20

 

Los días en casa de Abel son hermosos. Mucho más de lo que había imaginado porque levantarme a su lado me hace sentir viva. ¡Más viva que nunca! Puedo notar todo mi cuerpo, más poderoso y con más luz, y eso es algo que me hace apreciar los instantes, las pequeñas cosas, las miradas y susurros, incluso su aliento por la noche, cuando choca contra mi cara. También me siento bien por el perdón que le di a Eric. No le he escrito, pero tengo la conciencia tranquila. Él tampoco se ha puesto en contacto conmigo.… Supongo que iba en serio eso de que desaparecería para siempre de mi vida. Ahora mismo no sé si es lo que realmente quiero. Puede que algún día sienta la nostalgia de verlo otra vez, aunque sólo sea desde lejos, pero comprobando que está bien con una mujer que no sea Nina. Y claro, tampoco puedo evitar pensar si habrá caído otra vez en las garras de esa pérfida. No es que esté celosa, ya he conseguido superarlo, pero no me gustaría que continuara acostándose con una mujer tan mala.

Abel me lleva a la universidad todas las mañanas. Cada vez nos cuesta más aparcar porque las Fallas se acercan y han cortado las calles. Eso le pone nervioso y de mal humor, pero consigo relajarlo acariciándole la mano mientras la tiene apoyada en el volante. Es algo que me sorprende... El poder de serenarle, el poder que ejerzo en él. Siempre en el buen sentido, claro.

El máster me va bien, aunque cada vez tengo más presión. Trabajos que se me acumulan, Gutiérrez chillándome alguna vez que otra para que trabaje más rápido. Y lo peor es que Patri ha vuelto antes de lo esperado, ya que ha terminado con su investigación mucho más rápido de lo previsto. Y, cómo no, Gutiérrez está contentísimo con ella. A mí, como es de esperar, no me hace ninguna gracia y mucho menos compartir el despacho con ella. Es muy pequeño y el ambiente se oscurece cada vez que entra. Yo trato de meter la nariz en mis asuntos pero ella lo único que hace es meterla en los míos, preguntándome tonterías que, en el fondo, buscan provocarme. Cuando Abel viene por las tardes a por mí, ella se nos queda mirando desde las puertas de la universidad. Abel siempre suelta alguna broma como que está obsesionada o algo así, y se ríe, pero a mí no me sale ninguna carcajada. Es que me recuerda a Nina. Vaya par... Luchan por lo que quieren pero de una forma rastrera.

Lo bueno es que estoy consiguiendo una buena amiga. Abel y yo hemos quedado un par de veces con Rosa. Estar con ella me hace sentir bien, ya que desde que Eva está en otro país y que Cyn trabaja demasiado, parece que me haya quedado sin amistades.

Me gusta cómo trata Abel a Rosa. Tal y como le prometió, me dio unas cuantos contactos de agencias de modelos para que se los entregara. Rosa está encantada, pero yo también. Esos pequeños detalles son los que me aseguran que no me he equivocado, que Abel es un buen hombre que tan sólo ha cometido algún error en su vida. Pero, vamos, ¡como todos!

—¿Tomamos algo? –La voz de Rosa me saca de mis pensamientos. Me giro hacia ella con una sonrisa–. Me gustaría contarte algo –dice de forma tímida.

—Claro, tengo veinte minutos –respondo, mirando la hora.

Abel me ha propuesto ir a casa de mi madre para comer con ella. Y la mujer está más feliz que una perdiz porque va a ver a su Abel. ¡Sí, al suyo! Será posible... Guardo mis libros y apuntes en la mochila mientras Rosa me espera. Como siempre, soy la última en recoger. Todos los demás ya están saliendo por la puerta, con ese regocijo de saber que la jornada de estudio ha terminado.

—Ya estoy. Vamos.

Nos encaminamos a la cafetería. Ambas pedimos un té y nos sentamos en la única mesa libre. A estas horas está llena de estudiantes que se quedan a comer, especialmente los que todavía cursan licenciatura o los doctorandos.

—¿Qué pasa? –le pregunto, impaciente.

Rosa me mira con esa sonrisa pícara que la caracteriza. Me recuerda en parte a Cyn y en parte a Eva. Creo que por eso nos hemos caído tan bien y la quiero a mi lado. Rosa tiene un cabello tan oscuro como Cyn, pero su piel es muy clara y en su rostro desbordan unos ojos azules redondos y enormes. La chica es guapísima, para qué vamos a negarlo. Y encima tiene un tipín que destaca aún más por lo bien que sabe vestir. Discreta, pero al mismo tiempo, sexy.

—Pues verás... Me ha pasado algo increíble –murmura, entrecerrando los ojos.

—¿Ah, sí? ¿El qué? –Cada vez me siento más curiosa y esta muchacha parece que quiere hacerme sufrir.

—¡Una agencia se ha puesto en contacto conmigo! –exclama muy emocionada.

—¿En serio? –Casi me levanto de la silla por la emoción de verla tan contenta.

—Me llamaron ayer. Les envié unas cuantas fotos, pero ni profesionales ni nada porque no tengo un book. Espero poder hacerme uno pronto.

—Bueno, ¿pero qué te han dicho? –Remuevo la cuchara en la taza para que el té se enfríe.

—Quieren que vaya esta tarde para conocerme en persona. Todavía no es seguro, pero yo ya estoy toda emocionada.

—Lo estás porque sabes que te van a coger –le digo con una sonrisa.

Ella me la devuelve y después, de repente, se pone muy colorada. Agacha la cabeza y susurra:

—¿A ti no te molesta, verdad?

—¿Molestarme? ¿Por qué?

—Bueno, pues porque tú eres modelo…

—Qué va, Rosa. –Alzo una mano para restarle importancia al asunto–. Yo sólo soy una chica a la que le gusta la literatura que tuvo la suerte de estar en el lugar y el momento adecuados.

—¿Pero a ti no te gusta posar? –me pregunta con los ojos muy abiertos.

—Bueno… –me encojo de hombros–, no está mal, pero no es el sueño de mi vida. No me gusta mucho ese mundo… Es complicado. Prefiero encerrarme con mis libros.

—A mí es que siempre me ha encantado todo eso –dice con mirada soñadora.

—Lo sé. Por eso estoy contenta por ti. –Alargo una mano y la apoyo sobre la suya. Ella me devuelve una sonrisa bien grande. Realmente es preciosa, coqueta y desenvuelta, por lo que le puede ir muy bien.

Y yo me asombro de estar tan amigable, porque normalmente no he tenido nunca estos gestos de cariño con la gente, a no ser que tuviese mucha confianza. Sin embargo, con Rosa me siento segura y puedo ser yo misma, algo que no me pasaba desde que conocí a Cyn, a Eva o la misma Judith. Mientras pienso en esto, me vibra el móvil. Lo saco y veo que es Abel, que me estará esperando fuera para ir al pueblo.

—Me tengo que ir, que ya ha venido a por mí. –Me termino el té en un par de sorbos y me quemo toda la lengua.

—Yo tengo que quedarme. Voy a una tutoría. –Pone un gesto de fastidio.

—Nos vemos mañana, ¿vale? Pero envíame esta noche un wasap y cuéntame qué tal te ha ido –le guiño un ojo.

—Oye, Sara, no quiero que pienses que estoy siendo una aprovechada. –Se levanta al tiempo que yo, con semblante preocupado.

—Nunca pensaría eso. Si una amiga tuya tiene contactos… Hay que aprovecharlos, ¿no? –Le sonrío y luego le doy una palmadita cariñosa en el hombro. Ella asiente y se echa a reír.

Me cuelgo la mochila al hombro y salgo de la cafetería con una sonrisita. Joder, me gusta hacer feliz a la gente. Soy como Mary Poppins. Desde el hall puedo ver el estupendo coche de Abel. Le he propuesto varias veces que le pida a su padre prestado el suyo o algo, pero nada, le encanta el Porsche. Y al final vamos a tener un disgusto porque es un coche demasiado bonito como para ir por ahí con él. Me fijo en que un par de chicos charlan muy emocionados y estoy segura de que están flipando con el Porsche. No puedo evitar soltar un suspiro… A Abel le gusta llamar la atención, para qué negarlo.

—Preciosa. –Se inclina para darme un beso nada más he entrado.

—¿Sabes que a Rosa la han llamado de una agencia? –le anuncio, al tiempo que me coloco el cinturón.

—¿Ah, sí? Qué rápido –responde, metiéndose entre el tráfico–. La verdad es que la chica es guapa y si se le da bien posar…

—¿Eso no será peligroso, verdad?

—¿A qué te refieres? –Arruga las cejas.

—¿No la violarán ni nada, no?

Abel suelta una carcajada meneando la cabeza. Al parar en un semáforo, me acaricia la barbilla con cariño.

—Mira que eres tontita… ¿Crees que yo la llevaría a un lugar peligroso? –Se ríe otra vez. Yo pienso en Jade y en todo ese asunto de las mansiones de sexo, pero no me atrevo a decírselo porque sería como abrir la caja de Pandora–. Son agencias importantes, con gente profesional. No se trata de casas privadas ni nada por el estilo.

—¿No son como la tuya, no? –digo de manera maligna.

—Caíste rendida a mis pies nada más verme con la cámara entre las manos, nena. –Chasquea la lengua como si fuese un seductor. Bueno, lo es.

Le doy un golpecito en el brazo y ambos nos reímos.

—No te lo tengas tan creído, que fuiste tú el que cayó a mis pies y empezó a perseguirme como un perrito.

—¿Y cómo no iba a hacerlo? –Ladea el rostro para mirarme. Los hoyuelos se le marcan en todo su esplendor y a mí el corazón me salta en el pecho–. Y no me arrepiento. La mejor decisión de mi vida es haber querido conocerte.

Bajo la mirada con una sonrisa. Más que nunca estoy convencida de que esta relación va a durar, que ambos conseguiremos superarlo todo. No quiero más tiempos, ni más discusiones, ni más dudas. Desde la reconciliación en el aniversario, hemos dejado las cosas bien claras: todo aquello que nos moleste o nos preocupe, lo hablaremos, porque al fin y al cabo es así como funciona una relación.

—Mi madre tiene unas ganas tremendas de verte –le confieso.

—Y yo a ella. –Me guiña un ojo.

Encontramos aparcamiento cerca de casa y yo me tiro un buen rato mirando el coche. No me gusta que lo deje en la calle; él siempre se queda tan tranquilo. Pero vamos, ojalá se me pegara un poquito más de su tranquilidad, que así no pensaría tanto en las cosas, no les daría tantas vueltas a asuntos que, en el fondo, no tienen demasiada importancia.

—Le tendría que haber traído un regalito a tu madre –me dice Abel mientras subimos.

—Si ella está contenta sólo con que vengas.

Nada más abrir la puerta, mi perro se lanza contra Abel y a mí no me hace ni caso. Qué fuerte, lo quiere a él más que a mí. Abel se agacha, lo acaricia y le da mimos, y mi perro se vuelve loco entre sus manos y con sus palabras cariñosas. Vamos, como yo. Hasta los de sexo masculino caen en su embrujo.

—¡Hola! –Mi madre aparece por la puerta del comedor y corre hacia nosotros. Es Abel el primero que la saluda. Ella se ríe, se abraza a él bien fuerte y luego dice–: Menos mal que mi hija ha tomado una buena decisión. –Me mira poniendo morritos, sin soltarse de los brazos de mi novio–. ¡Nunca lo dejes, eh! Con lo bueno que es.

—Ay, mamá… –protesto, aunque lo hago con una sonrisita.

—He preparado unos macarrones buenísimos –nos dice, invitándonos a pasar–. Últimamente cocino mejor.

La seguimos por el pasillo con mi perro correteando entre nuestras piernas. Casi me tropiezo con él y mi madre se echa a reír.

—Este perro tuyo siempre tan emocionado. –Nos muestra la mesa, que ya está preparada–. ¡Sentaos, que voy a traer los platos y veréis!

—Espere, que la ayudo. –Se ofrece Abel al tiempo que se quita la chaqueta.

Yo se la recojo y la dejo junto con la mía en el sofá. Me quedo sentada esperando a que regresen. Les escucho hablar en la cocina, aunque no consigo entender lo que dicen. Minutos después entran en el comedor con tres platos humeantes. ¡Madre mía, qué buena pinta tienen los macarrones!

—¿Qué llevan? –le pregunto a mi madre antes de hincarles el diente.

—Sólo carne, tomate y queso fundido –responde muy orgullosa–. Pero les echo pimienta y orégano para que tengan más sabor. –Le hace un gesto insistente a Abel para que coma.

—Están riquísimos, como todo lo que usted cocina –la halaga él. Y mi madre con el pecho más hinchado que un palomo.

—Ya me ha dicho Abel que estás muy estresada con el máster –dice mi madre, con semblante preocupado.

—Ya sabes que yo me estreso con todo –contesto con la boca llena–. Pero vamos, está bien. Me gusta lo que hago.

—Si es que mira que eres lista. –Me mira con esos ojos de madre que adora a su hija.

—Mamá, no empieces…

—Pero si tiene razón –interviene Abel con gesto divertido.

—¿Y tú? ¿Ayudas a mi hija en casa? –Mi madre no tiene vergüenza alguna, por favor.

—Pues claro que sí –me adelanto a Abel–. ¿No ves que no tengo tiempo para nada? Abel cocina, y muy bien. Y también limpia. –Omito que una vez a la semana viene una señora de la limpieza para ayudarnos. No quiero decírselo porque siempre se preocupa mucho por el dinero.

La comida transcurre de forma apacible. A veces lanzo miradas a la silla vacía de mi padre. Mi madre se da cuenta y me sonríe con nostalgia. Aprecio que se ha convertido en una mujer muy fuerte y eso me hace sentir como una hija orgullosa. Cuando llegamos al postre y cada uno tenemos nuestras tazas de café –bueno, yo la de té–, ella anuncia que nos tiene que decir algo importante. La miro con curiosidad. ¿Qué será? ¿No me digas que ha conocido a un hombre?

—Cariño, no quiero que te enfades, pero creo que es lo mejor que puedo hacer –dice, un poco seria.

—¿Qué pasa? –Me empiezo a poner nerviosa.

—Aquí me siento un poco sola. –Se fija en que voy a decir algo, pero me hace un gesto con el dedo para que espere–. Y tú tienes que hacer tu vida.

—¿Y…? –insisto.

—Me voy a León a vivir con tu tía.

—¿En serio? –Me quedo mirándola con sorpresa. Muchas veces se lo propuse porque me parecía buena idea que se marchara al hogar de su niñez y juventud, con sus hermanos y su madre a su lado.

—Me quedaré de momento en casa de tu tía Fabiana, pero creo que luego iré a la de tu abuelo. Alguien la tiene que usar. –Se queda callada unos segundos, removiendo su café con aire pensativo–. ¿Qué te parece?

Tardo un poco en reaccionar. Miro a Abel, que me coge de la mano por debajo de la mesa y me la aprieta en un gesto cariñoso para que no me ponga nerviosa. Después me giro hacia mi madre de nuevo, con una sonrisa.

—Me parece muy bien.

—¿De verdad? –Todavía se muestra inquieta.

—Claro que sí. Yo sé que los tíos te cuidarán y puedo ir a verte siempre que tenga vacaciones.

—Yo mismo la llevaré. –Se ofrece Abel con toda la rapidez.

Mi madre me observa con ojos brillantes. Sé que está a punto de echarse a llorar, pero logra controlarse. Me levanto y me acerco a ella con los brazos abiertos hasta que la achucho.

—Tu tía me ha buscado trabajo en la residencia donde está ella –me informa, apretándose contra mí.

—Eso es maravilloso. –Le acaricio el pelo con amor.

Realmente estoy feliz por ella, aunque claro también un poco triste. Poco a poco las personas que quiero se alejan de mí, pero supongo que eso es madurar, que en la vida todo va y viene y que hay que dejar libres a los pájaros. Y mi madre es un ave que necesita abrir sus alas en toda su extensión y volar muy alto.

—Y encima sé que me vas a llamar todos los días –le digo riéndome.

—Ay, qué quieres que haga si no puedo vivir sin ti. –Posa un beso en mi hombro–. Tienes que cuidar a mi bonica, ¿eh? –se dirige a Abel.

—Por supuesto, señora. –Nos mira sonriendo.

—¿Y cuándo te vas?

—La semana que viene. Quieren que empiece cuanto antes en el trabajo.

—Claro –murmuro. Joder, no pensé que fuera tan pronto. Noto que la sonrisa se me borra, pero trato de hacer todo lo posible para recuperarla y que no se fije en que me he puesto un poco triste.

—Bueno, pues esto hay que celebrarlo, ¿eh? –Abel sale en mi ayuda. Yo le dedico un gracias con los ojos–. Tenemos que comer todos juntos.

—Sí –asiento, sonriente.

—Quiero decir también con mis padres. Me gustaría que se conocieran.

—Sí, estaría bien –respondo. Miro a mi madre para saber su opinión. Por su sonrisa, a ella le parece estupendo.

Nos quedamos una horita más. Me he tomado la tarde libre para estar más rato con mis dos personas favoritas. Y después me quedaré con Abel, acurrucada en el sofá entre sus brazos, y no pensaré en responsabilidades. Ayudamos a mi madre a recoger y mientras Abel friega, yo me quedo con mi madre en el salón y, de repente, ella parece recordar algo.

—¡Se me olvidaba que te han traído algo!

—¿A mí? –pregunto, extrañada. No estaba esperando nada, que yo sepa.

Abel regresa de la cocina en ese momento y se nos queda mirando con una sonrisa.

—¿Qué pasa?

—Mi madre dice que me han traído un paquete –murmuro.

—No, un paquete no. –Se marcha al despacho y vuelve con un sobre de color negro. Lo cojo con curiosidad. No hay ninguna dirección escrita en él y aprecio que Abel se ha puesto tenso a mi lado.

—¿Esto lo ha traído el cartero?

—No. –Mi madre niega con la cabeza y luego añade, dejándome con la boca abierta–: Ha venido una mujer, alta, pelirroja y muy guapa. Me ha dicho que le encanta tu trabajo como modelo.

—Joder –musita Abel. Mi madre le mira con gesto extrañado. Yo me giro hacia él y la preocupación que leo en sus ojos me intranquiliza–. No lo abras, Sara.

Pero a mí la curiosidad me puede. Y además, si es lo que ambos creemos... Necesito saber, así que hago caso omiso de su advertencia y desgarro el oscuro sobre. Aparece una notita de un color rojo intenso de la que se desprende un perfume femenino. Trago saliva y desdoblo el papel con manos temblorosas. No puede ser... Esto simplemente es una broma. Ella no puede saber dónde vivo.

Pero en la nota, con una caligrafía elegante y con letras de color dorado, han escrito un mensaje que me pone los pelos de punta.

Querida Sara:

Tenía ganas de conocer a tu madre. La he estado observando y parece una mujer muy amable. No me he equivocado. Sería una lástima que a una persona tan buena le pasara algo malo, ¿no?

Quizá sería conveniente que tuviéramos una charla.

Con cariño,

J.

 

El mensaje me da náuseas. Ese «con cariño» del final me provoca un escalofrío, ya que la nota no es nada amigable. Abel está leyendo por encima de mi hombro y, cuando termina, suelta un par de palabrotas más.

Y a mí el miedo me invade las entrañas.

Tiéntame sólo tú
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