le ruego en voz bajita.
—Te lo prometo –susurra contra mi pelo.
Deseo creerle, pero hay algo en mí que me dice que sus pesadillas y sus obsesiones no han terminado.