
Abel me lleva hasta el aeropuerto con el coche. Los otros miembros de la campaña acudirán cada uno por su cuenta, ya que parten de diferentes ciudades. Pero se supone que Eric ya tendría que estar por aquí y no lo veo por ninguna parte.
—Pórtate bien –me susurra Abel al oído, dándome una palmada en el trasero.
—Siempre lo hago. –Pongo mi mejor cara de niña buena.
—No dejes que se te peguen muchos moscones –continúa, pasando las manos por mi cintura y arrimándome a él.
—No estoy tan dulce como para eso –me burlo, acariciándole la espalda.
—¿Que no? –Lame mis labios y se me pone la piel de gallina–. Nos vemos la próxima semana, Sara. Vendré por ti.
—Sé bueno tú también, ¿eh?
—Y tú llámame en cuanto estés en el hotel.
Me separo de él con muy pocas ganas. Me quedo mirándolo hasta que se sube en el coche y se despide con la mano. Yo la alzo también con una sonrisa en el rostro. Creo que esta relación está yendo por buen camino. En una situación como esta, pero hace unos meses, me iría con el corazón en vilo. No obstante, ahora estoy tranquila y confío plenamente en él.
Me meto en el aeropuerto y observo a toda la gente que va de aquí para allá con las maletas. De repente, descubro un cabello rubio muy familiar y una mano alzada. Es Eric, que acaba de llegar en el metro. Mientras esperamos en la cola de facturación cotorreo con él porque estoy muy nerviosa. Eric tan sólo asiente y sonríe para tranquilizarme. Antes de embarcar todo va bien o al menos, relativamente bien para lo inquieta que estoy, pero en cuanto me pongo el cinturón y escucho a la azafata hablar, el estómago se me cierra y el miedo me invade. Eric se da cuenta de que ocurre algo y se gira hacia mí con sus grandes ojos avellana.
—¿Estás bien?
—Un poco nerviosa –contesto. Miro por la ventana y al instante me arrepiento porque la pista se está quedando atrás y de repente un horrible cosquilleo me inunda los intestinos y una sensación extraña me sacude el corazón.
—Estás helada –advierte al tocarme la mano. Yo cojo la suya y la aprieto intentando controlar la ansiedad. No quiero que me dé un ataque de pánico y quedar en ridículo ante toda esta gente.
—Estoy cagada, Eric –le confieso en un murmullo.
—¿Y eso? –Esboza una sonrisa.
—Es la primera vez que viajo en avión y acabo de descubrir que me aterroriza –digo, intentando tragar saliva.
—¿En serio? –Se queda pensativo–. Bueno, no eres ni la primera ni serás la última a la que volar le dé miedo –Me anima con unas palmaditas en el dorso de la mano–. Intenta respirar lentamente.
—A ver, el corazón me late a mil por hora y estoy imaginando que el avión explota y cae a trozos o algo parecido. ¿Crees que así puedo respirar con tranquilidad? –lo suelto todo muy rápido, casi sin vocalizar.
—Eres única, Sara. –Menea la cabeza divertido.
—Oye, no te burles. Lo estoy pasando muy mal de verdad –protesto. Pero como soy un poco masoquista, vuelvo a asomarme a la ventana. Ver las nubes me provoca vértigo.
—Intenta dormirte y verás como cuando te despiertes ya hemos llegado.
Trato de seguir su consejo y al menos durante un rato consigo amodorrarme; sin embargo, empiezo a notar un ligero malestar en el estómago que me hace abrir los ojos asustada. Eric está leyendo una revista de fotografía.
—No me encuentro bien. Creo que me estoy mareando –le aviso, con una mano en la tripa.
Ladea el rostro parar mirarme. Me abanica con la revista, pero las náuseas no me dan tregua y cada vez me entran más sudores. Por un momento se me pasa por la cabeza la posibilidad que Abel dijo. ¡Pero es imposible! Si es que hace que me vuelva loca sin auténticos motivos.
Al final Eric me acompaña al servicio. Entra conmigo por si acaso. Es muy pequeño y está tan arrimado a mí que me pongo más nerviosa. Oh, joder, joder, voy a vomitar delante de él. Pero al final consigo contener las arcadas y me lanzo a lavarme la cara. También me mojo la nuca. Unos diez minutos después me siento un poco mejor. Supongo que el problema ha sido el nerviosismo debido a la campaña. Me quedo dormida el resto del vuelo, hasta que me despierto con los golpecitos de Eric en el hombro.
—¿Ves? Ya hemos llegado.
¡Menos mal! Soy de las primeras en bajar del terrorífico avión. No pienso subir a uno nunca más. Me giro para mirarlo y me estremezco. Eric me apoya una mano en el hombro y nos vamos por las maletas. Una vez las tenemos, nos dirigimos a la zona de taxis, ya que Gross nos paga también los desplazamientos. Al cabo de unos diez minutos entramos al centro de la ciudad. ¡Bien, ya estamos en Ibiza!
—¿Puede llevarnos un momento al puerto? –le pido al taxista.
Eric me mira sin comprender. Se supone que el hotel está en la otra parte, pero es que yo me muero por ver el mar y encima hace un día maravilloso. Como estamos en octubre y el sol no es tan fuerte, podré tomarlo en las estupendas playas de la isla sin que me ponga como una gamba.
—Tenemos que ir al hotel. Los demás ya estarán por allí –me dice Eric, que es el que aún mantiene la calma. Yo no puedo dejar de observarlo todo. ¿Se nota que no estoy acostumbrada a viajar mucho?
Junto las manos en un gesto de súplica y le pongo ojitos. Hago pucheros hasta que al final accede. Una vez en el puerto, me dedico a mirar con admiración los restaurantes, los turistas que caminan de aquí para allá. En especial me llama la atención un grupo de jóvenes alemanes que van cantando con cervezas en la mano. Y, sobre todo, el mar y sus enormes barcos. Hay uno que me recuerda al Titanic. Cuando damos la vuelta y nos vamos hacia el hotel, yo protesto.
—Cuando tengamos un rato libre, venimos. ¿Vale? Y comemos en algún restaurante. –Me aprieta el hombro y me achucha como si fuese una niña pequeña.
—¿Cómo crees que será el hotel? –pregunto, recordando en el que nos alojamos en Barcelona. Aunque claro, aquella vez Abel me pagó una increíble habitación en la que estuvo el poeta Antonio Machado. Nada se le puede igualar.
—Por lo que he oído, Gross es bastante generoso con sus empleados –responde con una gran sonrisa.
Al cabo de un rato nos estamos metiendo por una zona en la que hay playa. Oh, qué magnífica. El agua es tan azul y clara. Pronto vemos un increíble hotel recortándose en el frente. Pues no tiene nada que envidiar al de Barcelona. ¡No me puedo creer que esté viviendo todo esto! El taxista se detiene ante las puertas y nos aclara que ya recibió el dinero, así que no tenemos que pagarle nada. Salgo del taxi con emoción contenida. Me podría poner ahora mismo a dar saltitos, pero no quiero parecer una tonta.
Cuando el taxi se ha marchado, nos metemos en el hotel. Es muy moderno, elegante y estiloso y tiene una decoración en tonos relajantes. Caminamos por el vestíbulo con nuestras maletas. Una chica de sonrisa Profident nos recibe en recepción.
—Bienvenidos al Corso, ¿en qué les puedo ayudar?
—No sabemos muy bien cómo funciona esto. Formamos parte del equipo de Brein Gross –dice Eric. Menos mal que no tengo que hablar yo.
—Oh, claro. –La chica, que por cierto es muy guapa, se pone a teclear a una velocidad asombrosa. En cuestión de minutos nos da un papel para firmarlo y nos entrega unas tarjetas que, evidentemente, abren las puertas–. Los otros miembros deben de estar todavía en el bar salón. Si quieren acudir, se encuentra en esta planta, al fondo y después a la derecha.
Nos despedimos con una sonrisa. Yo observo el bonito techo con curiosidad y después a los turistas con pinta de tener pasta que entran en ese momento. Nada más asomarnos al bar, escuchamos los gritos de exclamación de Thomas. Y enseguida lo tengo lanzándose a mis brazos con gran ímpetu, con lo que casi me tira.
—My darling! –me chilla al oído.
Me pongo roja como un tomate porque tampoco creo que sea necesaria toda esa exaltación. Pero tengo que acostumbrarme: Thomas es así. También le da la mano a Eric con alegría, incluso le pega unas palmaditas en la espalda como si lo conociera de toda la vida. Nos pasa a los dos los brazos por los hombros y nos acompaña hacia el resto de miembros. En realidad tan sólo hay cinco: tres mujeres y dos hombres que nos miran con curiosidad.
—Guys, estos son Eric y Sara, nuestro fotógrafo y nuestra cute modelo. –Me coge de la barbilla y me la aprieta. Yo fuerzo una sonrisa.
Reconozco a uno de los hombres enseguida. Se trata de Rudy. En persona es mucho más atractivo, muy alto y sus rasgos exóticos son más marcados. Viste de forma casual, con unos vaqueros y una camisa de color blanco. Me tiende la mano y yo se la estrecho, esta vez con una sonrisa sincera porque me cayó muy bien cuando hablamos por Skype.
—Hola, bella Sara –me saluda con los ojos brillantes. Los tiene mucho más verdes al natural, de felino salvaje. No estoy segura, pero por su aspecto y su acento, posiblemente es de la India.
Asiento con la cabeza. Ya me he quedado en blanco. Qué vergüenza tener que posar con este hombre. Espero no tener que hacerlo muy arrimada a él.
—Este es Francis, mi ayudante. –Thomas nos señala al otro hombre, que tendrá unos treinta años.
Le doy dos besos y a continuación me giro hacia las tres mujeres, que me miran sonrientes. Una de ellas me recuerda a Judith, también es menuda y tiene cara de duendecillo travieso. En ese momento me doy cuenta de que echo de menos a mi amiga. ¡Me gustaría que fuese ella la que me maquillara para la campaña!
—Esta es Viviana, la peluquera. –Señala a la mujer pelirroja con muchas pecas por todo el cuerpo–. Y esta Didi, tu maquilladora. –Apunta con un dedo a la más alta, que lleva rapado medio lado de la cabeza– y Ariadna, la estilista. –La pequeñita se acerca, se pone de puntillas y me da dos besos. Hasta en el desparpajo se asemeja a mi querida Judith.
Thomas nos cuenta que todavía faltan por llegar algunos miembros más del equipo, aunque en realidad no son relevantes para nosotros, a excepción de África, la otra modelo. Me quedo a cuadros. Pensaba que iba a estar yo sola.
—Ella sólo saldrá en dos fotos –nos explica Thomas–. Era la modelo de la campaña del año anterior y siempre participan en la siguiente.
Ah, vaya, comprendo. Me ha sorprendido mi reacción. Por un momento me he sentido molesta porque alguien me iba a quitar el protagonismo. ¿No me digas que ya se me ha subido a la cabeza y aún no he salido ni en las fotos?
Nos vamos a comer al restaurante del hotel. La comida está riquísima. No puedo dejar de zampar y sé que me están mirando, pero no me importa. De momento no me han puesto ningún impedimento, y no creo que aceptara que quisieran controlar mi peso para unas fotos. Thomas apenas come nada de lo emocionado que está. Nos anuncia que la sesión empezará el jueves, pero que tendremos que ir mañana también para ver el lugar y familiarizarnos con él. La campaña se va a realizar en San Antonio, otra isla a veinte minutos de Ibiza.
—Se pueden ver unas puestas de sol preciosas desde allí –nos informa Ariadna. También come bastante. Es de las mías. Me cae bien. Y también Didi y Viviana. Me han preguntado sobre mí y se han mostrado interesadas en mi investigación.
—Eric, el miércoles nos gustaría hacer algunas fotos de prueba –le dice Thomas, con una sonrisa de oreja a oreja–. ¿Te parece bien?
—Claro. Aquí mandas tú –contesta él, llevándose un trozo de pescado a la boca.
—Oh, no, no, my friend! Aquí todos somos amigos. ¡Somos un gran equipo! –Se levanta y nos obliga a imitarlo. Brindamos entre risas. Lo cierto es que cuando te acostumbras a su energía, Thomas es muy divertido.
En los postres hablamos sobre la campaña porque él tiene muchas ideas. Les explica a las mujeres cómo le gustaría que me vistieran, maquillaran y peinaran. Pero también es flexible y permite que ellas den su opinión. Se pasan un rato hablando de estilos y de no sé cuántas cosas más que no entiendo. Me doy cuenta de que tanto Eric como Rudy me están mirando y yo agacho la cabeza de forma tímida.
En ese momento, Thomas suelta otro de sus gritos de emoción. Me giro para ver qué es lo que le ha llamado tanto la atención y descubro a una chica rubia muy alta y delgada, vestida con un top y unos mini shorts, que se está acercando a nosotros. Lleva puestas unas gafas de sol y anda raro, como si no se encontrara bien.
—¡África! –exclama Thomas, levantándose y corriendo hacia ella.
—¡Holaaa! –saluda la chica, también con efusión, arrastrando la última vocal.
Se abrazan, se dan besos, y al final vienen adonde estamos los demás. Todos la saludan y, evidentemente, Eric y yo también lo tenemos que hacer.
—Esta es Sara, la modelo de la campaña de este otoño –me presenta Thomas.
Yo sonrío, aunque tengo miedo de que ella se moleste, de que me coja manía o algo por el estilo porque no sé cómo funciona esto y si pensará que le he quitado el puesto. Sin embargo, ella sonríe y me abraza con efusividad.
—¡Encantada! Me alegro mucho, de verdad, guapa –habla como si estuviese un poco bebida, aunque no estoy segura. Después se gira a Eric y le pregunta–: ¿Y tú quién eres?
—Eric, el fotógrafo. –Le tiende la mano, pero ella se arrima y le suelta también dos besos. No puedo evitar percatarme de la sonrisita que se le ha dibujado a mi amigo. ¡Estos hombres!
—¡Qué bien! Este año por fin tenemos uno guapo. –Se gira hacia Thomas con un mohín.
No sé cómo es ella porque aún no se ha quitado las gafas de sol, pero tiene unos labios muy carnosos y unos pómulos bien altos. Por no hablar de ese espectacular cuerpo, claro. Y yo aquí me siento como una enana. ¡Basta, Sara! Deja atrás tus complejos. Te han elegido para posar, así que algo debes tener que llama la atención.
Tras un rato de charla más, cada uno nos dirigimos a nuestras habitaciones, las cuales van a ser compartidas. Por lo que me ha dicho Thomas, a mí me ha tocado con África. No obstante, mientras esperamos el ascensor, ella se acerca a mí y me susurra al oído:
—¿Te importa que cambiemos? –Yo la miro sin entender–. Tu chico es el compañero de Rudy. Y bueno, él y yo… querríamos estar en la misma habitación.
—¿Mi chico? –pregunto, confundida.
—Tu fotógrafo cañón. –Se baja las gafas y descubro unos hermosos ojos azules, muy grandes y redondos.
—Oh –respondo, poniéndome colorada de inmediato–. Él no es mi chico. Sólo somos amigos.
—Ah, vaya. –Se encoge de hombros. ¿Qué pasa? ¿Que en este mundo lo normal es que los fotógrafos y sus modelos estén liados? Por lo que me ha dicho, ella lo está con Rudy–. Bueno, ¿entonces te importaría que Eric fuese a nuestra habitación y yo me voy a la de ellos? Pero que no se entere Thomas, por favor, que luego dice que no rendimos. –Suelta una risita.
La miro con los ojos muy abiertos. Me está proponiendo que yo me tire casi una semana durmiendo en la misma habitación que Eric. Ella pone morritos, me mira con ojos suplicantes y, al fin, yo accedo.
—Está bien –digo con un hilo de voz.
¡Mierda! ¿Por qué no sé decir que no a la gente que no conozco? ¡No tiene ningún sentido! Me da un efusivo abrazo y se dirige hacia Rudy y Eric. Les dice algo y veo que se les ilumina la cara a ambos. Oh, joder, ¿por qué Eric parece tan contento? Yo me estoy muriendo de la vergüenza y como Abel se entere va a arder Troya.
En el ascensor me mantengo en un rincón, cavilando la situación. Eric está charlando con África y Rudy, pero a pesar de todo no me quita el ojo de encima. Cuando se abren las puertas cada uno nos dirigimos a nuestras respectivas habitaciones. África finge que se va a quedar conmigo hasta que Thomas desaparece por la esquina del pasillo.
—En serio, guapa, ¡te debo una! –exclama. Se lleva dos dedos a los labios, los besa y después los planta en mi mejilla.
Se marcha con su balanceo de caderas en dirección a Eric y Rudy. Este la acoge con una sonrisa. Ambos se meten en la habitación y yo me quedo ante la puerta de la mía, mirando a Eric de reojo. Se acerca con las manos en los bolsillos y una sonrisita en su atractivo rostro.
Yo no digo nada, me limito a abrir la puerta con mi tarjeta. Al entrar suspiro de alivio. Es una habitación enorme y las alcobas están separadas, así que en realidad no estaremos durmiendo juntos. Él da un paseo por la estancia, toqueteando cosas y soltando silbidos de admiración. Yo me voy a la alcoba de la izquierda y empiezo a sacar la ropa de mi maleta. Unos segundos después noto su presencia a mi espalda.
—Te aviso de que duermo desnudo.
Me pongo como un tomate. Me giro y le lanzo lo primero que tengo en la mano, que resulta ser una de mis braguitas, la cual aterriza en su cara. Se la quita y se echa a reír. Yo me quiero morir de la vergüenza.
—Guau, Sara, frena un poco –se burla, guiñándome un ojo.
Suelto un gruñido furioso, lo empujo y lo saco de la habitación.
¡Joder! Al final van a ser unos días muy largos. Espero que no pisemos mucho el hotel.