23
La semana se nos pasa volando. Mi tía hizo lo que le pedí y llamó a mi madre la misma noche de la pesadilla. Ella se extrañó al principio, pero fue tanta la insistencia de su cuñada que acabó aceptando. Nos pasamos los días empaquetando trastos y arreglando asuntos, hasta que la mañana del viernes acude casi sin avisar y el alba me sorprende con los ojos bien abiertos y una soga invisible en la garganta.
Abel y yo nos hemos quedado estos días en el piso de mi madre con la excusa de ayudarla. El día siguiente a las horribles noticias, volvimos a casa de mi novio para recoger las pertenencias que no nos habían destrozado. Las hemos dejado en el estudio, hasta que encontremos un nuevo piso. Él ya ha estado buscando y puede que el próximo lunes tengamos casa. Les mentimos a Marcos y a Cyn –es como si mi vida se hubiese convertido en una gran mentira, una pelota enorme– y les dijimos que para mí era mejor vivir en la ciudad, porque claro, como tengo que ir todos los días a la universidad… Y que no nos quedábamos en el estudio porque no queríamos asaltar su nidito de amor.
Con lo de arreglar las cosas para mi madre apenas he tenido tiempo para pensar en serio en lo que está a punto de suceder. Quizá es que todavía no me lo creo, que es como un sueño oscuro del que espero despertar pronto. Abel y yo acudiremos mañana a Le Château de Paradise y trataremos de solucionar las cosas. Sé que no será nada sencillo, pero ahora no quiero comerme la cabeza con eso.
Me dedico a revisar el billete de tren de mi madre y a confirmar la hora de salida. Ella está en la cocina preparándose un bocadillo para el viaje. Como no quedaba ninguna botella de agua, Abel ha bajado al supermercado a comprar. Incluso así, con lo cerca que está, me pone nerviosa que vaya solo. Por eso, me asomo un par de veces a la ventana hasta que lo veo aparecer con la bolsa y suelto un suspiro de alivio.
—Bueno, pues creo que ya estoy lista. –La voz de mi madre a mi espalda me sobresalta. Lo cierto es que en estos últimos días todo lo ha hecho, incluso los sonidos apagados de las cañerías, por la noche. He dormido abrazada a Abel con más fuerza que nunca.
—El camión de mudanza llegará a las seis, ¿vale? –le digo a mi madre.
—Tu tía va a venir a por mí a la estación, no sea que me pierda.
—Perfecto –murmuro. Aunque se vaya lejos, al pueblo, no quiero que esté sola ni un minuto. Pero vamos, sé que todos van a estar encima de ella durante todo el día, y Abel me ha asegurado que, una vez me encuentre con Jade, sí que no tendré que temer nada por mi madre. Eso espero. Pero de todos modos, estas noches he rezado muchísimo, a pesar de que no lo hacía desde que era niña y ni siquiera sé muy bien si sirve de algo.
Abel abre la puerta en ese momento y me tiende la botella de agua. Se agacha para coger dos maletas, mientras mi madre lleva una más pequeña y yo me hago con el neceser.
—Hay que ver lo vacío que se ha quedado –dice ella con nostalgia.
—Pero si es un piso amueblado, mamá.
—Sí, pero me refiero a que ya no hay nada nuestro. Todos nuestros recuerdos se van.
—Entonces mantenlos en tu cabeza –le aconsejo, forzando una sonrisa.
Esta vez Abel me ha hecho caso y su padre le ha prestado el coche. Sin embargo, yo me paso el rato echando ojeadas por el retrovisor, con la sensación de que en cualquier momento un coche negro aparecerá y nos empezará a dar golpes. Por suerte no ocurre nada de eso y llegamos a Valencia sanos y salvos.
Cuando estamos en la cola mi madre me abraza y se echa a llorar. En cuestión de segundos yo también estoy encharcada en lágrimas. Pero lo cierto es que son de miedo, porque no sé lo que pasará mañana.
—Ya está, cariño. Que en Pascua nos vemos y no queda nada. –Me intenta animar y me seca las lágrimas con sus dedos rechonchetes.
—Te llamaré todos los días. Hazlo tú también, por favor.
—Yo te llamaría a todas horas, pero luego me regañas.
Me echo a reír ante su ocurrencia. Es verdad que cuando me fui a vivir sola al empezar la universidad, no paraba de llamarme y a mí me molestaba.
—No, no te regañaré. Quiero saber de ti todo el rato. –La aprieto contra mí y le doy un montón de besos en su suave mejilla.
—Venga, pero no llores más. –Aparta la mirada de la mía para no hacerlo ella. Se queda mirando a Abel, que se encuentra a mi lado y, cuando alzo el rostro a él, descubro que sus ojos también están brillantes. Se inclina para sostener a mi madre entre sus brazos. Qué chiquitita parece y qué vulnerable. Se me escapa otro sollozo–. Abel, cuídala mucho, que te quiere un montón. Vosotros tenéis que estar juntos para siempre.
—Y así será, señora. –Él le dedica una sonrisa preciosa que a ella le ilumina el rostro.
—Llámame nada más llegar, mamá –le pido otra vez, agarrándola de la mano.
Asiente y luego la cola se empieza a mover y ella también tiene que hacerlo. Mientras Abel me pasa un brazo por los hombros y me estrecha contra él, yo observo cómo mi madre se aleja de nosotros, le enseña el billete a una de las trabajadoras y echa a andar hacia el tren empujando el carrito con las maletas. En un momento dado se detiene y se gira para despedirse con las manos. Está sonriendo y yo hago un esfuerzo para no parecer intranquila. Un minuto después mi madre ha subido en el tren y una parte de mi alma se marcha con ella.
Mientras me coloco el traje negro que he comprado esta mañana, siento una sensación de angustia que se va apoderando de todo mi cuerpo. Me observo en el espejo y descubro las terribles ojeras y la palidez. Estoy tan asustada. Pensé que el sábado no iba a llegar, o que pasaría cualquier cosa y no tendríamos que hacer esto. Sin embargo, no puedo echarme atrás porque eso significaría que la pesadilla continuaría y por nada del mundo es lo que quiero.
Ni siquiera me maquillo porque, al fin y al cabo, voy a tener que llevar la máscara. Me echo un vistazo a mí misma: mi vestido es largo, ya que Abel me ha asegurado que será mucho mejor, que allí hay muchos hombres y no quiere que me vean. Y esta vez sé que no lo hace por posesión o celos, sino por mi seguridad. Todavía no sé lo que me voy a encontrar allí, ya que Abel y yo apenas hemos hablado desde que ayer dejamos a mi madre en la estación. Hemos dormido en el mismo hotel que hace unos días aunque, bueno, dormir no es la palabra adecuada. Y hace tiempo que no hacemos el amor, pero lo cierto es que ninguno de los dos siente muchas ganas.
Abel sale en ese momento del cuarto de baño, con el cabello aún húmedo. Se me queda mirando muy serio, para apartar la mirada en cuestión de segundos. Yo trago saliva y finjo que estoy muy ocupada en ponerme los pendientes. Él va hasta la cama y coge el traje de chaqueta que ha comprado también. Al cabo de unos minutos me doy cuenta de que está tan nervioso que no atina a anudarse la corbata, así que me giro y me acerco a él para ayudarle.
—Todavía estamos a tiempo de no ir –murmura, inclinando el rostro para mirarme.
—No digas nada –le aviso. No, porque si no, soy capaz de echarme para atrás y no sería una buena idea.
Él asiente, con gesto muy serio y esa sombra en los ojos que no le ha abandonado desde que el otro día nos llegó el paquete. Una vez estamos listos, me dirijo a la caja y cojo los sobres con las invitaciones y las máscaras. De nuevo, me provocan un terrible escalofrío que no sólo camina por mi espalda, sino que se instala en mi estómago. Abel se coloca detrás de mí, con su mano apoyada en mi hombro y me da un suave beso en el cuello.
—Estaré a tu lado todo el tiempo.
—Lo sé –murmuro con un hilo de voz.
Nos ponemos nuestras chaquetas y a continuación salimos de la habitación en silencio. Tampoco hablamos en el ascensor: tan sólo nos lanzamos miradas que tienen parte de miedo y parte de nerviosismo. Y, en la mía, también hay algo de curiosidad y sé que eso es algo que a él, en cierto modo, le inquieta. Nos dirigimos al aparcamiento del hotel para subir en el coche. Una vez en él, el corazón se me dispara. Dios, estoy tan nerviosa que el estómago no para de gruñir. Para mi asombro, Abel conduce más despacio que nunca, como si eso fuera a conseguir que la mansión desapareciera o algo por el estilo.
—No te apartes tú tampoco de mi lado –dice en un momento dado, provocando que yo dé un brinco en el asiento.
—Claro que no.
El silencio regresa al coche y se instala durante un buen rato, hasta que me alzo en mi asiento porque este lugar se me hace familiar. Sí, estamos llegando al restaurante de Le Paradise. Sin embargo, lo pasamos de largo y Abel, un poco más adelante, toma una desviación hacia la derecha que nos interna en una carretera destartalada, llena de matojos y de árboles alrededor. Unos veinte minutos después se dibuja ante nosotros el perfil de una enorme finca. Tomo aire al tiempo que me agarro al manillar de la puerta. Pues ya estamos aquí y no, no hay marcha atrás. Y no puedo evitar pensar en que este lugar está apartado de todo el mundo, que si gritamos nadie nos escuchará. O no al menos quien tendría que hacerlo para ayudarnos.
Abel conduce hacia la derecha y nos topamos con un aparcamiento al aire libre en el que ya hay numerosos coches. Me asomo a la ventana de forma disimulada y veo unas cuantas personas que se acercan a la entrada de la casa, todas ellas vestidas con trajes elegantes y con las máscaras en sus rostros.
—Póntela –me dice en ese momento Abel, entregándome la mía–. No te la quites en ningún momento. –Se coloca la suya y, al verlo con ella, no puedo evitar que el nudo de mi estómago se haga mayor. No parece él, sino un extraño que se ha colado en el coche conmigo. Lo único que reconozco son sus ojos, que me observan insistentes–. Vamos, póntela.
Bajo la mirada para observar la mía. Me muerdo los labios y a continuación la acerco muy despacio a mi cara. En cuanto roza mi piel, me parece que no voy a poder respirar. Me paso la goma por la cabeza y después la ajusto para poder ver bien. Me siento como atrapada en la vida de alguien que no soy yo.
—No hables ahí dentro –continúa él. Su voz sale amortiguada de la máscara–. No mires a nadie. Y, sobre todo, Sara… En cuanto salgamos de ahí, olvida todo lo que has visto.
La respiración se me acelera, al igual que los latidos del corazón. No puedo imaginarme lo que me voy a encontrar, pero supongo que nada agradable. Él apoya una mano sobre la mía. La muevo hasta que nos las cogemos y se la aprieto. Ambos las tenemos sudadas.
—¿Lista?
Asiento con la cabeza. Recogemos nuestras invitaciones y salimos del coche, que es otra vez el Porsche, porque Abel no quiere meter el de su padre en esto. Mientras avanzamos por el suelo de gravilla me pregunto cómo será Jade, ya que hay una niebla en mi mente que no me deja recordar cómo era exactamente, a pesar de que la vi en la presentación de la campaña de moda, y qué es lo que me dirá. No me imagino manteniendo con ella una conversación normal. Un par de parejas más pasan por nuestro lado y se nos quedan mirando con curiosidad. Yo agacho la cabeza porque todas esas máscaras me provocan escalofríos. En la entrada de la mansión hay dos hombres echando vistazos a las tarjetas. Esperamos a que la pareja de delante sea invitada a pasar y a continuación nos toca a nosotros. Entrego la mía con el corazón a mil por hora, mientras me siento observada por un hombre gigantesco que también oculta su rostro con una máscara que parece el rostro de un ave, con una nariz o un pico larguísimos.
—Bienvenidos. Les rogamos que disfruten. –Nos señala las puertas, las cuales nos abre otro hombre en el que no había reparado.
Abel me coge otra vez de la mano y nos internamos en la mansión. Una vez dentro, todo me deslumbra. Todo lo que nos rodea es increíblemente lujoso: una enorme lámpara de araña cuelga del techo, hay sillones de color negro aterciopelado aquí y allá, y una alfombra roja que viene desde unas anchas escaleras que conducen a un segundo piso. Abel y yo continuamos nuestro camino, paseando por entre la gente. Hombres y mujeres con trajes y máscaras que charlan o, simplemente, se observan unos a otros. Me fijo en que muchos han venido acompañados, pero también hay algunos que merodean solos con copas en las manos.
Una tenue melodía clásica reina en el ambiente. En realidad, todo parece más o menos normal. Parece una simple fiesta temática o algo por el estilo, así que todavía no puedo comprender qué es lo que va a suceder.
—Esto en realidad es el vestíbulo, donde la gente se elige –me explica Abel. No atino a entender lo que me quiere decir–. Por allí hay habitaciones. –Me señala un pasillo con puertas a ambos lados–. Y por allí más. –Señala a la derecha y, a continuación, apunta de forma disimulada a las escaleras–. También arriba. Esa parte es para los más atrevidos.
No respondo porque tengo el corazón tan acelerado que me lo noto en la garganta.
—Tenemos que esperar a que inauguren la fiesta –añade él.
En ese momento se nos acerca un camarero con una bandeja llena de copas. Él también lleva una máscara de la que cuelga un cabello largo y rizado, de color anaranjado. Yo niego con la cabeza porque no tengo ganas de tomar nada, pero Abel nos coge dos copas a ambos y me tiende una de ellas cuando el hombre se marcha.
—Mójate los labios aunque sea –me avisa, mirando hacia delante. Yo observo mi copa y después doy un pequeño trago. Se trata de cava, con un sabor muy bueno, pero me provoca náuseas.
Para mi sorpresa, Abel se bebe la suya de un trago. Yo le cojo del brazo y niego con la cabeza.
—No deberías beber –le recuerdo su pasado relacionado con las drogas y el alcohol.
—No podré aguantar esto si no lo hago –murmura, mientras deja la copa vacía en la bandeja de otro camarero y coge una más.
Me empiezo a poner nerviosa ante todo esto. La gente que se cruza con nosotros se nos queda mirando durante un buen rato. Las mujeres observan a Abel, pero lo cierto es que también algún hombre se fija en él y eso hace que mi estómago se encoja más y más. Nos quedamos quietos en un rincón, él bebiendo una copa tras otra y yo sosteniendo la mía con manos temblorosas. Y, de repente, la música clásica cesa y todos los que están allí reunidos se callan y se giran hacia las escaleras. Abel también lo hace y yo le imito. Esto parece un ritual o qué sé yo. En ese momento un hombre, acompañado de dos hermosas mujeres –a juzgar por su cuerpo, ya que llevan los rostros ocultos–, aparece en lo alto de las escaleras y las baja poco a poco, con ellas agarradas a sus brazos. Él también lleva una máscara, sin embargo, hay algo en esos ojos azules y fríos que se me antojan familiares. Caigo en la cuenta de que sí, que lo conozco… No cabe duda de que es el hombre que me miraba aquella vez en la presentación de las fotos, el que estaba con Jade y alzó su copa para brindar conmigo.
—¡Buenas noches a todos! –exclama, con voz profunda y segura, soltándose de las mujeres y alzando las manos para abarcar a los asistentes–. Os doy la bienvenida a nuestra Mascarada anual y espero que todos estéis preparados para pasar una gran noche. Como cada año, hemos derrochado en nuestras salas, hemos preparado todo con tremendas ganas y estamos seguros de que va a ser inolvidable –se queda callado unos segundos, observando a los presentes. De repente, su mirada se posa en mí. Yo agacho la cabeza, con el corazón brincando en mi pecho. Sin embargo, Abel me aprieta la mano y entiendo que lo que quiere es que no me muestre tímida, así que alzo el rostro de nuevo y clavo la mirada en ese hombre que todavía no la ha apartado de mí–. Como siempre, os vamos a recordar las reglas de Le Paradise. Si las respetáis, todo irá bien –hay algo en su tono de voz que me provoca escalofríos–. Fiorella y Lucinda os las leerán. Prestad atención.
Todos los allí presentes se mantienen expectantes. Me fijo en que alguno asiente con la cabeza, como si ya supiera lo que van a decir, pero hay otros que se muestran realmente interesados. Quizás es su primera vez, como la mía.
—Regla número uno –dice una de las mujeres, la que tiene un cabello rubio muy largo y unos pechos enormes–: a las diez y veinte se cerrarán las puertas. Recuerden que hasta el final de la velada, que será a las seis de la mañana, nadie podrá abandonar la finca.
Me tenso al escuchar sus palabras. ¿Qué quiere decir con eso? ¿Es que acaso esto es una prisión o qué? ¿Y si me encuentro mal o sucede algo… de verdad tengo que quedarme? ¿Voy a poder aguantar toda la noche?
—Regla número dos –interviene la otra mujer, una pelirroja de pelo corto y ondulado–: queda terminantemente prohibido quitarse las máscaras en las zonas comunes. Si alguno de ustedes ha decidido compartir una habitación, entonces son libres de mostrar su rostro, pero serán los únicos responsables.
Un par de personas cuchichean a nuestro alrededor, pero el hombre les hace callar con tan sólo un gesto y luego le indica a la mujer rubia que continúe hablando.
—Regla número tres: aquellos que después de hoy quieran participar en el resto de fiestas y aún no sean miembros de Le Paradise, recuerden dirigirse a uno de nuestros secretarios. –Ella señala a cuatro hombres que se encuentran al lado de las escaleras y que se inclinan cuando los menciona.
Unos cuantos echan vistazos a esos hombres, mientras que algunos alzan una mano a modo de saludo. Yo me mantengo muy quieta en mi sitio, rígida y con la sensación de que todo esto es un sueño. Uno muy extraño. Abel a mi lado también está tieso como una estatua y aprecio que la mano cada vez le suda más.
—Regla número cuatro: No están permitidas las prácticas sexuales en las zonas comunes. Recuerden que las salas y habitaciones están habilitadas para dichos usos. –Señala la pelirroja.
—Regla número cinco: está prohibido usar aparatos eléctricos. Nuestras habitaciones y salas disponen de juguetes y otros accesorios a su alcance. –La mujer rubia se echa hacia atrás, al igual que la pelirroja, y en ese momento el hombre toma la palabra otra vez.
—Y regla número seis: el orgasmo es obligado –dice, con una sonrisa bajo la máscara.
Escucho unas cuantas risas alrededor. Está claro que se trata de una broma, pero la verdad es que a mí no me hace ninguna gracia. De ninguna manera voy a tener aquí un orgasmo, rodeada de toda esta gente con sus rostros cubiertos. Aprieto la mano de Abel con más fuerza y él me lo devuelve para intentar tranquilizarme.
—Y ahora, pasaremos a señalarles las salas en las que pueden realizar las prácticas y juegos que más les interesen –explica él. De nuevo, las mujeres se adelantan–. Recuerden que hay dos salas y dos habitaciones para cada juego en cada planta.
»Salas Carmesíes: BDSM. En la entrada de dichas salas deben escuchar las reglas que les dirán los vigilantes con tal de mantener el orden –anuncia la rubia, con los pechos a punto de desbordarse del vestido.
»Salas Doradas: intercambio de parejas. También les esperarán los vigilantes para explicarles las normas –dice la pelirroja.
»Habitaciones de Sodoma: para aquellos que deseen sumarse a una excitante orgía.
—¿Qué es BDSM? –pregunto a Abel en voz baja.
—Bondage, sadomaso –me susurra rápidamente. Yo trago saliva, sorprendida ante todo lo que estas mujeres están contando.
»Habitaciones Oculum: para los que les apetezca únicamente mirar.
Me fijo en que la mayoría de los asistentes se muestran entusiasmados y expectantes. Abel y yo somos los únicos que estamos quietos y callados en nuestro sitio, así que él finge que también está emocionado y me invita a hacerlo, pero no lo logro.
—No hay nada más que decir –interviene el hombre de nuevo. Separa los brazos, hincha el pecho y después exclama–: Señoras y señores… ¡Que empiece el placer!
Y mientras él se marcha con las mujeres escaleras arriba, las personas que se encuentran a nuestro alrededor se empiezan a quitar la ropa. Yo los observo con el corazón brincando como un loco: se despojan de sus trajes y vestidos y se quedan en ropa interior, y después siguen a aquellos que imagino que son los vigilantes.
—No es necesario quedarse desnudo –me dice Abel en ese momento, para mi alivio. Me fijo en que unos cuantos indecisos tampoco se han quitado aún su ropa.
Por nuestro lado pasan un par de parejas que se nos quedan mirando con curiosidad. Una mujer posa su mano en el hombro de Abel con todo su atrevimiento. Y, cuando me quiero dar cuenta, tengo a dos hombres a cada lado, mirándome sin decir nada.
—¿Sala BDSM? –pregunta uno de ellos de repente.
Me quedo callada, sin saber qué contestar. Abel tira de mí y me aleja de esos hombres que, por lo que he entendido, querían practicar conmigo sadomasoquismo.
—¿Os apetece ir a la sala Dorada? –nos propone una mujer con una máscara de arlequín. Ella y el hombre que la acompaña van completamente desnudos. Ambos tienen cuerpos perfectos y atléticos. Abel niega con la cabeza y me dirige hacia las escaleras.
—¿Por qué cojones todos están buenos? –Es lo único que se me ocurre preguntar ante toda esta locura.
—Los jefes deciden quién entra y quién no. Todo esto no es sólo sexo, se supone que también es glamour, lujo morboso, erotismo refinado…
—Yo no veo nada de eso –respondo, temblando en mi interior.
Un hombre y una mujer bajan por las escaleras, pero no parecen ser clientes, sino trabajadores de la mansión. No me equivocaba: se colocan ante nosotros y nos hacen un gesto con la cabeza.
—Les están esperando –dice la mujer.
Abel se gira hacia mí y me mira a través de los agujeros de la máscara. Yo me quedo quieta unos segundos, hasta que al fin asiento y seguimos a esas dos personas. Por fin voy a tener un encuentro con Jade.
La suerte está echada. Y joder, no puedo tener más miedo.