
Mis amigas intentan animarme, pero cada día que pasa se me antoja un infierno. No puedo olvidar su mirada confundida y su voz quebrada. No consigo escapar del recuerdo de sus caricias y sus besos. ¿Pero qué ha hecho conmigo? Estoy enganchada a él, y necesito sacármelo, borrar su sabor de cada parte de mi cuerpo. ¿Voy a poder hacerlo?
El segundo día de ausencia me envió un mensaje, rogándome que volviera para hablar. Le escribí diciéndole que necesitaba un tiempo para pensar. Eva no para de decirme que no lo perdone, que se ha pasado. Cyn se mantiene al margen, sólo me lanza miradas preocupadas.
Me he tirado una semana sin salir de casa, dedicada a observar el techo desde la cama, llorando por los rincones a causa de las películas románticas y, por supuesto, atiborrándome a dulces. Ni siquiera he ido a comprobar las notas a la Facultad. Eva decidió ir en mi lugar, y acaba de llegar para informarme de que tengo numerosas Matrículas de Honor y Excelentes. Pero en realidad no me importa. No me provoca ninguna alegría. Es como si no existiese nada más desde que conozco a Abel. Y eso no es sano.
Media hora después, Eva logra convencerme para que vaya esta tarde a ver a Gutiérrez, ya que tiene tutoría.
—Te acompaño yo, ¿vale?
Asiento con la cabeza. No me apetece nada salir sola. Todo me da miedo. Bueno, en especial que alguien me reconozca por las fotos, aunque sé que es muy improbable. Después de comer nos acercamos a la Facultad dando un paseo. Hace muchísimo calor y empiezo a sudar a mitad de camino. Estoy segura de que en un mes las temperaturas aumentarán, y los agostos son horribles en mi pueblo.
Gutiérrez me atiende al instante. Se muestra contento y amable. Yo intento sonreír, ya que no quiero que piense que no estoy contenta con su idea de formar parte del equipo. Por supuesto que es estupendo, pero en estos momentos sólo puedo pensar en el dolor que me atosiga el pecho cada vez que pienso en Abel.
—Señorita Fernández, lo que tengo pensado es que empiece conmigo a principios de noviembre. O quizá antes, para que no se sienta demasiado presionada entre el máster y esto.
—Claro, me parece bien. –Me limito a asentir.
Ensancha la sonrisa y, a continuación, se le borra. Me estudia de arriba abajo con una mirada de acero. ¿Eh, qué pasa?
—Quería decirle algo. Espero que no le moleste.
Trago saliva. ¿No me digas que ha visto las fotos?
—Normalmente no es algo que suelo hacer, pero…
Oh, no. ¡Las ha visto! Y se siente avergonzado. ¡Aunque yo lo estoy más! Me sube un terrible ardor por las orejas y agacho la cabeza con los ojos cerrados. No sé si estoy preparada para lo que me va a decir.
—Este curso ya tengo un becario, pero quería trabajar también con usted.
Alzo la cara de golpe y lo miro con los ojos muy abiertos. Oh, ¿así que sólo era eso? Suelto un suspiro de alivio. Frunce el ceño al tiempo que estudia mi rostro.
—Espero que no sea un inconveniente para usted.
—No, claro que no –respondo, muy seria. Aunque de inmediato me obligo a dedicarle una sonrisa.
Charlamos un rato más sobre mis notas y sobre el máster, el cual me avisa de que es muy duro. Tendré que trabajar mucho, además de toda la faena que me mandará él. Bueno, al menos tendré la mente ocupada. Al cabo de una hora recuerdo que Eva está esperándome fuera. ¡Pobrecilla!
—Tengo que irme ya –le comunico a Gutiérrez.
Él asiente y se levanta para estrecharme la mano y acompañarme a la puerta.
—Ya verá todo el trabajo que tengo preparado para usted. Le va a encantar.
Me despido de él con una sonrisa. Salgo del despacho con la agradable sensación de haberme quitado un peso de encima. No he pensado en Abel en un sólo momento. ¡Mierda, ahora estoy haciéndolo de nuevo! Agito la cabeza para obligarme a mantener la cabeza vacía. Al fondo diviso a Eva en uno de los bancos, muy enfrascada en un libro de Terry Pratchett. A su lado, de pie, hay un chico y una chica buscando sus notas en los tablones. Serán de cursos inferiores, ya que no los conozco. Se me quedan mirando cuando paso por su lado, y no puedo evitar preguntarme si es que me han reconocido por las fotos. ¡Joder! ¿Va a ser mi vida así a partir de ahora? ¡Qué triste!
—¿Qué tal ha ido? –me pregunta cuando descubre mis sandalias ante ella.
—Muy bien.
—¿Ves? No te obsesiones con lo que ya sabes, nena. Total, era una mierda de revista, ¿no?
Esa es otra de las cosas que me molestan. Me vende y encima en una de las revistas más cutres. Aunque supongo que de esa forma era más difícil que yo me enterara. Pero mira, qué casualidad que me guste tanto cotillear por el ciber espacio.
—¿Quieres que vayamos a tomar algo? –Se gira hacia mí, con uno de sus inseparables cigarrillos entre los labios–. Joder, tengo que dejar esta mierda, pero es que no quiero ponerme boteresca. –Mira el piti con un gesto de asco.
—¿Boteresca? –Se me escapa una risa. Mira que le gusta inventarse palabras; deberían hacerle un diccionario.
—Sí, nena, como las tías de los cuadros de Botero, con grasa rebosando por todos lados.
—No seas tonta, pero si estás muy bien. –La animo.
Me mira por encima de las gafas de sol como si estuviera loca. Nos dirigimos a la calle trasera de la Facultad, donde hay unos cuantos bares en los que hemos pasado muchas horas estudiando. Nos sentamos en la terraza del primero que vemos. Ella se pide una caña y yo un té con hielo.
—¿Y qué vas a hacer este año? –le pregunto, ya que todavía no me ha informado de nada.
—La verdad es que tengo la cabeza hecha un lío –responde. Se sube las gafas, muy seria. No sé por qué, pero creo que me oculta algo… En serio, ¿qué le pasa a todo el mundo? ¡Qué harta estoy!
—Nos veremos mucho menos que ahora –digo con tristeza.
La camarera nos trae nuestras bebidas junto con un platito de cacahuetes. Eva y yo los atacamos en cuento nos deja solas.
—No es el fin del mundo.
—Tal y como estoy, sí lo es. –Pelo un cacahuete y me lo llevo a la boca.
—Quedan unos meses para que empieces el máster. –Apaga el cigarrillo–. En ese tiempo podemos tomar muchas cervezas.
—Voy a tener que buscar otro trabajo –pienso en voz alta, angustiada.
Como había decidido pasar el verano en la casa de Abel, él me había buscado un trabajillo: dar clases particulares a una niña del vecindario. Pero ahora, ¿qué voy a hacer? La academia está cerrada y no sé si voy a encontrar rápido otro sitio. Y lo cierto es que tengo que empezar a ahorrar ya, por si las moscas. Si me pasa como este último curso y no me dan la beca, a ver cómo estudio el máster. Y de todos modos, si me la dan, tengo que subsistir los primeros meses.
Eva me empieza a explicar que está leyendo otro libro, además del de Terry. Se trata de un tratado filosófico sobre el amor, y en cuestión de segundos, ambas estamos debatiendo de forma apasionada. El tema nos mantiene entretenidas durante un buen rato, perdidas en divagaciones, hasta que me empieza a sonar el móvil. Eva pone cara de disgusto. Cuando miro la pantalla, la confusión me nubla la cabeza. Es Eric. ¿Qué quiere ahora, si no lo veo desde Barcelona?
—¿Sí? –contesto en voz bajita.
—¿Sara? ¿Eres tú? –Por teléfono su voz todavía es más grave, casi ronca.
—Claro.
—¿Cómo estás? –me pregunta.
—Eh… Bien.
Nos quedamos callados unos segundos, hasta que él retoma la palabra.
—Me gustaría verte.
—¿Verme? –Se me remueve algo en el estómago.
—Sí. Tengo que hablar contigo.
¿Se ha enterado de que estoy enfadada con Abel y quiere intentar algo conmigo? De inmediato, desecho ese estúpido pensamiento. Sonrío en mi interior. ¡Ay madre, parezco una creída, imaginando que todos los tíos andan detrás de mí!
—Es que ahora mismo estoy con una amiga.
—¿Dónde?
Dudo si contestar la verdad.
—En la facultad. Bueno, en un bar tomando algo. –No puedo mentir.
Eva pone caras extrañas. Le hago un gesto para que espere.
—Dime el lugar exacto.
—Se llama El penalti –digo, echando un vistazo al letrero del establecimiento.
—Estaré allí en unos quince minutos.
Cuelga y yo me quedo con el móvil en la oreja, como una tonta. Eva agita la mano ante mis ojos para que le cuente.
—¿Era él?
—Su amigo.
—¿El tal Eric?
Asiento con la cabeza. Como es evidente, le hablé de él. Es más, hicimos una apuesta: si cuando le vea flipa como sucedió con Abel, entonces ella me tendrá que invitar a una comida. A ver si gano hoy.
—¿Y qué quiere?
—No me lo ha dicho.
Mientras esperamos a que Eric aparezca, apenas digo nada. Es Eva la que habla y habla sobre el libro de antes. Yo sólo me puedo preguntar una y otra vez qué es lo que puede querer.
—Nena –susurra Eva, sacándome de mis pensamientos–. ¿Es ese? –pregunta entre dientes.
Me giro y lo descubro acercándose a nosotras. Lleva un pantalón a media pierna y una camiseta azul de manga corta que deja sus bíceps al descubierto. Se ha cortado un poco el pelo y está bastante bronceado. Madre mía, no lo recordaba tan atractivo. Al ver que estamos observándolo, alza una mano a modo de saludo y me dedica a mí una sonrisa.
Me levanto de la silla para darle dos besos. Se me hace un poco incómodo. Recuerdo que todavía le debo los zapatos, ya que le hice una transferencia para el vestido.
—Sara. –Se le ensancha la sonrisa. Qué dientes tan blanquísimos. Contrastan mucho con su tono de piel–. Te veo muy bien.
Me he quedado casi hipnotizada con la blancura de esa boca. Al fin, consigo apartar los ojos y echo un vistazo a mi ropa normal y corriente. Un vestido suelto y ligero para no pasar calor y unas sandalias viejas. Y encima llevo el pelo alborotado. Para pasar el trago, decido presentarle a Eva.
—Esta es mi amiga.
—Eva –saluda ella, levantándose y posando dos besos en sus mejillas.
Tras esto, el silencio nos envuelve. Eric se mete las manos en los bolsillos y se me queda mirando fijamente. Parece inquieto. Al cabo de unos minutos, rompe el mutismo:
—No quiero parecer maleducado pero, ¿podríamos hablar a solas?
Me giro hacia Eva y le suplico en silencio que se quede. Sin embargo, ella se pone a recoger el bolso. Deposita un par de monedas en el platito de la cuenta para pagar su bebida.
—Nena, llámame. –Me da un abrazo. Yo la aprieto, insinuándole que es una cabrona. ¡Ya parece Cyn, que me deja tirada en los peores momentos! Se gira a Eric con una sonrisa–: Encantada.
Cuando mi amiga se va, él me señala la silla libre.
—¿Puedo sentarme?
—Bueno, no sé si a la mujer invisible le hará mucha gracia. –Intento hacer un chiste para distender el ambiente. No obstante, o Eric no tiene sentido del humor o yo no he tenido gracia. No lo tengo muy claro en estos momentos. Encojo los hombros con indiferencia.
Una vez que le ha pedido una clara a la camarera, el silencio vuelve a rodearnos.
—¿Qué tal te va todo? –le pregunto, intentando fingir normalidad.
—A mí bien. ¿Y a ti? –Me clava los ojos color miel. Me doy cuenta de que cuando le da el sol, también son un poco verdosos. Qué bonitos.
—No me va mal –contesto.
—No sabes mentir, Sara –sonríe. Le da un trago a su cerveza–. Y de todos modos, sabes por lo que estoy aquí.
—¿Ah, sí? –pregunto, confundida. Siento que las mejillas se me ponen rojísimas.
—¿Tengo que decirlo yo?
Lo miro con los ojos muy abiertos.
—Abel.
Al escuchar su nombre en la boca de Eric, algo se me rompe por dentro. ¡Mierda, joder! Había estado un rato tranquila, ¿es que no me pueden dejar?
—¿Qué pasa con él?
—Sé que estáis enfadados.
—Yo lo estoy, ¿y?
—Sara, está mal.
Vale, qué tonta soy. Como es normal, ha venido a defender a su amigo. ¿Ahora me dirá que soy una mala pécora o algo por el estilo?
—¿Y yo no lo estoy? –pregunto a la defensiva.
—Claro que sí. Ambos lo estáis pasando mal, y no debería ser así.
Remuevo los hielos de mi té, un tanto avergonzada. Por un momento había pensado que lo que quería era ligar conmigo. No le entiendo, la verdad. En realidad no comprendo a ninguno de los dos. Aunque Eric no es tan misterioso, tampoco sé nunca por dónde va a salir. Recuerdo sus miradas en Barcelona y su forma de despedirse. Bueno, entiendo que si alguna vez le gusté, haya decidido tirar la toalla. Al fin y al cabo, me quedé allí con Abel. Vaya, ya estoy pensando otra vez como una engreída. ¡Basta ya, me importa un pepino si le gusto o no! Tan sólo me importa saber sobre Abel.
Le clavo una mirada que intento que sea severa. Él arruga el ceño y ladea la cabeza.
—¿Sabes lo que hizo?
—Algo me ha contado.
—¿Y qué piensas?
—A ver, me parece que no está bien, pero tampoco es para tanto. Y no dejaste que se explicara.
Arrugo la nariz, un tanto fastidiada. En realidad tiene razón. Durante esta semana he estado pensando en ello. Pero soy así, demasiado impulsiva cuando discuto con alguien. No podía quedarme de brazos cruzados porque lo único que deseaba era marcharme lejos de él y aclarar las ideas.
—Ni siquiera le diste el beneficio de la duda.
—Eric, había escrito un correo, ¿sabes? Con las fotos. Y la mujer de la revista dijo que…
—Quizá tenía una buena razón. –Bebe otro trago de cerveza y se relame los labios–. Abel ha llevado una vida bastante lujosa. Tiene pagos que hacer. –Ve que me remuevo en el asiento y se apresura a añadir–: No estoy excusándolo, simplemente trato de que lo veas desde otro punto de vista. Es por tu bien.
Me quedo pensativa durante unos segundos, mientras paso los dedos por las gotas del vaso. Sí, quizá debería hablar con él… algún día.
—¿Has venido hasta aquí sólo para darme el sermón? –le pregunto, enfurruñada.
Él se echa a reír y se termina la cerveza. Coge uno de los cacahuetes que han sobrado y lo pela con lentitud, sin dejar de estudiarme. Yo lo miro de reojo, fijándome en sus mandíbulas tan marcadas, que lo convierten en un hombre irresistiblemente sexy. Me pregunto si habrá tenido tantas conquistas como Abel.
—He venido para llevarte al piso.
—¿Qué? –pregunto, confundida.
—Ayer tuvimos una sesión y lo vi fatal, Sara. –Se inclina hacia mí, poniéndose muy serio de repente–. Es más, las fotos salieron bastante mal.
—¿Te ha pedido él que vengas?
Niega con la cabeza.
—Ha sido por voluntad propia. Es mi amigo, ¿crees que me gusta verlo sufrir?
Cojo uno de los cacahuetes y lo aprieto con nerviosismo. Eric me observa sin decir nada.
—No quiero ir, Eric. No estoy preparada para hablar con él.
—Tienes que hacerlo. No lo veía así desde hace mucho tiempo. –Alarga una mano y la apoya sobre la mía. La tiene bastante caliente, aunque no sudada. Me da un calambre y la aparto sobresaltada–. Lo siento, te he pasado electricidad –sonríe.
—Eric, en serio, no voy a ir. Así que ya puedes marcharte y dejarme en paz.
—Si no lo haces por él, entonces hazlo por mí.
Lo miro sonriendo con amargura. Nadie me había pedido algo así. Los amigos de mi ex nunca se inmiscuyeron en nuestra relación. ¿Es que en lugar de un amigo voy a tener un Pepito Grillo en Eric? No puedo apartar los ojos de los suyos. Realmente parece muy preocupado por Abel, y se me está empezando a contagiar.
—¿Tan mal está?
—Bastante. –Asiente, agarrando el último cacahuete. El sonido que hace al abrirlo se me antoja irreal–. Le has dado fuerte, Sara –esboza una sonrisa, y a continuación, añade–: Aunque le entiendo.
¿Ves? Ahí está lo que yo decía. Vale que a Judith también le soltaba pullitas, pero creo que no eran iguales. ¡Oh, por Dios, no sé qué pensar, no sé qué hacer! ¿Voy a hablar con Abel? ¿Dejo que se suma en su tristeza? ¡Joder, no puedo! Es pensar en sus ojos bañados de dolor y se me encoge el corazón. Un montón de pinchazos me atraviesan el pecho.
—¿Sara?
Suelto un suspiro y asiento con la cabeza. A él se le iluminan los ojos.
—De acuerdo. Pero sólo para que se explique. Después me iré.
—Claro.
Nos levantamos de la silla al mismo tiempo. Le pido que espere y voy a pagar la cuenta. Él insiste en darme su parte, pero no la acepto. Cuando voy a cruzar el semáforo, me agarra de la muñeca y señala hacia el aparcamiento del estadio Mestalla.
—He venido en mi moto.
No me gustan. Me dan miedo. Me lleva hacia allí con prisas, casi tirando de mí. Cuando llegamos, me encuentro con una Yamaha de colores plateado y azul. Joder, es preciosa. Pero también tiene que correr un montón. Niego con la cabeza, echándome hacia atrás.
—¿Qué pasa?
—No voy a subir ahí.
—Iré despacio –me asegura.
Lo miro para descubrir si me está diciendo la verdad. De todos modos, tengo tantas ganas de ver cómo se encuentra Abel, que al final acabo subiendo. Me ayuda a ponerme el casco. No sé cómo colocarme ni dónde poner las manos.
—Agárrate fuerte a mí. –Me las coge y las sitúa en su cintura. Oh, Dios, el calor de su cuerpo traspasa la camisa. Y puedo sentir todos esos músculos perfectos bajo mis dedos.
De repente, salimos escopetados. Suelto un grito. ¡Me había prometido que no iba a correr! Me inclino hacia delante y me aferro a su espalda con fuerza, apoyándome en ella. Cierro los ojos completamente asustada.
—¿Vas bien ahí atrás? –grita, para hacerse oír.
Los abro un poquito. Sorteamos un coche tras otro. Los vuelvo a cerrar. Creo que me estoy mareando, así que me aprieto más contra su cuerpo, rodeándole el torso con las manos, y noto que se tensa. ¡Que se aguante, yo estoy sufriendo mucho! Está diciendo algo, pero no le escucho bien.
—¿Qué? –exclamo.
—¡Que las fotos eran muy buenas!
Mierda, me ha visto desnuda. Oh, joder, ha contemplado mis pechos. ¿Lo habrá hecho con mirada de fotógrafo o de hombre? Como siento una vergüenza atroz, le suelto el cuerpo y doy un grito al sentir que me voy hacia atrás. De inmediato, me vuelve a pegar contra su espalda.
—¿Qué haces, loca?
Me callo. Y así me quedo hasta que diez minutos después llegamos al barrio donde Abel tiene el estudio. Sin poder remediarlo, rememoro el día en que nos conocimos, cuando acudí para la sesión fotográfica. No he olvidado el impacto que produjo en mí Recuerdo cómo mi estómago se encogió ante su profunda mirada.
Eric detiene la moto y me bajo de ella a toda velocidad. Doy unos cuantos saltitos, hasta que por fin consigo mantener el equilibrio. Me quito el casco y él se acerca a mí para recogerlo y guardarlo.
—¿Estás bien?
Asiento con la cabeza. Estoy un poco mareada y tengo la boca seca, pero seguro que se me pasa pronto. Además, también me siento peor por los nervios que se me han pegado en las tripas al pensar en Abel. Voy a verlo de nuevo. Hace más de cinco días que no sé nada de él. El corazón me palpita cuando entramos al patio, ya que la puerta está abierta. Esto me trae tantos recuerdos… Parece que haya pasado una eternidad. Me agarro al brazo de Eric, intentando controlarme. Él me escruta con su mirada serena, me hace un gesto con la mano para que me calme. Cuando llegamos al piso y Eric toca el timbre, me parece que el corazón se me va a salir por la boca. No se escucha nada dentro. Por fin, unos pasos se acercan a la puerta.
No es Abel el que nos abre, sino su hermano Marcos. Se nos queda mirando con confusión, medio dormido como está, hasta que por fin se da cuenta de quiénes somos y entonces un gesto de pánico le ensombrece el rostro.
—¿Qué pasa, Marcos? –pregunto, asustada.
Escucho una tos en el interior. Sin duda es la de Abel. Intento pasar, pero Marcos me lo impide. Me encojo de hombros, interrogándolo con la mirada.
—¿Sara? ¿Es Sara? –escucho preguntar a Abel. ¿Qué le pasa en la voz…?
Aparto a Marcos de un empujón y entro en el piso.
Me tapo la boca al encontrarme a Abel en el sofá, sin camiseta. Hay un montón de botellas de alcohol vacías por el suelo.
Pero lo peor son las dos chicas medio desnudas que están durmiendo con él.