21
—¿Cariño? ¿Pasa algo? –pregunta mi madre. Alzo la vista de la carta y la observo con los ojos muy abiertos. Casi ni puedo recordar dónde me encuentro.
—¿Esta mujer la ha visitado hoy? –Es Abel el que me ayuda.
—No. –Mi madre se queda pensativa–. Creo que hace dos o tres días, pero no me acuerdo bien.
Abel se pone a caminar de un lado a otro, totalmente nervioso. Le indico con un gesto que pare para no asustar a mi madre, pero él hace caso omiso y se lleva una mano a la boca, mordiéndose las uñas.
—¿Le dijo algo más?
—¿Algo más? –Ella le mira como si fuese un bicho raro–. Pues no, creo que tenía prisa. Pero ya os digo, muy correcta y amable. Y creo que tiene dinero, por la forma en que iba vestida –Se dirige a mí con las cejas arrugadas–. ¿Quién es? ¿Pasa algo? ¿Por qué estás tan nerviosa? ¿Es que he hecho algo mal?
Me atosiga con sus preguntas y alzo una mano para interrumpirla. Niego con la cabeza, tratando de componer una sonrisa. Pero joder, no me sale, y encima los temblores de la mano no se me van y le van a confirmar que sucede algo malo.
—Nos tenemos que ir –dice en ese momento Abel.
Me giro hacia él y le miro como si estuviese loco. ¿Que nos vayamos? ¿Cómo me voy a ir y dejar a mi madre aquí sola después de esto? Ella aprecia que queremos hablar, así que nos avisa de que se va a la cocina y nos deja solos. Cuando me aseguro de que no nos va a oír, digo en voz baja:
—¿Estás loco? No me puedo ir y dejarla aquí.
—Sara, a ella no le va a pasar nada –dice, muy serio. ¡Pero yo no puedo estar tranquila!
—Ya has visto lo que pone en la cartita. –La meneo ante sus ojos con rabia. Él niega con la cabeza.
—Sólo lo hace para asustarte.
—Pues lo ha conseguido. –Alzo la voz con la siguiente frase–: ¿Y cómo puedo estar segura de que sólo quiere hacer eso?
—Hazme caso. No es la primera vez que Jade amenaza a seres queridos para luego no hacer nada. A los míos los amenazó, pero jamás los tocó.
—Me dijiste que no se acercaría a mi familia –le recuerdo, con voz trémula–. ¡Pero ya ves, lo ha hecho de todas formas! –Estoy a punto de llorar, pero trago saliva y aprieto los dientes para no hacerlo. Mi madre no puede ver que estoy asustada. La nota se me cae de las manos a causa del temblor–. Es normal que dude de sus intenciones. Tú mismo me dijiste que estaba loca.
—Sara, escúchame. –Me atrapa las mejillas con las manos y me obliga a mirarlo–. Quédate aquí con tu madre y yo iré a mi casa. Presiento que algo no va bien.
—¡No! –exclamo, con los ojos muy abiertos. Apoyo mis manos en las suyas–. No voy a dejar que vayas solo, Abel. ¿Por qué dices que presientes que algo marcha mal?
—No sé, pero quiero ir a casa. Jade sabe dónde vivo.
—Que venga mi madre con nosotros –le propongo.
—No, Sara. Si la metemos en esto, entonces sí que la habremos jodido –me explica él, acariciándome la mejilla con tal de calmarme. Pero está tan nervioso y asustado como yo, así que no puedo evitar arrugar el entrecejo–. Hazme caso, te lo suplico. Te quedas con ella y luego vengo a por ti.
—No quiero quedarme. Quiero ir contigo –digo, con voz de niña pequeña.
—Entonces ¡¿qué coño quieres hacer?! –Alza la voz, exasperado. Yo abro la boca y meneo la cabeza. Se lo perdono porque sé lo mucho que esto le inquieta. Se da cuenta de que me ha gritado y me pide disculpas–. Sara, vendré enseguida. Te lo prometo.
—¿Enseguida? Tu casa está a más de una hora de aquí. Yo no voy a estar tranquila estando tú allí y yo aquí. Y además, tengo miedo.
—Ella no va a volver aquí.
—¿Chicos, estáis bien? –Mi madre se asoma al comedor y nos mira preocupada.
—Sí, tranquila. –Joder, tendría que hablar Abel, que se le da mejor mentir.
—Yo me tengo que ir –nos anuncia ella.
—¡No! –exclamo, y enseguida me arrepiento porque la mujer me observa sin entender. Trato de rectificar–. Quiero decir… ¿Adónde vas? Te acompañamos.
—Mis jefes quieren hacerme una fiesta de despedida. Y después tengo que trabajar estos días por la noche. Y creo que por el día también me quedaré. Me da pena dejar a todos esos ancianitos…
—Vale –asiento, un poco esperanzada. Me acerco a ella y la agarro de los brazos. Me mira totalmente extrañada, sin entender por qué su hija está tan nerviosa–. Quédate con gente hasta que te vayas a León.
—¿Por qué? –Cada vez me mira con más incomprensión.
Dirijo la vista a Abel para que me ayude con la respuesta, ya que no puedo pensar con claridad.
—Así se puede despedir mejor de todos. Y es preferible estar rodeado de gente cuando uno va a cambiar de aires, ¿no cree? –Abel le dedica una sonrisa enorme. No sé cómo puede hacerlo.
Mi madre nos estudia a ambos durante un buen rato. Vamos, que no se cree ni de coña lo que le estamos contando. Pero me da igual, lo único que quiero es que ella esté bien, que nadie le toque ni un pelo. Porque como lo hagan… Entonces juro que no sé lo que haré por vengarme.
—La llevamos al trabajo, ¿vale, Abel?
—Claro –acepta él, acercándose hasta su chaqueta. La coge y se la pone rápidamente. Yo le imito y le meto prisa a mi madre para que también se coloque la suya.
—¿De verdad que va todo bien, cariño? –insiste mi madre una vez estamos dentro del coche.
—Claro que sí, mamá. ¿Qué iba a pasar?
—Te noto rara.
—Pues por el estrés. Ya te he dicho antes que en el máster me presionan. Y me he acordado de que tenía que hacer un trabajo y ya he perdido buena parte de la tarde. –La miro de reojo. Madre mía, esto no se lo cree ni la persona más tonta del universo. Ella asiente con la cabeza y se queda callada.
—¿Y quién era la de la carta? –pregunta, cuando ya casi estamos llegando a su trabajo. Está claro que sospecha que todo ha venido a raíz de eso.
—Nada. Una fan.
—¿Esa mujer es de alguna agencia? A lo mejor te quieren coger otra vez como modelo.
—Seguramente –digo, mirando por la ventanilla. Ni siquiera pienso en lo que estoy diciendo. Por mi mente tan sólo pasan imágenes de gente vestida de negro atacando a mi madre y se me crea un nudo en la garganta.
De repente, Abel sube la música a todo volumen. Sé que lo hace para que hablemos los dos, ya que mi madre no se enterará de lo que decimos desde el asiento de atrás. Él se acerca a mí para hablarme.
—Tranquila. Tu madre estará bien mientras se quede con gente. A ellos no se les ocurriría hacer nada en un lugar público. Y además, te aseguro que no irán a por ella. Te quieren a ti, Sara, y lo sabes.
Trago saliva, al tiempo que asiento con la cabeza. Pero no, estoy demasiado asustada, los pensamientos en mi cabeza continúan atosigándome. Me giro hacia mi madre y le digo:
—Mañana cuando salgas de trabajar, llámanos. Vendremos a por ti. Y nos quedaremos contigo, ¿vale? –Miro a Abel, que asiente.
—No hace falta, de verdad –se niega ella.
—Pero yo quiero, mamá. Te vas en nada y quiero pasar los últimos días contigo. –Por lo menos tengo una buena excusa.
Ella no rechista más. El resto del camino lo hacemos en silencio. Yo mordiéndome las uñas como una loca, moviendo las piernas y meneándome en el asiento totalmente inquieta. Cuando sale del coche, yo también lo hago y la acompaño hasta dentro de la residencia. Me espero hasta comprobar que sus compañeros salen con una tarta y con carteles de despedida. Le repito una vez más que se quede con ellos.
—Cariño, si pasa algo sabes que me lo puedes decir –me dice con voz intranquila.
Niego con la cabeza, mostrándole una sonrisa que no tiene nada de segura. Pero no puedo hacer más. Tengo dentro un ejército de hormigas que me están carcomiendo. Cuando regreso al coche, me llevo las manos a la cabeza y suelto un grito:
—¡Joder!
Abel se queda callado, sin saber muy bien cómo responder a mi reacción. Me vuelvo a morder las uñas, hasta que él me aparta la mano para que no me haga sangre.
—Te prometo que no le va a pasar nada.
—La voy a llamar cada cinco minutos –aseguro, con voz temblorosa.
—De acuerdo, Sara.
—Vamos. Y volvamos rápido, por favor.
—Claro.
Salimos a la autopista en cuestión de minutos. Yo miro por la ventanilla una y otra vez como esperando ver en cualquier momento coches de policía que van a la residencia donde trabaja mi madre. Me hundo en el asiento con los nervios a flor de piel.
Al cabo de un rato cruzamos Valencia a toda velocidad. Las luces se me antojan demasiado brillantes y toda la gente me parece malévola. Joder, me estoy volviendo loca y esto no ha hecho más que empezar.
—No podemos estar tranquilos ni un puto mes –susurro, con voz estrangulada.
—No pasa nada –responde Abel, aunque incluso él está moviendo las piernas.
—Tenías razón. El silencio de Jade no era más que un aviso.
No responde. Toma una curva y salimos de la ciudad en dirección a su casa. Está empezando a anochecer y la penumbra me asusta aún más. Apenas un par de coches circulan por estas carreteras y estamos rodeados de una vegetación altísima que sólo hace que la oscuridad sea mayor.
—¿Cómo ha podido descubrir dónde vivía, Abel? –Me revuelvo en el asiento, deseando llegar a su casa para poder regresar a la mía y quedarme con mi madre. Si tiene que suceder algo, que sea mientras yo esté a su lado.
—Te dije que ellos lo saben todo.
—Está loca. ¿Qué coño es lo que quiere?
—No lo sé.
Pero me está mintiendo. Él sabe perfectamente lo que quiere, sólo que no se atreve a decírmelo. Acabamos quedándonos en silencio. Abel enchufa otra vez la radio, pero la música me pone más nerviosa y al final la apago. No sé qué hacer, los minutos se me están volviendo horas. ¿Cuándo cojones vamos a llegar? Me sumo de nuevo en mis pensamientos, hasta que son tan horribles que me obligo a mí misma a borrarlos. Y entonces, me fijo en que Abel no para de lanzar miradas por el retrovisor.
—¿Pasa algo? –pregunto.
—Nos están siguiendo.
—¡¿Qué?! ¿Qué quieres decir con eso? –Me coloco el cinturón de tal forma que pueda moverme para mirar hacia atrás. Y entonces, a través de la oscuridad, descubro un coche que creo que es negro–. ¿Cómo sabes que nos siguen a nosotros?
—Porque estoy conduciendo como un loco y ellos están muy arrimados.
Esa respuesta no me parece muy acertada. Me parece una auténtica chorrada. ¿Y si en realidad reconoce ese coche pero no me lo quiere decir para no asustarme más? Me acurruco en mi asiento con el estómago y la cabeza dándome vueltas. Él vuelve a mirar por el espejo y suelta una palabrota.
—¡¿Qué pasa?! –Doy un salto en el asiento.
Y entonces sucede algo que al principio no logro entender de qué se trata. Al cabo de unos segundos comprendo que el coche de atrás ha chocado contra el nuestro. No, más bien es que nos está golpeando.
—¡Mierda! –ruge Abel, apretando el acelerador.
—¡¿Pero qué están haciendo?! –chillo, aferrándome a los lados del asiento.
Él no contesta, sino que trata de circular a más velocidad, lo que hace que yo sólo pueda ver sombras y más sombras pasando por nuestro lado. Vamos demasiado rápido y tengo miedo. Pero lo peor es que el coche de atrás se acerca de nuevo a nosotros. El siguiente impacto es mucho más fuerte y mi cuerpo sale despedido hacia delante a pesar del cinturón. Doy un grito.
—¡Haz algo! –le pido a Abel.
—¿Qué cojones quieres que haga? ¡Aquí no hay forma de despistarlos!
Un coche en sentido contrario pasa por nuestro lado. Me habría gustado gritar que nos ayudaran, pero es evidente que era una idea estúpida. Me giro para comprobar qué hace el de atrás.
—¡Se está acercando más! –grito, muy asustada.
Y entonces me fijo en que se colocan a nuestro lado. Abel lanza un par de palabrotas, pero antes de que nos podamos dar cuenta, el coche ha impactado con el lateral del nuestro. Abel trata de controlarlo, pero el golpe ha sido demasiado fuerte y nos salimos un poco de la carretera. Yo chillo, lo veo todo como en un sueño, lloro y pienso que esta sí que va a ser nuestra muerte. Pero para mi sorpresa, Abel consigue recuperar el control y entramos de nuevo en la carretera.
—¡Que nos dejen en paz, por favor! –chillo, intentando ver a las personas que van en el coche. Pero los cristales están tintados de negro y no puedo ver nada. Me echo a llorar y pienso de nuevo en mi madre. ¿Si nos están haciendo esto, que son capaces de hacerle a ella? No, pero Abel me ha asegurado que no le sucederá nada, y está con más gente, y...
Unas potentes luces se acercan a nosotros. El coche negro acelera y se coloca delante para no chocar con el que viene de cara. Ahora ellos están delante y nosotros detrás. ¿Y si dan marcha atrás y nos vuelven a golpear? Abel está demasiado nervioso como para poder mantener el control por segunda vez.
—Por favor, Dios, Dios… –murmuro, lamiendo mis propias lágrimas.
Y entonces, para mi sorpresa, aprecio que el coche negro acelera y lo vamos perdiendo de vista poco a poco. Me quedo muy quieta, en silencio, intentando comprender qué es lo que sucede.
—¿Adónde van? ¿Van a tu casa? –pregunto, asustándome aún más.
Abel no contesta, sino que acelera para comprobar adónde se dirigen. Un minuto después lo descubrimos a lo lejos, girando hacia la derecha. Se me escapa un suspiro de alivio porque la casa de Abel está a la izquierda. Sin embargo, él no parece nada tranquilo, sino mucho más inquieto. Le cojo del brazo, llevándome una mano al pecho para tratar de apaciguar los latidos de mi corazón.
—Abel, tengo miedo… –murmuro, casi sin poder hablar.
—No te preocupes, estoy aquí. No va a pasar nada. –Pero su voz me anuncia todo lo contrario.
Sin poderme aguantar más, me agacho y cojo mi bolso. Rebusco en él el móvil y marco a toda velocidad el número de mi madre. Uno, dos, tres, cuatro… El tono de llamada me pone histérica. Se me escapa un sollozo pensando lo peor.
—¿Sara?
—¡Mamá! –exclamo, agradeciendo a todos los dioses del universo que haya contestado.
—He tardado en cogerlo porque estamos comiendo tarta –me dice. Se me escapa una risa sin poderlo evitar.
—¿Va todo bien?
—Pues claro. Aunque seguro que luego no me encontraré muy bien de todo lo que he comido.
—Llámame cuando mañana tengamos que ir a recogerte, ¿eh? –le recuerdo.
—Que sí. Venga, te dejo que me llaman. Un beso, cariño.
Cierro los ojos y suspiro con alivio una vez ha colgado. Sin embargo, la respiración acelerada de Abel hace que los nervios vuelvan a aparecer. Los abro y le observo con detenimiento. Está muy, muy asustado. Por fin, entramos en la urbanización. Incluso con las ventanillas bajadas puedo oler el aroma salado del mar. A medida que nos acercamos a su casa, la sensación de peligro va acechando en mi cuerpo. Y cuando descubrimos la verja abierta, hay algo que se me quiebra en el pecho.
—Abel… No, no. –Niego, para que se detenga y dé media vuelta. Pero hace caso omiso y nos metemos en la casa, aparcando cerca de la piscina.
Le escucho tragar saliva y yo empiezo a llorar de nuevo. Le cojo del brazo para que no salga del coche, pero niega con la cabeza.
—Por favor, no entremos. Llamemos a la policía.
—Si hacemos eso, la hemos cagado, Sara.
Hay algo en su voz que me avisa de que es cierto. Se baja del coche y echa a andar hacia la casa. Al final yo no me aguanto y me apeo también, tratando de cerrar la puerta con cuidado. Se gira y me hace un gesto para que regrese al coche, pero le digo que no con la cabeza. Corro hacia él y me cojo a su brazo, temblando de arriba abajo. Me doy cuenta de que él también se encuentra así.
—Abel, joder, vámonos... –le suplico una vez más.
—Quédate aquí –me pide una vez estamos fuera de la casa. La puerta está cerrada, pero estoy segura de que no vamos a necesitar la llave para abrirla.
—No. Yo entro contigo. –Muestro mi lado más cabezota. Él suspira y al final acepta.
—Ponte detrás.
Sigo sus instrucciones. Me coloco a su espalda, con la respiración agitada. Observo cómo coge el pomo de la puerta. Como yo ya sabía, esta se abre sin problema alguno. Joder, estarán dentro esperándonos. ¿Qué nos van a hacer? ¿Y si nos pegan un tiro? Jamás volveré a ver a mi madre. O peor, ¿y si se lo pegan a él y a mí me violan? El estómago da vueltas en mi interior mientras él da un paso hacia el interior de la casa. Las luces están apagadas y aunque él da un par de palmas para que se enciendan el aparato no funciona.
—Mierda –musita, en voz baja.
Yo me aferro a su camisa, pegada por completo a su cuerpo. Echo un vistazo hacia atrás y estudio el jardín, por si descubro alguna sombra moviéndose por ahí.
—¿Hay alguien, Abel? –pregunto en un susurro.
—No lo sé. No hables –me ordena.
Continuamos entrando y puedo apreciar las sombras que nos rodean. Bultos y más bultos. Él se tropieza con algo y yo también. ¿Qué coño está pasando? Le clavo las uñas en la espalda sin poder evitarlo. Él da un par de pasos más, con la respiración agitada. Da un par de palmadas más y esta vez las luces se encienden.
Suelto un grito tras otro. Toda la casa está patas arriba. Todo está destrozado. Abel suelta un rugido y se lanza al salón. Yo le sigo con el corazón retumbando en cada una de las partes de mi cuerpo. El bonito sofá está hecho jirones y han destrozado la televisión. Cuando ve que estoy a su lado, me coge de la mano con fuerza.
—Abel, vámonos. Nos están esperando.
—No, joder. Sólo han venido para destrozar mi vida.
Atravesamos el pasillo hasta dirigirnos al cuarto de baño. Cristales rotos por el suelo, pastillas, tiritas, vendas... Todo el botiquín desperdigado aquí y allá. Después comprobamos que la habitación que creó para mí también está destrozada. Parece que en la cama han estado luchando dos leones. ¿Pero qué clase de personas han podido hacer esto? Sin soltarnos de la mano, corremos hacia la planta de arriba. Ese baño no lo han tocado. Quizá no han tenido más tiempo. Sin embargo, su dormitorio también está patas arriba. Hay un sinfín de papeles en el suelo. Tardo en comprender que son fotos y me fijo en que una es mía y que la han roto en pedazos diminutos.
—Vamos, Sara. Bajemos. Tenemos que irnos de aquí –me dice, con voz temblorosa. Me aprieta la mano tanto que me hace daño.
—Llamemos a la policía –propongo otra vez, casi sin poder hablar a causa del ajetreo.
—No. Ya te he dicho que no. Hay policías implicados en esa mierda de lugar.
—¡¿Y qué coño quieres?! ¡¿Que nos quedemos de brazos cruzados ante todo esto?! –exclamo a voz en grito.
Abel no responde. Bajamos las escaleras a toda prisa. Lo último que nos queda por mirar es la cocina y, aunque él no parece interesado, al pasar por delante hay algo que me llama la atención.
—Espera –le digo, tirando de él. Le señalo un bultito que hay sobre la mesa–. ¿Qué es eso?
—Vámonos.
Niego con la cabeza. Le obligo a acudir a la cocina, la cual todavía tiene la luz apagada porque no funciona con el sistema de palmadas. Tanteo en la pared para encenderla, pero no la encuentro. Me pongo nerviosa y suelto un jadeo de frustración. Es Abel el que me ayuda a encenderla. Ambos miramos al frente, temerosos de lo que vamos a encontrar.
Como el símbolo de un ritual funesto, una caja aterciopelada del mismo color que el sobre preside la mesa.