24
Abel y yo atravesamos el largo pasillo por el que nos llevan estas dos personas. Desde fuera la mansión no parecía tan grande, pero lo cierto es que es como un castillo con diversos pasillos que giran a la derecha o a la izquierda. Por el camino nos topamos con más enmascarados que van desnudos o, ellos, simplemente con la capa, como si eso les produjese más morbo. En algunas esquinas aprecio a hombres y mujeres riéndose con una copa en las manos. Están coqueteando, proponiéndose a saber qué. En otras ya se están acariciando, sin quitarse las máscaras ya que, como han avisado, no está permitido. Puedo apreciar los bultos en las entrepiernas de los hombres y el aroma que se desprende de sus cuerpos. Estoy en un lugar con hormonas flotando por todas partes.
Y encima están esos inquietantes sonidos. No sólo es la música que sale de cada una de las salas, sino también los gemidos, jadeos e incluso gritos. Cuando pasamos por la sala Carmesí, estos se unen a unos ruidos extraños, como si alguien estuviese golpeando la carne de otra persona. Y entonces recuerdo que en esa habitación es donde se practica el sadomasoquismo. Me viene a la cabeza la historia de Justine, del Marqués de Sade, cuyo libro me regaló Abel antes de que todo esto sucediera. Para mí fue un juego divertido con él, aunque las prácticas que se narraban en la novela no lo eran en absoluto. Me pregunto si en este lugar también hacen todo eso, tan al límite… Tan extremista. Como Jade. Se me revuelve el cuerpo con tan sólo pensarlo.
Delante de una puerta hay un par de hombres esperando con sus máscaras y sus cuerpos semidesnudos. La mirada se me va a sus boxers, para qué negarlo. Pero no me excita, sólo hace que me ponga más nerviosa. Toda esta gente… ¿Cómo pueden ponerse en una situación así? Aunque supongo que para ellos es lo normal, si no, no habrían venido. Al pasar por su lado, el vigilante de esa sala abre la puerta y puedo atisbar algo de su interior. Un revoltijo de cuerpos desnudos meneándose de manera lasciva. Hombres y mujeres abrazados, besándose y acariciándose. El vigilante se da cuenta de que estoy mirando y cierra la puerta con rapidez.
—¿Quiere entrar?
Niego con la cabeza, asustada. Abel repara en lo que está sucediendo y me coge de la mano para tirar de mí. Por fin, nuestros acompañantes se detienen ante una puerta bastante lujosa. Nos la señalan, inclinados hacia delante, y después el hombre la entreabre.
—Pasen.
Me aprieto contra el cuerpo de Abel al tiempo que él da un paso hacia delante. En cuanto entramos, la puerta se cierra a nuestras espaldas. Yo doy un brinco y me giro asustada, porque no quiero mirar hacia delante.
—Bienvenidos –dice el hombre que antes ha presentado la Mascarada.
Y en ese momento sí: ladeo la cabeza y observo el lugar en el que estamos y también las personas que se encuentran allí. Se trata de una habitación bien grande, pero parece ser un despacho a juzgar por la mesa llena de papeles, por las sillas que hay rodeándola y por las estanterías. A la derecha, al fondo justo al lado de la ventana, hay un sofá en el que se encuentra una mujer sentada, con las largas piernas cruzadas. Estoy segura de que es Jade, pero su rostro está oculto por una hermosa máscara. A su lado, de pie, hay dos hombres muy fornidos que deben ser también unos vigilantes. Deslizo la vista por las paredes: unos cuantos cuadros las decoran. ¡Cuadros con escenas sexuales, todas ellas increíbles! Todas estas personas son unos pervertidos, joder. A continuación me fijo en que el suelo está cubierto por una moqueta de color rojo oscuro que se me antoja como sangre.
—No sabéis lo que me alegro de que hayáis venido –interviene la mujer en ese momento. Tiene una voz aterciopelada, sugerente, sensual. Cuando se levanta, desprende una gran seguridad en sus movimientos–. Y os aseguro que habéis tomado la decisión correcta –se queda callada unos segundos, observándonos a Abel y a mí–. Dejadme adivinar… Ha sido Sara la que ha dicho de venir.
Nos quedamos callados y ella adivina por nuestro silencio que está en lo cierto. Suelta una risita y, a continuación, se acerca a nosotros con pasos felinos. Por un momento me dan ganas de echarme hacia atrás o de salir corriendo de la habitación, pero lo cierto es que no tenemos escapatoria alguna. Me fijo en que el hombre que estaba sentado tras la mesa también se levanta, la rodea y acude hacia nosotros. Yo me aprieto más contra Abel, lo que hace que Jade suelte otra risita. Me siento invadida por estas dos personas tan imponentes. Ambos son altos y yo me siento muy pequeña a su lado. Y asustada…
—Me moría de ganas por tenerte aquí –dice el hombre, alargando un brazo y rozándome el mío.
—No la toques –le avisa Abel, colocándose ante mí.
Aprecio que los vigilantes se ponen tensos y dan un paso hacia delante, pero Jade los detiene con un gesto.
—Abel, cielo… No estás en condiciones de ordenarle a Alejandro lo que tiene que hacer.
¿Será ese un nombre real? Aquí todos usan uno en clave. O quien sabe, a lo mejor ellos tienen tanta confianza que nos están diciendo los verdaderos. Y lo peor es que saben los nuestros, joder.
—Quitaos las máscaras –nos dice Jade. No es una petición, es una orden.
Abel titubea unos segundos, pero al final obedece. Me fijo en su rostro, serio, intentando no mostrar ningún tipo de emoción. A continuación soy yo la que se deshace de la máscara. Los observo en silencio, retándoles con la mirada, para que se den cuenta de que no estoy asustada. Aunque es una gran mentira. Aprecio que Alejandro, a mi lado, también se ha quitado la suya y que lo mismo está haciendo Jade. Primero la estudio a ella: tal y como pensaba, es una mujer muy guapa, despampanante. Pero hay algo en esa belleza que se me antoja peligroso. No me gustan esos ojos verdes rasgados que me observan con pedantería. Al girarme con disimulo a Alejandro, descubro la forma en que me mira y las náuseas aumentan. No lo recordaba muy bien, pero es un hombre muy atractivo, con rasgos marcados y una fina barba castaña, al igual que su cabello. Pero tampoco me gustan sus ojos, tan azules y fríos…
—De cerca eres mucho más sorprendente –me dice él, al tiempo que da una vuelta para observarme. Yo me quedo muy quieta, con los puños apretados. Me está desnudando con la mirada y odio la sensación que me provoca. Abel está muy tenso y le tiembla la nuez. Creo que está luchando con todas sus fuerzas para no decir nada.
—¿Es de las que te gustan, eh? Dulce e inocente –apunta Jade con tono burlón. Después gira el rostro hacia Abel y le dedica una sonrisa–. ¿Cuánto tiempo, eh? –Él no contesta, se limita a agachar la cabeza. Aquí vuelve el Abel débil y sumiso, aunque en parte le entiendo, porque esta mujer tiene una mirada que podría derrocar a cualquiera. Y de repente, hace algo que me sorprende: alza la mano y le asesta una sonora bofetada a Abel. Yo suelto un jadeo y doy un paso, pero Alejandro me coge del brazo y me sujeta. Trato de desembarazarme, pero hay algo en sus ojos que me hace desistir–. Amor mío –canturrea ella, aún hablándole a mi novio–, ¿de verdad pensabas que podías deshacerte de nosotros tan fácilmente? –Esboza una tétrica sonrisa, llena de dientes blancos que aún destacan más bajo ese pintalabios rojo intenso–. Te avisé de lo que sucedería. Te dejé claro a quién le perteneces.
Los dedos de Alejandro se clavan en mi carne. Le miro disimuladamente, pero él se da cuenta y me guiña un ojo. Yo agacho la cabeza, tratando de ocultarme con el pelo, intentando escapar de su mirada. Pero lo cierto es que me traspasa y se me clava en el alma. Me mira con deseo… Y algo más. Algo que me asusta mucho.
—Tú mismo aceptaste formar parte de esto y, cuando se llega tan lejos como tú, no es fácil terminar con ello. –Jade alza la mano con la que le ha abofeteado y le acaricia en esa mejilla, que ha enrojecido. Abel aprieta los dientes ante el contacto–. Te permití no trabajar más haciendo fotos a las chicas –continúa ella, cruzándose de brazos–. ¿Pero qué me dices de tú y yo?
—Eso se acabó, Jade –murmura él con voz temblorosa.
—¿De verdad lo crees? –suelta una carcajada. A continuación, dirige la vista a mí y se le borra la sonrisa. Puedo leer un gran odio en sus ojos–. No hay nadie que pueda interponerse en lo que hay entre Abel y yo. ¿Entiendes, Sara? –Me limito a mantenerme callada, pero sin apartar los ojos. Los entrecierra y otra sonrisa acude a ella, pero no es para nada amistosa–. A tu querido novio no le gusta tu insulsa vida.
—Eso no es cierto. –Las palabras se me escapan antes de que pueda darme cuenta.
Abel se pone tenso a mi lado y yo, por unos segundos, espero que Jade también me abofetee. Pero lo único que hace es mirarme con esa sonrisa ladeada. Y aún tengo en mi brazo la mano de Alejandro, que cada vez me aprieta más. Se ha arrimado a mi cuerpo y puedo sentir su respiración entrecortada en mi nuca. No me puedo creer que esté excitado. No quiero ni pensar por unos segundos que se trate de eso.
—Lo que hay entre Abel y yo va mucho más allá de la razón –continúa ella, dirigiéndose a mí–. Y tú jamás podrás entenderlo. Tu mente no está preparada para eso.
—Pero quizá podamos hacer algo para solucionarlo –interrumpe Alejandro, muy cerca de mi oído. Un temblor interior me sacude por completo.
—Cállate –le ordena ella. Le hace un gesto para que me suelte. Cuando por fin me siento libre, me acaricio allá donde Alejandro me ha tocado. No quiero que jamás lo vuelva a hacer.
Nos quedamos en silencio durante unos segundos. Jade camina hasta un mueble-bar en el que yo no había reparado y saca una botella de cristal muy lujosa y cuatro vasos.
—¿Qué queréis beber?
Como ni Abel ni yo contestamos, ella misma decide por nosotros. Cuando termina de servirnos las bebidas, regresa hasta nosotros y nos tiende los vasos. Alejandro toma el suyo y le da un buen trago, pero yo lo único que hago es acercar mi nariz al borde, y enseguida el fuerte olor a alcohol me echa para atrás.
—¿No me digas que ni siquiera tomas alcohol? –Me mira divertida–. Cómo te vas a divertir con ella, Jandro.
Él suelta una risita y ambos entrechocan sus vasos. Toda esta situación me está poniendo de los nervios. Se lo están pasando de muerte a nuestra costa, mientras Abel y yo estamos aquí de pie como dos conejitos asustados. Inspiro profundamente y me atrevo a decir:
—Hemos venido, que es lo que queríais.
—No, cariño, no te equivoques. –Niega ella con un dedo–. Que vinierais sólo es la primera condición.
—Jade, no tienes por qué hacer esto –interviene Abel, mirándola con ojos brillantes–. Puedes dejarla fuera.
—¿Pero por qué estás asustado, cielo? ¿De verdad piensas que le haría daño? –Para mi sorpresa, se acerca a mí y me acaricia la cara. Primero las mejillas de manera lenta, después los labios, para acabar en la barbilla y deslizar un dedo por mi nuez. Ha sido una caricia sensual, que me ha contraído el estómago. Alejandro exhala a mi lado y yo me tenso aún más.
—Nadie tiene que salir malparado de aquí –dice en ese momento él. Me giro y le observo con curiosidad. De nuevo su mirada me carcome el alma–. Si participáis en nuestros juegos, todo irá bien.
—¿En vuestros juegos? –pregunto, confundida.
—Jade, no. –Abel niega con la cabeza al tiempo que lanza una mirada rabiosa a Alejandro–. Ella no está preparada para este mundo.
—¿Y tú cómo lo sabes? Quizá después le gustaría. –Jade sonríe con los ojos entrecerrados–. Aquí no se hace daño a nadie, todos participan por voluntad propia. Y muchos de los que prueban quieren repetir una y otra vez –apunta ella mirándome a mí.
—Sé lo que pretendes –escupe Abel.
—¿En serio? –Jade alza su vaso y le da un pequeño sorbo–. Tan sólo quiero mostrarle a tu bonita e inocente chica las maravillas de este lugar.
—Lo único que quieres es corromper su inocencia con tus sucias prácticas y tu locura.
Miro a Abel con los ojos muy abiertos. A continuación clavo la vista en Jade y aprecio el enfado que le crece por momentos. Los vigilantes se acercan a nosotros en actitud intimidatoria. Joder, joder… Quiero salir ahora mismo de aquí, por favor. Que todo esto acabe.
—Nos hemos controlado hasta ahora –dice ella, chasqueando los dedos para que esos dos armarios se queden quietos–. Pero sabes que podríamos no hacerlo. –Me apunta con la barbilla–. Tu madre se ha ido de viaje, ¿verdad?
Y no me paro a dudar ni por un momento que sepan dónde se encuentra. Pueden ir hasta allí. ¿Y si le hacen daño? Abel me ha asegurado tantas veces que no… Pero ya no confío en nadie.
—Qué es lo que queréis –digo, tratando de que mi voz no tiemble.
—Sólo que nos conozcas un poco –responde Jade, clavándome su inquietante mirada de gata salvaje.
—¿Cómo?
—Queremos que participéis en nuestras fiestas. Podéis venir juntos… O si quieres acudir sola, Sara, nos parecerá perfecto. –Esboza otra de esas sonrisas que se me antojan tan falsas–. Esto es un juego, cariño. ¿Vas a jugar o no?
Me quedo callada, sin apartar la vista de la suya. Después la dirijo a Alejandro, quien me observa de tal forma que me da asco. Abel no aparta la mirada ni por un segundo de mí. Aprecio que está sudando.
—Si acepto, ¿me prometéis que dejaréis a mi madre en paz?
—¡Por supuesto! –Jade menea su vaso y los cubitos chocan con el cristal–. Nosotros siempre cumplimos lo que prometemos.
No estoy segura de eso, pero lo que sí tengo claro es que ahora mismo no tenemos otra opción. Y Abel me asegura que la policía también está implicada en esto, así que… ¿Qué podemos hacer? Tan sólo seguirles la corriente y después intentar salir de toda esta jodida telaraña. Miro a Abel y puedo leer en sus ojos la negativa, el miedo, la preocupación. Intento calmarle con la mía, pero no sirve de nada. Además, en realidad él aquí no pinta nada, porque parece que estos dos locos la han tomado conmigo.
—Está bien. Acepto.
Alejandro da una palmada como un niño pequeño para mostrar su emoción. Jade sonríe de forma satisfecha y asiente con la cabeza. Me fijo en que Abel ha agachado la suya, con los ojos cerrados, completamente derrotado.
—Acompañadnos –dice en ese momento Alejandro.
Tanto Jade como él se colocan sus máscaras de nuevo y nos indican que nos pongamos la nuestra. Abel y yo nos miramos, pero aunque yo lo hago con curiosidad, él parece que sabe qué es lo que se proponen ahora. Salimos de la habitación, acompañados por ambos vigilantes, que caminan a nuestras espaldas. Delante, nos cierran el paso Jade y Alejandro. Las puertas de las salas continúan cerradas, pero los sonidos que salen de algunas de ellas hacen que me ponga en alerta. Después de haber aceptado esto… ¿tendré que participar yo en esas prácticas? ¿Es eso a lo que se refieren?
Nos detenemos ante la puerta de otra habitación de la que salen, en ese momento, un hombre y una mujer. Ella se frota la espalda, en la que lleva una pequeña gasa. Me pregunto qué es lo que sucede ahí dentro. Jade se coloca ante la puerta y me dice:
—Una vez hayas firmado el contrato con tu piel, tendrás que seguir nuestras reglas.
Yo asiento con la cabeza, a pesar de que sé que me estoy metiendo en un agujero cada vez más hondo. Abel se adelanta un paso y le dice:
—Acudiremos cuando queráis, permitiremos que nos mostréis este lugar… Pero vosotros tenéis que jurar que no obligaréis a Sara a participar.
Me quedo asombrada por su valentía. Mi corazón palpita, esperando la respuesta de Jade, la cual parece meditar sobre el asunto.
—¿Es a mí al que tú quieres, no?
—Claro que sí, mi amor –contesta ella con la voz ahogada por la máscara–. Pero tú no eres a quien desea Alejandro.
Esas palabras hacen que todo a mi alrededor se emborrone. Así que eso es lo que sucede, que ese psicópata quiere convertirse en mi amo o algo por el estilo. Ni siquiera sé lo que pensar, sólo se me ocurren estupideces y locuras.
—Estamos aquí, Jade –continúa él con tono ansioso–. He vuelto. Me tienes aquí contigo y estoy dispuesto a lo que sea. Pero prométeme que nadie tocará a Sara. –Se gira hacia Alejandro–. Ni siquiera él.
Este se agita al lado de Jade, se gira hacia ella y se la queda mirando bajo la máscara. Ella alza un dedo y nos indica que esperemos unos momentos. Se marchan al otro lado del pasillo para hablar. Observo que él parece enfadado y alterado. Sin embargo, Jade con tan sólo un gesto le hace quedarse quieto. Cuando vuelven, nos dicen:
—Está bien. Nadie tocará a Sara.
Suelto un suspiro de alivio. Sin embargo, algo se me cruza por la cabeza: ¿y si están mintiendo? ¿Y si entonces es Abel el que sufre las consecuencias? No me fío de esta gente… Parecen demasiado acostumbrados a conseguir lo que quieren.
El vigilante de esta habitación nos invita a entrar. Descubro con sorpresa que se trata de un lugar preparado para hacer tatuajes. Jade me señala la especie de camilla en la que me tengo que sentar, donde ya me espera una mujer dispuesta a dibujar en mi cuerpo.
—Una vez tengas el tatuaje en tu cuerpo, habrás aceptado nuestro juego –me explica, colocándose a mi lado.
Me viene a la cabeza el que Abel lleva en su coxis. Así que de eso se trata… ¿Es esto como una especie de sociedad secreta? ¿Todos sus miembros llevan uno como prueba de su lealtad? Todo esto me parece demasiado increíble… Es surrealista totalmente.
—Tan sólo nuestros miembros más preciados e importantes llevan este tatuaje, Sara –me informa Jade, como si se tratase de algo de lo que sentirse orgullosa.
—¿Dónde quieres que te lo haga? –me pregunta la tatuadora.
Abel se encuentra al fondo de la habitación, apoyado en la pared con los brazos cruzados en el pecho y el semblante más oscurecido que nunca. Le intento transmitir con la mirada que no se preocupe, que estamos juntos en esto. Así que me coloco bocabajo en la camilla y me subo el traje quedándome en ropa interior. Puedo notar la intensa mirada de Alejandro clavada en mis piernas y mi trasero, pero lo cierto es que ahora es lo que menos importa.
—Aquí. –Me señalo el coxis. He pensado que quiero llevar el tatuaje en el mismo lugar que Abel.
Durante un buen rato, que a mí se me antojan horas, la tatuadora trabaja sobre mi cuerpo. Duele, pero no tanto como esperaba. Yo me mantengo con los ojos cerrados durante todo ese tiempo, a sabiendas de que Abel, Alejandro y Jade no apartan su mirada de mí. Una vez ha terminado, la chica me lleva ante un espejo y me muestra el tatuaje. Es exactamente igual que el de Abel, igual que el que Alejandro lleva en el interior de su muñeca e imagino que Jade tendrá alguno idéntico por su cuerpo: una esfera con una diminuta estrella de cinco puntas en su interior, en las que se enreda lo que parece una serpiente negra. Dirijo mi vista a Abel, quien me observa con tristeza.
Ahora estamos juntos en esto. Y supongo que el juego no ha hecho más que empezar.