10

 

La Navidad ha llegado de manera imparable. Se ha instalado sin previo aviso en esta cabaña que, para mí, cada vez se vuelve más oscura.

Las tornas han cambiado: ahora es Abel quien se ha recuperado, el que intenta animarme con sus palabras y reconfortarme con sus besos y abrazos. Desde que vi y escuché aquel video soy yo la que se inunda en el miedo. Más de una vez me sorprendo pensando en lo que Abel hizo con ella. Imagino actos repugnantes que jamás habría pensado que se encontraran en mi mente. Pero, lo que es peor, es que en alguna de estas ocasiones me he excitado y no logro entender por qué.

Una vez leí en un libro que el odio, el placer y el asco están muy unidos. Hay situaciones, personas o lugares en la vida que nos provocan un sentimiento de repugnancia y, a la vez, de excitación. A pesar de haberlo leído, nunca creí que fuese posible, pero mis pensamientos me demuestran todo lo contrario. Me asusto de mí misma puesto que las prácticas que he imaginado son demasiado obscenas. En mi mente veo a Abel golpeando a esa mujer, introduciéndole objetos de lo más variopintos, mordiéndose, arañándose, haciéndolo con otras personas, pidiéndose cosas que yo jamás haría.

Pero... ¿y si es eso lo que él quiere? ¿Y si es lo que le gusta? Recuerdo que, al poco tiempo de conocernos, me dijo que quería hacer de todo conmigo. ¿Se refería a eso que hacía con Jade? ¿Es un hombre al que le gusta pervertir, que goza con el dolor y la humillación? Y, sin poder remediarlo, mi mente vuela hacia los lugares de los que me habló. No me ha contado nada exacto de ellos, así que yo misma soy la que crea historias y mi imaginación me está sorprendiendo de lo perversa que puede llegar a ser.

Me asomo a la ventana divagando sobre todo eso. Me fijo en lo hermoso que está ahí afuera y yo, sin embargo, no puedo sonreír. La nieve que semanas atrás me fascinaba, ahora me provocaba inquietud porque pienso que nos va a dejar aislados. La quietud que me relajaba ahora me pone tan nerviosa que tengo las uñas fatal porque no puedo dejar de comérmelas. Cada sonido o sombra que veo me sobresalta, al imaginar que pueden ser ellos, que están ahí, que nos han encontrado y que harán cosas horribles con nosotros.

La Navidad no debería ser un tiempo triste, pero para mí, durante toda la vida, lo ha sido. Estoy segura de que para Abel también. ¿No nos merecemos un poco de felicidad en nuestras arruinadas vidas? Sé que, en realidad, nosotros nos lo hemos buscado. No me puedo quejar porque he sido yo la que decidió continuar con la relación a pesar de saber que él es un hombre con un inquietante pasado. Podría haberme alejado y, de esa manera, Jade se habría cansado de buscarme y no querría una venganza o lo que sea esto, yo qué sé.

Sin embargo, no puedo dejarlo. Abel se ha convertido en la luz que siempre he estado buscando. Hay algo en mi interior que tira de mí hacia él. A veces me siento como una marioneta en manos de un destino cruel, pero no hay más que hacer y, a pesar de que no quiero pasarme los días meditabunda, es lo único que hago.

Me cubro el cuerpo con los brazos porque siento un poco de frío, a pesar de que la chimenea está encendida. Abel duerme tranquilo, algo que yo no hago últimamente. Me despierto nada más amanece y me vengo aquí, a asomarme a la ventana, a martirizarme a mí misma.

Me pregunto qué estarán haciendo mis padres. Estoy segura de que mi madre me echa muchísimo de menos. Habrá pensado que ya no la quiero, que la he abandonado, y llorará mucho. Con tan sólo pensarlo, se me humedecen los ojos. Incluso echo de menos un montón a mi padre. Es sorprendente, pero en esta intranquila quietud echo en falta sus discusiones, sus malas palabras, su indiferencia hacia mí.

Imagino que se dispondrán a pasar la Nochebuena solos. En los últimos años nos reuníamos los tres. Poca gente, pero menos es nada, y a mi madre lo que le gusta es que esté yo allí. A mí no me gustaba nada y siempre discutía con mi padre, pero ahora echo de menos eso. Este año comerán las gambas y la carne ellos dos y no habrá nadie que les anime a cantar villancicos. Qué tonta soy, no puedo sentirme más nostálgica.

También pienso en Cyn y en Eva. La primera habrá comprado un montón de regalos como siempre. Habrá uno para mí, seguramente algo de ropa interior sexy o un libro erótico, porque ella es así y le encanta mofarse de mí. Eva estará trabajando mucho con su padre y se reunirá toda la familia, ya que son muchos. Estará harta de la gente para allí y para allá, pues no le gusta el ajetreo de la Navidad, tampoco los villancicos ni los programas navideños. La boca se le llena de insultos hacia esta época.

Espero que a Judith le vaya genial con Graciella, que estén saliendo todavía y que celebren juntas su primera Nochebuena y Nochevieja. Me habría gustado que ella me maquillara y que su novia me peinara como solo ellas dos saben. Habría estado más bonita que nadie en la fiesta de Nochevieja con Cyn, Eva y otros amigos.

Y, cómo no, otra vez pienso en Eric. El corazón se me llena de pinchazos cada vez que pienso en su último abrazo y en su inquieta mirada. Estos días he llegado a la conclusión de que él también debe haber estado metido en esos oscuros negocios. Al fin y al cabo, es fotógrafo y amigo de Abel. Quizá se haya acostado con Jade y le encante practicar todo ese sexo que yo antes pensaba que era sucio y que ahora me excita, a pesar de todo.

No quiero que inunde más mi mente, pero no puedo evitarlo. Trato de echarlo y regresa una y otra vez. Abel y él han sido dos de las personas que mejor me han tratado en los últimos tiempos. Eric ha sido un apoyo fundamental en los momentos en los que yo estaba mal con Abel. Estuvo ahí para darme su mano, para charlar, para ofrecerme una de sus cálidas sonrisas. ¿Por qué cojones tuvo que fastidiarse todo? ¿Qué manía tan extraña tenemos los humanos de querer poseer a quien no podemos? Algún día he pensado que Eric ya se habrá olvidado de mí, que sólo habré sido un capricho: la novia de su amigo, de ese amigo que una vez le robó a su amor. Quizá por eso me quiso tener, para darle celos, por venganza o quién sabe. ¡Y eso es algo que me cabrea y me pone triste! No debería ser así. Estoy tan liada.

Escucho un ruido en la habitación. Un arrastrar de pies. A continuación, la tapa del inodoro. Suelto un suspiro. Abel ya no pregunta dónde estoy porque sabe que no voy a salir, que el pánico al bosque desde mi incursión nocturna se ha hecho bien grande. Sin embargo, esta mañana se acerca al salón. Aparece frotándose los ojos, con el rostro hinchado de sueño, con su pelo revuelto y su aspecto descuidado. Siempre pienso que es hermoso y esa palabra resulta muy cursi para un hombre, pero no encuentro otra. Incluso recién despierto me parece el más atractivo de todos cuantos haya conocido.

—¿Sara? –pregunta, mirándome con recelo.

—No podía dormir.

—Eso ya lo veo. –Se arrima y me abraza por la espalda, soltando un suspiro somnoliento. Me aparta el pelo y posa un beso en mi nuca desnuda–. Has sabido encender la chimenea –dice, ladeando la cara.

—Ni que fuera manca –me quejo.

—Vente a la cama conmigo, allí estarás más calentita. –Me estrecha con fuerza.

—Estoy bien aquí.

En realidad no me apetece volver a la habitación. En ciertas ocasiones, quiero estar alejada de él. Esta es una de ellas. Siento que no lo conozco lo suficiente a pesar de todo. Había creído que sí, pero siempre encuentro algo nuevo que me deja con la boca abierta. Lo de Jade ha sido la gota que colma el vaso. Eso y que estoy nostálgica y enfurruñada porque me gustaría estar en Valencia, en el piso, cerca de mis amigas y de mi familia.

—¿Pasa algo?

—No.

—Sé que estás muy triste, y te prometo que todo esto te lo compensaré. Cuando regresemos a Valencia, celebraremos la Navidad por todo lo alto aunque sea en verano.

Me echo a reír. Apoyo mis manos en sus brazos y la espalda en su pecho. A pesar de todo, él lo está intentando. Sé que no tiene la culpa y no quiero echársela porque, entonces, la relación comenzará a ir mal como antes. Ahora estamos bien, aprecio que nos amamos más que nunca, y eso es más que suficiente. La Navidad pasará, volaremos a España, veré a mi familia y todos seremos felices. Esta vez sí.

—Mañana es Nochebuena –digo de repente.

—Sí. ¿Qué solías hacer tú? –me pregunta.

—Cenaba con mis padres. Cantábamos villancicos y luego veíamos algún programa de esos en los que cantan.

—No tenemos tele, pero podemos cantar.

—No te imagino cantando Hacia Belén va una burra.

—Pues que sepas que siempre fui uno de los que mejor tocaba la pandereta en el cole.

Me río. Permito que me gire hacia él. Me aparta el cabello del rostro, y el flequillo, que crece cada vez más pero yo no me atrevo a cortarme, y deposita un beso en mi frente. Después me abraza con fuerza y yo le devuelvo el apretón.

—Me gustaría una buena cena.

—Y a mí –suelta una risita–. Te cocinaré en cuanto regresemos. Las mejores comidas y cenas para mi niña.

Ambos nos quedamos en silencio unos minutos. Al final me convence y voy al dormitorio. Me cuelo entre las sábanas, la manta y el nórdico y me aferro a él. Enlazamos los cuerpos para proporcionarnos todo el calor que tenemos. Él me frota la espalda. Su respiración choca contra mi rostro y esa sensación me hace esbozar una sonrisa.

—¿Sabes qué? –dice de repente, cuando me estoy empezando a quedar dormida.

—¿Mmm?

—También me gusta mucho el Tamborilero. No sabes con la emoción que lo cantaba de peque.

Suelto una carcajada que reverbera en las paredes de la pequeña y solitaria habitación.

En Nochebuena cenamos una ensalada, unas albóndigas de lata, unos mejillones en escabeche que tenía guardados en la despensa y un par de copas de vino. Es tan poca cosa que hasta echo de menos la cocina de mi madre, que no es nada buena.

Abel se muestra preocupado en todo momento. Sé que anhela que yo esté feliz. Supongo que piensa que me lo debe porque yo le he estado ayudando todo este tiempo. Pero también sé que una de mis sonrisas le ilumina el alma, así que me esfuerzo en dárselas.

Tras la cena, trae el ordenador y rebusca entre sus canciones, pero no tiene ningún villancico. Yo me levanto, cojo el mío y lo coloco al lado del suyo. Me observa con sorpresa.

—Yo tengo. Ya te digo que mi madre y yo cantábamos. A ella le gustan mucho los que versiona Raphael pero, por suerte, no tengo ninguno de esos.

Nos reímos. Al cabo de unos segundos, empieza a sonar la melodía de Campana sobre campana. Abel se sienta en el silloncito y da unas palmadas en sus rodillas para que me siente sobre él. Una vez lo he hecho, arruga el ceño, juntando tanto las cejas que parece que sólo tiene una. Está muy gracioso.

—Jovencita, ¿has sido buena este año? –inquiere poniendo una voz ronca y cascada como la de un anciano.

Lanzo una carcajada, pero él se lo está tomando muy en serio y me mira para que le responda. Yo me presto a su juego y asiento con la cabeza, enlazando mis manos y poniendo mi mejor cara de niña buena.

—Claro que sí –respondo con voz infantil.

—Eres una niñita muy guapa, con todas esas pequitas en la nariz, esta piel tan blanquita y esos ojos grandes y grises –continúa con esa voz de anciano amable. Desliza una mano por mis muslos enfundados en medias gruesas. Se la aparto de manera juguetona.

—¡Oiga! Usted no es Papá Noel, usted es un viejo verde. –Me cruzo de brazos y hago como que aguanto la respiración.

Él se sube unas gafas imaginarias y sonríe. A continuación, suelta un «Jo, jo, jo» a imitación del auténtico Santa Claus y arrima su rostro al mío. ¡Madre mía! Si el verdadero fuese tan atractivo, no sólo las niñas querrían que se colase por sus chimeneas.

—Bueno, ya que dices que has sido buena… –Suelta una tos falsa–, ¿qué es lo que quiere esta niñita de regalo?

Me quedo mirándolo unos segundos y, casi sin pensarlo, respondo muy seria:

—No tener miedo.

Abel detiene las caricias en mis muslos. Abre la boca, como si fuera a decir algo, pero se mantiene callado. Yo tampoco digo nada, me limito a agachar la cabeza y concentrar la vista en un punto del suelo. No debería haber saltado así porque estábamos divirtiéndonos. ¿Es que ahora voy a ser yo siempre la que lo fastidie todo? Con lo que le ha costado a él y lo contento que parece últimamente, y yo retrocedo.

—Perdona, es que…

—Lo sé –me interrumpe, posando dos dedos en mis labios. Se inclina y me besa con suavidad. Al apartarse, me fijo en que sus ojos presentan una sombra de preocupación–. No te voy a decir que no lo tengas porque es totalmente comprensible. Pero, por favor, déjame intentar hacerte feliz.

—Te dejo, Abel. Es lo que quiero.

—Mientras yo esté contigo, no voy a dejar que nadie te haga daño. Te lo prometo. ¿Me crees, Sara?

—Siempre he confiado en ti. Por eso estoy aquí.

Y nos dormimos frente a la chimenea hasta que las piernas se nos entumecen y nos marchamos a la cama.

A la mañana siguiente, me despierto antes como ya es costumbre. Antes de abandonar las mantas, me inclino sobre él y le acaricio la mejilla. Hace un gesto como de protesta y yo esbozo una sonrisa. Le dejo bien arropado y yo me levanto, me echo la bata gruesa por encima y me dirijo a la cocina, dispuesta a prepararme un té. Mientras lo hago, mis padres regresan a mi mente una vez más. Me obligo a no pensar en ello, pero en este lugar tampoco es que haya muchas distracciones.

Me asomo a la ventana. Hoy no nieva. De pequeña siempre pensaba que el día de Navidad nevaba en todos los países lejanos menos en España, que era totalmente necesario, casi como algo sagrado. A pesar de todo, el bosque continúa nevado. No hemos vuelto a hacer un muñeco y me pregunto si no sería buena idea ponernos a ello para divertirnos un rato y así yo olvidarme de lo que me aflige.

Me giro hacia el salón y en ese momento descubro el portátil de Abel presidiendo la mesa. La pantalla está abierta y encendida. Al acercarme, descubro en ella la foto que nos hicimos la noche de su cumpleaños. Me acerco al ordenador y acaricio la corona de flores que llevo en la imagen. Abel me besa con todo su amor. Desde luego, es un momento precioso que la cámara captó y que ya nunca nos abandonará. No puedo evitar emocionarme al vernos tan sonrientes en esa foto. Entonces me fijo en que hay algo sobre la mesa. Es un sobre y en él está escrito mi nombre con la letra de Abel. ¿Cuándo ha escrito algo? No me he dado cuenta de que haya salido de la cama en toda la noche.

Abro el sobre con curiosidad. Dentro hay un folio escrito por delante y por detrás con la letra de Abel, de refinados trazos. Recuerdo la primera vez que me escribió una nota con aquellas rosas azules que me regaló. Esbozo una sonrisa. Desdoblo el papel y me dispongo a leer la carta.

Mi preciosa Sara:

Siento que no puedas tener un regalo mucho mejor estas Navidades. Me he decidido a escribirte esta carta porque me cuesta mucho expresar lo que siento y más en estas circunstancias en las que te tengo aquí, encerrada en la cabaña de mi madre muerta, escapando de unas personas que ni siquiera conoces.

Quizá pienses que todo esto que te he contado es mentira y que estoy loco. Te juro que no, que Jade existe y tú misma has podido comprobarlo, y que Alejandro es uno de los hombres más repugnantes y atroces que conozco. Sin embargo, como te dije anoche antes de irnos a dormir, te protegeré, Sara. Lo haré con mi vida si es necesario. Jamás dejaré que te vuelvan a hacer daño porque ya te lo han hecho demasiado y tú no mereces sufrir más. Lo único que mereces es una vida feliz, serena y brillante. Y estoy dispuesto a dártela. Me voy a deshacer de toda mi oscuridad para ofrecerte una vida radiante, para que nunca nadie pueda reprocharme que no hice lo suficiente por la mujer de la que me he enamorado.

Sí, Sara. Estoy enamorado de ti, aunque supongo que es algo que ya sabes. Y si no, por si acaso, te lo repito: Estoy perdidamente enamorado de ti. Puede que suene un poco edulcorado, pero eso es justo lo que siente mi corazón trastocado: un amor infinito, que en ocasiones me asusta, para qué negarlo. Jamás he amado a nadie tanto como a ti. Pensaba que algo así no podía existir, que el verdadero amor era una invención de las historias románticas. Pero resulta que sí existe, Sara, y me ha encontrado a mí. Se me ha metido en el cuerpo. Tú te has colado en mi alma como nadie lo ha sabido hacer.

Eres una mujer maravillosa. Me asombra lo mucho que has luchado en la vida, lo valiente que has sido, a diferencia de mí. Eso es algo que me ha hecho amarte aún más. Para mí es un orgullo tener a una persona como tú a mi lado. Pero también te amo porque eres hermosa, inteligente, sabes lo que decir en cada instante, tienes empatía, eres amable, siempre dispuesta a ayudar a los demás, responsable, trabajadora, preocupada. A veces, me resulta molesto que seas tan nerviosa pero, a pesar de todo, también adoro esa parte de ti. Y la parte testaruda, ese lado que siempre quiere salirse con la suya. Es algo que me sorprendió desde el instante en que te conocí, aquel primer día en que nos encontramos y tú rechazaste ponerte la ropita de colegiala para las fotos porque te parecía humillante. Hacía tiempo que nadie me decía que no. Ya no pude sacarte de mi cabeza.

Sara, te has convertido en mi hogar. Cuando apoyo la cabeza en tu pecho y escucho el palpitar de tu corazón y sé que estás viviendo a mi lado, eso me hace tan feliz que el corazón se me agranda. Cuando te abrazo y me traspasas tu calor, me siento bendecido. Cuando me besas, rozo la parte más oculta del cielo.

Quizá mi forma de amarte no sea la más perfecta. Puede que tú merezcas que te amen de otro modo, pero esta es de la única forma que puedo y sé. Te quiero desde que me uní a tu cuerpo por primera vez, aquella vez en la biblioteca de mi casa. Nuestra primera vez, la primera vez en que me adentré en ti. A lo mejor tardé demasiado en decírtelo cuando tú ya me lo habías confesado, con tu mirada abierta y serena.

Sara, te pido perdón por las veces en que te dejé sola cuando más lo necesitabas. Te pido perdón por no haber sabido quererte como tú merecías. Y por haberte hecho llorar y meterte en todo esto. No era lo que quería, por eso me alejaba, pero tan sólo te hacía más daño.

¿Sabes? Durante mucho tiempo pensé que debía vivir solo, que tenía que alejarme de todo el mundo, también de mi familia. Imaginar que un día estaría hablando con mi padre y no recordaría su nombre, era muy duro para mí. Pensar que tampoco me recordaría a mí mismo... Me mataba. En mí es donde se guarda tu amor, y no quiero perderlo, no quiero dejarlo escapar.

Aquella época en la que no te traté demasiado bien, cuando tú estabas haciendo la campaña, cuando yo me olvidé de tu cumpleaños, cuando casi tuvimos un accidente... Fue terrible. Lo fue porque un día me levanté y me puse toda la ropa mal. Simplemente no recordaba cómo se hacía. Tuvo que vestirme Marcos como si fuese un niño pequeño. Y no quiero eso en mi vida porque siempre me ha gustado ser muy independiente. No quiero que seas tú la que tenga que ayudarme a terminar una frase porque me pierda en medio de nuestras conversaciones. Eso es muy doloroso, Sara... Tanto para ti como para mí.

Por eso, muchas veces he pensado que jamás debí haberte seguido. En un principio pensé que ibas a ser una de esas mujeres más, una con la que descargarme y... Bueno, yo no he sido el perfecto amante, la verdad. Pero contigo fue tan diferente. Porque tú no querías de mí sólo sexo, ni mi dinero, ni la fama. Tú te enamoraste de mi esencia y mi alma y así me lo hiciste ver. Y, poco a poco, yo me di cuenta de que te necesitaba. Quería estar contigo, conocerte, descubrirte, tocarte, olerte, saborearte... Y he aprendido que jamás me cansaré. Me has enseñado a amar de nuevo y, sobre todo, a quererme a mí. Me has sacado del dolor. ¿Cómo alejarme entonces de aquello que me da vida? Qué egoísta soy...

Egoísta porque sé que en el mundo hay hombres que te podrían hacer feliz toda la vida. Hombres que no se olvidarán de esos ojos tan preciosos que tienes. Ni de la forma en que te ríes cuando digo alguna tontería. Tampoco de tu manía de comerte las uñas. Pero quizá... Quizá yo tampoco lo haga. Quizá haya una caja fuerte en mi interior que te guarde ahí y que alguna vez que otra, pueda sacarte. Tengo esa esperanza porque realmente lo mereces. Mereces formar parte de mis recuerdos para siempre. Por eso, estoy siendo egoísta, intentando que seamos felices tú y yo. Y no otro hombre y tú, ya que quiero ser yo el que te ofrezca cachitos de felicidad cada día, a cada momento.

Te lo voy a agradecer siempre. Gracias por estar ahí cuando tengo pesadillas. Gracias por vigilar los horarios de mis pastillas. Gracias por lidiar con el mal carácter que siempre he tenido. Joder, gracias, gracias y gracias. No hay suficientes en el mundo para dártelas.

Ahora estoy aquí, Sara. Para ti. Incondicionalmente. Ojalá que mi forma de amarte ahora sea suficiente.

Feliz Navidad, cariño.

Abel

PD: ¿Recuerdas esta foto? Me encanta, mi vida. Te besaré así cada día de mi vida.

 

Evidentemente, al terminar de leer la carta, estoy bañada en lágrimas. La doblo cuidadosamente, la meto en el sobre y salgo corriendo hacia la habitación. Me tiro en la cama y le sobresalto. Pero cuando le abrazo con fuerza, comprende lo que sucede.

—Sara… –susurra, estrechándome entre sus brazos.

—Gracias, Abel. Esas palabras han sido el mejor regalo de mi vida.

—Quería dejarte claro que te quiero, Sara. Que nunca has sido una más. Sé lo que pensaste de mí en un primer momento y por eso entiendo que huyeras. Es cierto que los hombres como yo no traen nada bueno… A ti tampoco te lo he traído, a pesar de todo. Pero sí puedo decirte, con total seguridad, que cuando te decía que ibas a ser mía, ni yo mismo lo creía –se calla unos instantes y yo aprovecho para acariciarle la mejilla–. Pensaba que en cualquier momento te ibas a esfumar y, a veces, actué mal. Iba arrollándote y eso tampoco estaba bien. Pero es que mi otro yo pugnaba por dejarte escapar y era una lucha constante que me torturaba. Te hice mucho daño con Nina, lo sé. Ese otro yo lo hizo precisamente para alejarte, porque pensaba que si me veías con ella, te marcharías, ya que yo no iba a ser capaz por mí mismo de decirte que te fueses. Sin embargo, tú continuabas ahí y en tus ojos veía el daño que te estaba haciendo, y comprendí que tus sentimientos por mí no eran los de esas otras mujeres, ni siquiera los de Nina. Por eso te besé, Sara, por eso quise empezar una relación a pesar de que sabía que te iba a meter en tantos líos. Creí que podría evitarlos todos. En los momentos en que te besaba, todo lo demás se me olvidaba. Me sentía tan fuerte que pensaba que podía llegar a ser inmortal y que mi enfermedad jamás había existido, al igual que tampoco mi pasado. –sonríe con tristeza–. Pero no es así. El pasado no se puede negar. Tampoco quien soy.

Llevo la mano a su boca y se la tapo. Quiero que se calle porque me pone melancólica y ahora mismo, lo único que me importa es atesorar el sentimiento de felicidad que me han provocado las palabras de su carta y todo lo que me está diciendo ahora.

—Ya basta, Abel. Te lo repito tantas veces… Y aún dudas. Te quiero y mis sentimientos por ti no van a cambiar por nada. Ni por tu pasado, ni por tu enfermedad... ¿Cómo puedo decírtelo para que lo entiendas? Puede que me hicieses daño alguna vez, pero es inevitable. Dañamos a las personas precisamente porque las amamos y tratamos de protegerlas. Todos nos equivocamos. –Lo miro con insistencia, para que me comprenda de una vez. Lo cojo de las mejillas y le sonrío–. Yo voy a estar ahí para ponerte la ropa en el lugar adecuado. Y para susurrarte al oído las palabras que se te olviden. Para lo que sea. Para todo.

Nos besamos con pasión. Su mano se desliza por debajo de mi ropa. Me toca los pechos desnudos con sus dedos.

En cuanto se introduce en mí, cierro los ojos y me sumerjo en el placer que me otorga. Consigo olvidarme de todo lo demás… Y, por un rato, soy inmensamente feliz.

*

 

—Feliz año nuevo, cariño. –Abel choca su copa con la mía.

Se nos han acabado el champán y el cava, así que no nos queda más remedio que brindar con vino.

—Feliz año. –Esbozo una sonrisa, aunque es un poco falsa. Sé que él se da cuenta, pero no dice nada, más bien todo lo contrario: disimula como si no pasara nada.

Ni siquiera hemos tenido uvas. Cuando estoy en España, de normal no las como porque no me gustan, pero aquí me apetecían por seguir la tradición y para imaginar que todo es normal.

—¿Quieres que veamos alguna película o serie? –propone.

—La verdad es que preferiría dormir –respondo.

—¿Ya? Pero si sólo pasan cinco minutos de la medianoche. ¡Ahora es cuando empieza lo bueno! –Se levanta de su silla y viene hacia mí, meneando los brazos–. Pongo música, bailamos y nos pegamos una buena fiesta.

—Mejor que no.

—¿Seguro que quieres irte a dormir?

—¿Qué hacemos aquí? No hay nada. Mirarnos y ya está.

—¿Acaso no te gusta?

—Prefiero estar tumbada. Nos abrazamos y descansamos.

—Ya descansamos todo el día.

Me levanto de mi silla, soltando un suspiro, y me encamino al dormitorio. Él me sigue sin apagar la luz del salón. Supongo que aún tiene la esperanza de que volvamos y pasemos una noche divertida. Pero a mí no me apetece, tan sólo quiero meterme entre las mantas.

—En la cama vas a pensar.

—Lo hago igualmente –me quejo de mala gana.

Me meto en la cama. Él la rodea y se sienta al otro lado. Se me queda mirando muy serio. Al final, acaba cediendo. Me deja sola y se va a apagar la luz del salón. Regresa con su copa de vino y la mía.

—Entonces, hablemos.

—No me apetece hablar. Quiero dormir.

—No es verdad, Sara, no lo vas a hacer.

—¿Puedes no ser tan pesado? –Me giro dándole la espalda. Sé que me estoy comportando como una niñata malcriada, pero no puedo evitarlo. Pensaba que mi primera Nochevieja con él sería divertida y luego pasional; sin embargo, está siendo aburrida y cada vez me pongo más borde.

Abel suelta un suspiro y se acerca a mí sin meterse en la cama. Me pongo en tensión en cuanto me acaricia un brazo, el cual asciende por mi hombro hasta llegar al cuello. Encojo los hombros, intentando hacer que se aparte.

—Hagamos el amor.

Me giro hacia él, confundida.

—¿Qué?

—¿Cómo que qué? Que hagamos el amor.

—No me apetece. –Le doy la espalda de nuevo.

—Es la mejor forma para que no pienses.

—Ah, lo quieres hacer sólo por eso –contesto, molesta.

—Pues claro que no. Siempre tengo ganas de hacértelo. –Me agarra del hombro con la intención de girarme, pero yo me resisto. Esta es una de esas veces en las que no me apetece que me toque. ¿Qué me está pasando últimamente? Tengo miedo.

Me atrapa de la cintura y me aprieta contra él. Su respiración ya se ha agitado, y la presiento en mi nuca, caliente y húmeda. Me remuevo para que me suelte, a lo que él no accede. Pasa una mano por mi vientre y la desliza hacia mi sexo. Se la agarro y se la aparto de malas formas. Él se queda muy quieto a mi espalda. Supongo que le ha sorprendido mi reacción.

—Lo siento, Abel –digo con un hilo de voz.

—No pasa nada, amor. Lo único que quiero es que estés bien. Si no te apetece, no pasa nada. Sólo quería que dejaras de torturarte.

—Estoy bien –miento.

—Ya queda poco, te lo prometo. –Me abraza, esta vez sin ninguna intención sexual.

Al cabo de quince minutos él ya se ha dormido y yo estoy tan despierta como antes. Observo las sombras de la oscuridad y noto que el miedo me inunda. No sé por qué, pero hay algo que presiona mi pecho.

Me quedo en la cama un buen rato más. Quizá hayan pasado dos horas, y yo aún no he podido dormirme. Advierto que por la ventana se filtra mucha luz. Al girarme hacia ella, descubro que es la luna. Algo tira de mí. Me incorporo y salgo de la cama con mucho cuidado de que Abel no se despierte. Llevo aún la ropa que me he puesto para celebrar la Nochevieja: un vestido de lana y unas medias gruesas. Fuera hace mucho frío, así que antes de salir, me coloco el abrigo y enrollo la bufanda alrededor de mi cuello.

Al abrir la puerta y dar un par de pasos, la magia me inunda.

La luna abarca casi todo el cielo. Parece más enorme que nunca. Su blanca luz ilumina todo el bosque y buena parte del terreno de enfrente de la cabaña. Está tan brillante que parece de día. Ni siquiera necesitaría una linterna para atravesar el bosque.

Doy un par de pasos más, sin dejar de observarla. El ambiente está dotado de un misticismo que me pone la piel de gallina. Avanzo con la barbilla alzada, la boca abierta, los ojos inundados de la luz de la luna.

Por unos instantes, siento que estoy conectada con otra alma… Y que esa alma es la de mi madre.

—Mamá –murmuro con la voz entrecortada.

Me llevo una mano al pecho. Me siento ridícula durante unos segundos, pero enseguida se me pasa. Decido contarle a la luna lo que me sucede, mis anhelos y mis miedos, como si pudiese escucharme y comprenderme.

—Hola, mamá. Estoy bien, te lo juro. Sí, sí… Ya sé que debería haberte llamado, pero no te preocupes, que la luna te enviará mi mensaje. ¿Estáis bien papá y tú? Imagino que sí, sois fuertes... ¿Has sabido algo de Eva o Cyn? Espero que se estén divirtiendo y que Cyn todavía continúe con Marcos, aunque él no me caiga nada bien. –Me detengo unos segundos para tomar aliento. Estoy tiritando, pero apenas me doy cuenta–. Aquí se me hace aburrido a veces, pero continúo trabajando en mi proyecto de Gutiérrez, que no quiero que Patri me quite el puesto que me merezco. Para que no digas… Abel me trata muy bien. Como a una reina, en serio, que es lo que tú has dicho siempre. ¿Y sabes? Me ha pedido matrimonio y me ha dicho que le gustaría tener un hijo conmigo. Esto es increíble, mamá, con lo que le costó al principio decirme que me quería. Si me ha escrito una carta preciosa y todo...…

Me muerdo los labios. La luna se muestra calma y silenciosa en su puesto celeste.

—Pero tengo miedo. Es que él... Él ha hecho algunas cosas en su pasado que no estaban bien. No le quiero juzgar, no soy nadie para hacerlo, pero me provoca miedo. ¿Y si no lo conozco jamás? No sé, mamá, es que te mentí y eso es lo que más dolor me da. Estamos aquí por culpa de unas personas que ni conozco. Hui confiando en Abel y todavía lo hago, pero me arrepiento un poco porque, a veces, querría estar con vosotros. Fíjate que incluso echo de menos los gritos de papá. Oye, mamá... De verdad, espero que estés bien.

Me parece como si la luna se estremeciese allá en lo alto y un presentimiento extraño me encoge el corazón.

—Por favor, si hay alguien ahí arriba… Si a mis padres les sucediese algo, por favor, avísame. Por favor, que sepa lo que ha ocurrido. Pero espero que no, que estén bien… –Cierro los ojos y una lágrima rueda por mi mejilla.

Y entonces, escucho unos pasos a mi espalda. Me giro sobresaltada y me avergüenzo completamente al descubrir a Abel en la entrada de la cabaña. Me está mirando muy serio. Aprecio el dolor en sus ojos. Me ha escuchado, estoy segura, y he provocado que se sienta mal.

Antes de que pueda decir nada, se abalanza sobre mí y me rodea con sus brazos. Nos quedamos así durante un tiempo interminable, con la luz de la luna bañando nuestros cuerpos.

—Sara, perdóname, joder. Perdóname por todo lo que te estoy haciendo sufrir. –Se aparta y me observa con los ojos llorosos–. ¿Qué estoy haciendo, dime? Me estoy equivocando, ¿verdad?

—No, no –niego, intentando calmarle–. Yo elegí esto, ¿sabes? Ha sido decisión de los dos venir hasta aquí. Podría haberme negado, pero no era lo que quería.

Él no contesta. Alza la mirada y la posa en la luna. Le cojo de la mejilla y se la acaricio.

—Ahora mismo sólo necesito una cosa: saber que mis padres están bien. Y no puedo saberlo a ciencia cierta. Así que...…

—¿Qué puedo hacer, Sara? Dime y lo haré.

—Háblame más sobre Jade. Dime qué hacías con ella, qué es lo que le gustaba, cómo trata a la gente, qué es lo que tiene en la cabeza, cómo ve la vida.

Abre mucho los ojos. Niega con la cabeza. Yo asiento.

—Por favor, Abel. Necesito saber a lo que me atengo, comprender que ella, por muy mala que sea, no se acercará a mis padres.

—No lo hará. En esto estamos metidos tú y yo…

—¿Y cómo puedo estar segura de ello? Quiero saber –insisto, muy seria–. Aquello que vi en el móvil… Lo que escuché… Merezco saberlo. No te he preguntado por respeto, porque sé que no te gusta hablar de ella y porque es tu pasado y ahora yo soy tu presente. Pero no puedo más. Cuéntame sobre ella, por favor.

—No te gustará.

—No nos puede gustar el lado oscuro de la vida.

Se queda callado, con la mirada perdida.

El miedo se enreda a mi piel.

Tiéntame sólo tú
titlepage.xhtml
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_000.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_001.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_002.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_003.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_004.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_005.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_006.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_007.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_008.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_009.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_010.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_011.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_012.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_013.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_014.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_015.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_016.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_017.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_018.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_019.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_020.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_021.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_022.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_023.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_024.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_025.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_026.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_027.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_028.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_029.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_030.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_031.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_032.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_033.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_034.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_035.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_036.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_037.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_038.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_039.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_040.html
CR!MPP9NB86HN2FB5X8PK5PF2FCDDYB_split_041.html