12
¿Alguna vez has escuchado el sonido de la sangre corriendo bajo tu piel? ¿Has notado que la luminosidad del día se tornaba penumbra? ¿Has comprendido que tu carne desaparecerá, que nunca mirarás más al frente, que no despertarás, que no existirás para siempre?
¿Alguna vez has pensado que tu vida es toda ella un error?
Durante la vuelta en el avión pensé en todo lo que había dejado atrás. En mis fallos y en mis aciertos. Consideré que los primeros eran muchos más. Quizá se deba a que siempre he sido muy pesimista, pero no lo puedo evitar, no al menos por la forma en que me han educado. Supongo que yo también tengo parte de culpa, pero suelo achacarlo a los demás. Y he ahí otro error.
Mientras la gente dormía en el avión –incluso Abel dio unas cuantas cabezadas– mi mente corrió a aquellos años de la infancia en los que fui bastante feliz. No tenía ninguna preocupación y pensaba que la vida era eterna. La gente no suele meditar sobre la muerte ni se para a contar cuántos años le pueden quedar de vida. Yo tuve una temporada en la que lo hice y lo pasé francamente mal. Imaginaba que mis seres queridos iban a morir en accidentes horribles y me tiraba el día llamándolos para saber cómo se encontraban. Lo superé y nunca más pensé en la muerte ni en su fría sombra.
Y entonces, la llamada de mi madre hace dos días y se me derrumbaron todas las creencias. Por un tiempo me convencí a mí misma de que la muerte no les llegaría hasta que yo tuviera por lo menos cincuenta años. Es una forma un poco estúpida de pensar, pero imagino que es lo que todos hacemos. Con esa llamada aprecié que la vida es demasiado corta y que en cualquier momento puede suceder algo que cambie toda nuestra visión.
Mi madre apenas podía hablar por el teléfono. Sus tartamudeos, sus sollozos, su voz temblorosa hicieron que me diese cuenta de que en realidad amaba demasiado a mi padre a pesar de todo lo que había hecho. Y comprendí que yo también lo quería y que me había estado engañando para no hundirme. Sin embargo, no derramé una lágrima durante todo el vuelo. Abel no me soltó la mano y me abrazó. Él sabe lo que es perder a un ser querido. Sabe lo que es amar y odiar al mismo tiempo a esa persona que se ha marchado y que jamás podrás volver a ver.
Cuando llegamos a España todo me pareció diferente, como si el mundo hubiese cambiado en tan sólo unos meses. El sol de enero era tenue, los edificios estaban más oscuros y la gente aparentaba ser más antipática. Sé que él no quería regresar del todo, pero no había otra opción. Al fin y al cabo es mi padre el que ahora está en un féretro y al que debo rendir homenaje a pesar de todo.
Durante el trayecto en coche hasta la casa de mi madre empecé a ponerme histérica. No sabía cómo iba a poder consolarla. Nunca se me ha dado demasiado bien darles a mis padres palabras de consuelo. Es como si una barrera en la garganta me lo impidiese. Pero esta vez tenía que hacerlo. ¿Quién si no podía calentar su alma helada?
Por suerte, estaba Abel. Por suerte, fue él el primero que acogió a mi madre entre sus brazos, el que la acunó, le acarició el pelo como si fuese una niña pequeña y le susurró que todo iría bien, que la vida a veces nos trae duros golpes, pero que se acaban superando al lado de las personas que amas. Después la tuve que mirar yo a los ojos y el hondo dolor que vi en ellos me trastocó. Las palabras se me atragantaron y sentí un amargo sabor en la lengua. ¿Qué podía decirle si yo misma no comprendía mis sentimientos hacia el hombre que había muerto? Así que hice lo que Abel me aconsejó: la estreché muy fuerte, la mecí y le canté nuestra canción favorita hasta que dejó de llorar.
Esa noche me esperé a que se durmiera. Abel estaba en mi habitación porque había decidido quedarse por si le necesitábamos. Mi madre se abrazó a mí como nunca y pensé en que había desperdiciado muchos abrazos por la rabia que durante un tiempo sentí hacia mi padre y hacia ella. Y a ella se los podía dar aún, pero no a él. La culpabilidad se ciñó a mi cintura con unas garras dolorosas, aún más fuerte al darme cuenta de que continuaba sin llorar. ¿Qué estaría pensando mi madre de que no soltase ni una sola lágrima?
—Sabía que el alcohol acabaría con él más tarde o más temprano –dijo mi madre con la voz pastosa a causa de la pastilla para dormir–. Pero esto ha venido tan de sopetón… Estaba destrozado, cariño. Cruzó la calle borracho, con el semáforo en rojo y el coche no pudo detenerse a tiempo.
—No pienses en eso ahora, mamá –le supliqué con un nudo en la garganta.
—Pero no se lo merecía, ¿verdad? Porque a pesar de todo era un buen hombre. –Alzó la vista para enfrentarse a la mía.
Me quedé callada unos segundos. No, definitivamente nadie se merece una muerte así.
—Lo era. Era un buen hombre –atiné a responder–. Sólo que todos nos equivocamos.
Al cabo de cinco minutos mi madre se quedó dormida. Y yo continué sin llorar.
*
Hoy es el entierro y mientras me coloco el vestido negro las piernas y las manos no dejan de temblarme. No acierto a colocarme los pendientes, así que al final desisto y paso a ponerme un poco de antiojeras porque no he dormido nada. Me cepillo el pelo con cuidado, una vez, otra y otra más, como si con cada cepillada pudiese ahuyentar el dolor y el vacío que siento dentro.
Mi madre está en el comedor porque mis tíos han llegado a primera hora de la mañana desde el pueblo. Sé que están mal, pero más por ella que por mi padre. También sé que notan su pérdida, aunque no le tenían demasiado aprecio. Les comprendo porque lo único que querían es que mi madre estuviese bien, que pasase una buena vida.
Odio los entierros. Cada vez que voy a uno y me meto en la iglesia, la oscuridad se apodera de mí. Las estatuas me parece que cobran vida y se burlan de mi dolor. Y encima el hecho de observar todos esos rostros llorosos... No sé cómo voy a poder superar este día. Pero si lo hago, entonces aguantaré hasta una bomba.
Termino de ponerme un poco de colorete. No tengo demasiado mal aspecto, aunque en realidad, no es algo que me importe. Echo un vistazo al móvil por si Cyn o Eva me han enviado algún mensaje. Quedamos en que irían directas a la misa. Es la primera vez que las voy a ver desde que me marché tan de golpe. No sé si estarán enfadadas o si todo continuará siendo igual. Ellas son mis mejores amigas, así que las necesito. Las necesito más que nunca. Tras comprobar que no tengo mensajes ni llamadas, guardo el móvil en el bolso. Mientras me echo un poco de colonia, llaman a la puerta. Antes de que pueda contestar, ya han abierto. Es Abel.
—¿Estás lista? –me pregunta, con las cejas arrugadas. Sé que está muy preocupado por mí.
Él tampoco tiene buen aspecto. Estoy segura de que ir a un entierro le recuerda al de su madre. No quiero que lo pase mal. Por un momento pensé en decirle que no hacía falta que viniese, que podía hacerlo yo sola. Pero no, no es cierto. Necesito que esté a mi lado junto con mi familia y amigas y que me dé la mano. Él ahora también es mi familia. Es mi presente y mi futuro.
—Sí –asiento, colgándome el bolso en el hombro.
—¿Estás bien? –Me da un beso en la coronilla cuando me acerco a él. Rodea mi cintura con un brazo y me estrecha.
—Bueno, estoy que ya es mucho. –Alzo el rostro para mirarlo y sonreírle. Me acaricia la barbilla en un gesto tan cariñoso que no puedo más que ensanchar mi sonrisa.
—Todo va a ir bien. Estoy aquí para ti. –Se inclina y me da un suave beso en los labios. Yo aprovecho y me engancho a él para aspirar todo su maravilloso perfume, ese con una mezcla de vainilla y hierbabuena que tanto me gusta.
—Si va a ser duro para ti, entonces no…
—Vamos. –No me deja terminar la frase. Me agarra de la mano y me saca de la habitación.
En el comedor esperan mis tíos, mis primos y mi madre, quien está llorando otra vez. Yo me quedo plantada en la puerta, sin saber muy bien qué hacer. Mi tía Fabiana se da cuenta y me dedica una sonrisa de ánimo.
—Cariño, tu madre se viene en el coche con tu tío y conmigo, ¿vale?
Asiento con la cabeza. Abel me llevará a mí. Preguntamos si alguien más quiere subir, pero todos tienen sus propios coches así que iremos nosotros solos. Antes de emprender la marcha, abrazo a mi madre una vez más. Le beso sus mejillas mojadas y le digo que en unos minutos nos vemos. En el coche me como las uñas y Abel no me lo impide porque sabe que necesito mantener la cabeza ocupada. Él mismo parece nervioso, ya que no para de dar golpecitos con los dedos en el volante. Varias veces se gira hacia mí y me dedica una sonrisa, pero sé que le está costando. Ni siquiera al llegar a la iglesia me abandona. Me acompaña hasta el primer banco y se sienta a mi lado junto con mi madre y mis tíos. Incluso a mi madre parece que la presencia de Abel la reconforta.
No escucho nada de lo que dice el sacerdote. Sólo puedo pensar en las últimas veces que vi a mi padre, en los gritos que nos dábamos, en los reproches, en las malas palabras. ¿Por qué no pude rectificar a tiempo? Si lo hubiese hecho, si le hubiese concedido un perdón, ahora no me sentiría de esta forma tan horrible. Durante toda la misa cada uno de mis movimientos y palabras son mecánicos. Rezo, me arrodillo, voy a tomar la hostia consagrada, pero apenas me doy cuenta de lo que hago. Mi mente se desplaza hasta mi padre una y otra vez. No me han dejado verlo porque tiene el rostro desfigurado. Mucho mejor, ya que no podría haberlo soportado. Sin embargo, me habría gustado darle un beso por última vez.
Tras la misa nos vamos al cementerio. En el coche no hablo, apenas parpadeo. Tampoco me como las uñas. Me he quedado sin fuerzas para moverme o decir nada. Cyn y Eva no han acudido a la misa. ¿Quiere decir eso que están enfadadas? ¿He perdido a mis amigas? ¿Qué es lo que me va a quedar en la vida entonces? Giro la cabeza hacia Abel y por unos breves segundos pienso en que me equivoqué con mi decisión precipitada. Desde que estoy con él, la vida ha sido demasiado complicada. Aunque también he tenido momentos maravillosos y... Joder, me sonríe y todo se ilumina, para qué mentir. Incluso este día horrible.
Una vez llegamos al cementerio, el corazón se me empieza a acelerar. Son los últimos minutos que pasaré cerca de mi padre. Me arrimo todo lo posible al ataúd y observo al sacerdote que va a dedicarle las últimas palabras.
—Señor, acoge en tu seno a este hombre...
Las palabras me acosan en los oídos. La mano de Abel aprieta la mía. En la otra tengo la de mi madre, que no deja de llorar. Y yo sigo sin derramar una lágrima a pesar de que hay algo dentro que se me está rompiendo. Y entonces, alguien se coloca a mi lado. Alzo la vista despacio y el corazón se me detiene. Es Cyn. Y a su izquierda se encuentra Eva. Ambas me dedican una sonrisa triste. Las tripas se me remueven y me llevo una mano a los ojos, que se me empiezan a humedecer. Ellas se mantienen calladas ante el discurso del párroco, pero con sus miradas me lo dicen todo. Continúan siendo mis mejores amigas, las que nunca me van a abandonar, las que siempre están en los buenos y en los malos momentos.
Abel me suelta la mano y se coloca detrás de mí, permitiendo que sea Cyn la que me coja. Y Eva estira la suya y me agarra también. Asiento con la cabeza, dándoles las gracias en silencio. Y así nos tiramos durante el resto del entierro: mi madre a mi lado, sollozando; Abel a mi espalda con una mano apoyada en mi hombro; y yo sujeta a mis mejores amigas. Me siento con mucha más fuerza que antes y entonces, comprendo que es mi última oportunidad.
Poso la vista en el ataúd de mi padre. Me olvido de todos los demás, aparto la voz del sacerdote. Ahora sólo está la mía en mi cabeza y le dirijo un discurso a mi padre. Le pido perdón por todo, le digo que quizá alguna vez fui una mala hija, quién sabe. Le explico que me habría gustado haber actuado de otra forma. Le concedo el perdón. Le confieso que le quería y que le quiero y que, a pesar de las cosas malas que hizo, también hubo buenas.
Y por fin, cuando lo meten en el nicho, lloro. Un llanto profundo se me escapa. Tan hondo que mis amigas se sorprenden y Abel clava sus dedos en mi hombro. Mi madre me intenta consolar, pero yo no puedo dejar de llorar. Lloro por todos y por todo: por mi madre que se ha quedado sin la persona que amaba, por Abel que perdió a su madre cuando era tan pequeño, por Cyn y Eva a las que a veces he hecho daño, por mí misma porque me siento como un error andante.
—Va, cariño, ya está –me susurra mi madre. Ahora es ella la que ha dejado de llorar y la que se muestra más entera que yo.
Asiento con la cabeza, intentando calmarme. Me limpio las lágrimas que no cesan de salir. Ella quiere quedarse más conmigo pero la gente empieza a venir para darle el pésame y se tiene que apartar para atenderlos. También vienen a mí, me dan la mano, me besan, me regalan esas palabras que siempre se me han antojado tan carentes de significado. Me tiro casi diez minutos saludando a gente, posando mejilla contra mejilla, rozando frías manos. Cyn, Eva y Abel esperan pacientemente hasta que todo se queda más tranquilo y podemos salir del cementerio. Entonces aprovecho para lanzarme a los brazos de mis amigas.
—Lo siento, lo siento… –murmuro, con el rostro entre el hueco de sus cuellos.
—¿Pero qué sientes? –Cyn es la primera en hablar.
—Me fui así, tan de repente… Sé que lo comprendisteis pero tenía miedo de volver y que todo hubiese cambiado.
—¿Cómo va a cambiar nada, tontaca? –Esta vez es Eva la que interviene. Me frota la espalda en un intento por consolarme.
Abel se encuentra a nuestra espalda, silencioso. Sé que ha hecho mucho por mantenerse a mi lado en el cementerio, ante toda esa gente, recordando la muerte de su madre. Eva y Cyn le abrazan y le dan dos besos y a mí se me ilumina el corazón al pensar que sí, que todo sigue igual.
—Nos tienes que poner al día de muchas cosas –me dice Cyn–. Y yo a ti, vamos. Porque con Marcos me va todo genial.
—¿Ah, sí? –preguntamos Abel y yo al unísono. Luego me giro hacia Eva–. ¿Y tú qué? ¿Ya tienes algo por ahí?
Me fijo en que se le borra la sonrisa y sus ojos se oscurecen. Mierda. ¿Qué pasa ahora? ¿Es que algo va mal? Cyn también se ha puesto más seria que de costumbre.
—Pues verás, yo...
—¡Sara!
Una voz familiar me llama. Antes de darme la vuelta, sé que es Judith. Le avisé del entierro, pero no la había visto en la misa ni en el cementerio, así que pensé que no había acudido. Me giro con una leve sonrisa para recibirla y entonces, el corazón se me para.
Al lado de Judith y Graciella hay otra persona más. Es Eric. Yo no le había avisado porque suponía que sería incómodo, pero imagino que ha sido mi amiga la que le ha comentado la situación. Abel y él se están observando y no de una manera amistosa. Por un instante pienso que se van a poner a discutir aquí mismo o algo por el estilo. Realmente no sé qué pasa entre ellos. Abel no tiene constancia del beso que Eric me dio, pero... Sé que su amistad se resintió cuando yo me crucé en su camino. Abel tiene claro que Eric está enamorado de mí y supongo que eso le molesta. Y, por otra parte, quizá Eric esté enfadado al pensar que Abel no está ofreciéndome lo que yo quiero. Son sólo suposiciones, pero…
Me sorprendo cuando se dan la mano. Si su amistad fuese tan buena como antes se habrían abrazado o cualquier otra cosa pero, al menos, todavía mantienen una estudiada cordialidad. Y yo ahora mismo no sé qué hacer. Eric desvía su atención de Abel a mí y, cuando se cruzan nuestras miradas, me parece que todo se detiene. Me muerdo los labios, nerviosa y confundida. Creí que tras un tiempo separados yo no me sentiría así. Pero en realidad no entiendo ni cómo me siento, con este corazón que late desbocado, con este murmullo en el estómago que me avisa de que algo marcha mal.
Eric da un paso hacia mí. Todo a cámara lenta. Me parece que está más guapo, mucho más que cuando me fui. Es mi mente la que está provocando todo esto, estoy segura. O mi corazón. No lo sé. Pero sus ojos brillan más a la luz del sol. Tan verdosos, tan cálidos. Por un momento me viene a la cabeza el beso que me dio en la fiesta. Casi puedo apreciar su sabor. Joder, ¿pero en qué estoy pensando? Estoy en el entierro de mi padre y mi novio está aquí conmigo. Tengo que hacer algo con todo esto...
Entonces Eric se coloca delante de mí y yo alzo la cabeza para observarlo mejor. Mi corazón va a estallar. Apuesto a que todos mis amigos se van a dar cuenta de lo fuerte que late, de lo rápido que cabalga. Abel también lo hará y la habré fastidiado. Pero no puedo evitarlo. No entiendo qué es esto que me ataca la primera vez que veo a Eric después de tanto tiempo. Sin que yo me lo espere, se inclina sobre mí y me rodea con sus brazos. Sí, Eric es tan cálido. Todo su cuerpo arde. Y me resulta muy familiar a pesar de haber estado lejos durante un tiempo. Me quedo quieta unos instantes, meditando sobre lo que hacer, hasta que decido olvidarme de todo y devolverle el abrazo.
—Te he echado tanto de menos… –me susurra al oído para que nadie más que yo se entere.
No respondo. Sólo cierro los ojos y los aprieto con fuerza, dejándome llevar por la serena tranquilidad que me invade con su abrazo. Entierro la nariz en su cuello, aspirando su aroma, que es muy distinto al de Abel pero que también me encanta. ¿Por qué estoy otra vez comparándolos? Joder, no puedo entender todo esto.
Abro los ojos y me topo con los de mi novio. Me mira un poco enfadado pero puedo leer en sus pupilas algo más. Algo que me pone nerviosa. Veo preocupación, veo melancolía. No sé qué puede estar pensando al observar este abrazo tan íntimo entre el que fue su mejor amigo y su novia. Me fijo en que le dice algo a Judith, la cual asiente, y después se aleja hasta que encuentra a mi madre.
En ese momento Eric se aparta de mí, pero me agarra de las manos y me mira de arriba abajo. Por el rabillo del ojo veo que Cyn está con los morros arrugados y que Eva nos observa de forma divertida.
—Sara, siento mucho lo de tu padre –me dice Eric, aún en voz bajita. Y viniendo de él me parece mucho más sincero que de otras personas que me lo han susurrado antes.
—Gracias –me limito a contestar.
—Espero que tu viaje haya sido bueno y que hayas regresado con más fuerzas.
Sé a lo que se refiere. Él conoce de la enfermedad de Abel, así que imagino que piensa que mi situación es difícil. Porque... ¿no puede saber nada de lo del tema Jade, no? Abel me dijo que él no estaba metido en esto...
Por fin se aparta de mí. Cuando me suelta de la mano, siento ganas de estirarla y de cogérsela otra vez. No obstante, me quedo quieta, observando cómo se va hacia Graciella. Esta vez es Judith la que se acerca a mí y me besa y abraza. Empieza a parlotear con su particular carisma y yo asiento una y otra vez, pero no entiendo lo que dice. Sólo puedo mirar a Eric, su gesto entre preocupado y cariñoso, que no puedo comprender. Sucede algo y no atino a averiguar qué.
—¿Cariño?
Es mi madre la que me saca de mi ensimismamiento. Parpadeo y dirijo la mirada a ella. Está mucho más serena y me alegro. Mi tía Fabiana la acompaña, agarrándola de los hombros.
—Me llevo a tu madre a comer. Voy a cocinar yo. ¿Por qué no te vas tú con tus amigos? Seguro que tenéis mucho de qué hablar –me propone mi tía.
—Pero… –protesto. Debería quedarme con mi familia en estos difíciles momentos, pero es la mirada de mi madre la que me convence de hacer lo que Fabiana me dice.
—Esta noche nos vemos, ¿sí?
Asiento con la cabeza. Les doy un abrazo y las despido. Abel ha regresado a nuestro lado, pero está muy callado y serio, con las manos en los bolsillos.
—¿Entonces queréis que vayamos a comer? –propone Cyn.
—Por mí bien porque quiero decirle algo a Sara –dice Eva. La miro, confundida.
—Graciella y yo nos apuntamos, que hace mucho que no vemos a nuestra pequeña –interviene Judith. Me estrecha otra vez.
Todos nos quedamos mirando a Eric, quien desvía los ojos hacia Abel. Este se queda muy serio unos segundos, hasta que se encoge de hombros.
—Lo siento, no puedo. Me están esperando. –Evita mi mirada al decir esto–. Pero ya hablaremos, ¿eh?
Como el ambiente está enrarecido, esta vez no me abraza al despedirse, sino que simplemente alza una mano y se marcha. Yo me quedo con la cabeza aturullada, pensando en si la que le está esperando es esa mujer con la que compartía cama antes de que me fuera. No debería estar celosa, pero… ¿son precisamente celos lo que ahora mismo siento?
—Bueno, ¿pues dónde queréis ir? –interrumpe Cyn.
Al final acabamos en uno de los bares del centro del pueblo y comemos el menú del día. A mí no me entra apenas casi nada debido a todo lo que ha sucedido. Me paso la comida pensando en mi padre, en que se ha marchado de verdad para siempre. Empiezo a notar su ausencia a pesar de que siempre estuvo ausente para mí. Pero ahora el vacío es tan distinto que no puedo más que sentir pinchazos en el corazón.
Cyn, Eva y Judith me preguntan por el viaje, si lo hemos pasado bien, que qué suerte he tenido pues han sido como unas vacaciones de ensueño. Si ellas supieran... Cierto que la mayor parte del tiempo lo fue, pero esas noches de pesadillas de Abel también fueron terribles.
En el café, Eva se vuelve a poner seria. Yo me la quedo mirando, expectante por lo que me va a contar. ¿Ha tenido un novio y la ha dejado? No se me ocurre nada más.
—Sara, sé que lo último que querrías escuchar es esto en este día. Pero no me queda más tiempo –dice con un hilo de voz.
A Cyn se le escapa un sollozo. Me sobresalto y le dedico una mirada asustada. Abel alarga una mano y me la agarra. Yo se lo agradezco, pues pensaba que estaría muy enfadado por lo ocurrido con Eric.
—¿Qué pasa? –pregunto con la voz cargada de preocupación.
Eva se refriega las manos, nerviosa, con la cabeza gacha. Cyn la menea del hombro y, al fin, ella alza la vista y la clava en mí. Está triste, y me lo contagia a mí.
—Me ha salido un trabajo en Japón. Voy a dar clases de español allí. Me voy pasado mañana.
Y toda la alegría que me había inundado al encontrarme con ella, se me esfuma.