
Me paso la primera semana de julio lloriqueando por los rincones. Abel no me ha llamado. Yo no he contactado con él. En realidad, ni siquiera le funciona el WhatsApp. Eso, o que me ha bloqueado, y esta vez de verdad. No le llegan mis mensajes, no me sale su última conexión, ni siquiera puedo ver su foto de perfil.
Durante la segunda semana intento retornar a mi rutina, pero me es imposible. Cada vez que veo a un hombre que de espaldas se parece a él, me dan ganas de echar a correr y lanzarme a abrazarlo. Bueno, vale, una vez lo hice y resultó ser un completo desconocido que se me quedó mirando como a una loca, así que no lo he vuelto a hacer.
En la tercera me entra el pánico, ya que Cyn termina sus exámenes justo el día diecisiete, y entonces volverá a su casa y yo también tendré que abandonar el piso hasta septiembre. Así que decido llamar a mi madre para comunicarle que acudiré antes al pueblo. Como es de esperar, se pone contentísima. Yo no tanto, porque así es mucho más difícil toparme con Abel por la calle.
Cyn está detrás de mí, con la comida en los platos. Me dedica una sonrisa cuando cuelgo, y la ayudo a terminar de poner la mesa.
—Guapa… ¡Mañana fiestuqui! –me dice al cabo de un rato en silencio.
Me encojo de hombros, meneando mis macarrones de un lado a otro.
—No me digas que no me vas a acompañar.
—No me apetece, Cyn, de verdad.
—¿Te vas a tirar todo el verano en un agujero o qué? –Se limpia un poco de tomate de la barbilla.
—No es eso, me apetece estar tranquila. –Bebo un poco de agua–. A lo mejor llamo a Judith y salgo a tomar algo con ella. Hace mucho que no la veo.
—Ah, vale, con ella sí y conmigo no. –Pone cara de ofendida.
—No es eso. Sólo es una excusa para preguntarle por Abel.
—¿Y a Eric no le has preguntado nada? ¿Son más amigos, no? –Se levanta para llevar su plato a la cocina.
—Sí, pero no quiero quedar con él a solas… No sé, se me hace raro. –Alzo la voz para que me oiga.
—Mira, yo creo que eres tú la que debería acudir a su piso. –Vuelve con una naranja.
—Cyn, su hermano me echó. Literalmente. –Pongo los ojos en blanco.
—Yo no sé de qué va ese gilipollas. –Al pelar la fruta, un olor magnífico inunda el comedor.
—No me quito de la cabeza lo que me dijo. Eso de que el pasado le atormentaba. Que Nina le había hecho daño, y yo también…
—Están todos locos. Sal conmigo esta noche y busquemos a algún tío bueno.
La miro con impaciencia. Ella se encoge de hombros.
—Bueno, pero a mi cumple vendrás, ¿no?
—Sabes que sí. ¿Qué vas a hacer este año?
—Celebraré una fiesta en el chalé.
Echo un vistazo al calendario. El quince de agosto es el cumpleaños de Cyn. Todos los años lo festeja a lo grande e invita a un montón de gente. Imagino que este todavía será más espectacular, ya que querrá celebrar no sólo su nueva edad, sino también su recién estrenado estatus como abogada.
—¿Quieres que invite a alguien? –me pregunta.
—Quizá a Judith estaría bien.
Ella asiente con la cabeza y retira mi plato a medio comer. El resto de la tarde nos lo pasamos viendo programas cutres de televisión. Hay uno que a Cyn le gusta mucho en el que se busca pareja. A mí me parece que los que van allí se dedican más a guarrear que a otra cosa. Todos parecen clones: ellas con pechos enormes, muy maquilladas; ellos con demasiados músculos, estilo el hermano de Abel.
—Mira, el nuevo tronista me encanta –dice mi amiga, limándose las uñas. Claro, esta noche tiene que lucir perfecta. Desde que lo dejó con Kurt no ha estado con nadie, ni siquiera para un rollo, y eso en ella es muy extraño.
—No está mal –respondo, un tanto aburrida.
—Un día me lo encontré en una disco. Quería hacerme una foto con él, pero al final no pude. La verdad es que en persona está todavía más bueno.
He cortado la comunicación. No la entiendo. Sólo parlotea y parlotea, y mi mente vuela por otros caminos en los que se pregunta qué estará haciendo Abel, si me habrá olvidado, si se habrá acostado con nuevas chicas, si se habrá enamorado de otra. Joder, ¿es que no voy a quitármelo nunca de la cabeza? Cierto que con Santi lo pasé también muy mal, pero llevábamos saliendo mucho cuando cortamos. Con Abel no han pasado ni cinco meses desde que nos conocimos. Y, sin embargo, la fuerza con la que llegó a mí no se puede comparar con nada.
De repente aterrizo de nuevo. El tronista y una de sus pretendientas están teniendo una cita. Parece que se van a besar. Mientras, suena una canción de fondo. «We clawed, we chained our hearts in vain…». No, no, mierda. Esa no. Me recuerda demasiado a él. «I came in like a wrecking ball, I never hit so hard in love. All I wanted was to break your walls. All you ever did was wreck me. Sí… Wreck me…». Destrozarme. Miley sabe bien cómo me siento. «I never meant to start a war. I just wanted to you let me in…».
—Cyn, por favor… –Siento que voy a llorar de un momento a otro.
—¿Mmmm? –Ella sigue concentrada en la pantalla.
—Quita eso.
—Oh, lo siento. –Al fin reacciona y cambia de canal.
Cyn sabe lo mucho que me afectan las canciones si me recuerdan a algo. Es un defecto que tengo, no puedo evitarlo. Logro contener las lágrimas, aunque incluso me escuece la garganta. Dedico un rato a enviarme wasaps con Eva. Lo está pasando mal con su familia y me gustaría ayudarla más de lo que lo estoy haciendo. Cuando ella se va a trabajar, escribo a Judith para preguntarle si esta noche puede quedar. Cuando me contesta que sí, el corazón se me acelera. Cualquier persona que me acerque un poco más a él, es bienvenida. Además de que Judith siempre me ha hecho sentir tranquila.
Dejo que Cyn se arregle antes que yo. Al fin y al cabo, necesita mucho más tiempo. Acaba tardando tres horas. No sé cómo lo hace, pero son las diez y media cuando sale de la habitación. Eso sí, casi como una diva. Se ha rizado el espléndido cabello oscuro y le cae como una cascada brillante por toda la espalda. Se ha puesto un vestido negro cortito que se acopla a su cuerpo a la perfección y lleva unos tacones de vértigo. Madre mía, con sólo verlos me parece que me voy a caer yo.
—¿Qué? ¿Estoy bien?
Me quedo mirando su piel bronceada con envidia sana. La mía se tira pálida todo el año, aunque vaya a la playa.
—¿De verdad tienes que preguntarlo? –Me echo a reír–. Estás más que bien. ¡Fantástica!
Me abraza con toda la fuerza que puede, que en verdad es mucha. La acompaño hasta la puerta.
—Si queréis Judith y tú un poco de marcha, llámame. –Me lanza un beso antes de salir.
Yo me dirijo a mi cuarto para buscar algo que ponerme. Al final me decido por unos shorts y una camiseta de tirantes. De todos modos, únicamente vamos a tomar algo a una terraza. Me recojo el pelo en una coleta y me pongo un poco de colorete ante el espejo. Tras echarme un vistazo, acudo a la estantería para coger el frasco de colonia. Pero como está tan llena de libros, ya que no tengo otra, se caen un par de ellos al suelo. Y cómo no, uno es Orgullo y prejuicio. Lo cojo con manos temblorosas y, ¡hale!, se cae un papelito al suelo. Es la nota de su madre. La recuerdo perfectamente, así que no tengo por qué volver a leerla. Pero mi mente es masoquista, así que la desdoblo y el dolor se me acentúa al contemplar los trazos de esa mujer fallecida. «Algún día encontrarás a tu señorita Bennet. Cuida mucho de papá. Te quiere, M». La releo una y otra vez, una y otra. Hasta que las palabras se convierten en borrones de tinta. ¿Por qué me siento tan mal? ¿Es porque sé que no seré su señorita Bennet?
Maldita ley de Murphy. «Si algo puede salir mal, saldrá mal».
Me digo a mí misma que tengo que dejar de torturarme. Meto la nota entre las páginas y guardo el libro en el rincón más profundo de la estantería. Lo tapo con unos cuantos manuales enormes de la carrera. Me duele tanto el pecho. En ese momento me pita el móvil. Lo cojo a toda velocidad, con la esperanza de que sea él pero evidentemente, no es así. Es Judith, avisándome de que ya está yendo al centro. Termino de acicalarme con prisas. Cuando salgo del portal, me quedo observando la calle como una tonta, acordándome del día en que vino a buscarme y me encontró con Santi. Lo cierto es que cada día, cuando bajo, espero que él esté aquí, que haya decidido no creer a su hermano. Sin embargo, ¿a quién pretendo engañar? Fui yo la que lo abandoné sin darle la oportunidad de explicarse.
«Cállate. Ya vale». Me obligo a apartar la mente de todos esos pensamientos. En el metro me dedico a mirar las líneas de mis manos una y otra vez. Madre mía, estoy convirtiéndome en una loca. Alzo la vista y echo una mirada alrededor. Hay un par de parejitas tonteando o dándose el lote. Parece que el mundo conspira contra ti cuando has terminado con alguien. Por fin llego a mi parada y salgo del vagón a toda velocidad, dejando atrás a todos esos enamorados felices.
—¡Sara, cariño! –Judith se me echa encima en cuanto me ve.
Mientras andamos, ella me rodea los hombros con su brazo y logra que me sienta un poco más tranquila.
—¿Qué te apetece tomar? –pregunta.
Yo me encojo de hombros. Al final nos decidimos por una heladería. Cuando nos sentamos, me fijo en que lleva el pelo de otro color. Ahora tira más hacia el morado. También le queda fenomenal. Ha adquirido un poco de color y tiene las mejillas sonrosadas y los ojos muy brillantes. Parece muy feliz.
—¿Cómo estás? –me pregunta.
—Bueno, ahí ando –respondo.
—Sé lo que ha pasado. –Pone morritos.
El camarero se nos acerca y le pedimos dos cucuruchos: ella uno de nata y fresa y yo uno de vainilla y chocolate. Cuando se va, me doy cuenta de que en la mesa de al lado hay unos chicos que no dejan de mirarnos.
—No te quitan ojo de encima –me dice Judith.
—Qué va, será a ti. –Me encojo de hombros. En el fondo, no me importa.
—¿Sigues igual, eh? –Se echa a reír.
—En realidad no. –La miro directamente a los ojos de duendecillo–. Ojalá todo siguiera igual.
—Ay, cariño –alarga una mano por encima de la mesa y la pone sobre la mía. De la mesa de al lado nos llegan unos cuchicheos emocionados. Será posible, cómo son los tíos–. Eric me ha contado algo, pero… ¿quieres hacerlo tú?
Asiento con la cabeza. Ya he dado la lata a Cyn y a Eva, pero tienen que estar hartas de mí y necesito hablar con alguien más. Deseo sacar todo este dolor de dentro de mí.
—¿Sabes lo de las fotos?
Ella asiente con la cabeza. El camarero nos trae los helados. Judith empieza a lamerlo enseguida; yo me dedico a mirarlo unos segundos.
—Me enfadé mucho con él. No sé, Judith, es que Eso fue muy especial para mí. Creí que me quería sólo para él y...
—Eso es cierto, ¿no? Al menos, yo creo que sí. –Da un mordisco al cucurucho.
—Ya, pero cuando me vi en esa revista, pues… Me puse como una loca. Le acusé de muchas cosas. Entre ellas, de no contarme nada sobre él.
—Bueno, Abel es un poco cerrado. Mira que yo todavía no sé tanto sobre él, y eso que hemos trabajado codo con codo muchas veces. –Judith me dedica una sonrisa sincera–. Por lo que tengo entendido, tuvo una infancia bastante difícil. Y una adolescencia. Por eso es tan introvertido. A mí tampoco me ha contado nunca nada. Lo que sé es así de pasada, cuando a veces Eric y él hablaban…
—Ya, si todo el mundo me dice eso, pero yo no sé nada. Y quizá, por ser demasiado impulsiva, la he cagado. –Doy un lametón a mi bola de helado y me doy cuenta de que uno de los chicos me mira embobado. Joder, pero qué asco de gente. Me concentro en Judith–. El otro día fui a su casa para hablar con él y lo encontré borrachísimo. Y con dos tías.
—¿Quééé? –Judith abre mucho los ojos, y a punto está de caérsele el helado.
—Marcos me dijo que Abel no se había acostado con ninguna… Y que en realidad había sido él quien lo había planeado todo. –Las palabras me salen como un torrente, no puedo dejar de hablar. Lamo el helado porque se está derritiendo todo.
—¿Pero qué me estás contando? ¿En serio hizo Marcos eso?
Asiento con la cabeza, acordándome de las malas maneras en las que me echó de la casa. Judith parece rumiar unos instantes, y a continuación me pregunta:
—Sara, ¿tú sabes que Marcos y Abel en realidad son hermanastros?
Oh, vaya. Debí habérmelo imaginado. No se parecen en nada. Pero tampoco sabía cuándo había muerto su madre exactamente. Todo esto me demuestra que en realidad no sé nada de él tal y como he pensado siempre.
—Pues su querido hermanastro me echó de su casa. Y me dijo que no molestara más a Abel. Así que imagino que por eso no me ha llamado, ni quiere saber nada más de mí. Marcos me advirtió que le iba a decir que yo no quería verlo.
Judith se termina el helado y se me queda mirando con los ojos muy abiertos. Una arruga de preocupación aparece en su frente. Vuelve a deslizar las manos por la mesa y me agarra una. Los murmullos de los pesados crecen a nuestro lado.
—Estoy segura de que Abel sabe que eso es mentira.
—¿Entonces por qué no me ha llamado?
—No lo sé, Sara. –Esboza una triste sonrisa–. Puede que esté avergonzado, o qué sé yo.
—¿Sabes tú algo de él?
—No, cariño –niega con pesadumbre–. Desde que Yvonne lo despidió, no hemos vuelto a trabajar juntos.
—¡Oh, es cierto! ¿Qué tal te va a ti? –Tan centrada como estoy en mis problemas, no había caído en que los demás también tienen los suyos.
—Yvonne quiso que continuara trabajando para Nina, pero me negué. No quería hacerlo si no estaba Abel.
—¿Y qué has hecho entonces?
—Bueno, mis trabajillos estoy consiguiendo. –Esboza una pícara sonrisa–. Y, de todos modos, Graciella tiene contactos.
Me quedo callada durante unos segundos. Por fin logro establecer una conexión entre el nombre de esa mujer y la sonrisita de mi amiga.
—¿Tú y ella…?
—Ha dejado a su marido. –Los ojos de Judith brillan con intensidad–. Estamos intentándolo.
—¡Me alegro tanto! –Sin poderme contener, me levanto casi tirando la silla y me acerco a ella para darle un abrazo.
Los de la mesa de al lado abren los ojos atónitos. Supongo que esperan que nos besemos también, pero se van a quedar con las ganas. ¡Serán pervertidos!
Al cabo de un rato me dice que tiene que marcharse. Graciella la está esperando para ir juntas al cine. Me da un poco de pena despedirme, ya que estaría toda la noche hablando con ella. Cuando pagamos y nos levantamos de la mesa, los pesados ponen cara de decepción. Estarían esperando un espectáculo lésbico o algo.
Judith me acompaña hasta la boca del metro y me estruja entre sus brazos. Aunque no he sacado nada en claro, he podido desahogarme y ha sido un rato bastante ameno.
—Oye, no hagas planes para el quince de agosto –le digo, acordándome de repente.
—¿Y eso?
—Es el cumple de Cyn, y le dije que te invitara.
—¡Vale, perfecto! ¿Crees que podrá venir Graciella?
—Dalo por hecho. –Esbozo una sonrisa.
Judith vuelve a apretarme entre sus brazos. Me alegro de haberla conocido. A Eric y a ella. Al menos he sacado algo bueno de mi tortuosa relación con Abel.
Cuando estoy bajando las escaleras, ella me llama desde arriba. Me detengo y me giro, mirándola extrañada. Baja un par de escalones.
—Se me ha ocurrido una cosa. Quizá tú también lo hayas pensado –me dice, misteriosa.
—¿El qué? –pregunto, confundida.
—¿Y si ha sido Nina?
—¿Cómo?
—La de las fotos. Que puede que haya sido Nina.
Una bruma negra cubre mis ojos y noto que me mareo.