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—No me iré de aquí hasta que me cuentes toda la verdad, Abel. –Mi voz es profunda. Esta vez no le voy a dar la satisfacción de salirse con la suya sin apenas esfuerzo.
Tengo aquí una vida. Familia y amigos. ¿Cómo cree él que puedo abandonar todo esto?
—La confianza se gana, Abel –continúo. Él deja de preparar las maletas y me mira con el ceño arrugado. Leo preocupación en sus ojos y ese miedo intenso que me está contagiando. Me arrimo a él, lo zarandeo empezando a ponerme histérica–. No te la voy a dar por arte de magia.
—Sara, no quiero involucrarte en nada más. No quiero que sepas quiénes son ellos. Tú no estás hecha para ese mundo.
—¿Qué mundo? –Le aprieto el brazo sano, dejándole claro que estoy muy nerviosa–. Porque supongo que al haber decidido estar contigo, también es el mío. ¿Lo sabes, no?
No contesta. Desvía la mirada para no compartirla conmigo, pero yo le obligo a que me mire.
—Necesito que me cuentes toda la verdad, Abel. –Le cojo de la barbilla para que se dé cuenta de que esta vez voy en serio–. Tú decides. Si de verdad quieres que deje todo por ti, habla. He venido desde Madrid porque creía que ibas a morir. Me he vuelto loca buscándote por todos los hospitales. Creí que se me iba a paralizar el corazón. ¿Ves lo que te amo, Abel? Estoy dispuesta a permanecer contigo pase lo que pase, pero ábrete a mí. Hazme partícipe de tu vida. Y de tu pasado, ese que ahora nos tiene en el presente así, con un montón de ropa desperdigada por el suelo, a punto de salir corriendo a saber dónde y por qué.
Trago saliva tras todo el discurso que le he dado. Él se suelta de mi apretón y se sienta en la cama. Se pasa la mano sana por el cabello revuelto, con la mirada fija en el suelo. Está pensativo. Sé que en su interior hay una gran lucha. Pero si me ama, lo entenderá.
Se tira un buen rato callado. Yo no puedo más que escuchar a mi corazón desbocado. El nudo en mi estómago es cada vez mayor. Este puede ser nuestro final. Este sí. Si no confiesa, me marcharé, pero no con él. Abandonaré su vida si no es capaz de dármela entera. No puedo soportar más mentiras, secretos y sorpresas.
—De acuerdo. –Su voz grave me sobresalta.
Ha alzado la cabeza y me está mirando. Continúa triste, pero hay algo más en sus ojos: decisión. Asiento con la cabeza, animándole a que hable. Decido sentarme a su lado, demostrarle que no tiene nada que temer, que aceptaré lo que diga. Él me coge de la mano antes de empezar a hablar. Me la aprieta, se la lleva a los labios y la besa. Aspira con profundidad.
—Conocí a Jade cuando tenía unos diecinueve años, más o menos.
Se interrumpe para observarme. Eso es mucho tiempo. Esa mujer ha estado en su vida mucho más que yo. Me paso la lengua por los labios resecos y le hago un gesto para que prosiga.
—Por ese entonces, yo ya estaba intentando abrirme paso en el mundo de la fotografía. Había hecho algunos trabajos y, según decían, eran buenos. –Menea la cabeza y sonríe, como recordando aquella época. Clava sus iris azules en mí–. Pero no disponía de los medios necesarios para tener un buen equipo. Tan sólo contaba con una cámara que me había regalado mi padre. Por ese entonces, él había conocido a Isabel, que tampoco pasaba por un buen momento económico. Odiaba esa situación, la de no saber qué ocurriría al día siguiente.
—Sé lo que es eso, Abel –le digo para que se dé cuenta de que le entiendo.
—Necesitaba tantas cosas, Sara. Al menos si quería dedicarme a la fotografía de forma profesional.
Vuelve a callarse. Su respiración ha empezado a acelerarse. Y la mía, también, porque puedo sentir su miedo. Esta vez no me mira y yo decido permitírselo.
—Yo trabajaba como camarero en un restaurante muy lujoso en la playa. No me gustaba mucho, me pagaban mal y eran muchas horas, además de que la gente que solía ir era tan diferente a mí. Todos ricos, remilgados, que me miraban por encima. Pero no tenía otro remedio, era lo que había porque no tenía los estudios necesarios para otro trabajo. Cuando terminaba mi jornada, me dedicaba a ir a la playa para sacar fotos. En esos instantes, recordaba a mi madre. –Se muerde los labios. Yo le aprieto la mano, dándole a entender que estoy a su lado–. Una noche, mientras estaba haciendo fotos, alguien se acercó a mí. Era una mujer muy hermosa, pero había algo en ella que me inquietaba. Por su apariencia, parecía tener bastante dinero.
—Esa mujer era Jade, ¿no?
—La reconocí porque a veces acudía al restaurante a tomar alguna copa. Siempre iba sola. –Cierra los ojos, quizá transportándose a esa noche–. Me dijo que me observaba desde hacía tiempo, que sentía curiosidad al verme hacer fotos cada noche. No sé qué esperaba yo, pero me sentía solo y acabé contándole que mi pasión era la fotografía y que trabajaba en el restaurante con la esperanza de ahorrar y poder conseguir lo que quería.
—¿Y ella se ofreció a ayudarte? –pregunto, muy inquieta.
—Sí. –Abel suspira, se remueve en la cama. Sus dedos parecen temblar entre los míos–. Me propuso sacarle unas fotografías. Me las iba a pagar francamente bien. Por supuesto, acepté. Una tarde fui a su casa, dispuesto a hacer mi trabajo y largarme de allí.
—Pero pasó algo más, ¿no?
—Terminamos acostándonos juntos –lo resume en esas tres palabras que a mí me provocan un vuelco en el corazón.
—¿Cuántos años tenía ella, Abel?
—No lo sé exactamente, jamás se lo pregunté. Se mantiene muy bien pero creo que en esa época tendría unos veintiséis o veintisiete.
—¿Te obligó a acostarte con ella? –pregunto asustada.
—No, claro que no –confiesa él, con la vergüenza en el rostro, aunque no parece seguro del todo–. Estaba triste, confundido, tenía chicas de mi edad pero no una como ella, tan experta, con tanto dinero y tanta clase. Me ofrecía cosas que… –Se pone pálido al mirarme.
—Me has dicho que le debes mucho –le interrumpo. Necesito llegar al meollo de la cuestión porque me voy a desmayar de la inquietud–. ¿Por qué, Abel? ¿Qué es lo que hizo ella para que esté sucediendo esto? ¿Qué hiciste tú?
—Jade me ayudó, en cierta forma, a conseguir todo lo que yo necesitaba para iniciar mi camino en la fotografía –baja la voz, como si eso le costase contarlo–. Ya te he dicho que me pagó las fotos muy bien. Después hice más a algunas de sus amistades. Y luego me ofreció otro trabajo… –se calla otra vez y algo en mi interior da un brinco–. Así pude estudiar, tener mi propio equipo y mi estudio…
—¿Y ella no te pedía nada a cambio? Es decir, ¿simplemente te ofreció esos trabajos porque le caías bien, porque le gustabas? –pregunto, sin entenderlo muy bien.
—Yo era suyo.
—¿Qué?
—Teníamos sexo cuando y donde ella quería. Y como deseaba.
—¿Me estás diciendo que eras como su prostituto? –Casi me falta la respiración al pronunciar esa palabra–. ¿Aparte de pagarte las fotos también te dio dinero por sexo?
—Sí, alguna vez.
Ladeo la cabeza, con la boca y los ojos muy abiertos. Dios mío, es increíble. Me giro hacia él de nuevo. Le obligo a mirarme.
—Se aprovechó de ti por mucho que digas que no. Tú necesitabas todo eso, y te entiendo, Abel. Te entiendo porque yo también haría lo que fuese por llegar a ser investigadora. Ella llegó en tu peor momento, se alimentó de tu soledad y tu tristeza. –Trago saliva y a continuación digo, con voz grave–. Pero, aun así, no entiendo por qué le debes tanto. Es decir, hiciste lo que te pedía y tú recibiste un dinero a cambio. ¿Es que hay algo más, Abel?
Nos callamos unos segundos. Al fin, él decide continuar, sin rebatir mis palabras.
—Ella a veces se marchaba fuera del país, pero jamás me decía adónde. Siempre se excusaba con que tenía asuntos que resolver. Un día, mientras teníamos sexo, descubrí algo en lo que no había reparado antes: un tatuaje –se detiene, esperando a que diga algo, pero asiento con la cabeza, entendiendo sus palabras–. Le pregunté por él y se puso como una loca. Discutimos porque yo quería saber más de ella, pero nunca me ofrecía nada más que sexo y dinero. –Le dedico una mirada cargada de intenciones, para que recuerde que así me he sentido yo–. Al cabo de unas semanas volvió muy diferente. Cariñosa, amable. Siempre tenía cambios de humor, así que no me extrañó. Pero parece que ese día había tomado una decisión, porque me preguntó si todavía quería saber más de ella. Le dije que sí. Fue una respuesta equivocada.
—¿Por qué, Abel? –Meneo la cabeza sin entender.
—Porque ahí fue cuando me metí en un mundo oscuro que jamás debería haber conocido. –Se pasa la lengua por los labios. Respira profundamente antes de continuar–. Jade me llevó a su mundo. Al de los castillos o mazmorras de ritos sexuales.
—¿Perdona? –Lo miro con los ojos muy abiertos. Él me aprieta la mano con fuerza. Está temblando aún.
—Jade es dueña de uno de esos lugares, uno de las más importantes de toda Europa. En realidad, no se trata sólo de uno pues hay algunos distribuidos por varios países. Pero ella regenta uno en España y otro, que es el grande, en Holanda. Bueno, en realidad primero fueron de su abuelo, y luego pasó a manos de su madre, y ahora los tiene Jade –me explica.
—Tienes que explicarme antes qué coño es eso. Jamás había oído algo así –le digo, alzando una mano.
—Pues es muy real, Sara, aunque claro, no todos pueden saber de ello. Es un lugar al que la gente va para mantener sexo a través de diferentes prácticas.
—¿Un prostíbulo?
—No. Allí nadie paga por sexo. Al menos no de esa forma.
—No lo logro entender…
—Sé que es difícil, Sara. Yo mismo me sorprendí muchísimo al conocer ese mundo. El problema es que no se trata sólo de gente manteniendo relaciones sexuales, sino que también es un lugar en el que comerciar con droga y mujeres y, en ocasiones, todo eso es casi como… un ritual.
—Has dicho que no es un prostíbulo.
—Y no lo es. Allí las mujeres se ofrecen de forma voluntaria a participar en todo.
—Mi cabeza está a punto de explotar, Abel. No consigo...
—Sara, no tienes que entender nada, sólo escucharme. –Me coge de la barbilla y clava su azulada mirada en mí, oscurecida por la preocupación y el miedo–. Esos lugares pueden llegar a ser muy peligrosos.
Asiento con la cabeza, aunque todavía me siento confundida y cada vez un poquito más asustada.
—Ellos no quieren que se sepa lo que hacen. En un principio, sólo son lugares en los que disfrutar del sexo de forma libre y voluntaria. Pero el mercado de la droga es enorme y, además, uno se da cuenta de que son como una puta secta.
—¿Y por qué la policía no puede hacer nada?
—Porque allí hay gente muy influyente. Y porque a la policía se la puede comprar.
—¿Me estás diciendo que es un antro de corrupción? –Alzo la voz, un tanto asustada. ¿Pero en qué estuvo, joder, y está metido este hombre?
—Más bien se trata de una sociedad secreta. Ya sabes, el tatuaje… Cuando los conoces, cuando pisas su espacio, cuando descubres sus secretos y reglas… Es difícil escapar.
—¿Por qué Jade te metió en todo eso, Abel?
—Supongo que le gusta hacer sufrir a la gente. Incluso a mí. –Se queda pensativo unos segundos y luego añade–: Puede que más a mí.
—Pero… ¿Acaso ella no te amaba?
—A su manera. Y no es una manera muy cuerda. –Menea la cabeza como para borrar tristes recuerdos–. Jade tiene problemas mentales.
—¿Quieres decir que me ha amenazado porque está enferma?
—Su crueldad no se debe sólo a su enfermedad. Creo que le viene de fábrica. Hay personas así.
Las palabras de Abel me calan hondo. Me estremezco. Todavía me cuesta creer lo que me está contando. Parece haberlo sacado de una película de mafiosos o algo similar. Esbozo una sonrisa incrédula. Los nervios me están jugando una mala pasada.
—Sara, he visto con mis propios ojos de lo que son capaces de hacer con tal de mantener su negocio a salvo. Con tal de continuar con sus vicios… –Hace un gesto de asco.
—Pero, Abel, todo esto es sorprendente. Es decir… Yo… ¿Qué pinto en todo esto? ¿Por qué ella me ha seguido? ¿Qué hacía en la fiesta?
—Quizá se ha dado cuenta de que eres importante para mí –responde él con voz grave–. De que yo por fin soy feliz con alguien, de que ya no hay dolor en mí.
—¿Y qué, joder?
—Sara, ella está loca. –Abel acerca su rostro cargado de preocupación–. Quiere que sea sólo suyo porque le encanta la posesión. No quiere que deje ese mundo, pues esas son las reglas. Y tampoco quiere que sea feliz. Si ella no lo es, que nadie lo sea. Necesita que bailen a su ritmo.
—Tú has estado últimamente en… –digo al recordar su tatuaje.
—No. Hace tiempo que no. Me hice el tatuaje para mantener contenta a Jade, sólo eso, para que pensara que todavía estoy dispuesto a seguir con ellos. Cuando trabajé allí, necesitaba el dinero. Sé que no tendría que haberlo hecho, pero me moría de miedo al pensar en que pudiera volver a la penosa situación de mi infancia. –Cierra los ojos como si le costase hablar. Al abrirlos, la vergüenza y el dolor han vuelto.
—¿El dinero?
—Sara, yo tenía un trabajo en la mansión. Por eso Jade me llevó allí.
—¿Y qué hacías allí? –Me tiembla la voz porque temo la respuesta, aunque necesito saberla.
—Fotografías. –Esboza una sonrisa triste.
—¿Qué tipo de fotografías?
—Nunca he hecho nada malo, te lo juro –no responde a mi pregunta. Se levanta de súbito y me mira desde arriba–. Ya te he dicho toda la verdad, Sara. No hay nada más. El resto ya lo conoces.
Yo también me levanto, conteniendo la respiración. Me muerdo los labios, sin apartar la mirada de la suya.
—¿Qué me dices, Sara? ¿Vas a permitir que te proteja? En cierto modo, yo te metí en esto y soy yo el que debe sacarte. No conozco ahora mismo otra forma de hacerlo.
—Debe de haber alguna otra solución. No toda la policía...
—Allí no va sólo la policía. También cargos muy importantes en la sociedad –me confiesa Abel. Siento que el mundo se está desmoronando a mis pies ante toda la verdad–. Sus tentáculos son largos, Sara.
—Pero, ¿qué quiere Jade de mí…?
—Alejémonos un tiempo. Dejémosle que se olvide de mí, que encuentre otro juguete al que romper. Y entonces, también se olvidará de ti. –Me lleva hasta su pecho. Apoyo la cabeza en él y cierro los ojos. Le huelo.
—¿Y si no funciona que nos marchemos?
—Al menos estaremos lejos de su locura.
Alzo los ojos para observarlo. Una lágrima solitaria se desliza por su mejilla. Se la limpio con un beso.
—Ya te lo dije una vez, Sara: quería vivir rápido. Meses antes de mi encuentro con Jade, los médicos me informaron sobre la enfermedad de mi madre. No puedo explicarte cómo me sentí. Le había prometido a mi madre que conseguiría ser el mejor fotógrafo. Y estaba tan enfadado con ella... –Sus rasgos se endurecen ante el recuerdo–. Quería demostrarle que podía lograrlo y que se había marchado sin darme la oportunidad de mostrárselo.
—Quizá hizo lo que hizo porque también tenía miedo de descubrir que te iba a suceder lo mismo. Al fin y al cabo, si lo heredas, sería por ella. Puede que se sintiera culpable –me atrevo a opinar.
Abel no contesta. Me acaricia la mejilla con el dedo índice de manera muy suave, con todo su amor y vulnerabilidad.
—Hice tantas cosas que no debí –continúa–, pero ansiaba que todos recordaran mi nombre. Cuanto más tenía, más quería. Dinero, fama, droga, alcohol, mujeres. Lo quería todo en mi vida. Pensaba que si iba a abandonarla pronto, tenía el derecho a vivirla como quisiera.
No respondo. Me mantengo quieta, escrutando su mirada avergonzada y culpable. Apoyo mi mano en su barbilla y le acaricio la bonita barba. Sonríe y esos hoyuelos suyos me dejan sin aliento.
—No espero que entiendas por qué me he comportado a veces mal contigo. Tampoco pretendo justificarme. Estaba confundido y no sabía qué hacer, pero sé que no es excusa. Yo te amo, Sara, desde el momento en que te vi. Pero tú no merecías todo esto. Quería alejarte y no sabía cómo. Cuando lo hacía, todo mi cuerpo te necesitaba. Me sentía vacío otra vez, me dolía el alma.
—Ahora ya no importa –musito, abrazándome a él, apoyando mi frente en la suya–. Puede que los antiguos tuviesen razón y que los destinos de los hombres estén en las estrellas, perfilados desde antes de su nacimiento.
—Prometo que voy a protegerte como sea, Sara.
Cierro los ojos y aspiro su aroma. Al abrirlos, me topo con los suyos, tan azules y atormentados.
—Lo sé, Abel.
—¿Estoy haciendo lo correcto? –Piensa en voz alta.
*
—Pero cariño, ¿no te iba bien aquí? –Mi madre está a punto de llorar. La estoy preocupando y no es eso lo que quiero.
Abel se halla a mi lado, quieto y silencioso. Hoy no se encuentra nada bien y está más pálido que de costumbre. Las medicinas son fuertes y no le sientan demasiado bien.
—Mamá, son sólo unas mini vacaciones. –Me giro en dirección a Abel–. Necesita descansar. Quiero ir con él para cuidarlo.
Mi madre asiente con la cabeza. Llevamos toda la comida manteniendo la misma charla, con idénticas preguntas y respuestas.
—Llámame todo lo que puedas –me pide ella cuando estamos a punto de salir por la puerta.
—Casi todos los días –sonrío.
Estoy mintiendo. Abel me ha dejado claro que no debemos ir dejando rastro. Y de todos modos, vamos a estar perdidos en la naturaleza, donde puede que ni haya cobertura. Abrazo a mi madre con fuerza. Ella ya se ha echado a llorar. Yo estoy tratando de contenerme, convenciéndome de que es sólo una despedida temporal y que todo irá bien.
—Dale un beso a papá de nuestra parte.
No ha querido estar presente. Se ha enfadado mucho con mi decisión. Estoy segura de que piensa que Abel me domina. Pero lo cierto es que esperaba que viniese, que se despidiese de su hija.
—Cuida de mi hija, por favor. Ella te quiere mucho –le dice mi madre a Abel, al tiempo que lo estrecha entre sus brazos.
—Por supuesto –responde Abel, forzando una sonrisa.
Odio las despedidas.
Con Cyn y Eva también es duro. La primera se muestra llorosa y la segunda preocupada. Les voy a mentir como ya he hecho con mi madre.
—¿Hasta cuándo te vas a quedar por allá? –pregunta Eva. Es el tercer cigarro que se enciende en quince minutos. Está nerviosa porque imagino que sospecha algo.
—Un par de meses –sonrío–. Puede que menos. Sólo hasta que Abel se encuentre mejor. El aire de la montaña le sentará bien.
—¿Y no podéis iros más cerca? Con la de montañas que tenemos por aquí –dice Cyn con voz chillona–. Os dejo mi chalé –Se le humedecen los ojos.
—Cyn, que no es para tanto –trato de animarla.
—Si es por vuestro bien, nena, entonces haz lo que tengas que hacer. –Eva me mira de manera penetrante. Yo agacho la cabeza, incapaz de contemplar sus ojos.
Nos abrazamos las tres en silencio. Cyn se ha puesto a llorar como sucedió con mi madre. Eva me aprieta muy fuerte. Un gemido escapa de mi garganta.
—Será como una luna de miel –intento convencerme de ello.
Un par de días después dejo todo solucionado en la Universidad. A Gutiérrez no le hace nada de gracia, pero no ha podido rechistar porque le he dicho que mi abuela está muy enferma y necesita que la cuidemos, ya que no tiene a nadie más. No sé cuánto más voy a mentir. Me entrega hojas y hojas de trabajo que tendré que llevarme a Suecia. Patri parece muy contenta. Ahora tiene el camino libre.
De Judith sólo me puedo despedir por teléfono. Está en Formentera, trabajando con Graciella. Por suerte, está muy feliz y me alegro mucho por ella.
De Eric decido despedirme en persona. Cuando salgo del estudio de Abel hacia el encuentro, él sabe a quién voy a ver, pero no dice nada. Es algo que me inquieta y, al mismo tiempo, me alegra.
En el metro estoy tan nerviosa que no puedo parar de morderme las uñas. Eric parecía serio por teléfono. Quizá esté enfadado conmigo. Ni siquiera sé cómo vamos a comportarnos después de lo que ocurrió en la fiesta. Cuando lo descubro entre la multitud, apoyado en su moto, con ese aspecto suyo alegre y desenfadado, el corazón me da un vuelco. Estoy a punto de esconderme para que no me vea, o de salir corriendo y así no tener que enfrentarme a su mirada. Sin embargo, continúo caminando hacia él. No escucho nada alrededor, sólo mi corazón y mi pulso martilleando en cada parte de mi piel. Eric alza la cabeza y nuestras miradas se encuentran. Me detengo de golpe ante la imposibilidad de respirar. No puedo, no puedo ir hasta él. No voy a saber qué decirle. Me siento tan avergonzada y al mismo tiempo tan nerviosa. Como una quinceañera. ¿Pero qué me pasa?
—Sara. –No escucho su voz, pero sus labios dibujan mi nombre entre el barullo de la gente. Y basta ese gesto para que me atreva a andar otra vez.
Al final corro y termino lanzándome a sus brazos. Me enredo en su cintura. Se la aprieto con fuerza, apoyando mi cabeza en su pecho. El corazón le late tan fuerte como a mí. No puedo entender qué es esto.
—Me voy, Eric –susurro.
—¿Qué? –Sus manos todavía se encuentran separadas de mí. No se atreve a abrazarme.
—Me voy de viaje un tiempo –repito, esta vez alzando la cabeza y mirándolo. Por sus ojos verdosos pasa un rayo de comprensión.
—¿Es por Abel?
—Está enfermo –asiento con la cabeza–. ¿Tú lo sabías, Eric?
—Sí. Pero no pensé que tan pronto…
—Estaremos unos meses en Suecia, en la cabaña de su madre. –Agacho la cabeza porque estoy omitiéndole parte de la historia. Pero él tampoco puede saber las verdaderas razones por las que huimos.
Me coge de la barbilla y me insta a mirarlo. Leo en sus ojos la admiración y el amor que siente por mí. Mi corazón va a estallar en el pecho, por favor. ¿Por qué en mi cabeza Eric es sólo mío? ¿Cómo puedo tener estos terribles pensamientos? Por un momento creo que va a besarme como la noche en Madrid. Y no sé si esta vez tendré la suficiente fuerza como para resistirme. Sin embargo, lo único que hace es acariciarme la barbilla. Pero es suficiente... No necesito más, me siento tan bien con tan sólo ese gesto. Eric es tan cálido, tan calmado, tan bueno. Deposita un suave beso en mi mejilla que me hace contener la respiración. Querría enlazar mis manos en su cuello, abrazarme a él y no separarme en mucho tiempo.
—Yo te quiero, Eric –me atrevo a decirle. Él parpadea, confundido. Se muerde el labio inferior–. Tal vez no como tú a mí, pero te quiero. No puedo perderte. Sé que esto no es correcto, que estoy siendo egoísta, pero te necesito a mi lado.
—Sara, Sara, lo sé. Sé que me quieres. Este tiempo separados nos vendrá bien a ambos y cuando vengas, yo estaré esperando aquí. Quiero conservar tu amistad.
Esta vez soy yo la que se va a echar a llorar. Él se da cuenta y me estrecha entre sus brazos con tanta fuerza que siento que voy a volar. Le rodeo la espalda con mis brazos y sollozo.
—Sara, quiero decirte algo. Aquí no, vayamos a hablar a un lugar más tranquilo.
—No puedo –meneo la cabeza, limpiándome las lágrimas–. Nuestro avión sale en un par de horas.
Él me observa con ojos serios. Lo noto inquieto; hay algo en su mirada que me pone nerviosa. Asiente con la cabeza y, una vez más, me besa en la mejilla. Me estremezco toda.
—Vuelve pronto, Sara.
Me separo de él y echo a andar. Cuando me giro, todavía está plantado ante la moto, sin apartar sus ojos de mí. Alza una mano en señal de despedida.
Leo en sus labios un silencioso te quiero.
Corro, dominada por el miedo y las dudas.