27

 

La pesadilla se ha repetido alguna vez que otra. En ocasiones es Alejandro el que me incita a esas prácticas que tanto me disgustan; en otras es Jade y, las menos, Abel. Y aunque siempre intento rechazarlas, acabo cayendo. Me despierto empapada en sudor, con el corazón golpeándome el pecho como si no hubiera un mañana, con el pulso palpitando en cientos de partes de mi cuerpo y con la sensación de que esto no acabará nunca.

Abel se muestra muy atento conmigo y me prepara una tila tras otra para que me vuelva a dormir, pero caigo en un sueño intranquilo al imaginar que las pesadillas se repetirán. Por las mañanas amanezco ojerosa, desconcertada y con una leve taquicardia como consecuencia de la falta de sueño. No quiero que esto me afecte en el rendimiento académico, pero supongo que no lo puedo evitar porque, en alguna ocasión, me he sorprendido a mí misma dando cabezadas en clase o en el despacho, y ni los profesores ni Gutiérrez son tontos, así que terminarán dándose cuenta. Por suerte, las vacaciones de Semana Santa se acercan y entonces podré descansar.

Mi madre me llamó hace unos días avisándome de que se va a pasar las vacaciones a la costa con mis tíos y primos. Me alegré mucho porque es la primera vez, en mucho tiempo, que sale de viaje. Me propuso ir, pero la cuestión es que Abel me explicó que Jade y Alejandro no tardarán en celebrar otra de sus fiestas, ya que les gusta hacerlo durante la Pascua. Me parece algo repugnante que lo hagan cuando se trata de una fiesta religiosa, pero supongo que eso les da más morbo o a saber qué. Evidentemente, ni Abel ni yo nos podremos escapar, así que rechacé la oferta del viaje, pero le prometí a mi madre que muy pronto nos veríamos y lo pasaríamos genial. Traté de convencerla de que estábamos muy bien, pero las madres reconocen en la voz de sus hijos que algo no funciona. Forcé todo el rato risas telefónicas y me mostré divertida y jovial y, sin embargo, ella no paraba de hacerme preguntas. Me alegra que esté tan bien: lo noté en su forma de contarme todo lo que había hecho, lo mucho que le gustaba el trabajo y lo bien que la trataban. Es normal que, después de tantos años separada de su familia, esté radiante. Mis primos y tíos se pasan los días con ella, comen o cenan juntos para recuperar el tiempo perdido. Eso me tranquiliza porque, a pesar de que Jade y Alejandro me prometieron que no le harían nada malo, continúo sin fiarme de ellos, y mucho menos después de todo lo que he visto. Sus frías miradas me demuestran que no son buenas personas y que, si sucediera algo, estarían dispuestos a romper el trato.

Abel y yo tratamos de llevar una vida normal. Él ha hecho algún trabajo de fotografía, nada serio, pero más que nada para centrar la atención en otro asunto que no sea el de la mansión. No me lo ha dicho de forma explícita, pero tengo claro que Jade le ha llamado alguna vez y a saber qué le habrá dicho. ¿Le pedirá que me abandone y regrese a su mundo? ¿Le amenazará con hacerme daño si no vuelve a ella? Ya no tengo claro que esa mujer le vaya a dejar en paz, no al menos hasta que Abel y yo rompamos nuestro amor o hasta que ella esté muerta. Y lo único que sé es que aguantaré hasta que suceda lo segundo o –y digo esto con un temblor que me sacude entera– hasta que nos pase a nosotros.

Alguna vez que otra hemos quedado con Cyn y Marcos porque mi amiga se empeña en que hagamos cosas de parejitas. Abel y yo no conseguimos mostrarnos divertidos ni abiertos, y ella piensa que nos va mal.

—Estamos bien. –Trato de convencerla cada vez que me llama por teléfono–. Sólo es cansancio. El máster y el proyecto me están consumiendo.

—¿Seguro? Tú siempre has sido muy fuerte, Sara, y has tenido fuerzas para sacar todo adelante –insiste ella con un tono de preocupación–. Sabes que si pasa algo me lo puedes contar.

—Ten por seguro que lo haría. Pero todo va bien, Cyn. Va muy bien.

Odio mentir. Detesto ocultarle cosas al igual que a mi madre. Pero jamás permitiré que ellas sean conscientes de ese lugar, y mucho menos provocar que, de un modo u otro, formen parte de él. Las reglas de la mansión, una vez tienes el tatuaje, son bien claras: no puedes contarle a nadie acerca de lo que ocurre allí y ni siquiera puedes mencionar el lugar. En caso de que se haga, siempre a personas que verdaderamente están interesadas en participar o pertenecer a esa especie de sociedad secreta.

Por otra parte, Abel está un poco más taciturno. Creo que se debe a toda esta presión, pero su mente está haciendo de las suyas y, aunque las pesadillas menguan, no lo hace su enfermedad. Una mañana le sorprendí poniéndose un calcetín de cada color y, a pesar de que eso es algo que nos puede pasar a todos en un descuido, en él es algo que no se debe pasar por alto. En otra ocasión le pillé ante la cafetera, con expresión confundida y la mirada vacía. Cuando le pregunté qué ocurría, me respondió que no recordaba para qué había ido a la cocina y pude leer en sus ojos que no tenía muy claro quién era yo. Sé que está luchando pero, al fin y al cabo, ¿quiénes somos nosotros para enfrentarnos a los designios de la naturaleza?

Vamos juntos a la universidad cada día. Es una costumbre que ya tiene mucho de ritual y que a mí, en lugar de alegrarme, me inquieta porque me siento observada por cada lugar que paso a pesar de la compañía de Abel. No sé si realmente Jade y Alejandro pierden el tiempo en mandar a alguno de sus trabajadores para seguirnos –porque total, saben perfectamente que no nos vamos a ir a ningún lado–, o si soy yo la que se está tomando esto más en serio y ve fantasmas donde no los hay. Pero a veces me topo con algún hombre que me parece que tiene aspecto siniestro y, si les pillo mirándome, me obsesiono pensando que es algún perro de esos dos.

Veo ojos… Los veo por todas partes. Y lo único que me gustaría es cerrar los míos y que, al abrirlos, yo volviese a ser una niña con su inmaculada inocencia.

Hoy que el día está oscuro y lluvioso, mi paranoia aumenta por segundos. En el despacho de Gutiérrez estamos Patricia, él y yo pero, de todos modos, no me siento nada segura. Y encima mi fantástica compañera no para de tirarme pullitas que me están sacando de quicio.

—Sara, ¿has terminado ya con la lectura de ese artículo? –me pregunta mi tutor, señalando unos papeles que tengo desperdigados por el escritorio.

Giro la cabeza hacia ellos con la mente en otra parte y, cuando me doy cuenta de que me están mirando fijamente, me pongo rojísima. En realidad había estado buscando información sobre las mansiones de sexo. Cierro la ventana del ordenador de inmediato y me apresuro a contestarle.

—No… Es que estaba buscando una cosa.

—Pues pásaselo a Patricia y que lo acabe ella por ti.

Mi compañera parpadea con presuntuosidad y esboza una sonrisa que me dan ganas de borrársela con un insulto o con algo mucho peor. Cojo los papeles y los aprieto contra mi pecho como si fuesen mi más preciado tesoro.

—Yo lo terminaré.

—Pero nos vamos a ir en nada –me recuerda Gutiérrez.

—Da igual. Me quedo un rato y más y lo tengo listo para esta noche.

Él me observa con curiosidad y, a continuación, se encoge de hombros. Patri se gira hacia él con exasperación, como si quisiera que me volviera a decir que le pase a ella el trabajo. Pues te vas a joder, maja, porque ni de coña te voy a dar mi parte. Sólo faltaba eso.

Me meto de lleno en la lectura del artículo y consigo olvidarme un rato de la mansión. Una vez lo he leído, me pongo a hacer un resumen, que no es necesario, pero es básicamente para tener contento a Gutiérrez. Estoy tan concentrada que ni me doy cuenta de que se están poniendo las chaquetas. Últimamente se van juntos y me pregunto si todavía mantienen relaciones sexuales o ya se les ha pasado el calentón. A mí me resultaría muy incómodo compartir despacho con alguien que sabe mi secreto, pero parece que para Patri es como un triunfo.

—Sara, cierra bien la puerta cuando salgas, ¿vale? –me pide Gutiérrez. Yo asiento con la cabeza de manera muy efusiva.

—¿Hoy también te ha acompañado tu chico? –pregunta Patri, dotando de retintín a las dos últimas palabras. ¿Pero qué cojones le importa a ella? Ni siquiera me tomo la molestia de contestar. Agacho la cabeza y continúo con mi tarea, con lo que ella se queda plantada delante del escritorio. ¡Vete ya, pesada!

—Hasta mañana. –Mi tutor se despide y sale del despacho, seguido del perrito faldero de Patri. ¡Uf, me cae como una patada en todas mis partes! Ella se llevará muy bien con Gutiérrez y todo lo que quiera, pero al menos yo tengo la conciencia tranquila de saber que todo lo estoy consiguiendo con mi esfuerzo.

Cinco minutos después me doy cuenta de que tengo muchísimas ganas de ir al baño. La verdad es que llevo así unos días, y espero no estar cogiendo una infección. Salgo del despacho en dirección a los servicios de profesores, que también podemos usar los becarios. A lo lejos se dibuja la figura de Abel y, al acercarme, descubro que se ha dormido y está dando cabezadas. Me acerco con cuidado de no asustarle pero, de todos modos, da un respingo cuando le llamo entre susurros. Tras enfocar la vista, me sonríe.

—¿Nos vamos ya?

—Dame quince minutos. Termino una cosita y nos vamos.

—Sara, ya es tarde y hace muy mal día…

—En serio, enseguida nos vamos. –Le acaricio el pelo con cariño–. ¿Por qué no vas a por un café? Te estabas quedando dormido.

—No quiero dejarte sola –protesta.

—Sé que te encanta ser mi caballero andante –bromeo–, pero aún hay otros profes en sus despachos. Además, ¿para qué van a venir ellos aquí?

Él no se muestra convencido pero, al fin, acepta a regañadientes. Lo sigo con la mirada a medida que baja las escaleras con aire distraído. Me gustaría que volviese aquel Abel tan seguro y valiente, porque ahora hasta ha perdido algún kilo. Cuando desaparece de mi vista, yo me retiro al baño y, una vez en él, escucho lo mucho que llueve. No hemos traído paraguas y el coche está lejos, así que espero que escampe antes de que nos marchemos.

Al salir del baño descubro que Abel no ha subido aún. Entonces veo una figura que sale del pasillo de los despachos. No me resulta familiar y, en cierto modo, me inquieta. A medida que se acerca me pongo más nerviosa: se trata de un hombre de unos cuarenta años, calvo y con una gran barba. Desde aquí puedo apreciar que su mirada es fría y dura. Sé que no es un profesor porque los conozco a todos, así que aprieto el paso, aunque no tengo ningunas ganas de cruzarme con él. Agacho la mirada para no toparme con la suya, pero una vez lo tengo al lado, no puedo evitar alzarla y mirarlo. Sus ojos me causan miedo y, sobre todo, su inclinación de cabeza y la palabra que me dedica.

—Maga.

No me lo pienso ni un segundo más y echo a correr hacia el despacho como una desquiciada. Sus pasos se me clavan en la cabeza, aunque sé que no me sigue a mí, sino que se dirige hacia las escaleras. Joder… ¡Joder! ¿Cómo se han atrevido a venir? ¿Y para qué me estaba buscando? Abro la puerta del despacho, meto la llave en la cerradura y me encierro por dentro. Apoyo la frente sudada en la madera, tratando de recuperar el aire. Cuando me doy la vuelta, descubro en la mesa un sobre negro.

—No… –susurro, con la boca seca.

¿Cómo ha sabido cuál era el despacho en el que trabajo? ¿Acaso eran ciertas mis sospechas de que alguien seguía todos mis movimientos? Ahora mismo me arrepiento de haberme quedado. Debería haberme ido cuando lo hicieron Patri y Gutiérrez.

Me acerco al sobre con cautela, observándolo como si fuese un cadáver. Su presencia significa que ellos van a celebrar otro de los encuentros secretos y que, una vez más, nos invitan a participar. Lo cojo con manos temblorosas y, justo cuando lo voy a abrir, alguien llama a la puerta con insistencia. Suelto un pequeño grito y doy vueltas a mi alrededor, como si hubiese alguna forma de escapar.

—¡Sara, soy yo! ¡Ábreme! –¡Oh Dios! Menos mal que es él.

Por unos segundos pienso que al abrir me voy a encontrar con un Abel herido y me desespero más. Me lanzo contra la puerta y, en cuanto entreabro, él empuja y entra en el despacho con rostro asustado. Yo observo todo su cuerpo para comprobar que está sano y salvo y luego me abrazo a él, apoyando la mejilla en su pecho y notando su corazón acelerado.

—¿Estás bien? –me pregunta, al tiempo que me separa un poco para mirarme. Asiento con la cabeza, sin poder decir una palabra–. He visto a ese tipo y he creído que…

—No vas desencaminado –respondo con voz temblorosa. Alzo el sobre y lo meneo ante su cara. Él suelta un suspiro y se frota las sienes–. No han tardado en querer vernos otra vez.

Me quita el sobre de las manos y lo rasga con rabia. Una de sus inconfundibles tarjetas impregnadas de perfume asoma y espero impaciente mientras él la lee.

—Este sábado –murmura, sin apartar la vista de las letras.

Me tiende la invitación y yo la leo con un nudo en la garganta:

Ha tenido usted el honor de ser invitado a la presentación de nuestro catálogo anual. Tenemos tanta variedad este año y todas son tan maravillosas que no nos cabe duda de que les va a ser difícil poder decidirse.

Si quiere ser un Elector, recuerde ponerse en contacto con nosotros para avisarnos antes del viernes. Si por el contrario lo que desea es ser una Elegida, acuda a Le Château a aportar todos sus datos.

Recuerden traer sus máscaras.

 

Cada vez entiendo menos. ¿Qué es eso del catálogo, de Electores y Elegidas? Abel me está mirando, muy inquieto, y yo presiento que lo que me va a decir no me gustará nada.

—Veas lo que veas allí, espero que no me juzgues –dice con voz ronca.

—¿Qué se supone que es eso del catálogo? Lo mencionó el tal Montecristo.

—El catálogo de chicas que serán elegidas.

—¿Para qué? –pregunto con los ojos muy abiertos.

—Se convierten en una especie de acompañantes.

—Son sus prostitutas –le corrijo. Él no contesta–. Se acuestan con ellos –le recuerdo.

—Sí. Forma parte del trato. Como ya te dije, ellas reciben dinero, drogas o incluso fama.

Doy un par de vueltas sobre mí misma con los brazos en alto, negando con la cabeza.

—Y tú participaste. Tú fuiste uno de esos fotógrafos…

—Al principio no sabía para qué eran las fotos –me explica, con los ojos llenos de preocupación–. Pensaba que sólo querían tener fotos bonitas con las máscaras y con hermosos trajes, como un recuerdo o algo así. Cuando, al cabo de un año se celebró la noche de la Elección, me sentí asqueado. Le dejé claro a Jade que no quería formar parte de eso nunca más.

—¿Y ella te lo permitió? –Me muestro asombrada. Sabiendo cómo es esa mujer, me resulta complicado pensar que accediera tan fácilmente.

—Sí –asiente, desviando la mirada a la pared–. Pero su posesión hacia mí creció hasta límites insospechados.

Esa noche tengo una nueva pesadilla. Poso totalmente desnuda, con tan sólo una bonita máscara cubriendo mi rostro. Abel me saca una foto tras otra y, una vez ha terminado, un hombre se acerca para elegirme. Tiemblo pensando que se trata de Alejandro pero, cuando se retira la máscara, son los ojos verdosos de Eric los que se me clavan en el alma.

Tiéntame sólo tú
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