14
Los días pasan. Echo de menos a Eva. Pienso mucho en mi padre por las noches. Y alguna vez que otra me descubro recordando mi último encuentro con Eric. Y me siento fatal porque, cuando lo hago, lo comparo con Abel y eso es algo que está realmente mal. Me arrepiento de pensar en él pero, a pesar de todo, no puedo evitar hacerlo. Su rostro viene a mi mente de repente, sube a la superficie sin que yo tenga armas para afrontarlo. Me siento débil e indefensa ante todo esto. Quiero echarlo de mi vida, y por eso no me he comunicado con él a pesar de que me he sorprendido a mí misma con el móvil en la mano, a punto de enviarle algún mensaje. Pero sé que esto podría acabar muy mal. Y yo quiero a Abel. Sí, realmente lo amo y no sé por qué tengo que esforzarme en pensar que nada ha cambiado; obligarme a pensar que él es con quien quiero estar. ¿Lo es, verdad? Claro que sí.
Por suerte, me he habituado a la rutina de España. He vuelto a sentirme en casa. He empezado mis exámenes y, de momento, creo que van bien. Por las tardes voy al despacho de Gutiérrez y trabajo duro para sacar adelante todo lo que dejé atrás. Para demostrarle que puedo conseguir todo lo que me proponga. Ha regresado la Sara competitiva que quiere ser mejor que Patricia. Es algo que tampoco puedo evitar. De todas formas me viene bien, porque al menos en esos momentos tengo la cabeza metida en otros asuntos.
Mientras estoy en la universidad Abel se queda con mi madre, ayudándola a solucionar distintos temas económicos y todos esos asuntos tan tediosos que a él se le dan muy bien. Precisamente por eso me siento peor: porque está siendo demasiado bueno. A veces me gustaría que regresara el Abel despegado, aquel que me dejaba unos días sin saber nada de él, aquel que me ponía de los nervios con sus misterios... Sí, al menos yo podría pensar que lo que siento no está del todo mal.
Hoy me he despertado más temprano que de costumbre porque tengo uno de los exámenes más difíciles. Sin embargo, cuando me doy cuenta, Abel no está a mi lado. Me incorporo de golpe y lo descubro sentado a mis pies, con la cabeza entre las manos.
—¿Abel? –pregunto con un hilo de voz.
—Sara –dice únicamente, con la voz muy ronca.
—¿Estás bien? –Gateo por la cama y me coloco a su lado para abrazarlo. Está sudado. Un sudor frío y pegajoso.
—He tenido una pesadilla –murmura.
—¿Tu madre? –interrogo, acercando mi rostro al suyo. Cuando lo alza, descubro en él unas profundas ojeras. Niega con la cabeza muy lentamente.
—Jade.
Ese nombre me provoca un escalofrío. Me quedo callada unos segundos, sin saber bien qué responder, pero él vuelve a tomar la palabra.
—Estoy preocupado.
—¿Por qué?
—Porque estamos cerca de ellos. Estamos a su alcance.
—Pero no hemos recibido ninguna señal...
—Eso es lo que más me preocupa. –Menea la cabeza–. Siempre lo saben todo.
—Abel –le cojo de las mejillas para que me mire–, eso no es cierto. Nadie puede saber todo de nadie. No saben que hemos vuelto. Y yo no estoy haciendo ninguna campaña, así que no pueden seguirnos la pista. Y tranquilo, que no haré ninguna en mucho tiempo. –Le acaricio la incipiente barba.
—Sólo quiero que estés a salvo. –Su voz se quiebra.
¿Por qué está tan preocupado?
—Contigo lo estoy.
Me arrimo más para besarlo. Él me recibe, pero el beso dura apenas unos segundos porque le noto tenso.
—Voy a repasar un poco para el examen –murmuro, al tiempo que me levanto de la cama. Él no dice nada, simplemente se queda sentado en la cama, muy tieso y perdido en sus pensamientos.
Durante una media hora estudio en el despacho. Al salir para ducharme y vestirme, descubro a Abel con el pelo húmedo. Se está vistiendo.
—¿Te vas a algún sitio? –pregunto, rebuscando en mi armario.
—Voy contigo a la universidad.
—¿Qué? ¿Por qué? –Me giro hacia él con la ropa en las manos.
—Prefiero asegurarme de que estás bien. –Desvía la mirada.
—He estado yendo a la universidad sola y no ha pasado nada –le recuerdo.
—El silencio de Jade me preocupa.
Me marcho al cuarto de baño sin añadir nada más. Sé que va a venir. Cuando toma una decisión, no hay quien se la quite de la cabeza. Y, de todos modos, tampoco hay nada de malo en que mi novio me acompañe a la uni. Cuando salgo del servicio, ya vestida y arreglada, me encuentro con mi madre preparándose el desayuno. Abel está con ella tomando un café.
—Mamá, nos vamos. –Me acerco y le doy un beso.
—¡Desayuna algo! –exclama.
—Me compraré alguna cosa en la cafetería después del examen.
Ella chasquea la lengua y menea la cabeza. Pero vamos, yo no puedo tomar nada hasta que sepa que lo he hecho bien. Ahora mismo si me metiera algo en el cuerpo, podría vomitarlo. Siempre me pasa cuando tengo exámenes.
Salimos a la calle en busca del coche. Alquiló una plaza de garaje para no dejar el Porsche en medio de la calle el tiempo que nos quedemos en el pueblo. Una vez en el garaje, rompo el silencio.
—Estoy nerviosísima.
—Te va a salir bien –murmura él, aunque aún parece estar pensando en lo suyo.
—Tendría que haber estudiado más.
—Vamos, Sara. Has estudiado muchísimo.
A mitad de camino me informa de que le ha llamado su padre. Isabel quiere que vayamos los dos a comer con ellos.
—Vale, perfecto –digo–. Termino el examen a la una, así que antes podemos pasar por el supermercado para comprar algo.
—¿Comprar algo? –Creo que no me estaba escuchando.
—Para llevarles a tus padres –contesto, en tono reprobatorio.
Aparcar por la universidad es una odisea y nos lleva un buen rato. Menos mal que hemos salido con tiempo. A lo lejos descubro a mis compañeros del máster, con papeles en las manos, todos ellos muy agitados. Una chica muy mona me saluda con una sonrisa. Se llama Rosa y le encanta la moda. Desde un principio nos hemos caído muy bien. Ella siempre me habla de lo que se lleva ahora y de lo mucho que le gustaría posar como modelo. Cuando descubre a Abel a mi lado, se le desencaja la mandíbula.
—¡Hola! –saluda, nerviosa.
—Hola, Rosa –le digo. Señalo a Abel–. Este es mi novio, Abel Ruiz –¿Por qué leches digo su apellido?
—Claro, sé quién es –responde ella, muy emocionada. Tras los besos de rigor, se crea un raro silencio–. Oye, Abel, ¿crees que yo podría posar alguna vez? –pregunta Rosa de repente.
—Ya no hago fotos de moda –contesta él, tremendamente serio.
—No, ya. Pero me refiero en general. ¿Dónde debería acudir?
—A una agencia de modelos. Ya le diré a Sara alguna para que te pase los teléfonos. –Se gira hacia mí y añade–: Te espero en la cafetería –Me da un suave beso en la mejilla.
—¿Qué bonito que te acompañe al examen, no? –me dice Rosa cuando él se ha ido, con una sonrisa soñadora.
No respondo. Desvío el tema de conversación hacia el examen y al final nos pasamos quince minutos repasando. Mientras esperamos al profesor en el aula, mi pierna no deja de moverse. No sólo estoy preocupada por el examen, sino también por Abel, porque parece muy retraído. Eso me da miedo, mucho miedo. No quiero que recaiga.
Los primeros veinte minutos del examen sólo puedo pensar en él. Las letras se me emborronan. «Vamos, Sara, tú puedes. ¿Desde cuándo dejas que algo se inmiscuya en tu mente mientras haces un examen importante?». Reacciono y consigo concentrarme en las preguntas. Escribo como una loca, cada vez más entusiasmada. Me está saliendo realmente bien. Creo que puedo conseguir una matrícula de honor.
Rosa termina unos quince minutos antes que yo y cuando salgo me está esperando.
—¿Quieres que tomemos algo? Podemos ir los tres.
—Es que voy a casa de sus padres a comer –me disculpo.
Nos quedamos charlando un poco más acerca de cómo nos ha salido el examen. Ella sólo ha podido contestar la mitad de la última pregunta porque se ha quedado en blanco, pero piensa que habrá aprobado.
—Bueno, pues dime si algún día te apetece quedar, ¿vale?
—Claro. Quizá cuando pasen los exámenes.
Nos despedimos en el hall y yo voy hasta la cafetería para encontrarme con Abel. Lo encuentro trabajando en su portátil. Le doy un beso en la nuca. Él estira un brazo y me acaricia la parte trasera del muslo.
—¿Qué te parece esta foto? ¿Demasiada luz?
—Yo la veo bastante bien –opino–. Pero ya sabes que de esto, ni idea.
—Me encanta preguntarte para ver lo que respondes. –Esboza una sonrisa.
Recoge sus cosas y nos vamos al coche. Como me ve tan feliz, él vuelve a sonreír. Ay, sus maravillosos hoyuelos.
—Te ha salido de puta madre, ¿no?
—Más que eso –digo, sin poder contener la alegría.
—Eres una mujer demasiado inteligente –murmura.
—Por eso estoy contigo.
—En eso no eres tan inteligente.
Lo miro sin comprender. Intentaba hacerle un cumplido. ¿Por qué se pone ahora borde? Bueno, quizá ha sido una broma. A pesar de todo, aún no llego a comprender del todo cómo funciona su mente.
Conduce hasta el Carrefour más cercano porque le he dicho que quiero comprar un vino para sus padres.
—¿Cuál crees que es mejor? –le pregunto, mientras observo un montón de botellas. Yo de esto no entiendo nada.
—Este está bien. –Coge un rioja y me lo tiende.
—Quería comprar uno más especial –me quejo.
—A mi padre este le gusta mucho.
—¿Y a Isabel?
—A ella todos. –Sonríe. Yo me echo a reír.
Mientras estamos en la cola, me abraza por detrás. Yo sonrío, encantada de que se aparte de ese Abel malhumorado. Una vez salimos de las cajas, le pido que se detenga.
—¡Espera! Quiero ver las novedades en libros.
Él se queda en la entrada, dispuesto a esperarme. Me dirijo a la sección de prensa y literatura. Observo unos cuantos libros, quedándome prendada de alguno de ellos. Ahora que tengo un poco más de dinero, puedo comprarme alguno, pero no sé por cuál decidirme. Camino hacia la sección de prensa para leer las noticias en el periódico. Y entonces, veo algo que me deja sin respiración.
Joder, joder. Esa soy yo. Yo estoy en una revista española muy famosa. Pero es que no salgo sola, no. Eric está conmigo. Y me está besando. ¡Mierda! ¡Nos hicieron fotos en la noche de la presentación de la campaña! Y parece que nos besamos con ganas.
Cojo la revista con manos temblorosas para leer el titular: «Sara Fernández: ¿nuevo amor?». Voy a la página del reportaje y apenas puedo ver unas pocas palabras. «Sara Fernández, la modelo más buscada en los últimos meses, dándose un beso con su nuevo fotógrafo. ¿Dónde ha quedado el amor que sentía por Abel Ruiz? ¿Y qué pensará Nina Riedel, la anterior novia de Ruiz, al ver estas fotos?».
¡Joder! ¡Que yo no soy una modelo cotizada! Y encima, ¿qué le importa a Nina lo que yo haga o deje de hacer? ¿Y cómo se atreven a cuestionar mi amor por Abel? Vale que parece que de verdad estoy disfrutando del beso con Eric, ¡pero no fue así! No entiendo por qué salen estas fotos después de tanto tiempo. Será que no tienen ningún cotilleo. Pero definitivamente esto no puede verlo Abel. ¿Y qué hago? ¿Comprar todas las revistas de Valencia? ¡Por Dios, es ridículo!
—¿Sara? ¿Qué haces? Llegaremos tarde.
La voz de Abel a mi espalda. Me giro con susto, con la revista a mi espalda, intentando tapar las demás. Finjo como el culo. Se va a dar cuenta de que estoy ocultándole algo.
—Sí, vamos. Es que estaba leyendo una noticia interesante –miento. Y muy mal.
—¿Sobre qué?
—Sobre tendencias de moda. –Se me ocurre.
—¿Desde cuándo te interesa eso? –pregunta, con una ceja arqueada. Se queda en silencio y, entonces, añade–: ¿Me estás ocultando algo, Sara?
—¿Pero qué dices?
—No me mientas. –Su tono de voz se endurece–. ¿Qué es lo que tienes ahí? –Alarga la mano. Yo me echo hacia atrás y me choco con el estante.
—No miento…
—Sara, joder. –Al final me aparta con un empujón suave.
Y nos ve. La cara le cambia. Abre los ojos mucho. Después aprieta los labios. También las manos. Me mira a mí, que me he echado a temblar.
—No…
Sus ojos se oscurecen. Su mirada es completamente rabiosa. Y algo más. Leo tristeza en sus ojos. Incluso algo de culpabilidad. ¿Por qué? Intento cogerlo del brazo, pero se aparta. Entonces echa a andar. ¿Dónde va? Sus zancadas son tan grandes que apenas puedo alcanzarlo, así que tengo que echar a correr.
—¡Abel! ¿Dónde vas? ¡Espera, joder! Deja que...
Alza una mano para que me calle. Todos sus gestos me demuestran una furia total. Está muy enfadado y yo muy asustada. Le sigo hasta el coche. Ya está encendiendo el motor cuando abro la puerta y me meto. Arranca antes de que pueda ponerme el cinturón, así que todo mi cuerpo se sacude hacia atrás.
—¡Abel! ¿Adónde vamos? –grito. No contesta. Le tiemblan las manos en el volante. Es ese Abel furioso que he conocido alguna vez. No, es mucho peor. Y encima está conduciendo como un loco–. Por favor, no es lo que parece –digo con voz de niña pequeña.
—¿Ah, no? –por fin rompe el silencio–. ¿No eres tú esa a la que Eric está besando? ¿O es que ahora tienes una doble? –Jamás me había hablado de forma tan fría y dura.
—Yo no…
—Ya sé que tú no. –Se pasa un semáforo en rojo y un par de coches nos pitan. Se me va a salir el corazón por la boca–. ¡Joder! –Da unos golpetazos al volante–. Será cabrón… Confié en él.
—Eric no…
Me dedica una mirada tan rabiosa que me callo de golpe. Y entonces reconozco la zona en la que estamos. Vamos a casa de Eric. Niego con la cabeza una y otra vez, completamente asustada.
—No. Por favor, Abel, no.
Aparca en doble fila ante la finca de nuestro amigo. Para mi mala suerte, una señora con un niño está saliendo en ese momento. Abel pasa por su lado sin siquiera mirarla, de malas maneras. Me disculpo con un gesto silencioso. Intento retenerlo mientras subimos las escaleras, pero se deshace de mí con facilidad. No sé de lo que es capaz. No quiero que se peleen por mi culpa.
—Abel, por favor. Vámonos –le suplico, a punto de echarme a llorar–. No puedes hablar con él ahora.
—¿Crees que quiero hablar?
Se lanza a la puerta de la casa de Eric. Llama al timbre una y otra vez, pero nadie abre.
—¿Ves? No está… –digo con una mezcla de desesperación y alivio.
Para mi sorpresa, aprieta la mandíbula y se pone a aporrear la puerta. Los golpes retumban en mi oído, provocando que cada vez me ponga más histérica. Las lágrimas se me empiezan a saltar. A este paso van a salir todos los vecinos o llamarán a la policía.
—¡Abre, joder! ¡Sé que estás ahí! –grita Abel, martilleando la madera–. ¡Si no lo haces, seré yo mismo el que eche la puerta abajo!
Intento agarrarle de los codos, pero como es evidente, mi fuerza es mínima al lado de la suya. Y entonces, cuando pienso que ya nada puede ir peor, la puerta se abre y Eric aparece con cara de susto.
Todo lo que ocurre a partir de ese momento me parece una pesadilla a cámara lenta. Abel se lanza encima de Eric y su puño acaba en el rostro de nuestro amigo. Durante unos segundos, este no reacciona, pero después intenta detener a Abel. Sin embargo, está como loco. Entran en el piso en un enredo de puños y gritos. Yo me veo como desde fuera, chillando, intentando detenerlos, pero acabo siendo empujada aunque ni siquiera sé por cuál de los dos.
—¡Ya, por favor! –grito, llorando.
Eric acaba tirado en el sofá. Abel se sitúa ante él, cogiéndolo del cuello del jersey con el puño en alto. Me lanzo hacia él y le cojo con todas mis fuerzas.
—Tú no eres así, Abel. Detente, te lo suplico –lloriqueo. Desvío la mirada a Eric en un gesto de súplica. Le sangran el labio y la nariz. Abel también tiene una herida en su labio inferior–. Es nuestro amigo –añado con voz temblorosa.
Abel relaja el brazo y creo que todo va a pasar hasta que se gira hacia mí y me observa con una fría mirada.
—¿Nuestro amigo? ¿Un traidor es nuestro amigo? –Su tono de voz es desquiciado.
Eric se levanta del sofá en un gesto decidido. Sin embargo, al ver los ojos de Abel, baja los suyos.
—Tío, yo no… Lo…
—¡No te atrevas a decir que lo sientes! –le escupe Abel, arrimando su rostro al del otro. Suelto un sollozo al pensar que se van a pegar una vez más–. Eres un auténtico cabrón, Eric. Sabes que siempre he confiado en ti. –Su pecho sube y baja a un ritmo desenfrenado. En realidad, el de los tres–. ¿Ha sido esto una especie de venganza? ¿Eh?
—No digas tonterías… –Eric se limpia la sangre que le gotea de la nariz con la manga.
—¿Ah, no? ¿Y a qué se debe? ¿Es por lo que sucedió con ella, no?
No entiendo nada de lo que hablan. ¿Suceder qué? Conmigo no ha pasado nada.
—Podría haberme vengado hace mucho, pero no fue así –murmura Eric, con los ojos brillantes–. ¿Crees que a mí no me dolió todo aquello?
—¿Y te crees que ella me quería a mí?
Abro la boca, sorprendida. ¿Pero de qué hablan, por Dios?
—¿Acaso no se fue contigo? ¡Con el perfecto Abel! ¿Y tú dijiste que no? –Eric también se empieza a enfadar.
—¡Yo también la quería! –ruge Abel–. Pero es evidente que ella a mí no, que todo lo hizo por conseguir lo que deseaba –se le quiebra la voz–. Sé que os acostabais juntos cuando ella salía conmigo. Yo, al menos, no lo hice hasta que terminasteis. –Esboza una sonrisa que se me antoja trastornada–. ¿Estamos en paz, no?
—Esto lo tendríamos que haber hablado hace mucho, no ahora. –Eric menea la cabeza.
Está claro que no se refieren a mí, pero mi mente está hecha un lío y no puedo pensar con claridad.
—Pero esto no ha tenido nada que ver con… –A Eric no le da tiempo a terminar la frase porque Abel da un paso hacia delante.
—¡Confié en ti como en un hermano! –Exclama, apuntándolo con un dedo–. ¿Y tú? ¿Qué has hecho por nosotros? Jodernos. Retiré la denuncia, ¿sabes? No quería meterte en problemas. Tenía la esperanza de que me lo confesaras todo. Pero me has demostrado que eres un puto cobarde. –La voz de Abel se apaga.
Me arrimo a ellos ahora que están más calmados. Miro a uno y a otro. Abel me mantiene la suya, pero Eric la aparta. Un pinchazo me atraviesa el corazón.
—¿Qué pasa? –pregunto, temblorosa.
Abel se toca el cabello con una mano de manera nerviosa. Se está debatiendo entre contarme o no lo que sucede. Mira a Eric, pero este se mantiene callado.
—Eric, ese que tú crees que es perfecto, te traicionó.
—¿Cómo? –parpadeo confundida. Dirijo mi mirada a nuestro amigo, pero la aparta otra vez, avergonzado. Me tiembla todo.
—Tu gran amigo fue el que vendió tus fotos desnuda.
Sus palabras caen sobre mí como si el cielo se hubiese despegado. Niego con la cabeza una y otra vez.
—No. Eso no puede ser. ¿Cómo puedes decir eso? Él no… –No termino la frase. Su actitud de antes me provoca un escalofrío. Y recuerdo lo raro que estuvo en los últimos tiempos.
Y cuando lo vuelvo a mirar y él me la devuelve, leo tanta culpabilidad y vergüenza en sus ojos que la realidad me sacude con demasiada fuerza.
Esta vez el cielo sí se ha abierto.