7

 

Corro sin pensar en nada más, como aquella noche en la playa al enterarme de parte del pasado de Abel. El vientecillo helado me corta los labios y las mejillas. Tengo tanto frío que la cabeza me duele. Sin embargo, sólo quiero correr y, si pudiese ser, que mis pies se elevasen y llegar muy lejos, allá donde los problemas no deben existir.

Durante unos instantes tan sólo escucho mi agitada respiración y el sonido de mis pies rompiendo las hojas. El bosque se encuentra delante de mí simulando una incógnita. No lo pienso ni un minuto más y voy decidida a él. Ni siquiera me doy cuenta de la creciente oscuridad hasta que es demasiado tarde.

—¡Sara! –La voz de Abel a mi espalda.

Hago caso omiso de su llamada. Siempre ocurre lo mismo: cuando se da cuenta de que me va a perder, reacciona. No puedo estar poniéndole al límite para que comprenda que marcharme no es tan difícil. Y, de todos modos, ahora no puedo mirarlo a la cara. No quiero. Mi pecho está a punto de partirse en dos a causa de todas las palabras que nos hemos dicho.

—¡Sara, detente! ¡No te metas en el bosque! –Su temblorosa voz me trastoca.

Sin embargo, continúo corriendo hasta que por fin llego a la frondosidad y me adentro en ella sin tener en cuenta nada más. Tengo que apartar las ramas que se interponen en mi camino para no dañarme con ellas. A pesar de mis esfuerzos, una me araña en la mejilla y hace que me detenga. Me limpio el hilillo de sangre con el dorso de la mano. Los gritos de Abel suenan cerca. Ha entrado también al bosque y yo no quiero cruzarme con su mirada. Así que empiezo a correr una vez más sin pararme a pensar que puede ser peligroso. La adrenalina que atraviesa mis venas es mucho más fuerte que el sentido de la responsabilidad.

Otra vez sólo somos el sonido de mi respiración y yo. La escucho en mi cerebro y en los pálpitos de mi pulso. Las hojas del suelo crujen ante mis pisadas. Aparto una rama tras otra, suelto gemidos y gruñidos. Corro y corro hasta que el costado se me empieza a resentir, hasta que la voz de Abel queda lejana. Y, de repente, el silencio. Todo se detiene alrededor. Yo misma lo hago. Freno de golpe y casi me caigo al suelo. Me inclino hacia adelante en un intento de recuperar la respiración. El estómago me duele a rabiar. Espero unos minutos a que todo pase, a que el suelo deje de dar vueltas. Una vez lo he conseguido, me enderezo y miro en torno a mí.

Por primera vez desde el rato que llevo corriendo, soy plenamente consciente de que estoy en el bosque. En uno que no conozco, oscuro, frondoso y solitario. Alzo la vista al cielo. La noche ha caído del todo y para mi mala suerte, no hay luna llena. Así que todo esto está demasiado negro. Y yo empiezo a tener miedo. No sé qué hago aquí, cómo he llegado ni por qué he sido tan estúpida. Giro sobre mí misma, tratando de orientarme. No, no tengo ni puñetera idea de dónde estoy.

—¡Joder! –grito, llevándome las manos a la cabeza. Me echo el pelo hacia atrás intentando tranquilizarme.

Decido avanzar porque los sonidos que escucho alrededor se me antojan peligrosos. Son totalmente desconocidos para mí y eso hace que me asuste más. Quizá estoy yendo hacia donde no debo aunque, a mi parecer, estoy siguiendo la dirección correcta. A medida que camino, hablo conmigo misma en voz alta para enterrar los pensamientos horribles que se cuelan en mi mente.

—Eres gilipollas, Sara. Él tiene razón: eres una cría que hace cosas de cría. Una impulsiva que no sabe controlarse cuando discute...…

Algo a mi espalda hace que dé un salto. Me giro para comprobar lo que ha sido, pero tan sólo veo oscuridad. Empiezo a temblar a causa del frío y del miedo. Decido continuar caminando para alejarme de lo que haya sido. Ahora que estoy aquí, sola y aterida por el frío, con el pánico amargándome la garganta, no puedo dejar de pensar que he actuado como la más irresponsable del mundo. Dos veces hoy. ¿Cuántas imprudencias más voy a cometer? Mi mente se llena de pensamientos negativos como que no voy a saber salir del bosque y me quedaré en él por siempre jamás, o que un oso enorme saldrá de repente y me despedazará.

—Por favor… por favor, Dios, haz que encuentre el camino. Sé que nunca te rezo ni voy a la iglesia ni nada y ahora te pido esto, pero por favor, ayúdame –murmuro como una loca.

Al parecer me estoy alejando más de la posible salida porque la oscuridad se acrecienta y estoy tardando demasiado en hallarla. El miedo se está apoderando de mí y sé que en cualquier momento perderé el control. Ahora mismo lo único que quiero es abrazarme a Abel, que me perdone, perdonarle yo a él y estar a salvo, entre sus brazos.

Un nuevo sonido, esta vez a mi derecha. Doy un brinco hacia atrás y me pongo en alerta. Miro a un lado y a otro, pero no consigo ver nada a pesar de que mis ojos se están acostumbrando poco a poco a la negrura.

—¿Abel?

El silencio es el único que me contesta. Ahora ya no sé si avanzar o quedarme quieta. Quizá si me mantengo aquí él acabe encontrándome. Me acerco al tronco de un árbol, dispuesta a esperar sentada, pero un nuevo ruido a mi izquierda me detiene. Sin duda ha sido el crujir de una hoja.

—¿Abel, eres tú?

Esta vez la respuesta es un rumor a mi espalda. Lanzo un grito y salgo corriendo. Estoy segura de que eso no era Abel. Mientras corro, me choco con un montón de ramas. De repente, siento que algo se cae del bolsillo de mi chaqueta: es el reloj que he comprado para él. No quiero volver atrás para que no me pille sea lo que sea que hay ahí, pero necesito hacerlo, no puedo regresar a la cabaña sin el regalo. Me detengo y doy la vuelta. Me pongo a gatas, tanteando el suelo para encontrar el objeto. Algo me roza la mano y yo suelto un grito de horror. Casi no puedo respirar del miedo. Al fin encuentro el reloj, así que me levanto, dispuesta a largarme de allí. No puedo hacerlo porque me choco contra algo.

El grito que suelto retumba por todo el bosque. La persona que está delante de mí me agarra de los hombros con fuerza, clavándome sus dedos, los cuales noto incluso a través del grosor del abrigo. No pienso ni por un momento en que puede ser él. En mi cabeza sólo hay espacio para asesinos en serie o entes paranormales. Me revuelvo con la intención de escapar de su abrazo, pero él no lo consiente. Con el reloj atrapado en mi puño, le golpeo una y otra vez.

—Sara. ¡Sara!

La voz de Abel se cuela en mi oído y recorre el camino hasta el cerebro, el cual se me ilumina. Me lanzo a él en un fuerte abrazo. Lo estrecho hasta que me hago daño en las manos. Entierro el rostro en la suavidad de su abrigo. Él me aprieta también, apoyando su barbilla en la coronilla de mi cabeza. Su respiración está tan agitada como la mía. No puedo más: rompo a llorar de manera histérica. En cuestión de segundos estoy cubierta de mocos y lágrimas. Ni siquiera puedo respirar.

—Sara, eh, Sara. Ya pasó todo. Ya estoy aquí. –Me acaricia el pelo, hablándome en tono suave–. Ya, mi vida. Tranquilízate. Te dará algo si no lo haces.

Estrujo la tela de su chaqueta. Meneo la cabeza contra su pecho, totalmente avergonzada por lo que le he dicho y hecho. Él me da un beso en la cabeza.

—Lo… lo siento. –Apenas puedo hablar.

—No hables ahora, de verdad. No es necesario.

—Te-tenía miedo. Había… al-algo ahí… –Suelto un hipido.

—Sólo estamos tú y yo aquí. –Sus manos bajan por mi espalda en un masaje tranquilizador.

—Quiero salir. Por favor, sácame –le pido cuando me siento un poco mejor.

Me da la mano. Ambos caminamos silenciosos en la oscuridad del bosque. Yo me giro a cada momento, temiendo encontrarme con una bestia que acabe con nosotros. Quizá eso sería lo mejor… Me obligo a apartar esos pensamientos de mi cabeza. Abel me guía por la oscuridad y yo me dejo llevar como una niña pequeña.

—No sé por qué he hecho esto –le digo de repente.

—Sólo has explotado y es normal –responde él, mirando fijamente al frente–. Me pasé con todo lo que te dije. Estaba asustado y no supe controlarme.

—Yo también dije cosas que no estuvieron bien. Te juro que no quería. Me salieron sin pensar. Estaba enfadada…

No puedo terminar porque por fin salimos del bosque. Ver la cabaña a unos cuantos metros me provoca una inmensa tranquilidad. Suspiro con los ojos cerrados. Me tiemblan tanto las piernas que a punto estoy de derrumbarme. Abel me sujeta a tiempo y me coge en brazos, llevándome a casa, al que es ahora nuestro hogar. Deseo que sea un hogar de amor y pasión y no de reproches y miedos.

—No debí ir al pueblo yo sola sin avisarte. –Entierro la nariz en su cuello. Estar en sus brazos es lo más cercano a la paz.

—Sara, si yo lo entiendo. Entiendo lo que pretendías y no sabes lo agradecido que te estoy. Intentas hacerme feliz y, en ocasiones, ese deseo de otorgar felicidad a los otros nos lleva a cometer imprudencias. Pero la felicidad tan sólo se alcanza así, te lo aseguro.

Entramos en la cabaña. De inmediato noto en mi piel un agradable calor. Abel encendió la chimenea durante mi estancia en el pueblo y, durante la pelea, no me había dado ni cuenta. Me coloca en el silloncito y se acuclilla a mi lado. Su mirada es intensa, avergonzada, suplicante. Me coge una mano y se la lleva a la boca. Me la roza con los labios hasta que deja un beso en ella. Yo lo observo con lágrimas en los ojos.

—Te digo que si tú no hubieses cometido la imprudencia de amarme, ahora yo no sería tan feliz.

Esbozo una sonrisa cansada. Apoyo la cabeza en el respaldo del sillón. La cabeza aún me da vueltas. Se lo dije una vez: no estoy hecha para las emociones fuertes. Sin embargo, sé que con él la vida va a ser así y he sido yo misma la que ha elegido este camino. Pero nadie dijo que fuese fácil.

—El miedo me dominó en ese momento. Pensé muchas cosas y todas malas. Como que ellos habían llegado hasta aquí y te habían secuestrado. Pero luego vi que el coche no estaba y pensé que habías decidido marcharte. Y por un momento pensé que era lo correcto porque, al fin y al cabo, yo no te estoy ofreciendo nada y tú a mí demasiado.

—Sólo quiero que sonrías y que intentes superar todo lo que te tortura –le digo, mirándolo con tristeza.

—Se me pasará, Sara. Siempre pasa.

—Pero el año que viene volverá a ser igual, ¿no? –Meneo la cabeza–. No quiero que sea así. Por eso estoy haciendo todo esto, para romper con toda esa oscuridad que tienes ahí dentro. –Apoyo una mano en su pecho. Él pone la suya encima–. Dime, ¿qué puedo hacer? ¿Qué podemos hacer para no estar discutiendo siempre? Porque un día estamos bien y al otro mal. Peleamos y luego hacemos las paces con sexo. Eso no está mal, pero no quiero que sea siempre así. Quiero que tengamos una relación normal, aunque a ti esa palabra no te guste nada.

Él suspira. Cierra los ojos y asiente con la cabeza. Cuando los abre, su mirada ha cambiado. Un poco más luminosa, menos inclinada hacia el dolor.

—Estoy seguro de que este año tendré un cumpleaños normal. –Su sonrisa es ahora sincera. Le abrazo con todo el amor del mundo. Él me acaricia el pelo–. Y el del año que viene será mejor, y el otro ya ni te cuento –me dice al oído.

—¿Ya no estás enfadado conmigo? –le pregunto de forma tímida.

—Antes tampoco lo estaba. Sólo era temor. –Juguetea con un mechón de mi cabello–. Cuando estuviste en el pueblo, me di cuenta de los errores que estoy cometiendo. Comprendí que te estoy alejando de mí tal y como tú dices. Pero te juro que no es a propósito. No estoy acostumbrado a tener a alguien como tú a mi lado. No te quiero dañar. Sé que eres fuerte, Sara, pero hasta los más duros caen alguna vez. –Su dedo pasa por mi mejilla trazando una espiral. Cierro los ojos para notarlo. Cientos de libélulas abren las alas en mi estómago.

—Entonces te tiraré conmigo para que podamos ayudarnos a levantarnos.

—Mira que eres lista, Sara. Siempre sabes lo que contestarme –se echa a reír. Ese sonido es el que yo anhelo cada día, el que me hace revivir–. Nunca he conocido a nadie como tú.

—Ni yo a alguien como tú –me burlo un poco de él.

—¿Quieres que te prepare un té calentito?

—Vale.

Cuando él se levanta y se va hacia la cocina, yo me acurruco en el sofá. Me doy cuenta de que todavía llevo el abrigo puesto pero, ahora mismo estoy tan a gusto que ni me apetece quitármelo. Así que permanezco así el ratito que tarda en prepararme el té. Estoy tan cansada que los ojos se me cierran. Cuando regresa yo ya me hallo un poquito lejos de aquí.

—Pecosa, ¿lo quieres o vamos a dormir?

—¿Tú te has preparado uno? –le pregunto con la voz pastosa a causa del sueño, aún con los ojos cerrados.

—Sí.

—Entonces nos lo tomamos juntos y luego nos vamos a dormir –le propongo. Abro los ojos y cojo la taza que él me tiende.

Lo miro mientras doy pequeños sorbitos a mi té. Él sostiene el suyo entre las manos, sentado en una de las sillas que ha colocado frente a mí. Sus mejillas están sonrosadas a causa del fuego de la chimenea y hay un brillo especial en sus ojos que me llama la atención.

—¿En qué estás pensando?

—En lo bonita y especial que eres.

—Gracias –respondo con una risita.

—Y en que eres mi ángel.

—Un ángel que al final tirarán del cielo por todas las maldades que comete.

—Uhm, una desterrada… Qué sexy.

Me río sin poderlo evitar. Él echa la silla hacia delante y se inclina sobre mí. Yo lo hago también y nos besamos con suavidad, saboreando el té en nuestros labios y lenguas.

—¿Volveremos a discutir, verdad?

—Espero que no. Pero a veces, es la única forma de demostrar al otro que se le ama.

—Quiero que nuestros días aquí sean de los mejores de nuestras vidas, para que los podamos recordar siempre y cuando seamos viejecitos, contárselos a nuestros nietos.

En cuanto digo eso, me doy cuenta de que he cometido un error. Es muy probable que Abel no llegue ni a los cuarenta años con la memoria intacta. El corazón me da un salto al pensar en ello y temo que se produzca otro de nuestros momentos más tensos. No obstante, al alzar la vista me topo con la suya que es animada. Me sorprendo y abro la boca para decirle algo, pero ni siquiera me sale.

—¿Ya estás pensando en nietos? –Deja su té en la mesa y se levanta. Camina hacia mí y me coge de las manos para levantarme. Cuando estamos cara a cara, pasa un dedo por mis labios–. ¿Quieres que tengamos un bebé?

Parpadeo confundida. Me muerdo los labios con una sonrisa. Meneo la cabeza.

—Quizá, en un futuro…

—No te voy a mentir: alguna vez me he imaginado a un Abel o a una Sarita correteando por nuestra casa. –Me sorprende apoyando una mano en mi vientre. Contengo la respiración ante ese gesto tan íntimo… ¿Cómo se puede pasar de una discusión horrible a hablar sobre tener hijos? Con Abel, la vida es así y, en el fondo, me estoy acostumbrando a ella.

—Uf, pues no quiero ni pensarlo –digo, bromeando. Pero él se ha puesto serio y a mí el corazón se me acelera.

—Te imagino llevando a nuestro hijo en tu interior –continúa acariciándome la tripa en círculos–. No existiría nada más bello.

No digo nada. Se inclina y me besa. Yo me quedo quieta, aturdida por su confesión. Jamás me habría dicho a mí misma que Abel ha pensado en tener hijos conmigo. Ni yo misma me lo había planteado. Ni siquiera llevamos juntos un año…

—¿Por qué no te quitas el parche? –me pregunta de repente. Sus ojos azules brillan más que nunca.

—¿Qué? Abel, ¿estás hablando en serio? –Escruto su rostro intentando descubrir lo que piensa.

Él sonríe… Parpadea, vuelve a sonreír. Cuando parece que va a decir algo, su mirada se dirige hacia la ventana. Abre los ojos en un gesto de sorpresa. Por un momento pienso que lo que había en el bosque nos ha seguido.

—¿Qué, qué pasa? –pregunto, apretándole los brazos.

Me tapa los ojos sin darme tiempo a nada más. No entiendo lo que ocurre. Él me guía por el salón de la cabaña. Me lleva hasta la puerta y, al abrirla, una ráfaga de aire frío se cuela entre nosotros. Aparta la mano de mi rostro y, entonces, suelto un gritito de sorpresa.

Está nevando. Los finos copos caen lenta y suavemente. Jamás he visto nevar en mi vida. No es algo común en Valencia. Me giro hacia él con la boca abierta. Se ríe de mi sorpresa. No lo puedo evitar: salgo y me pongo bajo los copos de nieve, con los brazos extendidos. Los alzo al cielo y unos cuantos copos se posan sobre las palmas de mis manos. Es extraño y, al mismo tiempo, hermoso lo que se siente. Están suaves y muy fríos. Levanto mi rostro y los dejo posarse en mi piel. Cierro los ojos para captar mejor todas las sensaciones. Doy vueltas sobre mí misma, emocionada, riendo como una niña. Abel me mira desde la puerta de la cabaña. Me detengo y también lo observo. Él se acerca, me coge de las mejillas y me besa con la misma suavidad que los copos. Nos tiramos así un buen rato, hasta que empieza a nevar más y se me enreda en el pelo y en las pestañas.

—Ahora eres un ángel de escarcha –murmura.

—¿Crees que podré hacer un muñeco de nieve? –pregunto, ansiosa.

Se ríe ante mi pregunta.

—Puede que mañana o pasado.

Nos besamos un rato más bajo los copos. Me aferro al sentimiento de calidez que me provocan sus labios. Ansío decirle que no quiero que este momento se acabe nunca, que él es el inicio de mi vida y también el fin, que el sentido de mi existencia lo he encontrado a su lado, que no hay nadie que pueda comprenderme como él, que deseo que no peleemos más y que, aunque parezca de locos, podría darle un hijo ahora mismo. Pero sus apasionados besos callan todo y lo atesoro en el corazón.

El resto de la noche la pasamos en el sillón, ante la chimenea. Al menos una hora nos quedamos en silencio, observándonos, leyendo nuestras miradas. Creo que con ellas ya le he confesado todo y él a mí también. Esto es amor. Lo es de verdad. Bien entrada la madrugada se queda dormido conmigo en brazos. Me bajo de su regazo con mucho cuidado de no despertarlo. Me acerco a la ventana: aún nieva. Sonrío por el magnífico espectáculo.

Voy al cuarto de baño y me observo en el espejo. Tengo ojeras a causa del cansancio, pero noto mi piel radiante. No me importan los malos momentos que pasamos si luego tengo otros como el de esta noche. No hemos hecho el amor y no nos ha hecho falta para la reconciliación. Ese es un pequeño cambio.

Me desabrocho el pantalón y me lo bajo. Me aparto las braguitas.

Recorro el parche anticonceptivo con los dedos. Por un momento pienso en deshacerme de él… Pero luego me subo los vaqueros con el corazón a mil por hora.

Tiéntame sólo tú
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