22

 

El paquete se me antoja como el inicio de un sacrificio, sí. El terciopelo es precioso, pero a mí se me revuelven las tripas al mirarlo. Me acerco un poco más porque, a pesar del miedo, la curiosidad también me puede. Noto un tirón en cuanto me muevo: es Abel que me está cogiendo del brazo y está intentando echarme hacia atrás. Cuando me giro para mirarlo, él niega con la cabeza.

—Sólo quiero saber lo que quieren –le explico, con voz ahogada.

—Vámonos –murmura, con las pupilas totalmente dilatadas–. Reservemos un vuelo y volvamos a Suecia.

—¡Ni hablar! –exclamo, soltándome de su mano–. No me voy a ir otra vez. No huiré. Y mucho menos dejaré a mi madre a merced de esta gente.

—Ellos te quieren a ti, no a tu madre. Ella les da igual. –Me recuerda con una sombra extraña en los ojos.

Meneo la cabeza, bastante disgustada. ¿Cómo se puede estar comportando de una forma tan cobarde? En mi opinión, lo mejor es descubrir lo que quieren de una vez por todas y acabar con esto. Pero él no parece nada convencido, más bien todo lo contrario, porque sus manos no dejan de temblar. Supongo que sabe de lo que es capaz esta gente, pero como yo todavía me mantengo en la ignorancia, puedo sacar un poco de valor en toda esta pesadilla.

—Han destruido tu casa, Abel. –Le recuerdo, acercándome a él y agarrándole del jersey–. ¿No quieres que reciban su merecido? ¡Alguien tiene que pararles los pies! –exclamo, elevando la voz.

—¿Y vas a ser tú, eh? –pregunta con sarcasmo.

—No, pero no me creo que toda la policía sea tan corrupta.

—No sabes cómo funcionan estos negocios. –Se apoya en la mesa y se masajea las sienes. Hace un gesto de dolor: imagino que tiene en la cabeza cientos de alfileres, porque yo también siento un rumor sordo que se va acercando a mi mente. Después cierra los ojos y susurra con voz cansada–: Vámonos, en serio.

—No. –Mi voz suena muy decidida. Abre los ojos y me observa con detenimiento–: Voy a abrir esa caja y a descubrir de una vez por todas qué es lo que sucede. –Le señalo la mesa. Aprecio que la mano me tiembla y trato de contenerla para que no se dé cuenta de que estoy tan asustada como él o quizá más, pero no consigo pararla ni un segundo.

—Ya has visto con lo del coche de lo que son capaces. –Se separa de la mesa, como si la caja le echara hacia atrás. La mira de reojo–. Nos vamos a Suecia –repite.

—¡No! –chillo de nuevo. Para su sorpresa, me coloco ante la mesa, me inclino hacia delante y cojo la caja. Le escucho soltar todo el aire que había retenido. Al girarme, le observo asustada–. ¿Pensabas que había una bomba?

—Ya no sé qué pensar, Sara.

—No nos vamos a ir. Ya ves que no ha servido de nada.

—No ha servido porque regresamos a España.

—¡¿Y qué querías que hiciera?! ¡¿Que me perdiera el entierro de mi padre?! –Le dedico una mirada furiosa. Él agacha la cabeza avergonzado. Yo cojo aire y lo suelto muy despacio, tratando de serenarme. No pasa nada, simplemente estamos tan nerviosos y asustados que no podemos razonar bien–. Estamos así por ti, Abel. –Nunca he sido de echarle las culpas a nadie, pero es que ahora no hay forma de excusarle. En realidad no es que todo sea por culpa de él, ya que su pasado no es algo que pueda cambiar pero, de todas formas, no puedo evitar sentir un poco de enfado–. Así que sé consecuente con tus actos. Sé valiente. –Le tiendo la caja. Él no mueve ni un dedo y yo insisto–. ¿No la vas a coger?

Me mira en silencio, mordiéndose el labio inferior. Yo chasqueo la lengua y le observo con reproche. Al cabo de unos segundos se encoge de hombros y toma la caja que le estoy tendiendo.

—Vale. La abriremos –acepta, con una sombra de resignación en sus bonitos ojos, más oscuros que nunca–. Pero lo hacemos en otro sitio. Ahora nos vamos de aquí. Ya no es un lugar seguro –lo dice con tristeza. Y le entiendo, porque al fin y al cabo esta es su casa y unos locos la han destrozado con todas nuestras cosas dentro.

—¿Y acaso lo es alguno? –Se me escapa con amargura. Quizá tendría que estar calmándole, pero lo cierto es que de lo único que tengo ganas es de moverme de aquí para allá, de correr, de gritar, de llorar. Ahora mismo yo no tengo calma como para traspasársela a nadie.

No responde a mi pregunta porque en el fondo no hace falta. Me coge de la mano y me saca de la cocina a toda velocidad. Casi ni me da tiempo a apagar la luz y, cuando lo hago y las sombras nos inundan, me entra pánico pensando que todavía habrá alguien escondido. Bajo la vista y observo la caja que llevo en la otra mano. No se me ocurre qué es lo que puede haber dentro. ¿Otro mensaje amenazante? ¿Entonces por qué no han enviado, simplemente, un sobre? La respuesta me viene a la mente de manera clara: quieren jugar con nosotros. Se están comportando como los gatos y a nosotros nos han tomado por los ratones asustados. Mientras medito sobre todo esto, Abel cierra con llave, a pesar de que ya nos han demostrado que nada les detiene.

—La verja y la puerta no estaban forzadas. –Apunto una vez en el coche–. ¿Cómo han podido entrar?

No contesta. Parece que se ha quedado sin voz. Yo llevo la caja en mi regazo y, en un momento determinado, él la coge con brusquedad y la lanza al asiento trasero.

—¡Eh! –protesto, molesta, pero no me hace ni caso. Se revuelve en su asiento y suelta suspiros hondos una y otra vez.

Por el camino aprovecho para llamar a mi madre otra vez. Está trabajando tranquilamente, pero yo no puedo pensar con claridad. Lo único que quiero es que se marche ya a León, así que se me ocurre llamar a mi tía. Me invento un montón de mentiras, pero ahora que lo hago por la seguridad de mi madre no me parece tan mal.

Le explico que mi madre se encuentra muy sola y que lo mejor para ella es irse para allá cuanto antes, quizá en un par de días. Mi tía al principio se queda extrañada, pero después reconoce que es una buena idea, sobre todo porque así yo podré continuar más tranquila con mis tareas de la universidad. Le ruego que no le diga que le he contado todo esto, que sea ella la que la llame y le proponga la idea. Mi tía acepta y me asegura que no tengo que preocuparme de nada, que no le dirá que he contactado con ella y que la llamará esta misma noche. Al terminar la conversación me acurruco en mi asiento con un horrible dolor de cabeza. Abel sólo habla para decirme que me ayudará a buscar un camión de mudanza, y también a empaquetar todas las pertenencias de mi madre que sean necesarias.

—¿Qué vamos a hacer ahora? –pregunto cuando estamos entrando en Valencia.

—Vamos a pasar la noche en un hotel. Y después ya veremos.

—¿Por qué no vamos a tu estudio?

—Es más seguro en un hotel.

—¿Y Cyn y Marcos? –Me remuevo un tanto inquieta.

—Ellos estarán bien.

Pero a mí la sensación de peligro no me abandona. ¿Es que nunca van a terminar los sobresaltos? ¿Dónde ha quedado mi vida normal de estudiante? Por suerte o por mala fortuna –ya no lo tengo claro–, ahora no se me pasan por la cabeza esos pensamientos de arrepentimiento acerca de continuar con Abel. Por muy asustada que esté, también estoy preocupada por él y jamás le dejaría solo con todo esto. En el fondo, él no tiene la culpa de que esa mujer esté loca.

Acabamos hospedados en un hotel por el centro, aunque nos cuesta un buen rato encontrar uno porque, al acercarse las Fallas, muchos turistas ya han venido a Valencia. Este que hemos conseguido es muy caro, pero a Abel no parece importarle.

—Mañana tendremos que volver a mi casa –me anuncia, una vez estamos en el dormitorio–. Cogeremos lo necesario para marcharnos a Suecia.

¡Pero será testarudo! Le dirijo una mirada de enfado. Él se gira sin decir nada más y se mete en el cuarto de baño. Si quiere irse, que lo haga, pero esta vez yo no. Yo me voy a quedar y solucionaré todo. ¡Uf! ¿Ahora me creo una superwoman? Básicamente lo que quiero es dejar de ser esa Sara nerviosa y asustadiza. Estas son las cosas de la vida que te ponen a prueba… Bueno, quizá esta es más extraña y peligrosa de lo habitual.

Espero a Abel sentada en la cama, con la caja a mi lado. El negro aterciopelado me hace pensar en dolor y muerte. Una y otra vez me pregunto qué es lo que habrá dentro y empiezo a dar golpecitos en el suelo con el tacón de la bota. Abel está tardando mucho en salir y yo cada vez me siento más nerviosa. Mis pensamientos se desbordan y, por un momento, recuerdo las películas de mafiosos en las que envían dedos u orejas cortadas de las víctimas. Un escalofrío me recorre la espalda al imaginar que puede haber algo así. Doy un salto al escuchar el chasquido de la puerta. Al girarme, encuentro a Abel secándose las manos en el pantalón.

—No has cambiado de opinión –musita, deteniéndose ante mí.

—No.

—Lo haré yo. –Se sienta al otro lado de la cama. La caja en medio de nosotros como un hijo que se convierte en algo siniestro–. Levántate y ve a la puerta –me ordena.

—¿Por qué? –pregunto, inquieta.

—Hazlo.

Obedezco sólo porque lo que más deseo es que abra la maldita caja y se termine esta incertidumbre. Me sitúo al lado de la puerta, apoyada en la pared, pero de manera que pueda ver todos los movimientos que Abel hace. Coge aire, me mira y luego acerca los temblorosos dedos al terciopelo. Un nudo en la garganta me obliga a soltar un gemido. Abel tira de la tapa muy lentamente hasta que, por fin, la retira y la deja caer sobre la cama. A continuación observa el interior con el ceño arrugado.

—¡¿Qué?! ¿Qué hay? –pregunto, impaciente. Como no contesta, voy hacia él a toda prisa.

Al asomarme descubro algo que jamás habría imaginado: en el interior de la caja hay dos máscaras venecianas y, debajo de ellas, dos sobres de color negro. Alzo la vista y estudio la expresión seria de Abel.

—¿Qué significa esto?

—La Mascarada –dice únicamente. Yo lo miro sin entender.

Saco una de las máscaras, la que pertenece a un rostro de mujer. Es realmente preciosa, pero también un poco inquietante. La cara es de color muy blanco, con unas espirales verdes y doradas en cada uno de los lados de los ojos, y los labios son de un rojo intenso. Si me la pusiese, me cubriría toda la cara. Le doy un par de vueltas en la mano sin llegar a comprender.

—Abre los sobres –le pido a Abel.

Me hace caso de inmediato. Aparta su máscara, dejándola con cuidado sobre la cama. La suya tiene aspecto de hombre, pero aún es mucho más inquietante puesto que es toda negra. Yo aparto la vista con un escalofrío moviéndose en mi espalda y observo cómo Abel extrae los sobres y abre uno de ellos. Ahogo un grito al descubrir de lo que se trata.

Son fotos nuestras en Suecia. Pero no las que Abel nos hizo, no. Estas las ha sacado alguien que no somos nosotros. Hay una en la que salgo en el bosque y parezco muerta de miedo. ¡Joder, recuerdo ese momento a la perfección! Fue cuando me escapé porque había discutido con Abel. Así que la sensación de que me seguían era cierta… Me llevo la mano a la boca, intentando calmarme. Abel va pasando las fotos: un par de cuando fuimos al pueblo y a patinar, y una del momento en el que nos besamos bajo la nieve.

—Joder, joder… –murmura, cubriéndose la cara con una mano.

—¿Qué me dices ahora? ¿Todavía quieres ir a Suecia? –pregunto con disgusto. El corazón me brinca en el pecho al comprender que no estamos seguros en ningún lugar.

Él tenía razón. Sus tentáculos son capaces de llegar muy lejos. Pero no entiendo qué es lo que pretende esa mujer… ¿Tanta es su obsesión hacia mí como para perseguirnos hasta otro país?

Echo un nuevo vistazo a las máscaras, que me provocan un temblor en el pecho. Abel aparta su mano del rostro y se me queda mirando con semblante apagado.

—Abre el otro –le ordeno, señalando el segundo sobre negro.

Parece que se ha convencido de que no hay otra opción, porque lo coge y lo observa durante unos segundos hasta dejar caer su interior en la cama. Son dos tarjetas de color dorado con letras rojizas. Me inclino para poder leer lo que hay escrito en ellas.

—¿Qué? –No me puedo creer lo que estoy viendo. Tomo una entre mis manos y leo para mis adentros.

Le anunciamos que ha tenido usted el honor de ser invitado a nuestra Mascarada Anual en Le Château de Paradis. El encuentro se celebrará el próximo sábado, a las 21:00 horas. Le recordamos las normas que usted y su acompañante deben seguir:

Traiga su máscara. Sin ella, no se le permitirá la entrada.

Debe vestir de etiqueta.

Hombres: traje negro con corbata. Si se desea, se puede añadir una capa del mismo color que el traje.

Mujeres: vestido de noche negro. Largo o corto.

Puede traer acompañante. Sólo uno por invitado. Los hombres vendrán acompañados de una mujer y, las mujeres, de un hombre. También deben portar una máscara.

No está permitida la entrada de juguetes o accesorios. En Le Paradise disponemos de todo lo necesario para hacer que su velada sea inolvidable.

Prepárese para disfrutar.

 

En la tarjeta de Abel pone lo mismo. Él no la está leyendo, quizá porque ya sabe lo que se va a encontrar. Se la señalo, con la boca abierta, sin que me salgan las palabras. Al fin, logro decir, medio tartamudeando:

—¿Qué… qué coño es una Mascarada?

—Es su fiesta anual, para celebrar la apertura.

—¿Le Paradise es uno de esos lugares? –Me quedo patidifusa.

—Sí. Bueno, más o menos. Donde fuimos es sólo el restaurante.

Aquella vez no me fijé mucho, pero no logro recordar que hubiese por allí ninguna mansión. Quizá se encuentra más lejos, quién sabe. Me tapo la boca con la mano, totalmente sorprendida ante todas estas increíbles revelaciones.

—¿Por qué me llevaste allí, Abel? ¿Es que querías que me metiera en ese mundo de mierda?

—¡Por supuesto que no! –Se levanta como movido por un resorte y me observa con el rostro desencajado–. Necesitaba resolver unos asuntos ese día —confiesa. Yo no recuerdo que hablara con nadie, aunque sí es cierto que salí del restaurante antes que él y me parece que charló con el camarero–. Le Château todavía no había abierto. Funciona de marzo a noviembre cada año. Acudí para dejarles claro que no quería formar parte de eso nunca más.

Yo le dedico una mirada cargada de reproche.

—Jade no estaba allí. Ninguno de ellos lo estaba. Volvió después, ¿lo recuerdas? –Asiento con la cabeza–. Supo de ti cuando empezaste a salir en las revistas y en la tele.

—¡¿Pero por qué no la tomó con Nina y conmigo sí?! –exclamo, quejándome como una niña.

—Jade sabe que Nina no significaba nada para mí.

Suelto un gemido de frustración. Abel se acerca a mí y me abraza. Yo me quedo rígida entre sus manos, pensando en lo que explica la nota.

—La Mascarada es este sábado –murmuro–. Quedan cuatro días.

—No tenemos por qué ir –dice él, cogiéndome de la mejilla.

—El viernes por la mañana haré que mi madre se vaya a León –continúo, sin prestarle atención.

—No, Sara, tú no tienes que pertenecer a ese mundo, y yo tampoco quiero hacerlo más…

—Tenemos que ir, Abel. –Me giro, estudiando todo su rostro. Él niega otra vez, casi a punto de llorar–. Acudiremos a la Mascarada esa y solucionaremos las cosas. –Mi tono de voz no acepta un no por respuesta.

Esa noche ninguno de los dos consigue dormir mucho. Abel da una vuelta tras otra en la cama y yo, desde mi posición, me dedico a observar las máscaras que asoman de la caja y que parecen mirarnos con sus cuencas vacías.

Tiéntame sólo tú
titlepage.xhtml
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_000.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_001.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_002.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_003.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_004.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_005.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_006.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_007.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_008.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_009.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_010.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_011.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_012.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_013.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_014.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_015.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_016.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_017.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_018.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_019.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_020.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_021.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_022.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_023.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_024.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_025.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_026.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_027.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_028.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_029.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_030.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_031.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_032.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_033.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_034.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_035.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_036.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_037.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_038.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_039.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_040.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_041.html