
Un tono.
Dos.
Y tres.
Al cuarto me empiezo a impacientar. Con el quinto me llevo una uña a la boca y la empiezo a morder. El sexto me avisa de que algo no marcha bien. Cuelgo y me dirijo a la ventana. Ya tendría que estar aquí. Habíamos quedado a las doce y son las doce y veinte. Echo un rápido vistazo por la ventana, pero llueve tanto que apenas puedo ver. Marco de nuevo su número. Con cada tono taconeo en el suelo, impaciente, nerviosa y un poco molesta. «Quizá se ha retrasado por culpa de la lluvia», me obligo a pensar. Y entonces descuelga el teléfono y suspiro aliviada.
—¿Abel? ¡Te estoy esperando! –exclamo.
Él se queda callado unos segundos. Al fin, dice con voz asustada:
—Lo he olvidado, Sara.
—¿Cómo? –Me parece que no le he entendido bien.
—He olvidado que era hoy cuando habíamos quedado con tus padres.
Mi mente se queda en blanco. Sus palabras no pueden ser ciertas. ¿Pero qué cojones le pasa?
—¿Cómo puede ser, Abel? Lo estuvimos hablando hace dos días.
—Lo siento. Es que… tengo la cabeza hecha un lío.
Escucho voces que resuenan a través de altavoces. ¿Dónde está, joder?
—¿Estás en un hospital? –pregunto–. ¿Has decidido justo hoy ir a ver qué te pasa?
—No. Estoy acompañando a Isabel a hacer unas compras…
Me echo a reír. Pero no es una risa de alegría, ni de felicidad, ni nada por el estilo. ¡Estoy carcajeándome de forma histérica!
—No te preocupes, Sara. No estoy en Valencia pero puedo llegar en una hora.
—¿En una hora? ¡Tendríamos que estar de camino hacia mi casa! –exclamo, perdiendo la paciencia que me quedaba–. ¿Sabes cómo se pondrá mi padre si llegamos tarde?
—Sólo será una hora, en serio…
—Da igual, no vengas –le digo, con voz derrotada–. Voy a coger un taxi.
—¡No! ¿Cómo vas a ir tú sola?
—Como siempre. –Me quedo callada unos segundos. Él también. Noto que está asustado y preocupado–. Ya hablaremos. –Y cuelgo.
Lanzo el móvil contra la cama de manera furiosa. ¡No puedo creer que se haya olvidado de la comida de cumpleaños! ¿Qué tiene en la cabeza tan importante como para que me deje plantada? El teléfono vibra con sus llamadas, pero no lo cojo, sólo doy vueltas por la habitación. Tengo ganas de llorar. Y estoy muy enfadada. La idea que se me ocurre no es nada buena. En realidad no debería hacer lo que estoy pensando, pero estoy tan furiosa que no logro discurrir con claridad. Busco el número de Eric en la agenda. Quizá estoy yendo demasiado lejos. Tentando a la suerte o algo por el estilo. Estoy loca, lo sé. Pero tan sólo se me ocurre eso para molestar a Abel.
—¿Sí? –contesta al otro lado de la línea.
—Eric –digo, con voz ahogada.
—¿Estás bien? –me pregunta con tono preocupado.
—Sí. Sólo es un pequeño disgusto, pero enseguida se me pasa. Yo quería…
Y entonces escucho una voz de mujer a lo lejos. Claro, la chica que vive con él. Me resulta familiar, aunque no caigo. ¿La que conoció en Ibiza en el equipo de Thomas? No, no puede ser porque vivía en Madrid. De todos modos, escucharla me hace abrir los ojos y comprender que lo que iba a hacer es una locura.
—¿Qué? ¿Qué querías, Sara? –inquiere. Lo noto expectante.
Callo, respirando con dificultad. Me pita el móvil con otra llamada entrante de Abel.
—Nada. Decirte que la semana que viene ya nos vemos otra vez. Y que siento no haberte llamado antes –lo digo todo muy deprisa, casi sin vocalizar. Y cuelgo.
Meto el teléfono en el bolso, me pongo la chaqueta, cojo un paraguas y salgo pitando de casa. Voy a llegar tarde y a mi padre le gusta empezar a comer a la hora que él dice. Ni un minuto más ni uno menos. Por suerte, la lluvia está empezando a remitir. Camino con cuidado, sorteando los charcos, en busca de un taxi. Cinco minutos después pasa uno libre y me subo a él a toda prisa. Me costará bastante caro, pero he recibido en la cuenta el dinero de la campaña, así que no pasa nada si gasto un poco en esto.
Media hora más tarde de lo acordado llego a mi pueblo. El taxista me deja justo debajo de casa. Le pago y salgo del coche sin siquiera despedirme. Es mi padre el que contesta al timbre y por su voz ya sé que está de mal humor. Trago saliva. Supongo que este tampoco va a ser un cumpleaños demasiado agradable.
—Hola, mamá. –Me está esperando en el rellano. Mi perro sale a recibirme, lo abrazo y le doy besos. Ella me está mirando preocupada.
—¿Dónde está Abel? –pregunta.
—No ha podido venir.
—¿Habéis discutido o qué?
—No, mamá. No te preocupes. –La abrazo y nos metemos en casa. Me hace un gesto indicándome que mi padre ha bebido–. ¿Otra vez? –Chasqueo la lengua. Estoy empezando a alegrarme de que Abel no haya venido.
—Ha dicho que como no venías, pues que tenía que hacer tiempo. –Ella se encoge de hombros como si no hubiese otra solución. Cada vez estoy más enfadada entre lo de mi novio y la actitud sumisa de mi madre.
En el comedor nos está esperando mi padre, comiendo patatas y bebiendo cerveza. Encima de la mesa hay cinco botellines más. Lanzo una mirada preocupada a mi madre, pero ella se escapa a la cocina. Yo no sé qué hacer, así que me acerco a él y me inclino para darle dos besos. Su aliento a alcohol me echa para atrás. Me siento a su lado en el sofá porque al menos hoy me gustaría mantener una conversación, pero él no aparta la vista del televisor.
—¿Sabes, papá? –digo de repente. Sigue sin prestarme atención–. Mi tutor está muy contengo conmigo. Les está gustando mucho el proyecto y…
Me hace un gesto para que me calle y me señala la pantalla. Está viendo una telenovela. Agacho la cabeza con un nudo en el estómago. Por suerte, mi madre aparece en ese momento con una enorme cazuela de arroz al horno que deja en el centro de la mesa.
—He hecho mucho, pero creía que también iba a estar Abel.
—Eso, ¿dónde está ese novio tuyo? –pregunta mi padre. Para eso sí presta atención, sí.
—No ha podido venir –respondo, levantándome y yendo hacia la mesa.
—Menuda falta de respeto. Con el tiempo que se ha tirado tu madre en la cocina para preparar todo –Se sienta enfrente de mí, con el mando a distancia en la mano. Sube el volumen de la televisión.
—No pasa nada, Sara. Os lo pongo en táperes y ya está. Y así que lo pruebe, ¿vale? –Mi madre me acaricia la barbilla. Le devuelvo una sonrisa triste.
Saca también unos cuantos platos de picada. Hay patatas bravas, huevos rellenos y aceitunas. Se me enrosca una náusea en la garganta. Demasiada comida para tan poca gente, y encima he perdido el apetito. Pero me obligo a comer para que mi padre no diga nada y para que ella no se disguste. Cuando estoy por la mitad de mi plato de arroz, suena el timbre. Doy un respingo, y me levanto de inmediato de la mesa.
—¡Yo voy! –grito cuando estoy ya en el pasillo.
—Sara. –escucho al otro lado del telefonillo.
—¿Abel?
—Ábreme, por favor.
—¿No te dije que no vinieras? –le replico–. ¿Te olvidas de la comida y luego vienes como si todo fuese tan normal? Tío, eres increíble, en serio.
—No lo he hecho a propósito, y lo que cuenta es que he venido, ¿no? –Su voz suena triste.
—¿Quién es? –pregunta mi madre, que se ha acercado sin hacer ruido–. ¿Es tu novio?
Estoy a punto de negar, pero al final asiento con la cabeza. Ella esboza una sonrisa y me quita el telefonillo de las manos para abrir. Minutos después Abel aparece en el descansillo con una sonrisa. Tiene el pelo muy alborotado y las mejillas sonrosadas. Está tan, tan guapo. Se ha puesto un pantalón negro, una camisa blanca y un bonito chaleco del color del pantalón. Imagino que ha pasado por su casa para cambiarse. Y después habrá venido volando con el coche. Vamos, para haberse matado.
—Hola, señora. –Saluda a mi madre con dos besos–. ¿Cómo está?
—Abel, tutéame que si no me siento muy vieja. –Le regala una anchísima sonrisa. Hasta ella cae rendida ante los encantos de mi novio.
Mi madre encabeza la marcha por el pasillo y Abel aprovecha para colocarse justo detrás de mí y susurrarme al oído:
—Sara, lo siento. Te lo voy a compensar, te lo juro.
Niego con la cabeza y lo miro enfadada. Le hago un gesto indicándole que ya hablaremos después. En cuanto entramos al comedor, la tensión es palpable. Me da una vergüenza tremenda que Abel vea a mi padre de ese modo. Durante la comida ha bebido un par de cervezas más, y apenas puede abrir los ojos. Mi novio se acerca a él y le estrecha la mano sin perder la sonrisa.
—¿Dónde estabas tú? Mi hija estaba esperándote. Y mira la comida que ha preparado mi mujer por ti. –Señala la mesa.
Miro a mi madre asustada. Ella se encoge de hombros. Sin embargo, Abel no parece molestarse. Se sienta en la silla a mi lado y deja que mi madre le sirva.
—Está muy bueno –le dice tras probar el arroz.
Ella sonríe orgullosa, ya que nunca se le ha dado demasiado bien cocinar. Para mi sorpresa, la comida transcurre sin ningún sobresalto. Mi padre no habla, pero por suerte mi madre le hace muchas preguntas a Abel, aunque ninguna de ellas incómoda. Cuando terminamos, ella se levanta y me dice que espere en el comedor. La oigo trastear en la cocina y al cabo de unos minutos regresa con una enorme tarta en las manos y dos velitas con mi edad. Guau, veinticinco años ya. No me lo puedo creer.
—Vamos, sopla –me pide ella, que es como una niña pequeña.
Cojo aire y lo suelto. Las dos velas se apagan y Abel y ella aplauden. Mi padre nos mira muy serio, sin decir nada. Pido un deseo: ser feliz junto a mi novio. No quiero ni necesito nada más. Mi madre nos sirve un pedazo de tarta a cada uno. Después nos deja para preparar café. La esperamos para comer el pastel los cuatro juntos. Y entonces, cuando pienso que ya ha pasado todo, mi padre clava la vista en Abel y le dice con voz pastosa:
—He escuchado que todos los fotógrafos o son maricones o les va la juerga.
–¡Vicente! –exclama mi madre horrorizada. Alarga una mano y la apoya en el hombro de mi novio–. Lo siento, cariño, no le hagas caso. Ha bebido un poco y…
—No se preocupe, señora, de verdad.
—Rosa, sólo estoy diciendo la verdad –interviene de nuevo mi padre. Observa a Abel con expresión seria–. ¿Y ganas mucho dinero en eso?
—Depende –responde él. No sé cómo mantiene la sonrisa.
—¿Has fotografiado a tías desnudas?
Suelto un gruñido. Lanzo la servilleta y me levanto, casi volcando la silla. Mi madre me mira asustada.
—Nos vamos ya, mamá.
—Espera, hija, te tengo que dar todavía el regalo… –Hace amago de incorporarse, pero mi padre la detiene.
—Tu madre me ha dicho lo que has hecho –se dirige a mí.
—¿El qué? –pregunto sin entender.
—Vas a salir en unas fotos.
Miro a mi madre, no me lo puedo creer. ¡Joder! Me había prometido que no se lo iba a contar. Pero vamos, en el fondo debería haber sabido que se le iba a escapar. No lo hace a malas, pero a menudo mete la pata.
—Sí –contesto, con la barbilla alzada–. ¿Y qué, papá? ¿Ahora te importa? Porque no hay nada sobre mí que lo haga.
—Sara. –Mi madre alza una mano intentando poner paz, pero de nuevo mi padre le hace callar.
—En mi casa no quiero atrevidas.
Abel se pone tenso a mi lado. Le tiendo la mano para que se levante y, por suerte, me hace caso. Pero entonces, se atreve a intervenir:
—Señor, su hija ha posado para una firma de relojes muy importante. No tiene nada que ver con lo que usted cree.
—¿Y qué es lo que piensas que creo? –Clava la mirada en la de Abel y por unos instantes se quedan muy quietos, observándose el uno al otro.
—Mamá, la comida estaba muy buena. –Decido interrumpirlos para que toda esta incómoda y vergonzosa situación acabe.
Ella me abraza con las lágrimas a punto de saltársele. Le acaricio la mejilla para tranquilizarla. Me dispongo a salir del comedor cuando me llega la voz de mi padre otra vez.
—Como vea yo que esas fotos son de puta, te vas a enterar de quién soy. Si mis amigos me dicen algo de ti que…
Abel va a decir algo de nuevo, pero apoyo una mano en su brazo para que me deje a mí. Siento una furia terrible dentro, porque indirectamente esa fea palabra siento que me la ha dedicado a mí. Me acerco a mi padre, que todavía está sentado, y lo miro desde arriba.
—Jamás haría algo que te avergonzase, aunque tú creas que sí. Y esa palabra es muy fea. Yo no lo soy. Y aunque lo fuera… ¿qué pasaría? Lo son esas mujeres a las que tú has ido alguna vez y habrás tratado con desprecio, como si sólo fuesen animales. Si te parece tan malo ser eso que has dicho, ¿por qué has acudido a ellas y…?
No me deja acabar. Se levanta como un resorte, veo su brazo alzándose en el aire, y a continuación lo único que siento es un dolor lacerante en el rostro. Me llevo la mano a la mejilla, no me creo que mi padre me haya golpeado. Se me escapan un par de lágrimas, pero no son de dolor, sino de rabia. Me gustaría decirle tantas cosas. Sin embargo, al ver a mi madre llorando, me callo.
—No me vuelvas a hablar nunca así, Sara. Eres mi hija y me debes un respeto.
—¡El mismo que le debes tú a tu esposa! ¡El que no le has dado en todo el matrimonio! –le grito, sin poderme contener.
Me mira con los ojos desorbitados. El puño le tiembla. Me estoy jugando otra bofetada, pero el corazón me arde. Me ha avergonzado delante de la persona que más amo.
—He sido siempre una hija perfecta para ti, intentando que me quisieses, que me dieses algo de cariño. ¿Y qué has hecho? ¡Di! Te has ido a emborracharte, nos has dejado solas muchas noches. He visto a mi madre llorar tantas veces por ti que ni siquiera puedo contarlas. La he tenido que calmar mientras me moría por dentro porque no podía hacer nada. –Le suelto lo que llevo guardado tantos años. Alzo la barbilla, y lo miro orgullosa, desafiante–. ¿Y sabes qué? Te odio. Y este sentimiento lo has provocado tú.
Su mano se alza de nuevo. Yo me encojo, dispuesta a recibir otra bofetada más. Pero entonces algo se mueve a mi lado con suma rapidez. Cuando me doy cuenta, Abel está sujetando el brazo de mi padre y se dispone a golpearlo.
—¡No! –exclamo, lanzándome contra mi novio para detenerlo.
Se me clavan en la cabeza los gritos de mi madre. El puño de Abel está a tan sólo unos centímetros del rostro de mi padre, el cual mira a su alrededor con pánico. Yo lo zarandeo para que se detenga.
—Abel, ¡no, por favor! –le ruego.
Nunca había visto esa mirada tan furiosa. Podría matar con ella. ¿Es ese su otro yo del que me habló? Con todos mis esfuerzos consigo que lo suelte. Lo agarro de las mejillas y lo obligo a mirarme. Parece haber perdido la razón.
—Ya está, cariño. No hagas nada de lo que te puedas arrepentir –le susurro.
Por fin consigue enfocar la vista en mí. Traga saliva y asiente con la cabeza. Le lanza una mirada a mi padre, el cual se ha sentado en la silla porque no para de temblar.
—Lo siento, Sara –se disculpa, acariciándome el rostro–. No puedo soportar que te hagan daño. No me importa quién sea. Pasaré por encima, aunque sea tu padre.
Mi madre también está sentada y tiene el rostro enterrado entre las manos. Abel se acuclilla y apoya una mano en sus rodillas, intentando calmarla.
—Señora, discúlpeme. No he podido soportarlo. No aguanto ver llorar a su hija.
—Si tienes razón, hijo, tienes razón. –Retira las manos de los ojos y mira a Abel con los ojos rojos. Este coge una de sus arrugadas manos y posa un beso en ella–. Yo tampoco quiero verla sufrir.
Se me rompe el corazón al ver llorar a mi madre. Pero no sé cómo actuar. Todo ha sucedido demasiado rápido. Todavía tengo el corazón en la garganta. Abel se acerca a mí de nuevo y me coge de la cintura. Se gira a mi padre y le dice:
—No sabe la suerte que tiene con Sara. Es la mujer más hermosa, por dentro y por fuera, que he conocido. –Yo lo miro con cara embobada–. ¿Y usted la trata con ese desprecio? ¿Cree que puede hacerlo sólo porque es su padre?
Va a añadir algo más, pero se lo piensa mejor y se calla. Mi padre no contesta. Se levanta de la silla y se marcha a su dormitorio sin decir nada. Da un portazo que hace retumbar las paredes. No se ha ido porque esté avergonzado, sino porque siente que no se ha salido con la suya. Lo conozco demasiado bien. Me despido de mi madre. La abrazo con fuerza y la mezo entre mis brazos asegurándole que estoy bien, que no pasa nada. Ella le da las gracias a Abel.
Cuando estamos en el coche, me besa en la mejilla en la que mi padre me ha golpeado.
—¿Lo ha hecho alguna otra vez, Sara?
—No. Es la primera –le aseguro–. Pero su indiferencia es mucho más dolorosa que esto. –Me señalo la enrojecida piel.
Él arranca el coche con un gesto triste. Me lleva al piso vacío, porque Cyn está con Marcos, por supuesto. Sin que yo se lo pida me deja en la cama, me quita la ropa y me pone el pijama. Después se desnuda él y se tumba a mi lado. Nos arropa a los dos y me abraza con fuerza. Yo cierro los ojos e intento olvidar lo que ha sucedido, pero el enfrentamiento entre los dos acude a mi mente una y otra vez.
—Te prometo que yo nunca seré así, Sara –dice de repente. Ahora ya sabe mis miedos, mi punto débil.
Lo miro con tristeza. Él me inunda con todo el amor de sus ojos azules. Me mece en sus brazos y, a pesar de todo lo que ha pasado, me siento la mujer más afortunada del mundo al tenerlo.