33

 

El tiempo pasa sin que yo pueda evitarlo. Se me escurre de las manos a pesar de que me gustaría atraparlo, darle la vuelta y regresar a los primeros días en los que nos conocimos. Cuando Tomás me confesó que Abel estaba en coma, primero me sentí extraña, dolorida y asustada. Después pensé que existía una oportunidad para él. Sin embargo, el vaticinio del médico no fue muy esperanzador: poca gente despertaba del coma después de un balazo y, si lo hacían, no se recuperaban del todo o tenían que acudir a rehabilitación.

Lo peor fue el primer día que acudí a verlo. Fue cuando me dieron el alta. Mi madre trató de impedírmelo, pero yo necesitaba ver su cara una vez más. Descubrir su rostro amoratado, con todos esos cables alrededor de su cuerpo, con ese tubo metido en la boca y con esos pitidos que retumbaban en mi cabeza, me hizo comprender que la vida es totalmente injusta. Y también fue horrible encontrarme con sus padres, llorar en los brazos de Isabel y mirar con tristeza a Gabriel. Incluso Marcos me abrazó e intentó calmarme mientras Cyn me cogía la mano y lloraba conmigo. Después acudieron más amigos y familiares. El día que acudió Judith, ella lloró tanto que creí que nos ahogaríamos con sus lágrimas. Incluso África se acercó a visitarnos. Le habían realizado una cirugía y se estaba recuperando, pero en sus ojos leí que ya no volvería a ser la misma. Tampoco nosotros lo vamos a ser.

Hace casi un mes que no voy a la universidad. Mi madre fue a hablar con Gutiérrez y le explicó la situación. Él mismo se ofreció a contárselo al resto de los profesores. Recibí una llamada de Rosa y al día siguiente la tenía aquí visitándonos. Lloró conmigo y se mostró muy atenta. Me calma un poco saber que tengo tanta gente alrededor dispuesta a ayudarme. Sin embargo, el vacío que siento en mi interior es tan grande que no puedo continuar con mi vida normal. Me duele el corazón. Sinceramente me duele, a pesar de que mi padre me dijo más de una vez que eso no era posible. Dicen que nadie se muere por amor… Pero lo cierto es que yo me estoy consumiendo con cada día que pasa, al acudir al hospital y que me digan que Abel no ha despertado.

Me paso todas las tardes con él. Le ruego cada día que despierte, que si no quiere hacerlo por mí, al menos que lo haga por el bebé que llevo dentro. Su hijo, joder. Este niño no puede nacer sin tener a su padre al lado. No sé si Abel me escucha realmente o no, pero yo le hablo tanto… Le cuento toda la gente que ha venido a verle, y le explico lo mucho que esperamos su recuperación. A veces traigo libros conmigo y se los leo, intentando que la lectura sea un antídoto para su coma. Pero el tiempo pasa… Y sus ojos no se abren. Su cuerpo está aquí conmigo, pero nada más. Me preguntó por dónde andará su alma.

Le echo tanto de menos… He decidido quedarme en el piso que alquilamos. Es una forma de convencerme a mí misma de que va a despertar y pronto volveremos a dormir juntos. Mi madre se queda conmigo. Es ella la que hace todas las tareas de casa y se dedica a fingir que nada ha cambiado. Pero es en vano… Yo no puedo mentirme a mí misma. La soledad que me acompaña cada noche es terrible. Lloro tanto que al final me voy a quedar seca y ya no habrá en mi cuerpo más lágrimas que derramar.

El segundo mes en coma de Abel me avisa de que, posiblemente, esto vaya a durar mucho. A veces, le cojo de la mano y me la coloco sobre el vientre, con la esperanza de que él entienda que su hijo está aquí dentro y está esperándole. Pero nada ocurre… Los ojos de Abel se mantienen tan cerrados como antes.

Una de esas melancólicas tardes en las que le recito sus poemas favoritos, alguien llama a la puerta. Cuando susurro un «adelante», no puedo más que mostrarme sorprendida. Es Eric. Pensaba que no iba a venir, que quizá se sentía demasiado avergonzado como para visitarnos. Pero aquí está y, en cuanto se coloca frente a mí con los ojos enrojecidos, yo me levanto y me lanzo a sus brazos. Las lágrimas se me descuelgan otra vez, me derrito en el pecho de Eric, tratando de encontrar esa calidez que me envolvía cada vez que me abrazaba. Pero ahora sólo hay una sensación de frío y de irrealidad. Cuando alzo la cabeza, descubro que él también está llorando.

—Estaba fuera de España. Quise venir cuanto antes, pero no podía.

—Lo que importa es que ahora estás aquí.

Se sienta a mi lado, agarrándome de la mano. Ambos nos quedamos un buen rato mirando a Abel en silencio. A pesar de lo que ocurrió entre nosotros tres, no me siento incómoda. Al contrario: la presencia de Eric me anima un poco. Ya no hay ningún rencor, ni siquiera estoy un poco molesta. Hace tiempo que le concedí mi perdón y estoy segura de que, aunque Abel nunca me lo dijera, también se lo habrá dado.

—Me arrepiento de demasiadas cosas –dice de repente Eric, sacándome de mis pensamientos.

—Todo eso ya no importa –murmuro, negando con la cabeza. Últimamente me siento mucho más madura que antes, como si en tan sólo dos meses hubiese envejecido media vida.

—Ojalá hubiese pasado más tiempo con él. Ojalá hubiese intentado solucionarlo todo –continúa nuestro amigo, con nuevas lágrimas en los ojos.

—No podemos cambiar el pasado –digo, girándome hacia él y dedicándole una tenue sonrisa–. Pero podemos intentar dirigir nuestro presente para elegir el futuro.

—¿Crees que va a despertar, Sara? –me pregunta, apartando la vista de mí y dirigiéndola a Abel.

—Durante un tiempo me convencí de que sí lo haría porque yo estoy aquí esperándole y porque llevo dentro nuestro bebé –me acaricio la barriga y Eric abre los ojos sorprendido, aunque no dice nada–. Pero últimamente pienso que, en realidad, no quiere despertar. Quizá es el dolor que sentía el que le echa para atrás. Puede que allí donde esté sea más feliz. No lo sé… Lo único que sé es que él estaba avergonzado de todo lo ocurrido… Y de su pasado. Él pensaba que todo lo que nos estaba ocurriendo era por su culpa –Cojo aire para poder continuar hablando–. Puede que sea una actitud cobarde, pero en parte le entiendo. Su dolor era demasiado grande… Ocupaba todo su corazón y toda su alma. ¿Cómo se puede vivir así? Era yo la que le ayudaba a levantarse cada día pero, después de lo que nos ha pasado, él no podría mirarme a la cara sin sentirse arrepentido.

Eric se mantiene callado, acariciándome la mano. Luego se inclina y me abraza con fuerza. Yo le devuelvo el apretón y, para mi sorpresa, esta vez sí siento una tenue calidez que inunda mi cuerpo. Cierro los ojos y trato de instalarme en esa sensación que me ha abandonado. Ya no siento nada por Eric, no al menos un sentimiento de amor. Está claro que le quiero muchísimo, pero como un buen amigo.

—¿Y su enfermedad no puede estar influyendo en el coma? –me pregunta Eric, al cabo de un rato.

—Los médicos no lo saben seguro. Es cierto que Abel estaba más débil en los últimos tiempos… Pero no sé. –Meneo la cabeza, perdida en mis pensamientos–. Simplemente creo que no quiere despertar. Sólo eso. Estuve muy enfadada con él por ese motivo, pero ya no. No puedo estarlo con la persona que me hizo comprender que mi hogar son sus ojos.

Eric se marcha una media hora después tras prometerme que volverá en un par de días. Yo echo un vistazo al reloj. Tan sólo me quedan unos quince minutos para que se acabe el horario de visitas. Voy hasta mi bolso y saco el libro que le estoy leyendo estos días. Se trata de La casa encendida, de Luis Rosales, uno de sus poemarios favoritos. Sé por qué le gustaba tanto: habla de recuerdos y de dolor, de todo lo que quedó atrás y no se puede recuperar. Pero al final del poemario hay un resquicio de esperanza… La luz que llega después de la oscuridad. Abro por la página en la que me quedé ayer y empiezo a recitarle…

Ahora que estamos juntos

ahora que ha vuelto la inocencia,

y la disposición visceral de estas paredes,

ahora que todo está en la mano,

quiero deciros algo, quiero deciros algo.

El dolor es un largo viaje,

es un largo viaje que nos acerca siempre,

que nos conduce hacia el país donde todos los hombres son iguales…»

 

*

 

Llaman al timbre. Debe de tratarse de la chica que llamó para el anuncio de las fotos. Mientras la espero apoyado en el marco de la puerta, suelto un suspiro, imaginando que será como todas esas jóvenes que se acercan con la esperanza de conseguir un buen trabajo de modelo. Tienen caras vulgares y ojos tristes, pero intentan mostrarse seguras de sí mismas, y alguna vez que otra intentan acostarse conmigo, aunque siempre me niego. No me interesan sus cuerpos y mucho menos sus corazones. Tan sólo intento hacer mi trabajo y hacerles comprender que no necesitan comportarse de esa manera para poder ser grandes.

Pero entonces aparece una cabeza pequeña y morena de cabello corto. Unos ojos grises, enormes y redondos, se clavan en los míos. El corazón me da un vuelco en el pecho. Jamás había visto unos ojos así, tan llenos de tristeza y, al mismo tiempo, de esperanza. Me recompongo de inmediato para que no se dé cuenta de lo mucho que me ha sorprendido. Le pregunto si es Sara Fernández y le digo que pase. Ella se muestra muy tímida, nerviosa, asustadiza. Sin embargo, hay algo más en ella que me llama la atención: no es para nada como las otras chicas que acuden, no se parece a las modelos con las que he trabajado. Y mucho menos a Nina. Esta muchacha desprende un aroma especial: es inocencia, mezclado con valentía y con ganas de vivir. Es ese olor el que se adentra en mi pecho y me lo llena de luz junto con las miradas que me dedica.

Me hace gracia que esté tan preocupada, como si yo fuera un violador o un asesino o algo por el estilo… No le hace ninguna gracia tener que trabajar con Marcos pero, a pesar de todo, al final posa. Lo hace de manera tímida, pero hay una sensualidad en esos gestos que incluso me excita. Y mi corazón continúa latiendo con fuerza cada vez que fijo el objetivo de mi cámara en su rostro. No puedo apartarme de esos ojos que me observan con curiosidad, con admiración y, al mismo tiempo, con reparo.

Cuando le pido que se ponga el vestidito de colegiala para las fotos, ella se muestra totalmente sorprendida y lo rechaza. En realidad, no necesito hacer ninguna foto así, pero quería ponerla en una situación incómoda para ver cómo actuaba. Y su respuesta me ha convencido de que es muy diferente a cualquier otra mujer que haya conocido. Ni siquiera quiere que le pague, sino que se marcha corriendo junto con su amiga. También bonita… Pero no como ella. Sara es especial. Me lo ha demostrado en tan sólo unos minutos. Me encanta pronunciar su nombre… Sara. Cuando lo hago, el corazón se me agranda en el pecho.

*

 

Sara se ha convertido en mi obsesión desde que la tuve entre mis brazos. No puedo olvidar el tacto de su piel, ni sus labios buscando con ardor los míos, ni sus manos cálidas y suaves acariciando mi cuerpo. Jamás habían hecho el amor conmigo de esa forma. Nunca se habían entregado a mí así. Pero yo tampoco… Y tengo demasiado miedo. Yo no quiero meterla en mi mundo porque ella es demasiado inocente como para eso. Desprende luz y no quiero acercarla a la oscuridad. Si ella supiera de mi pasado, estoy seguro de que no echaría a correr, sino que lo comprendería e intentaría ayudarme.

Sara es un ángel, como lo fue mi madre. Ha aterrizado para salvarme de tanta miseria, de tanto dolor y arrepentimiento. Pero quizá yo soy un ángel oscuro que no debe acercarse más a ella… Así que lo mejor es que me aleje, que abandone su vida y que la deje instalada en su tranquilidad.

Pero yo… No entiendo muy bien qué es este sentimiento que me sacude el pecho. Las oleadas violentas que me inundan cada vez que dice mi nombre o que me toca. Cuando sus ojos me miran, siento que puedo ser un hombre mejor, que tengo una oportunidad de redimirme… Cuando ella me da su mano, me hace pensar que todos merecemos una segunda oportunidad en la vida.

*

 

Mi cabeza cada vez está más aturdida. Aunque he iniciado una especie de relación con Sara, ni siquiera sé bien por qué lo he hecho. La quise alejar, la he tratado a veces de forma horrible para que se marchara, pero ella continúa a mi lado. Me mostré celoso, persuasivo, insoportable… Todo con tal de que me dejara, ya que yo ya no la puedo sacar de mi vida. Es la única persona que ilumina mis pesadillas y la que me hace sonreír. Su jovialidad, su alegría, sus ganas de ser una buena persona… Me está contagiando de todos esos maravillosos sentimientos. Pero es que yo soy un ser oscuro, yo soy aquel que hizo tantas cosas horribles, ese que cae en pesadillas con su madre y con Jade una y otra vez. Y ella no sabe nada de eso… Le he ocultado tantas cosas. Pero lo he hecho para mantener intacta su inocencia, no se merece sufrir. Tan sólo quiero que Sara sea feliz, y sé que no podría serlo sabiendo todo eso. Ni siquiera estoy seguro de que pueda serlo a mi lado. ¿Y qué pasará cuando mi enfermedad empiece a mostrarse? Porque me olvidé de su cumpleaños y eso me hizo pensar en lo dura que sería su vida conmigo, aguantando a un hombre enfermo que no sabrá ponerse la ropa o que no se acordará de su nombre.

Y yo la quiero… La amo tanto. La tengo tatuada en mi corazón. Se me ha pegado al alma y no sale de ella.

Es mi ángel. Ha sido ella la que me ha salvado… Y lo que no puedo permitir es que caigamos juntos. Necesito que sea feliz.

*

 

La vida es esto… Sí, supongo que lo es. Supongo que esto es la felicidad… El despertar cada mañana con la persona que amas, el observar sus ojos llenos de ti. Los días que Sara y yo pasamos en la cabaña de mi madre son, a pesar de mis pesadillas y del motivo por el que estamos aquí, los mejores de mi vida. Tan sólo estamos ella y yo y nuestras voces al unísono. Nuestros corazones por fin laten juntos y yo no puedo más que dejar que mi corazón se empape más de ella.

Me gustaría que nos casáramos, que tuviéramos hijos y que pudiésemos ser una pareja normal. A ella no le importa mi pasado, no me ha reprochado nada, ni siquiera me ha juzgado. Tampoco se ha mostrado asustada por mi enfermedad. Me pregunto cómo puede existir una persona tan buena y empática como ella. Ciertamente es un ángel que Dios puso frente a mí para iluminar mi oscuro camino.

Y a pesar de la felicidad que me embarga… El miedo también me acecha en cada esquina. Y es que me preocupa lo que Jade pueda hacer. Y me asusta lo que mi enfermedad puede provocar en Sara. ¿Por qué no puedo ser un hombre normal, joder? ¿Por qué no puedo ser, aunque sólo fuera por un instante, como Eric?

Pero despierto y me topo con los ojos de mi Sara… Y me olvido de todo lo demás.

*

 

He pensado en acabar con mi vida. Alguien como yo no merece vivir. No puedo continuar haciendo daño a los demás y mucho menos a Sara. La escucho jadear por las noches, revolverse en la cama. Tiene pesadillas y todo es por mi culpa. Debí alejarme de ella cuando pude hacerlo, pero ahora es demasiado tarde. Jade y Alejandro nos tienen presos en sus manos y no sé lo que puedo hacer por sacar a mi Sara de su telaraña.

Sí… A veces pienso que, si yo me matara, ella podría ser libre. Una vida por otra. Jade la dejaría en paz y todo se terminaría. Sin embargo, esos ojos grandes y grises me ruegan en silencio que permanezca a su lado. Y mi corazón y mi alma no pueden hacer más que obedecerla.

Joder, la amo tanto… Jamás pensé que pudiera existir un amor así, tan infinito, tan luminoso, tan sincero.

No quiero que nadie la quiebre. Pero… ¿y si soy yo el que lo hace?

*

 

—Despierta, Abel… Aquí estamos tu hijo y yo esperándote.

Una voz muy lejana, pero tremendamente familiar. Es un ángel que me está llamando. Me gustaría acudir a su llamada, pero hay algo que me retiene. Intento mover las manos y los pies, pero parece que me los han pegado. Me pesan, están rígidos e inertes. Ni siquiera sé quién soy yo. Sólo hay oscuridad y, a ratos, una pequeña luz en la lejanía.

Esa voz siempre me pide que acuda a su encuentro. Me habla de cosas que no entiendo pero que, en algún lugar de mí, están guardadas. A veces escucho otras voces, que también me parecen conocidas, pero no me importan tanto como las del ángel. ¿Por qué no me puedo mover? ¿Por qué no puedo decirle que sí estoy aquí y que necesito que me explique quién soy y por qué me siento de esta forma?

—¿Por qué no quieres despertar, joder? –Ahora suena enfadada. Me entran ganas de llorar porque me gustaría decirle que eso no es cierto, que quiero abrir los ojos y encontrarme con ella, pero que no puedo, que no puedo…

Tan sólo floto. No hay nada más alrededor. No sé si soy alguien o tan sólo el sueño de otro. No sé dónde me encuentro ni si alguna vez existí. Pero hay algo que tira de mí hacia delante y otra fuerza que estira de mí hacia atrás. ¿A cuál hago caso? ¿Hacia dónde debo dirigirme? Navego en la oscuridad y, por mucho que lucho, no hay nada que pueda hacer.

Ahora que estamos juntos

y siento la saliva clavándome alfileres en la boca,

ahora que estamos juntos

quiero decirte algo,

quiero decirte, Abel, que el dolor es un largo viaje,

es un largo viaje que nos acerca siempre vayas a donde vayas,

es un largo viaje, con estaciones de regreso,

con estaciones que no volverás nunca a visitar,

donde nos encontramos con personas, improvisadas y casuales,

que no han sufrido todavía [...]

pero el dolor es la ley de gravedad del alma,

llega a nosotros iluminándonos,

deletreándonos los huesos,

y nos da la insatisfacción que es la fuerza con que el hombre se origina a sí mismo,

y deja en nuestra carne la certidumbre de vivir

como han quedado las rodadas sobre las calles de Pompeya.

Es el miedo al dolor y no el dolor quien suele hacernos pánicos y crueles,

quien socava las almas

como socavan la ribera las orillas del río,

y yo he sentido su calambre desde hace mucho tiempo,

y yo he sentido, desde hace mucho tiempo, que el curso de sus aguas nos arrastra,

nos mueve las raíces sin dejarnos crecer,

y nos empuja, y nos sigue empujando hasta juntarnos

en esta habitación que es ya un rescoldo mío…

 

Algo en mi corazón se agita cuando escucho esas palabras. Por un momento, mi mente reconoce de qué se trata. Es un poema. Y ha sido desde que era pequeño, mi favorito. Mi madre me lo leía por las noches, a pesar de su crudeza. Y yo lo podía recitar de memoria y, cada vez que lo hacía, sentía que el dolor también me empapaba pero que, al mismo tiempo, existía alguien –ese poeta– que también entendía lo que era sentirse como yo.

Y ahora… ahora alguien está recitándome ese poema y me llama por mi nombre. Sí, yo me llamo Abel y no sé dónde estoy, pero lo que sí sé es que quiero salir de este oscuro lugar porque hay alguien esperándome fuera. Alguien que ha dado todo por mí, que ha apostado su vida entera por la felicidad que nunca le prometí pero que ella intentó conseguir.

Hay un ángel que está leyéndome uno de mis libros favoritos. Un ángel que está esperando por mí día a día, a pesar de que yo me he convertido en una cáscara vacía. Pero ya no quiero serlo más. Necesito ser fuerte y demostrarle que no hay nada más fuerte que nuestro amor. Así que empujo. Empujo con toda la energía posible. Y aquello que me sujetaba por la espalda, empieza a ceder. Empujo con más fuerza… Una vez, dos, tres… Un pequeño dolor empieza a aparecer, pero no me importa. Ya no quiero la nada, ya no quiero flotar en la quietud. No me importa el dolor siempre y cuando sea al lado del ángel. Voy ascendiendo poco a poco, con la lejana luz arrimándose cada vez más. Sé que puedo hacerlo.

«Estoy aquí», quiero decir, pero las palabras aún están congeladas en mi garganta. «No te preocupes… No llores más. Estoy regresando a ti». Tiro más y lo que me sujetaba de la espalda por fin me suelta. Entonces aquella fuerza que me empujaba hacia delante se hace más grande y me lleva casi en volandas. Ahora ya no floto sin entender la dirección, sino que voy directo hacia ese punto de luz que ya es casi tan grande como yo. Yo… Yo soy una persona. Ahora puedo entenderlo. Soy un hombre. Me llamo Abel y la persona que está hablando es Sara. Sí, ese es su nombre. Ese es el nombre que tanto amo.

Aquí voy… Espérame, no te marches, que ya estoy llegando. Sólo un poco más y estaré contigo. Sigue leyendo, sigue hablándome, sigue demostrándome lo mucho que te importo. Es tu luminoso amor el que me está sacando de esta oscuridad, el que me está llevando a ti.

Sara… Mi ángel…. He llegado.

Gracias, Señor…

—Gracias, Señor, la casa está encendida –recito las últimas palabras del poemario de Luis Rosales. Suelto un suspiro y cierro el libro, con lágrimas en los ojos.

Dirijo la vista a Abel y le acaricio la frente. Observo por el rabillo del ojo un movimiento que me llama la atención. No, no puede ser. Me llevo la mano a la boca, negando con la cabeza. El movimiento se repite una vez más. Abel está meneando un par de dedos, como si buscara mi mano. Se la tiendo, le cojo la suya y me empiezo a poner nerviosa.

—Vamos, cariño, vamos. Estoy aquí. –Mi voz suena ansiosa y esperanzada–. Tu bebé y yo estamos esperándote. Lo haremos toda la vida si es necesario. Lucha, por favor.

Los movimientos de dedos se hacen más fuertes. Estudio su rostro y me parece que algo ha cambiado en él. En sus ojos hay ese leve parpadeo de los que no están dormidos del todo. Se me escapa un sollozo… Por favor, que esto sea real, que no esté dentro de otro sueño, que no sea una falsa alarma…

Y entonces, abre los ojos.

Abel está despierto. Y me está mirando con esos iris azules que me sacudieron desde la primera vez que lo vi. Al principio su mirada es aturdida y borrosa, y no parece reconocerme, pero poco a poco la luz acude a sus ojos y, al cabo de unos segundos, esboza una sonrisa.

—Sara… Mi ángel… –murmura haciendo un gran esfuerzo.

—Cállate. No hables ahora –le pido entre lágrimas.

Me inclino y le abrazo con fuerza, soltando todo el miedo y el dolor que me han llenado durante estos dos meses. Él intenta devolvérmelo, pero está demasiado débil y apenas puede alzar los brazos. No importa. Ya le estoy abrazando yo por los dos. Le lleno el rostro de besos, después me como sus labios, le empapo las mejillas con mis lágrimas. Aprieto el botón de aviso para que vengan las enfermeras y pronto la habitación se llena de exclamaciones y de empleados del hospital que han estado durante dos meses esperando, como yo, a que Abel despertarse.

No, en realidad no… En realidad sólo yo mantuve la esperanza de poder reflejarme en sus ojos una vez más. Miento. Una no, mil y una. Mil y una noches voy a perderme en sus ojos azules.

Río, lloro, me atraganto con mi saliva. Le aprieto. Le beso. Él intenta reírse, me mira con todo su amor…

Sí… Señor, gracias por hacer que mi casa, que sin duda se halla en su corazón y en su mirada, esté otra vez encendida.

Tiéntame sólo tú
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