
Cuando llamo a Eva para contárselo, ella no para de gritar a través del móvil. Tanto que parece que me van a explotar los oídos. Abel me mira asombrado.
—¿Ves? ¡Te lo dije! Esa es una trepa cabrona. ¡Y Gutiérrez es un pervertido!
—Técnicamente no estaban haciendo nada malo. –Intento hacerme oír a través de sus exclamaciones.
Abel arquea las cejas ante mi comentario y niega con la cabeza. Le hago un gesto para que se quede al margen.
—Otro día vamos por sorpresa y si los volvemos a pillar, les hacemos una foto –propone mi amiga.
—¡No seas loca! No puedo hacer eso. Gutiérrez es mi tutor y Patri nuestra compañera.
—¿Tú crees que a ella le importa lo que te pase a ti? –Suelta un suspiro de impaciencia–. Bueno, sí, se alegrará si te ocurre algo malo.
Continuamos hablando un rato más acerca de lo que ella hará este año. Se lo va a tomar sabático y después ya se decidirá porque no tiene nada claro. Le suplico una vez más que se apunte al máster conmigo para no estar sola, pero no le interesa. Tras colgar, me dejo caer en el sofá y me limito a observar el techo con la mirada perdida. Abel se acerca un par de veces, pero no dice nada. Por la noche prepara la cena y me la trae. Es emperador con patatas asadas y tiene una pinta deliciosa, pero en cuanto lo huelo me sobreviene una arcada. Me tengo que levantar y salir corriendo por patas al cuarto de baño.
—¿Sara? ¿Estás bien? –pregunta al cabo de diez minutos.
Estoy sentada en el váter, observándome las uñas comidas a causa de los nervios. Tengo el estómago fatal, pero es lo que siempre me sucede cuando estoy muy nerviosa. Tras varias llamadas más le digo que pase. Se arrodilla ante mí y me mira con gesto de preocupación.
—¿Has vomitado?
Asiento con disgusto. Me levanto dispuesta a lavarme los dientes por si me quiere besar. Mientras lo hago, él me observa a través del cristal y estudia cada uno de mis movimientos. Baja la vista hacia mis senos y luego al vientre.
—No estarás embarazada, ¿verdad?
Casi me atraganto con el agua. La escupo y toso un par de veces. Me seco los labios y lo miro con incredulidad.
—¿Qué dices? Abel, uso el parche. ¡Claro que no lo estoy!
—Ha sido ver la comida y has venido corriendo al baño. –Se encoge de hombros. Me aparta el cabello sudado de la frente y deposita un beso en ella–. Y encima estás ardiendo. ¿Tendrás fiebre? –Apoya la palma de la mano en mi piel.
—Son los nervios. Me pongo muy mal cuando me estreso –le explico.
—Pero no tienes que ponerte así. Me sorprende. –Descansa la barbilla en mi cabeza y me abraza. Yo me sujeto a él con los ojos cerrados–. Si te lo tomas todo tan a pecho, acabarás enferma.
—Ya lo estoy. –Me estremezco al recordar la terrible escena.
—Entonces tienes que hacer algo. –Me echa hacia atrás para mirarme.
—¿El qué?
—Denunciarlo al consejo de estudiantes, por ejemplo. No sé cómo funciona eso.
Salgo del cuarto de baño y me dirijo al dormitorio. Lo único que quiero es dormir ya. Me echo en la cama sin siquiera desvestirme. Me tapo los ojos con el brazo.
—Yo tampoco. Y no creo que estuviesen haciendo nada malo. Era sexo consentido entre dos adultos –digo con un nudo en el estómago.
—Sí, pero sexo en un despacho. En el lugar de trabajo de tu tutor. –Se sienta en el borde de la cama y me aparta el brazo–. Entre un profesor y una alumna. Y en realidad tú y yo pensamos lo mismo acerca de la profesionalidad de tu compañera.
—Ya, ¿pero qué quieres que haga? No puedo ir y contar algo así, directamente no me creerían.
—No sé cómo funcionará en España, pero en otros países puede ser motivo de suspensión del empleo.
Me pongo blanca al pensar que pueden quitarle el trabajo a Gutiérrez. No soy así. En realidad es Patri la que está comportándose mal.
—A lo mejor están enamorados y hemos pensado mal –digo, más para mí que para Abel. Intento convencerme a mí misma porque no quiero creer lo que he visto.
—Sara, a veces los hombres hacen cosas que no están bien porque se vuelven locos por lo que las mujeres tienen entre las piernas.
Me mira muy serio. Yo hago un gesto de asco y vuelvo a taparme los ojos con las manos.
—Lo único que quiero ahora es dormir, Abel. –Me pongo de lado, ofreciéndole la espalda.
—De acuerdo. Entonces duerme. Pero no pienses más en esto de momento. –Me acaricia el pelo un buen rato, hasta que me quedo dormida.
Tal y como me prometió, se toma el fin de semana libre. Me conmueve muchísimo cuando se tumba a mi lado, susurrándome palabras tranquilizadoras. Así pasamos todo el sábado y me siento mucho mejor. Nunca se había comportado de esa forma tan dulce. Hasta el domingo no consigo probar bocado. Cada vez que me arrimo a la comida, me entran arcadas. Abel me mira con cara rara en cada ocasión. Supongo que continúa pensando que estoy embarazada.
Al empezar la semana le ayudo a elegir unas cuantas fotos que le han pedido para una exposición que se presentará el viernes. Iremos antes de la cena con Marcos y Cyn. Dice que las fotos son antiguas y nada buenas, pero a mí me parecen maravillosas. Son paisajes hermosos que despiertan en mí cierta melancolía. No le van a pagar mucho, pero menos es nada y está empeñado en comprar un coche nuevo para Isabel y su padre, ya que el viejo no funciona bien y ellos no se lo pueden permitir.
Mientras elegimos las fotos siento que cada día le quiero más y es como si él se abriera poco a poco. Que confíe en mí para hablar y decidir sobre su trabajo es mucho más de lo que había imaginado. Pero cuando rozo el cielo es a mitad de semana, cuando me entrega unos libros cuya autora es su madre.
—Te dije que quería que supieras más de ella –me dice mientras lo miro medio atontada por la sorpresa–. Pero a cambio tienes que dejar que lea tu ensayo.
—¿Quééé? ¿A santo de qué? –pregunto con mala cara. Me da demasiada vergüenza.
—Quiero ver si está tan vacío como Gutiérrez dijo.
—¿Y tú lo vas a saber? –Arqueo una ceja.
—Sara, recuerda que mi madre era catedrática. Sé más de ese mundo de investigación de lo que tú crees. Puedo discernir entre un buen trabajo y uno pobre.
Al final me convence y se lo acabo dejando. No me puedo negar a su mirada de cachorrillo abandonado. Yo me paso la tarde leyendo uno de los libros que me ha prestado. Las ideas que defendía su madre me parecen sencillamente maravillosas. Tenía una visión del mundo, y de todas sus disciplinas, muy particular. Supongo que mientras yo navego por el mar de palabras de su madre, él lo hace en las mías. Cada uno estamos en una habitación distinta y se nos hace de noche. Ni siquiera me doy cuenta de que es hora de cenar hasta que me trae un sándwich de jamón y queso. Me lo como mientras me mira de forma particular. Tras lavarnos los dientes nos vamos a la cama porque él tiene que acudir a la capital a hablar con los organizadores de la exposición. Yo me quedaré aquí e intentaré buscar más información para mi ensayo.
Sin embargo, acabamos durmiendo a las tantas porque nada más meternos en la cama, la pasión nos sorprende. Como durante el finde he estado enferma, no habíamos hecho nada. Disfrutamos de un estupendo sexo durante horas. Es muy diferente a lo que me tiene acostumbrada. Es cariñoso y pasional al mismo tiempo. Tenerlo dentro de mí provoca que se detenga el tiempo. Crecen flores alrededor de la habitación cuando noto su cuerpo sobre mí, cuando su ardiente piel se funde con la mía. Mientras se balancea hacia delante y hacia detrás, le susurro las palabras prohibidas sin poderlo evitar.
—Te quiero.
Pero para mi sorpresa, esta vez no pone mala cara ni se marcha. Lo que hace es sonreír sin dejar de moverse. Pone una mano sobre mi frente y me acaricia los mechones que me caen por ella. A continuación me besa con suavidad.
—Lo sé, Sara. —Me mira con profundidad. Creo que estoy leyendo en sus ojos que le ha gustado.
Vale, aún no he conseguido que me lo diga él también; sin embargo, hay algo en ese iris azul intenso y en esas pupilas que me indica que su corazón se está conmoviendo. Oh, Dios, ¿se estará enamorando de mí? Porque yo lo estoy de él como una tonta. Y deseo que muy pronto me dé lo mismo.
Clavo mi mirada en la suya. Las olas de su mar se mezclan con el que se está embraveciendo en mi vientre. Mientras me deshago en cientos de calambres de placer, grito su nombre.
Al día siguiente me despierto bastante tarde. Palpo el lado de Abel pero al cabo de unos segundos recuerdo que se ha ido a la capital. Me hago la remolona en la cama unos diez minutos más. Cuando me ruge el estómago, decido levantarme. Son las doce del mediodía y hace un día estupendo. Me sirvo un zumo de piña y me asomo al jardín mientras bebo. Sonrío como una tonta, pero es que me siento como la dueña de la casa. Quizá me tenga que plantear mudarme aquí como ya intentamos una vez. El problema es que tendría que llevarme todos los días a Valencia y no sé si le sería posible.
Después me pongo a cocinar porque quiero darle una sorpresa. He encontrado muslos de pollo en el refrigerador, así que decido prepararlos al horno con patatas, cebolla y un chorrito de vino blanco. Cuando él regresa ya está casi hecho. Entra en la cocina con una sonrisa y se me queda mirando con las cejas arqueadas.
—¿Qué es lo que huele tan bien? –Me agarra para darme un beso.
—He cocinado para ti. –Me acerco al horno, lo abro y le muestro el pollo.
—Tiene una pinta estupenda. –Sonríe y vuelve a besarme–. Me gusta tenerte aquí, Sara. Me hace sentir seguro. Cuando me he ido sólo podía pensar en el momento de regresar, encontrarte aquí y darte besos hasta que me pidieses que parase.
—Entonces deja de hablar y hazlo. –Me engancho a su cuello de puntillas.
Tenemos que parar porque el horno me avisa de que el pollo ya está hecho. Este hombre tiene unos electrodomésticos de lo más modernos. Mientras comemos me explica que al final expondrán sus fotos durante una semana, así que le pagarán un poco más. Me alegro mucho por él ya que se le ve más tranquilo. En realidad no sé nada sobre su dinero, pero según me dijo Eric, siempre le ha gustado vivir bien. Puede que esta casa esté hipotecada o algo así. Me gustaría ayudarle de alguna forma y quizá lo haga con parte del dinero que voy a cobrar en la campaña. Él debería haber sido mi fotógrafo.
Tras la comida nos vamos a la piscina. Nadamos un ratito, aunque él se queda un poco más y yo salgo para relajarme tomando un helado en una de las hamacas. Mientras lo lamo, observo a mi Abel nadar con vigor. Desde luego que podría vivir así para siempre, bajo este estupendo sol, comiendo helados y nadando en la piscina en la que hay un hombre espectacular.
Me estoy empezando a quedar dormida cuando noto que alguien me observa profundamente. Los abro agitada pero, como es de esperar, sólo se trata de Abel. Me incorporo y me lo quedo mirando con los ojos entrecerrados. ¿Por qué me mira así, qué es lo que pasa ahora?
—¿Qué?
Él se queda callado unos instantes, con una sonrisita en la cara.
—Hoy he estado cerca de tu universidad…
—¿No habrás hecho nada, no? –Tuerzo el gesto, indicándole que no me haría ninguna gracia.
—Estuve a punto de subir a buscar a tu tutor.
—¿Para qué? –pregunto, confundida.
—Pues para hablar con él y dejarle claro que te debe tener más en cuenta.
—¿Pero qué dices, Abel? ¿No lo habrás hecho al final, no? –Me empiezo a poner nerviosa. Si se ha atrevido a hablar con Gutiérrez sin consultarme, me enfadaré realmente con él.
—No, Sara, no lo he hecho. –Me mira sin borrar la sonrisa del rostro–. Sabía que te molestaría si lo hacía, y lo último que quiero es que te enfades. Estamos muy bien últimamente, ¿no?
Chasqueo la lengua y me vuelvo a tumbar. Menos mal que no ha hecho nada, porque si no me habría muerto de la vergüenza. A saber qué habría pensado Gutiérrez si Abel se pasa por allí.
—Pero creo que deberías ir a hablar con él –continúa al cabo de unos minutos.
—¿Para qué? ¿De verdad crees que eso va a cambiar algo?
—Sí.
Me giro a él con un gesto de disgusto. Cuando se pone cabezota, me pone muy nerviosa. Pero lo cierto es que quizá tenga razón. ¿Por qué siempre tengo tanto miedo de hablar con los profesores? ¿Por qué me asusto cuando tengo que demostrar que yo valgo?
—Está bien. –Abel se levanta en ese momento y yo me incorporo de golpe, sin entender qué hace.
—¿Adónde vas? –pregunto.
—A la capital otra vez. Al final tengo que hablar yo con él.
—¡No! –exclamo, levantándome y yendo a su encuentro. Le cojo por el brazo y él me aprieta contra su cuerpo, para terminar posando un beso en mi nariz. Le empujo de forma juguetona, aunque estoy un poco molesta–. No vas a ir tú, Abel. No eres tú el que tiene que solucionar esto. Puedo llevar las riendas de mi vida.
—¿De verdad? Entonces demuéstramelo, Sara. Ve y vístete y te llevo a la capital.
Me quedo pensativa, mordiéndome las pielecillas de los labios. Joder, ya me he puesto nerviosa y aún no he hecho nada. ¿Qué le voy a decir a Gutiérrez cuando esté delante de él? Seguro que no me salen las palabras. Tengo claro que mi trabajo es bueno, pero cuando lo tenga que defender, no sabré qué decir.
—Vamos, Sara. Confía en ti. Demuéstrale a ese hombre que Patri no es tan buena como tú. –Abel me clava sus intensos ojos–. ¿Es la verdad, no? Es lo que quieres, por lo que has estando luchando durante tantos años.
Trago saliva y me doy la vuelta con la cabeza hecha un lío. Segundos después, suelto un suspiro, asintiendo.
—De acuerdo. Pero antes le llamaré porque no sé si hoy estará en el despacho.
Abel se me queda mirando de manera divertida. Creo que ya me conoce mucho y que, en realidad, tengo la esperanza de que Gutiérrez no esté o me diga que hoy no me puede atender. Marco el número de mi tutor con el estómago apretado y, cuando escucho su voz, el corazón se me acelera. Dios, pero qué tonta soy.
—Buenas tardes –digo, casi sin voz.
—Hola, Sara. ¿Sucede algo? –parece nervioso. Oh, joder, joder.
—Me preguntaba si puedo acudir a su despacho esta tarde, para hablar con usted.
—Claro. Es más, estaba a punto de llamarla yo porque me gustaría que recogiera un par de libros que tiene que transcribir al español actual.
—Oh, claro que sí.
—¿Le viene bien a las seis? Yo estaré aquí hasta las siete o siete y cuarto.
Le digo que en una hora estaré allí y cuelgo. Me dirijo al jardín con el corazón palpitándome como un poseso en el pecho. Ahora tendré que prepararme el discurso que le voy a dar. Me voy al dormitorio y me visto lo más rápido posible. Cuando salgo, Abel me está esperando tumbado y muy satisfecho, con las manos cruzadas bajo la nuca.
—¿De verdad que no has hecho nada? –le pregunto, aún incrédula.
Él se inclina hacia delante y muestra una ancha sonrisa. Lo miro con curiosidad.
—Sara, te juro que no. No soy tu dueño. Tus problemas te los solucionas tú como una mujer adulta –parece molesto.
—Pues le he notado un poco raro –respondo, sin apartar la mirada de la de él.
—Quizá se ha dado cuenta de que estaba en un error.
Trato de descubrir si me está diciendo la verdad. No puedo ver en sus ojos que se sienta culpable o arrepentido. Parece muy serio con todo esto. Y, de todos modos, si hubiese ido allí, me podría enterar. ¡Se lo podría preguntar a Patri, que esta siempre se chiva de todo!
—Tengo que ir a su despacho por unos libros –le informo cuando me he tranquilizado un poco.
—Bueno, pues ahora ya tienes la excusa para hablar con él de lo tuyo –me dice, acariciándome la barbilla–. ¿Te llevo entonces?
Asiento con la cabeza. Treinta minutos después él está duchado, vestido y preparado para llevarme a la capital. En el coche me limito a mirar por la ventanilla. Por el camino me dedico a pensar lo que le voy a decir a mi tutor. Cada vez se me ocurre una forma de empezar, pero todas me parecen terribles. No quiero parecer una prepotente o una listilla, pero tampoco quiero que piense que estoy insegura, porque eso no me va a ayudar en nada. Quizá lo mejor sea improvisar allí y que sea lo que Dios quiera.
Una vez llegamos a la facultad y aparcamos más o menos cerca, la boca se me seca y las manos me empiezan a sudar. ¿Cómo actúo ante Gutiérrez? ¿Y cómo lo miro a la cara? Si es que me voy a imaginar su trasero meneándose hacia delante y hacia atrás. ¡¿Y si los pillo copulando una vez más?! Oh, joder, estoy por pedirle a Abel que entre conmigo. Pero no, no, tengo que ser valiente y hacerlo yo.
Cuando me quiero dar cuenta ya estoy ante la puerta del despacho. Me paso unos cinco minutos repasando mentalmente cómo voy a entrar, qué le voy a decir, cómo voy a sonreír e imaginando qué hará él. De repente, la puerta se abre de forma brusca y yo doy un respingo. Patri me está mirando con cara de malas pulgas.
—¿Qué haces ahí? –me pregunta.
—He venido por unos libros. –Hago amago de entrar. Ella se aparta y veo a Gutiérrez tecleando en el ordenador.
Cuando me ve, esboza una sonrisa. No sé cómo de falsa será. ¿De verdad quiero continuar con esto? Quizá deba intentar cambiar de tutor. Pero, ¿y si se enfada? Bueno, entonces yo puedo decir lo que vi. Aunque evidentemente no me iban a creer porque aquí es él el importante. Se acerca a mí y me da la mano. Patri está a mi espalda y puedo notar su malestar.
—Buenas tardes, Sara. Qué bien que hayas acudido –dice Gutiérrez. Parece sincero. Pero… hay algo raro. ¿Desde cuándo me tutea? ¿Debo hacerlo yo también? ¡No sé!
—Tengo muchas ganas de transcribir esos libros –confieso. Y es verdad, por mucho que esté ocurriendo todo esto.
Él se dirige a una pila y rebusca en ella. Mientras lo hace, yo cojo aire, aparto la mirada de la pesada de Patri y me dispongo a decirle todo lo que he pensado:
—Mire, Gutiérrez, pienso que mi trabajo merece una oportunidad. Quizá no sea perfecto, pero sí creo que es lo suficientemente bueno como para que usted lo revise otra vez con más atención. –Me callo de golpe. Oh, mierda. ¿De verdad he dicho eso? Parece que me esté metiendo con su forma de leer o que haya dicho que ha leído el trabajo así como de pasada. Él todavía está buscando, no parece molesto… Así que trato de corregirme–. Lo que quiero decir es que me gustaría que lo leyese otra vez. O quizá podamos hacerlo juntos… Dígame aquello que no le parece bien y lo modificados juntos… O… No sé, pero por favor, señor… Me he esforzado mucho y… –Ya no sé qué más decir. Se me están humedeciendo los ojos y Patri no deja de observarme de manera burlona. ¿Por qué tiene que estar ella aquí mientras hablo sobre mis asuntos?
De repente, Gutiérrez se gira y me mira con atención. Yo abro la boca, pero la vuelvo a cerrar, empapada ya en un sudor nervioso. ¿Se ha enfadado conmigo? Sin embargo, lo que me dice a continuación me deja con los ojos muy abiertos.
—Siento mucho aquel correo que te envié. Como he estado tan ocupado con todo esto de la mudanza, es posible que no leyera bien tu ensayo. –Cuando encuentra lo que buscaba se gira hacia mí–. Pero permíteme decirte que tus ideas son muy innovadoras y están perfectamente justificadas.
—¿Y lo de la bibliografía? –pregunto mientras recibo los dos libros que me entrega.
—Tienes razón: hay muy poca sobre ese tema. Por ello, tiene mayor mérito el trabajo que estás haciendo. –Me dedica una ancha sonrisa. Suelto un suspiro silencioso con el que dejo escapar todo el miedo que tenía–. Y no dude de que lo voy a presentar en la reunión que tendremos en octubre. De verdad que lo merece.
Me doy cuenta de que Patri está mirando los libros con curiosidad. Entonces, me sorprende dirigiéndose a Gutiérrez:
—Fernando, me dijiste que me encargaría yo de esas transcripciones. –Las señala. Vaya, si le llama por su nombre y todo. Supongo que es normal después de tener sexo como locos encima de esa mesa en la que he estado a punto de apoyarme. ¡Qué asco!
—Lo sé, Patri, pero Sara ha sido siempre muy buena con las transcripciones y, de todos modos, todavía tienes que preparar la introducción de tu tema. Me dijiste que me la enviarías hace dos días, pero sigo esperándola. –Se muestra duro con ella. Yo me quedo boquiabierta.
—Bueno, si no me necesita para nada más, me tengo que ir –les interrumpo. Se puede cortar el ambiente con un cuchillo.
Me despido de él con un apretón de manos y salgo del despacho. Todavía estoy como una nube por todo lo que ha pasado. ¡Tengo ganas de saltar de la alegría! Por fin Gutiérrez va a valorar mi trabajo como se merece. ¡Abel tenía razón! Menos mal que me ha animado a que hablara con él, porque seguramente yo aún estaría quejándome y sin hacer nada. Pero mi alegría se borra cuando me doy cuenta de que Patri me está siguiendo y que, a medio camino, me alcanza. Yo no me detengo y ella se coloca a mi lado.
—¿Sabes que nuestro tutor está haciendo esto porque le das pena, no?
—¿Ah, sí? –Abro los ojos fingiendo sorpresa.
—No sé lo que le habrás dicho a Fernando para que decida darle una oportunidad a tu trabajo, pero…
Nos estamos acercando a Abel, el cual se pone tenso al vernos. Supongo que ha escuchado lo que Patri me decía. Está a punto de venir a nosotras cuando yo le hago un gesto para que se quede quieto. Entonces, me giro hacia mi compañera, que a partir de ahora es más rival que nunca, y le digo de forma fría:
—No soy tan cerda como otras.
Ella suelta una risa desdeñosa y se cruza de brazos.
—¿Sabes? En realidad creo que lo que te pasa es que no eres valiente. No te atreves a contar nada porque sabes lo que te juegas.
La miro con incredulidad. ¿Pero de qué va esta zorra? Giro la cabeza hacia Abel. Nos observa muy atento. Hay algo en su forma de mirarme que me hace sentir fuerte. Con él cerca no tengo miedo de nada.
—¿En serio? –vuelvo a hablar a Patri. Le dedico una falsa sonrisa–. ¿Crees que soy yo la que se la juega más?
—Lo que creo es que deberías dejarnos tranquilos y meterte en eso de la moda. Es lo que le pega a las zorras.
Y entonces hay algo en mí que se descontrola. Suelto un grito furioso y me lanzo contra ella. La agarro del cabello y se lo estiro. Patri forcejea para soltarse de mí. Abel acude corriendo y nos separa antes de que Gutiérrez nos escuche. Me limpio un hilito de sangre que me corre por la mejilla debido al arañazo que me ha dado con sus uñas de bruja.
—No puedes conmigo –escupe las palabras con rabia. Se está colocando el pelo. Dirige una mirada a Abel, que todavía la sostiene por el brazo. Se suelta de malas formas. Parece querer decirle algo, pero al final se lo piensa mejor y se dirige a mí–: Esto es la guerra, Sara.
Sostengo su mirada. Las dos echamos chispas por los ojos. Al fin ella da la vuelta y regresa al despacho de Gutiérrez con la cabeza bien alta. Yo me giro hacia Abel y me pongo colorada.
—¿He actuado como una barriobajera, no? –pregunto con timidez.
Él agarra mis mejillas entre sus manos. Me besa donde Patri me ha arañado. A continuación se echa a reír.
—Por un momento he pensado que tenía que echaros al barro.
—No me he podido controlar –suelto un sollozo que estaba conteniendo desde que me ha seguido. Estoy muy avergonzada. Jamás he actuado así–. Es mala persona.
—Lo sé, Sara, no te estoy juzgando. –Me pasa una mano por los hombros y me conduce al ascensor–. ¿Todavía ves una buena idea continuar con tu tutor?
—¿No la has oído? –lo miro enfadada. Él me la devuelve confundido–. Esto es la guerra, Abel. Y nadie me gana a competitiva.