
Lo miro con los ojos muy abiertos, sin parpadear, hasta que se me empiezan a humedecer. Me inclino hacia delante y acerco mi rostro al de él todo lo que puedo. Nuestras narices casi se rozan. No quiero ponerme nerviosa, no quiero ponerme…
—¿Has enseñado mis fotos a más gente? –pregunto, alzando la voz.
Vale. Pues ya me he puesto nerviosa. Y mucho.
—No empecemos, Sara. –Se aparta un poco para mirarme sin tener que ponerse bizco–. No he hecho nada de lo que se te está pasando por la cabeza.
—Ah, vale. –Yo también me separo, fingiendo indiferencia–. ¿Y qué es lo que estoy pensando, eh?
Abel suelta un suspiro y agarra el volante dispuesto a salir de la plaza donde ha aparcado. Yo me vuelvo a girar a él y le espeto:
—¡Bueno! ¿Y entonces qué? ¿No me lo vas a decir?
—Prefiero que lo hablemos en casa, con más tranquilidad –responde. Se pone las gafas de sol y arranca el coche.
Yo me mantengo callada hasta que dejamos la avenida. Un domingo de agosto a estas horas de la tarde no hay apenas nadie por la calle. Los que se atreven a salir son extranjeros que volverán a sus casas con las pieles churruscadas por el sol. Me retuerzo las manos mientras pienso en lo que Abel me ha dicho. Sin poderme controlar, me llevo las uñas a la boca y empiezo a morderlas. Cuando se da cuenta, me da una palmadita.
—No hagas eso.
—No me lleves a tu casa. Está lejos –le pido.
Da unos golpecitos en el volante. Parece molesto y ha empezado a apretar los dientes. Me da igual. Si hemos retomado esa extraña relación que teníamos, entonces tiene que comprender que él no va a ser el único que mande aquí. Hablaremos y decidiremos las cosas entre los dos.
—Está bien. –Acepta, girando a la derecha en el semáforo–. Vamos al piso entonces.
Mientras conduce me lanza un par de vistazos rápidos para comprobar si me estoy mordiendo las uñas. Yo lo miro con mal humor, arrellanada en el asiento. Ninguno de los dos hemos sonreído en todo el trayecto. ¿Pero cómo voy a hacerlo? Hoy está siendo un día con demasiadas sorpresas para mí. Con lo nerviosa que soy, se me tienen que presentar una por una y con cuentagotas, no así de repente.
Cinco minutos después puedo reconocer las calles por las que estamos pasando. Dos más y habremos llegado a la suya. En cuanto entramos al garaje yo ya me estoy desabrochando el cinturón. Él sonríe con sus gafas de sol. ¿Ya le estoy haciendo gracia otra vez? ¡Será prepotente!
—Eres muy impaciente, Sara –murmura, conduciendo hasta su plaza. Cuando lo aparca, se gira y me dice–. Casi igual que en el sexo.
—Mira quién habla –respondo de mala gana–. El que siempre está pensando en escenas calenturientas. –Me giro a él y clavo mi mirada en la suya.
Esboza una sonrisa ladeada y se quita las gafas de sol. Uf, qué ojos. Me ponen cardiaca incluso en esta intranquila situación.
—Pero en todas ellas sales tú. –Se inclina sobre mí y parece que va a darme un beso, por lo que yo separo los labios, dispuesta a recibirlo. Sin embargo, cuando está a punto de rozarme, se aparta y me deja con las ganas.
Voy a cogerlo del cuello de la camisa, pero se me escapa. ¡Será posible! Entre lo de las fotos y esto, está consiguiendo que me enfade. Sale del coche disimulando la sonrisa, pero yo sé que por dentro tiene una fiesta montada. Yo me apeo también y me adelanto a él, caminando con la frente bien alta, muy digna yo, hasta que por no mirar al suelo me resbalo con una mancha de aceite y estoy a punto de caer. Por suerte, él me coge del brazo y me sujeta.
—Además de impaciente, patosa. –Me mira con ojos divertidos.
—Te estás pasando. –Lo miro fijamente, muy seria.
—Normalmente las mujeres están más guapas cuando se enfadan, pero tú no.
Abro la boca por la sorpresa. Suelto un gruñido y me libero de él, echando a andar de nuevo. Lo escucho reírse a mi espalda. Sé que no lo ha dicho en serio, pero me molesta que sea tan chulito. ¡Como me ponga yo a soltar de las mías !
Cuando salgo a la calle, el sol me ciega. Uf, qué calor hace. Estoy deseando que se acabe agosto y así volver a la rutina de los estudios. Me giro para ver si me sigue. Se ha quedado en la puerta del garaje y observa mis andares con gesto grave y los brazos cruzados. Le hago una señal de impaciencia. ¡Necesito que hablemos ya sobre lo de las fotos! Parece que quiere retrasarlo.
—Espero que tengas algo de alcohol por casa –le digo cuando llega hasta mí.
—¿Ya tienes ganas de juerga otra vez?
Suelto un bufido y espero a que abra la puerta. Esta vez le indico que sea él el que suba antes las escaleras. No me apetece que en estos momentos me vea el culo desnudo. Cuando llegamos al rellano se queda mirándome con esa expresión indescifrable suya que tan nerviosa me pone. Le quito las llaves de la mano y abro yo misma. Me dirijo al comedor, haciendo caso omiso de las fotos de chicas que me miran desde la pared. Al entrar me acuerdo del día en que lo encontré tirado en el sofá, con aquellas chicas durmiendo casi desnudas. Me siento en una silla, muy rígida, y alzo la barbilla.
—¿Entonces quieres beber algo?
—Dímelo tú. ¿Lo voy a necesitar?
—Quizá.
Se dirige a la cocina. Escucho que abre la nevera, después la cierra. Sonido de cristales entrechocando. Regresa con un botellín de cerveza y uno de cola. Pues vaya. ¿Es que no hay nada más fuerte? Recuerdo que en su casa me ofreció vino, pero puede que aquí no tenga. Me entrega la cerveza y yo le doy un buen trago bajo su atenta mirada. Después otro, y uno más. Aspiro con fuerza y le digo:
—Vale, estoy preparada.
—Primero quiero contarte lo que no me dejaste. –Se sienta en una silla a mi lado–. Bueno, en realidad estaba bastante borracho. En ese momento sí que no me habrías creído.
—¿Has descubierto lo que sucedió? –le pregunto, acariciando el cuello del botellín con un dedo.
Asiente con la cabeza. Da un sorbo a su bebida. Me sorprende que no haya cogido una cerveza.
—Bueno, no del todo. Pero estoy en ello.
—¿Está investigando, señor Holmes? –digo con sarcasmo.
Él se pone serio y menea la cabeza. Deja la botella en la mesa y se inclina hacia delante, con las piernas separadas y la cabeza gacha.
—Lo he dejado en manos de mi abogado.
—¿Perdona? –Lo miro sin comprender.
—Te dije que yo no había mostrado tus fotos. –Me dedica una intensa mirada, tanto que se me encoge algo por dentro–. No envié ese correo que tú viste. Y fui sincero.
—¿Entonces?
—Me robaron el disco duro en el que guardo los trabajos más importantes.
Me quedo callada, sin comprender muy bien. Doy otro trago a mi cerveza. Uf, ya me está entrando calor. Miro la etiqueta, pero creo que es alemana, no la conozco. Y bastante fuerte. Mejor.
—Lo descubrí un par de días después de que te fueras.
Un pinchazo me atraviesa el corazón. Mierda. Es cierto que debería haberle dejado hablar, pero estaba tan enfadada y asustada por lo que había visto. Me quedo pensando durante unos minutos, acariciándome los labios mientras lo hago. Cuando ato cabos me levanto de la silla de un brinco. Él da un respingo y se echa hacia atrás.
—¿Los que me están llamando son los que robaron las fotos? –pregunto, sintiendo que pierdo la poca tranquilidad que estaba conservando.
—No, no, espera…
—¿Entonces quién te las ha quitado y vendido? –insisto.
—No lo sé. Por eso mi abogado…
De repente recuerdo lo que Judith me dijo. Doy un par de vueltas por el comedor. Él sigue todos mis movimientos con la mirada. Al fin me detengo y digo con voz trémula:
—Ha sido Nina.
—¿Qué? –Me mira como si estuviera loca.
—¡Que ha sido Nina! —exclamo, levantando las manos.
—¡No! —Se levanta de la silla.
Me quedo con la boca abierta. Escruto su rostro, intentando descubrir lo que sucede.
—¿Cómo estás tan seguro de que no ha sido ella? –Le miro directamente a los ojos. Él me aguanta la vista unos segundos, luego noto que duda. Eso es algo que me deja aturdida–. Tiene todas las papeletas para llevarse el premio. –Cojo la cerveza y le doy un buen trago. Él continúa sin decir nada, así que yo insisto–. Abel, ¡me odia! Se moría de ganas por ridiculizarme. Quería vernos separados, ¿no es así?
—No es tan retorcida.
—¿Cómo puedes decir que no? Es la persona más cruel que conozco –musito, meneando la cabeza con incredulidad. No puedo comprender que la defienda.
—Ella no perdería tanto tiempo en entrar en mi correo, enviar las fotos…
—¡Pues alguien lo habrá hecho por ella! –Le interrumpo. Estoy rabiosa. Y muy celosa. No quiero que dé la cara por ella–. Si tiene un millar de esclavos dispuestos a hacer todo lo que les ordene.
—Sara, puede haberlo hecho cualquiera. –Alza la mano para que le permita seguir hablando–. Hay bastante gente que me tiene envidia.
¡Será creído! Pues a mí me parece mucho más probable que sea obra de una exnovia despechada.
—¿Tienes pruebas de que no ha sido ella? –Le desafío, con los puños apoyados en las caderas.
Me mira fijamente. Se lleva una mano a los ojos y se los rasca. Suspira. Le agito del hombro para que responda.
—Sí.
—¿Cuáles? –pregunto, inclinándome hacia delante y apartándole la mano para que me mire.
—Ella estuvo todo el rato conmigo. –Se le oscurece la mirada.
—¿Cómo? –pregunto, anonada.
—El último día fue el acto oficial de presentación de la campaña y se celebró una fiesta. En un momento dado me pidió que habláramos.
Se calla, pero le insto a que prosiga. Vuelvo a beber cerveza. No me queda ya. ¡Mierda!
—Decidimos ir a su habitación para estar más tranquilos. Yo había bebido un poco más de la cuenta y...
Levanto un dedo para detenerlo. Me apoyo en la mesa, tratando de asimilar con rapidez lo que me está contando. ¿Nina y él en una habitación de hotel? ¿Solos? ¿Y habían bebido ? Inevitablemente exploto.
—¿Pasó algo, Abel? –Alzo la barbilla, que me tiembla.
Me mira con un gesto de sorpresa. Abre la boca y suelta una risa. Yo bufo de rabia.
—¡Sé sincero! ¿Os acostasteis?
Me clava una mirada dura, enfadada. Le rechinan los dientes mientras lo hace.
—¡Maldita sea! ¿Por quién me has tomado? Pues claro que no nos acostamos, Sara.
—Con tu historial, ¿qué voy a pensar?
Pega una palmada a la mesa. Yo doy un respingo.
—¿Vas a reprocharme eso cada vez que te apetezca? ¿Puedes ser un poco menos paranoica, Sara? –Me observa enfurecido. Le brillan los ojos y la nuez baila en su garganta–. Sólo hablamos. ¿Entiendes? Me pidió perdón por lo que dijo en las entrevistas. Y por lo que te hizo en la fiesta.
Recuerdo el momento en que caí delante de toda aquella gente importante. Famosos que se rieron de mí hasta que él me recogió del suelo, totalmente humillada. Fue Nina la que me empujó, así que no puedo creer que se sienta mal. ¡Por nada del mundo creeré que está arrepentida! Sólo quiere ganarse de nuevo a Abel.
—Vale, vale –respondo, intentando calmarme. Me llevo la mano al pecho y respiro profundamente–. Te creo.
Se sienta y se pasa una mano por el pelo, todavía con las facciones endurecidas por el enfado. Yo también tomo asiento y alargo la mano para coger la suya. Me la acaricia con suavidad. De repente, me dirige una mirada de disgusto. Está dolido.
—No quiero que vuelvas a pensar o decir algo así. –Me da un beso en el dorso de la mano–. ¿Cuándo vas a comprender que sólo me importas tú?
Trago saliva. Me encojo de hombros, sin saber qué decir.
—No sé cómo lo has hecho, pero has conseguido que me olvide de todo lo demás.
Parpadeo, casi flotando con sus palabras. No quiero que sea tan cariñoso; prefiero al Abel pasional, al que le encanta el sexo desenfrenado. Y es que a ese aún lo puedo dominar. Pero el que me está mostrando ahora me asusta porque no lo llego a comprender del todo. Y no quiero que se me vuelvan a escapar las dos palabras prohibidas.
Coge la silla y me arrastra con ella hacia él. Abre las piernas para acogerme. Me acaricia la mejilla. Sus labios están tan cerca que sólo caben ellos en mis ojos. Nos mantenemos así unos minutos eternos, hasta que yo aparto la mirada.
—Entonces ¿qué? –digo, en un murmullo–. ¿Por qué no ha sido Nina? ¿Porque te pidió perdón?
—Al estar un poco bebido olvidé el maletín con el disco duro en la fiesta –responde–. Quería enseñarle un trabajo a Yvonne, intentar que me aceptara de nuevo. –Parece avergonzado.
Chasqueo la lengua y le acaricio el sedoso pelo. Tengo que creerle. Sé que esta vez está siendo sincero. Lo sé porque leo en su mirada que no me traicionaría. Su forma de besarme y tocarme me lo demuestra.
—El director del hotel me devolvió el maletín. Pero ni siquiera pensé en echarle un vistazo por si faltaba algo. –Niega la cabeza con una triste sonrisa–. Puede que en el fondo quisiera olvidarme de todo, pasar página. –Me mira con los ojos entrecerrados–. Yvonne no consintió en hablar conmigo. Me sentí fatal.
Me echo hacia delante y lo abrazo. Yo sí que me siento mal por haberme largado ese día, por haberle echado todas las culpas y por no confiar en él. Hemos estado separados dos meses por mi impulsividad. Tiene razón, tengo que dejar de ser tan paranoica.
—No tienes la culpa –le digo, muy cerca de su rostro.
—Fui un gilipollas. No tendría que haber bebido.
—Todos cometemos errores, Abel.
—Yo estoy cansado de cometerlos.
Lo miro sin entender muy bien, pero esta vez no voy a hacer preguntas. Simplemente dejaré que el tiempo ponga todo en su lugar. Me levanto de la silla y me siento en sus rodillas. Me rodea la cintura con los brazos, apoyando la cabeza en mi hombro. Noto su respiración en él y mi piel se activa con su contacto.
—Por mi culpa estás pasando por todo esto –dice, frotando la nariz en mi brazo.
—Estoy bien. Y lo sabes. –Le cojo de la barbilla y le obligo a mirarme–. Y oye, seguro que hay gente a la que le gustan las fotos. –Trato de bromear.
—¿Por qué eres tan buena conmigo, Sara?
Me dijo lo mismo el día en que lo bañé. Me encojo de hombros. En realidad no pienso que lo sea, sólo actúo tal y como me dice el corazón. Y lo que siento ahora mismo es que quiero besarlo y no dejar de saborear sus labios nunca.
Durante un rato nos quedamos abrazados en silencio. Yo continúo dándole vueltas a lo de las fotos, ya que no puedo dejar de pensar que Nina es la responsable. O al menos alguien contratado por ella. Sé que es una arpía.
—¿Y qué tal lo lleva tu abogado? –pregunto.
—Bueno, es difícil. Había bastante gente en la fiesta. –Dibuja círculos en mi hombro, alrededor de uno de mis lunares–. No soy el fotógrafo al que todos adoran, aunque tú creas que sí.
Bueno, quizá tiene razón. Supongo que habrá gente que esté celosa de sus éxitos siendo tan joven como es.
—Sospecho de un par de personas, pero no sabemos nada todavía.
—No entiendo cómo puede haber gente que sea así de cruel.
—Eres demasiado inocente. –Me mira fijamente. Luego me besa en la punta de la nariz–. Supongo que habrán conseguido un dinero.
—¿Pero no se supone que la revista no es muy prestigiosa?
—Ya, pero de todos modos es un trabajo que se tiene que pagar. –Se queda pensativo–. Y además, habrán intentado dejarme mal.
Me aparta un mechón de pelo que se me iba a meter en la boca.
—Pero les ha salido el tiro por la culata –dice, de forma misteriosa.
—¿Y eso por qué?
—Querías saber quiénes son los que te están llamando, ¿no?
Asiento con la cabeza. Mierda, el corazón palpitándome de nuevo.
—Te quieren para una campaña bastante importante, Sara –sonríe–. Pero ya les he dicho que no te interesaba.