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Cinco minutos después Cyn y yo estamos bajando las escaleras. La conexión no ha vuelto. Maldita casualidad. No me gusta estar en casa de un tío, los dos solitos, y mucho menos si se trata de Eric. Bueno, en realidad tendría que estar más tranquila, ¿no? ¿Pero por qué no lo estoy? ¿Eh? ¿Por qué parezco una desquiciada? ¡Tengo que aprender a comportarme! ¿Acaso no era yo la que pregonaba que dos personas de sexos opuestos podían ser amigos? ¡Pues eso! Y sigo pensándolo, ¿vale?

—Te acompaño hasta la parada. –Cyn abre la puerta del patio.

Yo asiento con la mirada perdida. De inmediato, pienso en Abel y me siento mal. Pero a ver, no tendría que ser así. Sólo voy a casa de su amigo porque es lo que se me está requiriendo para el trabajo. No es una cita ni nada por el estilo. He quedado otras veces con Eric y todo ha sido normal. No importa que esta vez sea en su casa. Un piso puede ser un lugar perfectamente neutral. ¿Es así, no?

—¿Qué te pasa, tía? –me pregunta Cyn, poniéndose las gafas de sol.

Yo giro la cara como una autómata. La miro distraída, hasta que al fin logro responder:

—Nada.

—Si se nota que estás súper histérica.

Al doblar la esquina, ya veo la parada de autobús. Tengo que cogerlo porque el piso de Eric está un poco lejos del mío. Se ha ofrecido a venir por mí con la moto, pero prefiero que me dé el aire. Aunque ciertamente no es que haga mucho. Más bien ya hace bochorno y tan sólo son las doce del mediodía.

—¿Te pasa algo con Eric? –insiste ella, cuando nos detenemos ante la marquesina.

Yo dirijo la mirada al panel. El número nueve llegará en cinco minutos. Sin mirar a Cyn, respondo:

—Qué va. Sólo estoy un poco nerviosa por lo del Skype.

—¿Seguro? –Ella se coloca delante de mí y, de forma inevitable, tengo que mirarla–. ¿No habrá pasado nada entre vosotros durante el tiempo que Abel y tú estuvisteis separados, no?

Me hago la indignada. Pero oye, en verdad no ha sucedido nada, así que tampoco tengo que fingirlo. De todos modos, entiendo que pueda pensarlo; yo también lo haría si ella tuviese la misma actitud que la mía.

—¡Claro que no! –exclamo, colocándome las tiras del pequeño bolsito que llevo a la espalda.

—Hombre, Eric es un tío guapísimo, y encima muy simpático –dice ella, sumergida en sus propios pensamientos–. Sería comprensible porque tú estabas mal y…

—Cyn, que no ha pasado nada, en serio –insisto, poniendo una mano en su muñeca.

—Pero él y tú habéis quedado alguna que otra vez, ¿no?

—Ya, pero únicamente como amigos. –Pongo mala cara.

—¿Entonces por qué te pones nerviosa? No lo estás sólo por el trabajo.

Suspiro. Me conoce demasiado bien. Dos minutos más y el autobús llegará, pero no puedo escaparme de la mirada inquisitiva de mi amiga.

—Me siento incómoda porque es el amigo de Abel y a él no parece hacerle mucha gracia que quedemos y todo eso. Y mucho menos ahora que es mi fotógrafo.

—Ya, es normal que esté un poco enfadado –coincide ella.

—No estoy haciendo nada malo. Abel no quería y tampoco iba a perder yo la oportunidad…

—Claro que no, Sara. ¡Pero mira que pedírselo a su amigo! A veces eres demasiado inocente.

Chasqueo la lengua y me cruzo de brazos. Se acerca un autobús y, por suerte, es el mío. Así que doy dos besos a Cyn y un abrazo. Ella me lo devuelve y me da un apretón en los hombros como para relajarme.

—No seas tonta. Nadie piensa mal de ti. –Me sonríe.

—Lo sé. –Se la devuelvo.

—El lunes estaré de vuelta en el piso. ¿Podrás esperar tanto tiempo sin verme?

Finjo que lloro y ambas nos echamos a reír. Me pongo en la cola para subir al autobús y cuando me va a tocar, me giro y me despido de ella con la mano. Los quince minutos de trayecto los dedico a mirar por la ventanilla con tal de mantener la mente vacía de cualquier pensamiento. Eric vive casi en las afueras, por lo que aquí abundan los anuncios. Los miro con curiosidad, por si acaso hay alguno de Brein Gross. Observo a las chicas que posan con naturalidad y me pregunto si yo sabré hacerlo tan bien. Estoy tan enfrascada en memorizar las posturas, gestos y sonrisas de las modelos, que por poco me paso de parada. Aprieto el botón justo a tiempo. El conductor da un frenazo y un par de señoras se quejan. Yo me disculpo y bajo de un salto.

Por el camino me cruzo con un señor que pasea a su perro peludo, a dos chicas que han salido a correr y a una señora que viene de hacer la compra en un Consum que debe de estar cerca de aquí. Cinco minutos después me hallo en la calle en la que vive Eric. Es muy larga y a juzgar por el primer número que encuentro, tiene que estar casi por el final. Alzo la cabeza y así me paso casi todo el camino. Menos mal que no he pisado ningún regalito de perro. Una vez en la finca de Eric, tomo aire y pulso el timbre. Pocos segundos después me están abriendo la puerta. Hay ascensor, pero como vive en un segundo prefiero subir por las escaleras. Ni siquiera enciendo la luz: el sol se filtra por las ventanas. Es una finca bastante luminosa y agradable.

Cuando llego al rellano no hay nadie esperándome en la puerta, la cual se halla abierta. Me acerco con cautela y asomo la cabeza por ella. Tan sólo veo un corto pasillo y unas habitaciones con las puertas cerradas. Entro y cierro sin hacer mucho ruido.

—¿Hola? ¿Eric? –pregunto con voz temblorosa.

Nadie me contesta. Echo a andar y paso por lo que parece ser el salón. Hay una televisión, un pequeño sofá y una mesa con sus sillas. El piso es bastante moderno, aunque no parece muy grande. Cuando me giro, me doy cuenta de que alguien me está observando y suelto un grito. Lo escucho reírse y me llevo una mano al corazón.

—¡No tiene gracia! –protesto.

—No te había escuchado. Había venido a prepararme un sándwich. –Me lo enseña.

Yo me acerco a él. Cuando sale de la cocina, contengo la respiración. ¡Tan sólo lleva un pantalón de pijama! Oh, no, oh, no. Corazón contente. ¿No ves que te va a escuchar si continúas así? ¡Es sólo un hombre! ¡Es Eric! Parece darse cuenta de mi reacción porque me pregunta:

—¿Te importa que vaya con esto? En este piso hace calor y no tengo aire acondicionado.

—No, no pasa nada –respondo con un hilo de voz.

Da un gran mordisco a su bocadillo y me sonríe. Cuando estoy ante él, se inclina para que le dé dos besos. No lleva ningún perfume como Abel, pero huele bien, a champú. Supongo que se acaba de duchar porque aún tiene el cabello rubio un poco mojado. Me hace un gesto para que le siga. Recorro con los ojos la anchísima y musculosa espalda moldeada por la natación y a continuación bajo la vista hasta su trasero.

—¿Sara?

¡Mierda, me ha pillado! Alzo los ojos y lo miro con la boca abierta. Él me escruta con curiosidad. Arquea una ceja.

—Te estaba diciendo que siento no tener la habitación más ordenada.

¿Cómo? ¿Habitación? Se detiene ante una puerta y me indica que pase yo. Vale, sí, se trata de su dormitorio. Y está hecho un desastre. La cama está revuelta y hay un montón de ropa por el suelo. Aun así, huele muy bien, como a frutas.

—No tengo portátil y el ordenador de mesa está aquí. –Me lo señala. En la pantalla está abierto el Skype.

—No pasa nada –respondo, aunque me empiezo a sentir más nerviosa.

—Voy a traerte una silla. –Me deja sola.

Echo un vistazo a la habitación, que es bastante pequeña. En la pared hay fotos de nadadores que supongo serán profesionales. Me acerco a la estantería: tan sólo hay libros de fotografía y alguno que otro de biografías de deportistas. En otra de las repisas hay un par de fotos: en una de ella sale con Abel. Los dos están posando con sus cámaras. Esbozo una sonrisa.

—Toma.

Doy un brinco al escucharlo. Me giro y agarro la silla que me tiende. Una vez me siento en ella, él se coloca en la que hay al lado. Lo tengo muy cerca y cuando alarga la mano para coger el ratón, me roza en el brazo. Agacho la cabeza, pero él no parece haberse dado cuenta. A ver si soy yo la que está dándole a todo esto más importancia de la que realmente tiene. Sí, es eso, porque es evidente que Eric y yo tan sólo somos amigos.

—Escribe tu nombre y así te añado.

Me inclino sobre el teclado y una vez he terminado, se lo devuelvo. Él sonríe.

—Así ya te tengo para próximas veces.

Asiento con la cabeza, aunque no tenía pensado hablar con él por Skype. Cliquea en el nombre de Thomas y le escribe que yo ya he llegado. Un segundo después estamos recibiendo una videollamada grupal. En la pantalla aparecen dos pequeñas caras: la de Thomas y la de un chico que supongo que es Rudy, el modelo. Lo reconozco porque, tal y como me dijo Eric, es tremendamente guapo.

Hi, guys! –exclama Thomas con su acostumbrada felicidad.

—Ya la tienes aquí –dice Eric, señalándome con las manos abiertas.

Yo saludo de forma tímida. Thomas me manda un par de besos a través de la cámara y Rudy me hace un gesto con la cabeza y murmura un «hola».

—Sara, este es Rudy, tu futuro compañero –me lo presenta.

—Hola –digo. No se me ocurre nada más. Parezco la misma tonta de siempre.

—¿Qué tal estás, Sara? –me pregunta él. Eric aprieta un botón y la ventana se agranda, así que puedo verlo mejor. Tiene ojazos verdes rasgados y una piel morena. Lleva perilla y sus rasgos exóticos son lo que más destacan de él–. Será un placer trabajar contigo –añade.

—Sí –respondo con un hilo de voz. ¡Oh, joder, di algo más! Pero nada, que no me sale.

—Este año quiero que en mi campaña lo que predomine sea el contraste –interviene Thomas con su acento americano.

Vaya, contraste va a tener, porque Rudy y yo somos la noche y el día. De repente, noto algo en mi mano. Agacho la vista y me doy cuenta de que es Eric, que ha puesto la suya sobre la mía. Lo miro con extrañeza y él me dedica una sonrisa. Supongo que intenta que me tranquilice, pero lo cierto es que lo único que ha conseguido es que piense en lo suave que la tiene.

—Y ya hemos decidido dónde se realizará… –prosigue Thomas. Se calla un momento para dotar de misterio y emoción a su discurso–. ¡En Ibiza! –chilla.

Yo abro la boca con sorpresa. Oh, vaya, ¿hasta allí tengo que ir? ¡Qué maravilla! Voy a conocer la isla de la que todos hablan. Eric asiente con una sonrisa y Rudy alza el pulgar en señal de acuerdo.

—Los gastos están todos pagados, como ya sabéis… –Thomas cruza las manos ante el rostro para continuar hablando–: Nos marchamos el día 2 de octubre, pero la semana anterior volveremos a tener una videoconferencia para informaros de cualquier asunto importante que haya surgido. ¿De acuerdo?

Todos asentimos. Nos pasamos unos diez minutos más hablando. Rudy me cae bien de inmediato. No sé por qué, pero me parece bastante normalito. Recuerdo los modelos que conocí en la fiesta en Barcelona y la mayoría parecían amarse demasiado a sí mismos. Sin embargo, me gusta la forma calmada en la que Rudy habla, sus gestos elegantes y sus ojos expresivos. Por su parte, Thomas se pasa al inglés cuando está nervioso o emocionado.

Durante toda la charla, Eric no aparta su mano de la mía. Yo al fin me he tranquilizado y ya no la necesito, pero no se lo quiero decir para no molestarlo. Cuando nos despedimos y cierra la sesión, ya es la una. Él se me queda mirando muy serio y yo me revuelvo incómoda en mi silla.

—¿Comemos juntos o tienes algún plan?

Su propuesta me llega por sorpresa. Es evidente que no tengo nada que hacer, pero no sé si quiero quedarme. Bueno, vale, querer quiero, pero no sé si es lo apropiado. Me quedo pensativa durante unos segundos.

—No quiero molestarte.

—¿Crees que me molestas? –No tiene hoyuelos como Abel, pero la forma en que sonríe es preciosa y cálida.

—Bueno, si me quedo vas a tener que preparar más comida. En serio, no hace falta.

—Sería divertido cocinar juntos, ¿no?

Abro la boca para responder, pero la vuelvo a cerrar sin decir ni mu. Suelto una risita tonta. Cocinar. Juntos. ¿No suena eso a película romántica? La parejita preparando una rica receta. Ella le da a probar la salsa para ver si tiene suficiente sal. Él le da una palmadita en el trasero y le dice que el delantal le queda muy sexy. A continuación la empotra contra la mesa y hacen el amor como locos. Oh, espera, eso ya no es una peli muy romántica que digamos.

—¿Te pasa algo? Te has puesto roja. –Me hace notar.

¡Mierda! Aparto la mirada y sin querer acabo posándola en sus duros abdominales. Cierro los ojos. ¡Oh, joder, joder! Dios, aparta toda esta carne de mi vista. Escucho un ruido y al abrirlos descubro que se ha levantado. Así todavía es peor porque lo veo en todo su esplendor. Hay algo positivo: al menos no está tan cerca.

—Eres muy rara, Sara. –Se echa a reír–. ¿Te quedas o no?

—Yo creo que a Abel…

—¿A Abel? –Arquea una ceja y se le borra la sonrisa–. ¿Qué pasa con él? ¿No está aquí, no? Yo al menos no lo veo.

Le ha molestado, lo noto. Me levanto de golpe, dispuesta a disculparme, pero él se me adelanta.

—Somos unos amigos que van a comer juntos. ¿Qué problema hay? –Apoya el hombro en el marco de la puerta–. ¿Acaso es Abel tu amo?

Recuerdo lo que me ha dicho Cyn sobre ser una sumisa. Me vienen a la mente el libro y las esposas y se me encoge el estómago. Vale, creo que me voy a quedar a comer. Eric tiene razón: no pasa nada porque dos amigos coman juntos. Abel me dejó claro hace tiempo que él no queda con amigas porque no tiene, pero yo no soy así. Y Eric tampoco. Tiene amigas: yo. Y seguro que más.

—Vamos a hacer esa comida –respondo, resuelta. Paso por su lado con la cabeza bien alta. Él se echa a reír.

—¿Qué te apetece? –me pregunta, una vez en la cocina.

—Algo sencillo. ¿Pasta?

—De acuerdo –asiente, abriendo la nevera–. ¿Carbonara?

—Me gusta mucho –respondo con una gran sonrisa.

Le ayudo a sacar los ingredientes y durante unos cuarenta y cinco minutos nos dedicamos a preparar los espaguetis. No sucede nada de lo que mi mente paranoica se había imaginado. Es cierto que un par de veces me choco con su torso, pero aun así, él se muestra normal, como si nada pasase. Yo suspiro tranquila cada vez que sucede.

—¡Qué bien huele! –exclamo cuando los saca del horno.

Me sirve un plato y luego se pone el suyo. Me los da para que los lleve al comedor y cuando llega él, me tiende una lata de cerveza.

—¿O prefieres otra cosa?

—Así está bien –respondo, sentándome en la pequeña mesa.

—¿Quieres que ponga la televisión o hablamos?

—Me gusta más hablar –confieso, enrollando unos cuantos espaguetis en mi tenedor. Cuando los pruebo, exclamo con deleite–: ¡Te han salido muy buenos!

Vaya, es buen cocinero y todo. Cyn debería estar saliendo con él y no con el medio cerebro de Marcos.

—No es tan difícil preparar pasta. –Sonríe y se lleva el tenedor a la boca. Mastica con lentitud y luego me pregunta–: ¿Abel sigue enfadado contigo?

—No, creo que ya no. –Pienso en sus mensajes y en sus regalos.

—No lo he vuelto a llamar –me confiesa, mirándome directamente a los ojos–. Espero que no te enfades por lo que te voy a decir, pero a veces es realmente insoportable.

Sí me molesta un poco su comentario, pero en realidad tiene razón. Los cambios bruscos de Abel son su peor defecto. Bueno, ese y su misterio. Vale, eso también le hace ser más atractivo… Me encojo de hombros y no contesto. No quiero entrar en ninguna polémica. Eric parece comprenderlo y cambia de tema.

—Estoy deseando hacerte las fotos, Sara –dice. Se termina los espaguetis y retira el plato de delante.

Yo le sonrío mientras continúo masticando los míos. No sé muy bien lo que sucede, pero en cuestión de segundos lo tengo muy cerca de mi rostro, y yo doy un brinco y me levanto asustada. Él se aparta también y me mira con confusión. Se lleva un dedo a los labios.

—Tenías nata en la boca.

—¡Voy al baño! –exclamo, completamente avergonzada.

Por el pasillo pienso en lo gilipollas que soy. Me encierro con el corazón galopando a mil por hora. ¡Joder, creía que iba a besarme! Y lo único que quería era limpiarme la boca porque soy tan torpe que siempre me mancho cuando como pasta. He quedado como la mayor creída obsesa del mundo. Pero ha sido todo tan extraño. Aún recuerdo en Barcelona cuando vino a verme a la habitación. ¿Acaso aquella vez no hizo amago de querer besarme? ¿Me lo estoy imaginando yo todo el tiempo? En el fondo, no lo ha hecho nunca. Si realmente quisiera, ¿no se habría lanzado ya? O quizá se corta un poco por Abel… No, no puede ser. Yo no soy el tipo de mujer que a él le gustaría, o eso creo. Y de todos modos, ¿qué iba a conseguir besándome si sabe que estoy con su amigo?

Me bajo los pantalones y las braguitas y echo la cabeza hacia atrás, intentando tranquilizarme. Una vez termino, me sitúo ante el lavamanos y me miro en el espejo del armarito. Me echo a reír por lo tonta que soy. Entonces me doy cuenta de que hay dos cepillos: uno verde y uno rosa. Movida por la curiosidad, abro el armario y descubro que no sólo hay maquinillas, espuma de afeitar y otros utensilio de hombre, sino también un cepillo de mujer para el pelo, una barra de labios y un pequeño frasquito de perfume.

—¿Sara? –Escucho desde el otro lado de la puerta–. ¿Estás bien?

—¡Ya salgo!

Cojo el botecito y lo observo. Me lo llevo a la nariz. Huele fantástico. No me puedo reprimir. Lo mío con los perfumes es una obsesión. Me echo un poco en la muñeca y aspiro. Es un aroma que me suena a algo, pero no sé a qué. Quizá es una colonia que he olido a alguien por la calle o a mí misma al ir a la perfumería alguna vez.

Eric abre la puerta en ese instante y me sorprende con el perfume en las manos. Dirige la vista al armarito y arquea una ceja.

—¿Qué estás haciendo?

—Lo siento… Yo…

Me quita el frasquito de las manos y lo deja en la repisa. Cierra el armario de golpe. Me encojo ante su mirada porque parece enfadado.

—¿Te dedicas a coger las cosas de los demás? –me pregunta.

—Oye, sólo me he puesto un poco de colonia.

—A ella no le haría ninguna gracia –señala.

Yo me encojo de hombros. Bueno, pues lo siento, tampoco pensaba que sería algo tan grave. Él ha actuado peor, que ha abierto la puerta sin volver a llamar. ¿Y si hubiese estado aún con los pantalones bajados? Salgo del baño por delante de él, con la cabeza gacha. ¿Qué pasa con los hombres que son tan bipolares y extraños?

—Será mejor que me vaya. –Alzo la vista para mirarlo. Él me da un beso en la mejilla y la electricidad me sacude. ¡Au! Siempre nos pasa lo mismo.

—Me he pasado, ¿no?

—Bueno, sé que no debería haber cogido el perfume, pero sí que has sido un poquito tonto –le digo, dándole un golpecito en el brazo para que se dé cuenta de que estoy bromeando.

—Es que no quiero que…

—Que ella se dé cuenta de que han usado su perfume, ¿no? –le sonrío, aunque me siento molesta.

—Si sabe que he traído a una chica aquí y…

—Bueno, ¿qué problema hay en que dos amigos coman? –Le ataco con lo que él me ha dicho antes. ¡Auch! ¿Qué hago contestando así? Parece que esté celosa, y no es así para nada, ¿verdad?

—Ella no te conoce, así que supongo que podría imaginarse algo.

—Bueno, pues algún día me la presentas y verá que sólo somos amigos.

—Porque tú quieres, Sara –me suelta de repente.

Me quedo estupefacta. Los colores se me suben a las mejillas de inmediato. Hasta las orejas se me ponen rojas y acaloradas. Él no aparta la mirada de mí, muy serio. Yo no sé qué decir, no encuentro las palabras apropiadas. Al fin, se echa a reír y dice:

—Estoy bromeando.

—Ah, ya. Si ya lo sabía –miento, sumándome a sus risas.

—Quizá te la presente algún día –añade, pensativo–. Aunque sólo nos divertimos, no es nada serio.

Eso mismo me dijo la otra vez. Pero ella deja aquí sus cositas, así que puede que para ella sí sea algo serio, quién sabe. Antes de salir por la puerta, me abraza y se disculpa una vez más. Yo también lo hago.

Una vez en la calle, pienso en cómo será ella, aunque no debería importarme nada.

Tiéntame sin límites
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