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La figura de la mujer se perfiló en el horizonte. El mar estaba embravecido y el niño pensó que era el momento idóneo para usar la cámara de fotos que le había regalado mamá. Por supuesto, ella sería la protagonista de la imagen. Mamá era demasiado hermosa; una belleza inalterable, con reminiscencias de dama de otra época.

Papá no había acudido a la playa con ellos porque tenía mucho trabajo en el despacho. Pero no importaba en absoluto: a él le agradaba pasar tiempo a solas con mamá, que ella le contase esas historias que le hacían soñar con lugares fantásticos, repletos de seres jamás vistos. Mamá tenía una capacidad asombrosa para inventar cuentos y todos ellos fascinantes. Mamá en sí lo era.

—¡Cariño! Ven a darte un baño –lo llamó desde el agua, inclinada hacia delante para sujetarse el vestido que a punto había estado de mojarse.

El chiquillo se acercó a la orilla con la enorme cámara en sus manos. Rozó el agua con la punta de los dedos de uno de sus piececillos. Dio un respingo y arrugó las cejas.

—¡Está muy fría! –se quejó en un chillido de niño mimado.

Ella rio de esa forma que a él tanto le gustaba. En su risa se mezclaban decenas de campanitas chispeantes. Caminó hacia el niño, levantando pequeñas olas a su paso.

—¡Espera! –gritó él.

La mujer se detuvo con un gesto de sorpresa en el rostro.

—Voy a hacerte una foto –le dijo el muchacho, sin poder contener la emoción que le desbordaba–. Quédate ahí donde estás, porfa.

Ella asintió con la cabeza y permaneció quieta con su hermosa sonrisa pintada en el rostro. Esa era otra de las cositas que tanto le gustaban de mamá: su naturalidad, esa espontaneidad que iluminaba cada uno de sus movimientos. Y en especial, le agradaba que mamá le tomara tan en serio.

Se llevó la cámara al rostro y se concentró en sacar la mejor foto. Quería retratar a su madre como lo que era: un ángel brillante. Al pulsar el botón, una sensación de nerviosismo le invadió el vientre. No podía esperar a que la foto terminase de salir; necesitaba verla ya.

Su madre se colocó a su lado y le apoyó una mano en el huesudo hombro. Él la miró con los ojos muy abiertos, preñados de emoción infantil.

—Vamos a ver qué tienes ahí… –La mujer cogió la foto y a continuación la agitó en el aire. Segundos después, ambos la observaban muy concentrados. Ella dibujó una sorprendida sonrisa–. Esto es maravilloso, cariño –murmuró.

El niño la miraba aguantando la respiración. Que ella aprobara su trabajo era lo más importante del mundo.

—Mira qué hermosa estoy. –Se señaló a sí misma en la imagen–. El horizonte se ve misterioso a mi espalda. –Movió sus ojos de un azul intenso y los clavó en los del pequeño. Se parecían tanto que, a veces, el corazón se le encogía, como en ese mismo instante–. Tienes mucho talento, ¿sabes? Estoy segura de que vas a conseguir lo que te propongas.

—Quiero ser el mejor fotógrafo del mundo para hacerte fotos por siempre jamás –dijo él, poniéndose colorado.

Ella le revolvió el cabello castaño oscuro mientras reía. Se acuclilló y le entregó la foto. A continuación, lo escrutó con fijeza. El chiquillo se estremeció ante esa intensa mirada, aunque no supo muy bien los motivos. Había algo en los ojos de su madre que le confesaban que no todo marchaba bien. Pero decidió no preguntar nada porque a ella no le gustaba hablar de cosas malas.

—Tú ya eres mi fotógrafo favorito –le dijo con voz suave–, pero estoy segura de que lo serás de muchas más personas. –Sus ojos brillaron. Depositó un beso en la mejilla del chico.

—¿Dejarás que te haga fotos toda la vida? –preguntó con el rostro iluminado.

—Claro, cielo.

La mujer le quitó la cámara de las manos y la depositó en la toalla con dibujos animados. Después metió la foto en su bolsa playera y cogió la mano del pequeño. Caminaron con lentitud hacia la orilla, al tiempo que ella le señalaba el horizonte que empezaba a teñirse de carmesíes.

—No puedo ser más feliz que en este preciso instante, cariño. ¿Ves toda la hermosura que nos rodea?

El chiquillo asintió, permitiendo que su madre lo introdujera en el agua. Se inclinó para rozar las olas con una manita, sin soltar la otra de la de ella. Pero entonces, algo ocurrió: en un principio pensó que se trataba del reflejo del cielo en el mar pero, al cabo de unos segundos, comprendió que las aguas también se habían tintado de rojo. Lanzó una exclamación de sorpresa y terror, al tiempo que sacaba la mano.

—Mamá... –murmuró. Ella no respondió–. ¿Mamá? –El niño ladeó la cabeza y observó a la mujer, quien tenía la mirada fija en el horizonte–. ¡Mamá! –exclamó, agitándola por el brazo.

Ella le soltó y él se dio cuenta en ese momento de que el líquido rojo era sangre. Sangre que provenía de las muñecas de su hermosa madre.

—¡Mamá! –chilló presa del pánico. La intentó coger, pero tan sólo rozó aire–. Mamá, ¿qué te pasa? –El líquido rojizo y brillante no cesaba de caer al agua, inundándola de su color–. Soy yo, mamá. ¡Abel!

Pero ella no pareció reconocerlo. Giró el rostro con suma lentitud hacia él y lo observó con una mirada hueca.

—¿Abel…? –Parecía muy ida. Sus muñecas continuaban desangrándose sin perder el tiempo.

—Sí, Abel. ¡Abel, Abel! ¡Soy tu fotógrafo favorito! –gritó el chico, desquiciado.

Ella caminó hacia delante, introduciéndose más en el mar. Y aunque él intentó seguirla, las aguas escarlata se lo impidieron. Lloró y gritó, la llamó una y otra vez, le recordó quién era y le preguntó por qué se iba. Pero ella lo abandonaba en un mar de sangre.

El chiquillo se desgañitó con la cara bañada por el llanto. No entendía esa marcha. Las oscuras aguas rojas le llegaron al cuello y sintió que empezaba a ahogarse, al tiempo que una tremenda oscuridad lo invadía, impidiéndole ver a su madre.

Una voz. En la oscuridad hay una voz cargada de preocupación, pero también de amor. Hay algo en ella que me tranquiliza. Quiero llegar a ella, alcanzarla, y no lo consigo. También hay un nombre. Abel. Abel. ¿Soy yo? ¿Es ese mi nombre? Floto y no hay remedio. Es como si mi cuerpo se hubiese desprendido de mi mente.

Al fin logro abrir los ojos y me topo con unos grises. Me observan con miedo, con ternura y comprensión. Tiemblo acogido por ellos.

—Abel, estoy aquí. –La voz ya se encuentra cerca. Es la dueña de esos preciosos ojos. ¿De quién son? Yo los conozco. Me veo reflejado en ellos y entiendo que soy alguien, y no sólo unas motitas de polvo.

La mano de la portadora de esos ojos se apoya en mi frente bañada en sudor. Está fría y muy pronto la calma va llegando a mí poco a poco. Voy a dormirme otra vez, pero ella me obliga a mirarla. Sus ojos… grises, grandes y redondos. Los de una mujer invadida por el miedo y, al mismo tiempo, la valentía.

Observo sus labios, pequeños y muy rojos. Sus mejillas pálidas a causa del susto. Le acaricio el cabello negro y largo, tan revuelto como siempre. Logro sonreír ante la nada que noto avanzar en mi interior.

El recuerdo que se había alejado cabalga hacia mí. La conozco. Sí, la reconozco. Esa chica de ojos grises es mía. Es mi Sara. Mi ángel. Me eleva con tan sólo sus caricias.

—No te vayas –murmuro con voz pastosa–. Quédate conmigo.

—Es lo que hago, Abel –responde ella, acercando su rostro. Me acaricia la mejilla. Yo aspiro su aroma e, inmediatamente, el corazón me palpita con violencia–. Nunca me iré. Voy a quedarme a tu lado el resto de mi vida para escribir nuestra historia.

—No quiero ser yo el que se vaya –intento incorporarme en la cama, pero me mareo. Ella me recuesta otra vez, sin perder la cálida y amorosa sonrisa.

—No lo harás. Conseguiré que permanezcas junto a mí.

Querría decirle tantas cosas. Por ejemplo, lo mucho que la amo. Lo que me gusta cuando arruga los labios al enfadarse. Decirle que me encantan las pequitas en su nariz. Que no me canso de contar sus lunares ni de perderme en su cuerpo cada noche. Confesarle que cada día pienso en abandonarla para que no sufra. No se lo merece. Ella es la mujer más buena que he conocido y yo la estoy manchando. Dios, hay tantas cosas que decirle y no puedo. El miedo atenaza mi garganta con cada segundo que marca el reloj. ¿Estoy siendo un egoísta por querer mantenerla a mi lado? Sólo quiero protegerla del daño que puedan hacerle. No soportaría perderla; es lo único que me sostiene en estos instantes. La amo tanto que el corazón se me ensancha cada vez que la miro. Sin embargo, no sé si estoy haciéndolo bien, si estoy queriéndola como ella se merece.

—Me he ido hacia la nada. He soñado con mi madre y después me fui. No conseguía recordarte, Sara –le digo, tomándola de una mano.

—Pero has regresado –susurra ella, tumbándose a mi lado–. Te traeré de vuelta todas las veces que sean necesarias.

—¿Y qué pasará cuando no sea posible? –La miro tembloroso. Ella aprieta los dientes y niega con la cabeza.

—No digas eso. No lo digas, Abel.

Ambos nos callamos. Un silencio incómodo se instala entre nosotros. Por mucho que ella quiera evitarlo, sucederá. Para eso no hay remedio. No lo hay para mi enfermedad. Me comerá, quién sabe si poco a poco o de manera rápida, pero al final me convertirá en un fantasma sin pasado, presente, ni futuro. ¿Y qué será de mi Sara entonces?

—Tengo miedo –confieso con la vista clavada en el techo.

—Lo sé, mi amor. –Su voz tiembla.

—Te quiero… –le digo.

Ella se coloca sobre mí. Me acabo de dar cuenta de su desnudez. Mi sexo despierta de inmediato. La tomo de las caderas, permitiendo que sea ella la que me introduzca en su intimidad. Ya no puedo pensar en nada más. Estos momentos son los únicos en los que albergo esperanzas. Sara me revive con su deseo y amor.

Hacemos el amor entre jadeos; muy serios, como si fuese la última vez. Y es que no sabemos si lo será. Nos mecemos en la brisa del placer y cuando llego al orgasmo le repito una y otra vez que lo amo. Él me corresponde, me aprieta fuerte contra su pecho y me moja con sus lágrimas.

Al cabo de un rato se vuelve a quedar dormido. Yo aprovecho para observar su hermoso perfil. Jamás podré dejar de adorar su nariz, sus labios húmedos y carnosos, esas pestañas finas y largas. Le acaricio el pelo revuelto y paso mis dedos por su incipiente barba.

Yo también tengo miedo, pero debo ser más fuerte que nunca. Sé que él ha empezado a derrumbarse porque su enfermedad avanza a pasos agigantados a pesar de las medicinas. No sé cómo me mantengo firme con lo pesimista que soy. Pero lo único que sí sé es que necesito verlo sonreír. Haré lo que sea para que cada día se ría y piense que vivir merece la pena.

Me aseguro de que está completamente dormido y me levanto de la cama sin hacer ruido. Me pongo el camisón y un batín por encima. Deambulo por la pequeña cabaña. Llegamos hace un par de semanas y hemos vivido casi como en un ensueño. A veces pienso que esta es nuestra luna de miel anticipada, aunque ni siquiera estemos casados. Pero las pesadillas regresan en esos momentos felices y me devuelven a la realidad.

Tuvimos que huir y dejarlo todo atrás. Empezar en una cabaña situada en los bosques de Suecia. Aquí no hay nadie más que nosotros y algún animal salvaje. El pueblo más cercano se halla a treinta kilómetros. Pero en esta nada soy feliz. El lugar no podía ser más hermoso. Pertenecía a su madre y Gabriel, su padre, no quiso venderla en señal de recuerdo. Alguna vez me pregunto si permanecer aquí puede ser peor para Abel. Vive entre estas cuatro paredes henchidas de imborrables recuerdos de su madre muerta.

Me asomo a la ventana sin abrirla. Hace frío, pero no voy a encender la chimenea a estas horas porque, de todos modos, queda poca leña y no puedo salir sola. La oscuridad del exterior me inquieta. Entonces pienso en mis padres, en Cyn y Eva. Incluso en Judith. Y en Eric. Cómo los echo de menos. ¿Me seguirán esperando en la universidad?

Dejarlo todo no fue fácil, pero Abel me aseguró que tan sólo sería durante un tiempo. Esta es la única forma en que él me puede proteger. Porque al final entendí lo peligrosos que pueden ser ellos.

Lo comprendí ese día en que, una vez hicimos el amor tras su accidente, Abel me confesó toda la verdad de su pasado.

Tiéntame sólo tú
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