25

 

Durante el fin de semana no hablamos acerca de lo ocurrido. Parece que esa es la única forma de exorcizar nuestros propios fantasmas, o de fingir que nada ha existido, que no hemos acudido a la mansión y no pertenecemos a ella. Pero la verdad es que el tatuaje me quema en la piel y alguna vez que otra le echo un vistazo para entender qué es lo que significa y para concienciarme de que tenemos que salir de todo esto en cuanto antes, de un modo u otro.

La siguiente semana la pasamos trasladando al estudio nuevo las pocas pertenencias que tenemos. El piso que hemos alquilado está en el centro, ya que Abel piensa que es mucho mejor estar rodeados de gente. En realidad, el precio es elevado, aunque ahora nada de eso nos importe. Acudimos a mi pueblo para recoger la ropa que me queda y mis libros. Ese mismo día entregamos las llaves al propietario, que ya ha alquilado el piso en el que he vivido tanto tiempo con mis padres.

—Siento mucho lo de tu padre –dice él, causándome un nudo en la garganta.

—Gracias –me limito a contestar.

—¿Y tu madre? ¿Regresará o se va a quedar para siempre en León?

—No lo sabemos seguro. –Es la verdad. A mí me gustaría que volviera para tenerla más cerca, pero lo mejor es que por el momento se quede allá.

—Bueno, ya sabes que dispongo de otro piso que está vacío de momento –me recuerda–. Así que si tu madre regresa y aún está libre, me encantaría alquilárselo a ella. Ha sido una buena inquilina.

—Muchas gracias.

Abel me ayuda a colocar cada uno de los libros en la estantería que me ha comprado. De la de su madre, pocos han sobrevivido. Se ensañaron con su biblioteca y sé que eso es algo que le causa un gran dolor aunque no me lo quiera demostrar. Jade tenía constancia de lo importante que eran esos libros para él. Era de los pocos recuerdos que le quedaban de su madre y se los han arrebatado de forma cruel. No puedo entender cómo esa mujer dice que lo ama… Lo hace de una forma oscura, enferma. Si no lo tiene para ella, le provoca dolor. ¿Es eso amor? Para mí, jamás lo será. Y haré lo que esté en mi mano para evitar que le cause más daño. Jade se aprovechó de la debilidad de mi Abel, de sus hermosos recuerdos y también de los horribles, y alimentó estos últimos con sus nauseabundas fantasías.

Abel ha vuelto a tener pesadillas. Como yo tampoco puedo dormir bien, me entero de todas. Él ya ha aprendido a ser sincero conmigo y me las cuenta, aunque un tanto avergonzado. Yo le escucho estrechándole entre mis brazos, demostrándole que no le juzgo y que estaré siempre para reconfortarlo. La más recurrente es una que empieza con un encuentro casual con Jade. Beben, toman cocaína y después realizan esas prácticas morbosas y sin límites que yo aún no puedo entender del todo. Pero después el sueño cambia y es su madre la que aparece, mientras él la estrangula con las cuerdas con las que a Jade le gustaba practicar sexo. Abel me explica entre jadeos que no quiere hacerlo, que lucha por detenerse, pero no lo logra. Es entonces cuando se despierta y yo estoy ahí, abrazándole, empapándome de su sudor y de sus lágrimas.

Sé que está muy asustado por mí. Parece que él mismo ya no se importa y que se siente auténticamente arrepentido por haberse acercado a Jade en el pasado. Piensa que todo esto es por su culpa. Yo ya no creo eso: ha sido el destino el que nos ha puesto en esta dura prueba, así que tendremos que luchar con todas nuestras fuerzas para superarla. Como siempre, me acompaña a la universidad, pero se queda esperando en los pasillos, muy cerca de mí. Se lo permito porque es la única forma en la que se queda un poco más tranquilo y, porque en el fondo, yo tampoco me fío de esa gente.

—Una vez vi una película en la que se hacía algo similar a lo de Le Paradise —le digo una noche, después de haber hecho el amor. Aunque no es lo mismo. Lo hacemos para soltar todo el dolor y la inquietud que llevamos dentro. Y sólo deseo que esto no dure mucho y poder disfrutar de sus caricias y sus besos como siempre.

Eyes wide shut, de Kubrick –apunta él, con la vista fija en el techo.

—Jamás pensé que eso existiera en la realidad. –Me giro para mirarlo.

—El negocio de Jade existía antes, sólo que era diferente. Supongo que la película le dio muchas más ideas. –Él me mira a su vez y me acaricia el pómulo con una ternura impresionante.

—En esa película muere gente. –Le recuerdo, con una pizca de temor.

Él titubea, aparta la vista y apaga la lamparita de la mesilla de noche. Creo que no quiere enfrentarse a mis ojos.

—¿Ha muerto alguien alguna vez en Le Paradise? –Es una pregunta que no debería hacer por mi cordura pero, aun así, me sale casi sin pensarlo.

—Duérmete, Sara –me pide, abrazándome con fuerza–. Mañana nos espera un día duro.

Mi cabeza vuela a la nueva invitación que hemos recibido. Una nueva cita para la noche de mañana. Esta vez no se trata de una Mascarada, sino de algo mucho más cerrado y exclusivo, pero igualmente debemos llevar máscaras. Ambos hemos barajado la posibilidad de no ir, pero la hemos descartado porque, al fin y al cabo, ¿qué opción tenemos?

—¿Cuándo podremos salir de esto? –pregunto, más para mí que para él.

—Pronto, Sara. Trataré de encontrar su talón de Aquiles. No pueden obligarnos a permanecer con ellos para siempre.

Pero ya no estoy segura de eso. Es como los nudos que se enredan más y más. Así somos nosotros: dos mosquitas atrapadas en la gigantesca telaraña de Jade y Alejandro.

—Bienvenidos, señores. –Nos saluda el enmascarado de la puerta. Abel y yo inclinamos la cabeza y, a continuación, nos abre.

Apenas hay gente en el vestíbulo a diferencia de la anterior ocasión. Y los que pululan por ahí no han perdido el tiempo, ya se han despojado de sus ropas. Nada más entrar, un hombre con una horrible máscara de bufón se me arrima y me coge de la mano para posar un beso en el dorso. Abel se coloca entre los dos con actitud desafiante.

—Ella está conmigo. –Le avisa.

—No he traído pareja para hacer un intercambio –nos explica el hombre, que tiene una voz ronca y profunda–, pero quizá podríamos disfrutar los tres en la sala Carmesí. –Observa mis brazos desnudos–. Tu mujer tiene una piel muy suave y pálida. Estoy seguro de que se abre al dolor como una tierna flor –le dice a Abel, que ya está apretando los puños y le tiembla la nuez. Apoyo una mano en su brazo para tranquilizarlo.

—No me interesa –murmuro, observando al hombre a través de las rendijas de los ojos de la máscara.

No va desnudo, pero incluso con el traje puedo apreciar que es musculoso. Me pregunto si será atractivo y eso todavía me produce más asco.

—No has participado en el catálogo –dice, despertando mi curiosidad. ¿A qué se referirá con eso?–. Reconocería tu cuerpo. –El estómago se me revuelve–. ¿No te gustaría aparecer en él? Yo te elegiría a ti. Soy muy poderoso, señorita…

—Maga –respondo de inmediato, utilizando el nombre de la protagonista de Rayuela. Abel me avisó de que no tenía que decir el mío por nada del mundo.

—Maga. –El hombre paladea mi seudónimo y, a continuación, alza la copa que lleva en la mano–. Puedo ofrecerte toda la magia que quieras. Y quiero que tú me entregues la tuya.

—Ya te hemos dicho que no nos interesa –interrumpe Abel, cada vez más enojado.

El enmascarado se arrima a él en actitud desafiante. Abel es muy alto, pero este hombre le sobrepasa unos cuantos centímetros, y también está más fuerte.

—Te daré lo que quieras por el cuerpo de tu mujer –insiste–. Dinero, drogas… ¿Qué es lo que quieres?

Me fijo en que Abel menea su puño, seguramente dispuesto a golpear al otro. Me mareo unos segundos, sin saber cómo detener la inminente pelea.

—Basta, Montecristo –se escucha una potente voz, que sin lugar a dudas es la de Alejandro. Me doy la vuelta y lo veo bajar por las escaleras, con su impecable esmoquin. Cuando llega hasta nosotros, me fijo en que el tal Montecristo se muestra nervioso–. ¿Es que no recuerdas nuestras normas? Todo consentido, hombre.

—Claro, lo sé –dice este, bajando la voz, mucho menos seguro que antes–. Tan sólo le estaba proponiendo algo.

—Pues ahora ve a buscarlo a otro lugar. –Alejandro le da unas palmaditas en el hombro. El otro se marcha un tanto asustado, con la cabeza agachada y pasos vacilantes.

—¿Montecristo? ¿Qué estúpido nombre en clave es ese? –susurro mientras subimos las escaleras. Al parecer, Alejandro tiene muy buen oído, porque se gira y dice:

—En honor al conde. Una estudiante de literatura como tú, debería saberlo. –«Vaya, claro. Saben hasta a lo que me dedico», pienso.

—Por supuesto que lo sé –respondo, molesta.

—Aquí hay gente importante. Mucho. –Abre los brazos abarcando la mansión en un gesto orgulloso.

Miro a Abel de reojo y él asiente con la cabeza, como recordándome lo que me había explicado de la policía. Prefiero no pensar en eso ahora mismo porque, entonces… ¿Qué posibilidades tenemos de escapar de todo esto?

—¿Qué os apetece hacer? –Alejandro nos trata de forma amistosa, como si realmente fuésemos amiguetes de toda la vida. Me dan ganas de contestarle que lo único que quiero es marcharme.

En esos momentos una imponente mujer aparece por el pasillo. Se trata de Jade, y va acompañada de otro hombre con máscara. Sin embargo, cuando llega a nosotros, me fijo en que su cabello es tirando a gris y sus manos ya no son las de un hombre joven. De inmediato siento que el estómago se me contrae. No quiero ni imaginar lo que un señor de su edad buscará en este lugar.

—Queridos –nos saluda Jade, alargando la mano para soltarnos un beso al aire. Todo esto es irónico, insultante y surrealista–. Os presento a Julián. –El nuevo enmascarado me hace un gesto con la cabeza. Tampoco me gusta el hecho de que se me quede mirando a mí más que a nadie–. Un buen cliente… Y, ahora, un buen socio. –Jade suelta una risita–. ¿Desde cuándo nos conocemos, Jul?

—Más o menos medio año, Jade –responde él con voz ronca. Sin duda superará los cincuenta.

—Y cómo te estás ganando nuestro corazón, ¿eh, pillín?

—Mejor di el tuyo –interrumpe Alejandro en tono molesto.

Jade se limita a observarlo sin soltar el hombro de Julián, quien no aparta la vista de mí. ¿Qué coño les sucede a estos hombres para obsesionarse todos conmigo?

Me fijo en su traje, en su capa forrada de terciopelo y en su porte. Parece muy poderoso, como el tal Montecristo. ¿Será otro conde? ¿Un marqués? ¿Un alto ejecutivo? No puedo aguantarme de la repugnancia que todo esto me provoca. Me avergüenza saber que esta gente se aprovecha de su poder y sus riquezas para conseguir lo que quieren.

—¿Qué os parece si empezamos por las habitaciones Oculum? Es lo más flojito… Estoy segura de que Sara podrá soportarlo –dice Jade, divertida. Me agarra del brazo como si fuese mi mejor amiga y tira de mí. Abel se pega a nosotras y le escucho coger aire–. Cielo, sólo vas a mirar. Pero te voy a instruir en este arte de tal forma que descubrirás las fantasías que la mayor parte de la gente tiene y no se atreven a reconocer.

Me gustaría contestar que hable por ella, pero me callo y me dejo llevar hasta una puerta de color oscuro. El vigilante saluda a Jade y, de inmediato, nos abre. La música enseguida me envuelve. Es lenta y sensual, con una voz de mujer muy bonita. Me cuesta reconocerla un poco porque no la había escuchado antes, pero al final caigo en la cuenta de que se trata de Kiley Minogue. «Slow down and dance with me. Yeah… Slow… Skip a beat and move with my body. Yeah… Slow…».

La sala es bastante grande y en ella hay dos podios y dos barras como aquella en la que yo bailé en la habitación que Abel preparó para mí. ¿Acaso quería que yo…? No, no puede ser. Pero no me da tiempo a pensar más porque, a pesar de la escasa luz, puedo apreciarlo todo perfectamente: la mujer que hay en una de las barras, desnuda totalmente a excepción de la máscara, los hombres que la observan desde abajo, sus movimientos sensuales y provocativos. En la otra barra bailan dos mujeres más con cuerpos espectaculares. Se acarician la una a la otra al ritmo de la música. Cuando nos acercamos, me doy cuenta de que alguno de los hombres se está masturbando. Una arcada me sube desde el estómago, pero logro contenerla. No sólo hay público masculino, sino también un par de mujeres que se acarician a sí mismas.

Jade se da cuenta de que me siento incómoda, así que posa una mano en mis hombros y me susurra al oído:

—¿Qué hay de malo en esto, cariño? Sólo quieren mirar y a esas mujeres les gusta ser observadas.

Entonces me da la vuelta y descubro un rincón con unos cuantos sillones de formas extravagantes en los que hay parejas practicando sexo al tiempo que otras les miran. Quiero apartar los ojos, pero la escena es casi hipnotizante. Jamás había visto a nadie hacerlo en directo, y mucho menos de esa forma tan… ¿salvaje? Noto una nueva náusea, pero hay algo más… Un pequeño pinchazo en la entrepierna, unas cosquillas que me ascienden desde los pies…

—¿No está tan mal, verdad, Sara? –La voz de Jade susurrando en mi oído–. ¿Te gustaría que Alejandro y yo mirásemos mientras Abel te folla? ¿O quizá querrías mirar tú?

Me suelto de su abrazo con la respiración entrecortada. Abel me mira bajo su máscara con ojos interrogativos. No quiero que se dé cuenta de que…

—¿Por qué no vamos a la sala Carmesí? –propone Alejandro en tono alegre.

—No sé si será demasiado pronto para ella –opina Jade.

—A mí me parece bien. –El tal Julián, aunque nadie le ha dado vela en el entierro.

—Sara podría ser una buena esclava… O una buena dómina, quien sabe. –Alejandro se echa a reír y con tan sólo ese sonido, me pongo nerviosa.

Sin agregar nada más y sin que nadie rechiste, salimos de esta habitación y nos encaminamos a la otra. La Carmesí es la dedicada al BDSM; y no, no sé si voy a estar preparada para eso. Abel me roza la mano de manera disimulada y yo le dedico una mirada tranquilizadora, a pesar de que por dentro siento que me voy a ahogar.

—Ella no entrará ahí –dice, cuando estamos casi ante la puerta–. Y yo tampoco.

—Quédate fuera tú si es lo que quieres. –Alejandro se sitúa ante él y me señala–. Pero estoy seguro de que ella quiere descubrir.

Me gustaría decir que no, pero lo cierto es que una pequeña parte de mí siente curiosidad, anhela saber los juegos perversos que se esconden tras la puerta de esa sala.

—Abel no tiene nada que decir porque a él siempre le ha puesto todo esto. ¿Por qué intentas disimular ahora, cariño? –Jade se cruza de brazos en gesto resuelto–. Ni siquiera Sarita está en condiciones de opinar. –«Zorra de mierda», pienso.

Un nuevo vigilante nos abre la puerta. Otra vez la música nos inunda. Pero esta canción es mucho más dura y el cantante tiene una voz rasgada y parece desquiciado con cada una de sus frases. La letra me pone los pelos de punta. Esta canción ya la he escuchado antes y, aunque me gustaba, creo que le voy a coger manía. «You let me violate you. You let me desecrate you. You let me penetrate you. You let me complicate you. Help me, I broke apart my insides. Help me, I’ve got no soul to sell. Help me… The only thing that works for me… Help me get away from myself». Y la verdad es que es perfecta para un lugar como este porque, en la pared del fondo, hay un sinfín de instrumentos que no sabría ni siquiera cómo clasificarlos ya que en mi vida había visto algo así: látigos con puntas, mordazas, cuerdas con nudos exagerados… Lo más inocente son las esposas. Me quedo mirando fijamente un collar con pinchos. Dios mío, qué es todo esto. Pero lo peor no son los instrumentos, sino para qué los utilizan.

Apenas hay gente: tan sólo cinco personas, una pareja y un trío, todos ellos muy concentrados en sus juegos. Una mujer se halla en el suelo, a cuatro patas, con la pareja de la izquierda. Al fijarme bien, descubro que lo que hace es besar y lamer los pies descalzos del hombre. Y él… Joder, joder, ¿pero qué es eso? Él mientras se dedica a azotar a la otra mujer, que se encuentra tumbada sobre una especie de potro, con las piernas abiertas, atada de manos y pies.

—Lo que está usando Monster para golpearla es un gato de nueve colas. Se trata de una de las flagelaciones superiores… –la voz de Jade se introduce en mi cabeza–…pero a Pain le encanta.

Observo con pánico a la mujer sometida: cómo su estómago se contrae con cada golpe, las rojeces de su piel y… la humedad en su entrepierna. Esa mujer está excitada y a mí eso no hace más que provocarme una angustia mayor. El sonido de los azotes se clava en mi mente, a pesar de lo alta que está la música.

—¿Te excita pensar que Abel o Alejandro te puedan golpear? –me pregunta Jade al oído. Intento apartarme de ella, pero sus dedos se clavan con fuerza. Me gira y me señala a la otra pareja–. ¿O puede que te gustara someter?

En esta pareja es el hombre el sumiso. Está arrodillado en el suelo, con uno de los collares de pinchos alrededor del cuello, como si fuese un perro. Es la mujer la que le golpea con una vara larguísima, a la vez que le suelta un insulto tras otro. Palabras horribles que no se me habrían pasado por la cabeza. Y, sin embargo, ahí está otra vez… Esa sensación extraña en el cuerpo, unos calambres en la entrepierna… Siento asco, dolor e incomprensión, pero no puedo evitar que mi sexo palpite con cada uno de los golpes que esa mujer le propina a su esclavo. «I wanna fuck you like an animal –jadea el cantante de NIN–, I want to feel you from the inside. My whole existence is flawed». La cabeza me da vueltas y noto retortijones en el estómago.

—Yo misma te instruiría, Sara –sisea Jade como una serpiente–. Tú eres una de las nuestras. Me di cuenta la primera vez que te vi. Tú eres como yo…

—¡No! –grito. Alejandro, Abel y Julián se me quedan mirando con sorpresa. Y entonces, el estómago se me vuelca y noto el vómito ascendiendo hasta la garganta. Me suelto de Jade y me abalanzo hacia la puerta. Salgo al pasillo totalmente descontrolada, buscando un baño en el que soltar todo lo que llevo dentro. Como veo que no me da tiempo, a pesar de las estrictas normas de la mansión, me escondo en un rincón y me quito la máscara para vomitar allí mismo. Apenas echo nada porque no tengo mucho en el cuerpo, ya que ni siquiera he cenado.

Una mano se posa en mi hombro y yo doy un brinco, asustada, hasta que comprendo que es Abel el que se encuentra a mi lado.

—Póntela, Sara. Cúbrete la cara ya –me ruega. Le hago caso, aún con la náusea rondándome en la garganta–. Lo siento. Lo siento tanto, cariño… –me dice con voz temblorosa.

Me lanzo a sus brazos y me aferro a él, llorando en silencio bajo la máscara. Me siento humillada… pero, sobre todo, avergonzada de mí misma. Abel me estrecha con fuerza hasta que el alma se me escurre con las lágrimas.

Al mirar por encima del hombro de Abel, descubro a Jade y a Alejandro en el pasillo, observándonos con los brazos cruzados. Sé que están orgullosos, que se sienten bien provocándome este dolor y esta humillación.

Y la mirada lujuriosa de Alejandro me persigue toda la noche, sin permitirme encontrar una salida a esta maldita pesadilla en la que jamás tendría que haber entrado.

Tiéntame sólo tú
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