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Vamos, Sara, arriba.

Me hago un ovillo en la cama.

—Un poquito más, mamá… –murmuro entre sueños.

De repente, noto algo en mi sexo. ¡Oh, joder! Abro los ojos de golpe. Abel se encuentra entre mis piernas, por supuesto. Alza la cabeza y me mira con una gran sonrisa. Yo se la devuelvo, todavía con el sueño pegado a mi piel.

—Creo que no soy tu madre –dice, soltando una risita.

Chasqueo la lengua y me froto los ojos. El sol entra con fuerza por la ventana. Me pregunto qué hora será. Nos fuimos de la fiesta de Cyn a las tres y llegamos a su piso a las tres y media como mucho. Pero claro, después estuvimos jugando un par de horas más… Hasta que ha empezado a amanecer. Entonces nos hemos derrumbado en la cama, sudados y cansados, y nos hemos quedado dormidos. Me llevo la mano al sexo, recordando la maravillosa noche. ¡Au! Lo cierto es que me escuece un poquito.

—¿Qué hora es? –le pregunto, colocándome de lado. Él sube hacia mí y se coloca a mi espalda. Me abraza y me besa los hombros.

—Las once.

Gruño y cierro los ojos. Pero me molesta la luz. Y encima hace un poco de calor. No sé si aquí habrá aire acondicionado como en su enorme casa. Me giro hacia él y le contemplo con su aspecto matutino. ¿Habrá ido a arreglarse mientras yo dormía? Luce perfecto, con la piel radiante, aunque eso sí, el pelo lo tiene revuelto y aún hay signos de sueño en su rostro. Lo acerco hacia mí para darle un pequeño beso en los labios. Los separo y busco su lengua, agarrándolo de la cintura y apretujándome contra él. Deslizo las manos hasta su culo y se lo estrujo.

—Ahora no va a poder ser –me dice, apartándose.

Suspiro con desilusión. Lo cierto es que yo ya estaba empezando a excitarme y, por lo que puedo ver, él tampoco se queda atrás. Acerco la mano a su boxer y le acaricio por encima. De inmediato su miembro responde a mis dedos y se endurece bajo ellos.

—Hoy no va a haber sexo mañanero. –Me da un pellizco en las nalgas y se aparta, levantándose de golpe.

Yo me estiro en la cama intentando atraparlo. Lo miro con ojitos de perro abandonado, pero él se ríe y me da la espalda. Observo su cuerpo desde abajo. Es tan alto, y está tan bien formado. Me encanta recorrer con la mirada todo su cuerpo.

—¿Y cuál es el motivo de que no lo haya? –pregunto, haciéndome la remolona en la cama.

—Vamos a ir a comer a un lugar especial. –Me sonríe y luego sale de la habitación.

Segundos después vuelve totalmente desnudo. Se apoya en el marco de la puerta y se muestra ante mí en todo su esplendor. Sé que le encanta hacerlo. Le gusta mirar mi cara de admiración. Me paso la lengua por los labios al imaginar su miembro en mi boca. Luego dirijo la vista a su rostro y me pierdo en sus misteriosos ojos. Lo cierto es que con el pelo un poco más corto también está muy atractivo. Diría que incluso más.

—¿Ah, sí? ¿No me digas que a Le Paradise?

De repente se le borra la sonrisa, al igual que la vez aquella en que le mencioné el restaurante. No entiendo por qué se pone así cuando lo hago. ¡Fue él el que me llevó allí por primera vez!

—Olvídate ya, porque no vamos a volver. –Sale de la habitación con la mandíbula apretada.

Me incorporo en la cama, totalmente alucinada. ¿A qué viene esto ahora? Sin poderlo evitar, empiezo a pensar cosas raras sobre el restaurante. La camarera esa tan guapa, ¿será por ella? ¡Oh! ¿Acaso se llamaba Justine? Lo cierto es que no lo recuerdo, pero me parece que no. Creo que era un nombre francés.

—¿Y entonces adónde vamos y por qué tanta prisa? –pregunto alzando la voz para que me oiga.

Escucho el sonido de la ducha. Quizá se ha metido ya en ella y no me ha escuchado.

—Vamos a casa de mi padre –dice desde el baño.

Me levanto de golpe de la cama. Corro por el pasillo hasta el servicio. Él está entrando en la ducha en ese momento. Lo miro con los ojos muy abiertos. Me he quedado muda y quieta como una estatua en la puerta. Él se gira hacia mí y se encoge de hombros, preguntándome qué sucede.

—¿A… a… casa de tu padre? ¿Va en serio? –consigo decir.

Me mira con una ceja arqueada y media sonrisa en el rostro. Detiene la ducha un momento.

—Bueno, yo ya conozco al tuyo. Y a tu madre.

—¡Ya, pero eso fue una casualidad! –exclamo, entrando en el baño.

Me coge de la muñeca y me acerca a él. Mi cuerpo desnudo choca contra el suyo. Lo tiene caliente. En serio, preferiría estar haciendo el amor antes que ir a conocer a su padre. ¡Y encima para comer! Me voy a morir de la vergüenza. Creo que he estado demasiados años con Santi y ahora no sé cómo hacer frente a las diferentes situaciones que se me plantean en la vida. ¡Pero es que yo sólo conozco a unos padres, y son los de él! Y recuerdo lo mal que lo pasé el primer día que me los presentó. Siempre han sido muy amables conmigo, pero a mí me costó muchísimo actuar de forma natural. Me va a pasar lo mismo con el padre de Abel, y la verdad es que no quiero. No quiero que se dé cuenta de que soy lo más estúpido del universo.

—¿Te vas a quejar otra vez, Sara? –Abre el grifo de la ducha–. Tú misma dijiste que querías saber más de mí.

Claro. Sí. Pero no de esta manera. Bueno, claro que algún día me gustaría conocer a su familia. Pero… ¿no es demasiado pronto? ¡Oh, Dios mío, ni siquiera llevo bragas ahora que lo recuerdo!

— Al menos déjame pasar por casa.

—Hemos quedado a las doce y mira la hora que es. –Se mete en la ducha.

Me deja con la boca abierta, sin saber qué decir. Yo sola no puedo ir hasta mi casa porque andando sí que no voy a llegar a tiempo. Salgo del servicio y regreso a su dormitorio para dar con una solución. Abro un cajón tras otro en busca de ropa interior. Todos sus calzoncillos son demasiado grandes para mí. Maldita sea, ¿por qué no tiene bragas de alguna de las tías que se ha tirado?

Diez minutos después, cuando regresa a la habitación, me encuentra sentada en la cama, rodeada de boxers. Se me queda mirando, pero no dice nada. Se limita a abrir el armario y sacar una camisa blanca de manga corta y unos bermudas de color marrón claro. Se las pone sin dejar de observarme.

—Abel –digo al fin–, no tengo bragas. ¿Recuerdas? –Alzo la barbilla como echándole la culpa.

Él se abotona la camisa con lentitud, mirándome con ojo burlones.

—Entonces tendrás que ir así. Mira el lado bueno: te sentirás más libre. –Se echa a reír cuando le lanzo una mirada asesina–. ¿No decías que querías hacer locuras conmigo?

—Creo que este tipo de locuras no entraban en el plan.

Me agarra de los brazos y me levanta de la cama. Me lleva hasta el baño y me entrega una blanquísima toalla que huele a suavizante. Pongo los ojos en blanco y asiento con la cabeza. En fin, no tengo otra. Me meto en la ducha y me lavo el pelo en un santiamén. Me encanta el gel que utiliza para el cuerpo, pero no puedo disfrutarlo durante mucho rato porque tenemos prisa. ¡Odio tener que ducharme así! En menos de diez minutos ya estoy fuera, buscando un secador de pelo entre los armaritos. Al fin encuentro uno y me seco el cabello a toda prisa, con lo que se me queda con un aspecto terrible. ¡Parezco una leona!

Abel entra en el baño en ese mismo momento. Me lanza la blusa y la faldita. Mientras me las pongo, pienso en lo libre que voy a ir, sí. ¡Sin bragas y sin sujetador! Soy una descarada, qué vergüenza. Cuántas veces he pensado mal de esas mujeres que no llevan ropa interior y ahora soy una de ellas. ¿Qué no voy a hacer estando con este hombre?

—Mírame. –Me señalo el pelo, y luego la cara–. Estoy fatal. No soy como tú, que te levantas radiante. Tengo ojeras.

—Espera. –Levanta un dedo y sale del cuarto de baño. Al cabo de unos minutos vuelve con una base de maquillaje y rímel.

—¿De dónde lo has sacado? –le pregunto.

—A veces, las mujeres que se trae mi hermano, se dejan aquí sus potingues con la esperanza de que él las vuelva a llamar.

Pongo cara divertida y me giro hacia el espejo para intentar solucionar el aspecto de mi cara.

—¿Y lo consiguen?

—Alguna vez.

—¿Y no se habrán dejado algunas bragas por aquí? –pregunto, mientras me extiendo la base.

—Aunque lo hubiesen hecho, no quiero que te pongas ropa de esas mujeres.

Uy, qué fino que nos ha salido ahora. Si está lavada, ¿qué problema hay? Termino de ponerme la base y a continuación me aplico el rímel. Bueno, ahora ya no estoy tan mal. Me gustaría llevar un poco de color en mis labios y... ¡Oh, sí! Por suerte cogí el pintalabios para la fiesta de Cyn. Salgo del baño corriendo y me dirijo a la habitación en busca de la barra. Cuando Abel llega, yo ya me los he pintado y estoy poniéndome un poco de perfume.

—¿Ya estás lista? A mi padre no le gusta que la gente sea impuntual.

Trago saliva. ¿Cómo será ese hombre? Tengo un poco de miedo. Quizá es muy estricto y serio. ¡Ay, no estoy preparada aún para esto! Mientras bajamos las escaleras, me pierdo entre mis pensamientos. Me imagino a un hombre muy alto, de gesto huraño, que me aprieta la mano con fuerza para saludarme. En el coche continúo pensando, ahora en la madrastra. ¿Cómo será ella? ¿Y si no me acepta, tal y como sucede con Marcos? ¡Oh, mierda! ¿Estará él allí también?

—Estás muy callada –dice Abel de repente. Se ha puesto las gafas de sol y está excitantemente atractivo.

Cuando me remuevo en el asiento, mi sexo desnudo se roza con la falda y me hace cosquillas. Oh, joder, ¿por qué estoy últimamente tan dispuesta?

—Estás nerviosa, ¿verdad? –Suelta una risita. Cuando se detiene ante un semáforo, se gira para mirarme.

—¿A ti qué te parece?

—Lo entiendo. Es bastante corta. –Me señala la falda, que se me ha subido un poco.

—¡No es por eso! –exclamo. Bueno, en cierto modo sí. ¿Y si me inclino en su casa para cualquier cosa y se me ve el culo? ¿Y si me siento y...? Mierda, voy a tener que estar todo el rato con las piernas apretadas.

Diez minutos después entramos a la avenida del Cid. Abel reduce la velocidad y se pone a buscar un lugar para aparcar. No sé cómo lo hace, pero en un pis pas encuentra un hueco. Nos apeamos del coche también en silencio. Yo voy estirándome la falda hacia abajo, con tal de que no se me vea nada, pero sólo la puedo alargar hasta medio muslo. Abel me coge de la mano y se la lleva a los labios. Me da un suave beso. Yo me estremezco. Ay, joder, me rozo el sexo con cada paso y no sé por qué, en el fondo, la situación me está excitando. ¡Maldito fotógrafo!

Nos detenemos ante una finca bastante grande, de aspecto antiguo. Abel saca unas llaves y abre el portal.

—Es el cuarto –me dice.

Vaya, y no hay ascensor. Me espero para que él pase, pero me da un suave empujón.

—Sube tú delante.

Le lanzo una mirada de cabreo, pero no digo nada y voy hacia las escaleras. El tío se está riendo de mí. Pero estoy segura de que todo esto también le está poniendo. Lo noto por la forma en que me mira. Y mientras subo las escaleras, no puedo evitar girarme y clavar mis ojos en él, al tiempo que muevo las caderas de forma provocativa. Él menea la cabeza con gesto divertido.

—Estás aprendiendo mucho, Sara. –Alarga una mano y la mete por debajo de mi falda, rozándome la piel–. Al final voy a tener que castigarte.

El resto de las escaleras las subo corriendo para que no vuelva a tocarme. Cuando me paro en el cuarto piso, el corazón se me dispara. ¡Ya se me ha cerrado el estómago! ¿Cómo voy a comer entonces? Espero a que Abel aparezca y lo miro con cara de susto. Él me acaricia la mejilla y se dirige hacia la puerta número ocho. Cuando la abre, un fantástico olor me llega hasta la nariz. Creo que es arroz al horno.

—¡Ya estamos aquí! –exclama Abel, alzando la voz.

—¡Hola! –Una voz de mujer flota por el pasillo.

Segundos después aparece Marcos. Ambos nos miramos en silencio. Se muestra muy serio. Estoy segura de que no soy bienvenida para él. ¡Pues bueno, tú tampoco me caes bien, musculitos con cerebro de mosquito!

—¿Qué tal? –Se inclina y me da dos besos. Quizá Abel le haya dicho que se comporte.

Le seguimos por el estrecho pasillo hasta llegar al salón. No es muy grande y la casa es bastante antigua, pero tiene encanto. Hay un montón de fotos en los muebles. Me acerco a una de ellas. Creo que es Abel de pequeño. Esbozo una sonrisa al descubrir que ya era guapísimo. En otra salen Marcos y él agarrados por los hombros. Marcos está muy pequeño en ella y Abel es un jovenzuelo. Se ve que se llevan muy bien desde un principio. También hay una de un hombre y una mujer vestidos de novios, pero antes de que pueda echarle un ojo, Abel me coge de la mano.

—¡Venid a la cocina! –De nuevo su madrastra.

Marcos nos sigue en silencio. Estoy muerta de la vergüenza. Me cojo la falda por atrás. No quiero que en un descuido se me suba y este mentecato se dé cuenta de que no llevo bragas.

—¡Abel, cielo!

Una mujer bajita y delgada se acerca hasta nosotros en cuanto aparecemos en la cocina. Es rubia como su hijo, y tiene los ojos pequeños y verdosos. Lleva un vestido largo, aunque se lo tapa el delantal. Tras darle dos besos a Abel, se gira hacia mí y me sonríe con gesto afectuoso.

—Entonces tú eres Sara.

Asiento tímidamente. Ella me coge de las mejillas y me planta dos besos. Parece muy cariñosa. Le devuelvo la sonrisa y susurro un «encantada». Después se nos queda mirando a Abel y a mí con los ojos brillantes. ¡Ay, por favor!

—Yo soy Isabel, la madre de estos chicos tan guapísimos.

Vaya, me parece muy bonito por su parte que diga que es también la madre de Abel. Lo miro a él de reojo para ver si le molesta, pero también parece feliz. Isabel se gira y vuelve a centrarse en la comida.

—Tu padre quería preparar sus magníficos espaguetis, pero le dije que quería ser yo la estrella hoy –le dice a Abel.

¿Cuántos años tendrá? Creo que unos cuarenta y cinco, así que supongo que es más joven que su marido. Me ha caído bien y me voy a sentir cómoda con ella pero… ¡todavía falta el padre!

—¿Dónde está papá?

—En su despacho. Id a buscarle, anda, que os está esperando.

Abel me coge de la mano y me saca de la cocina. Marcos se queda con su madre y me sigue con la mirada y el ceño arrugado. Madre mía, cómo me odia. Todavía no entiendo por qué. Nos encaminamos a la puerta del final del pasillo. Abel llama con los nudillos y una ronca voz nos invita a entrar. El despacho es también pequeño y huele a humedad y a papeles antiguos. Es más, hay muchísimos diseminados por la mesa. También hay numerosas carpetas por las estanterías que ocupan las paredes.

Cuando el hombre alza el rostro y me mira, comprendo que de joven debió ser tan atractivo como Abel. En realidad se parecen mucho, aunque su mirada tiene un matiz triste. Tendrá unos cincuenta y algo años, pero todavía mantiene todo su cabello, el cual se le ha encanecido en las sienes. Tiene los ojos marrones, a diferencia de los de Abel, pero los rasgos de la mandíbula son los mismos. Me doy cuenta de que es muy alto una vez se levanta. Está delgado y fuerte. Lleva una ropa sencilla pero elegante: camisa blanca y pantalones de color gris. Se detiene ante mí y me observa fijamente. Yo le intento aguantar la mirada, pero al final tengo que agacharla. Por el rabillo del ojo aprecio que Abel está sonriendo.

—Eres tan bonita como esperaba –dice el hombre.

Alzo la cabeza y murmuro algo que ni siquiera yo sé lo que es. Me da dos cálidos besos y apoya las manos en mis hombros, sin dejar de sonreír.

—Qué ganas tenía de que el loco de mi hijo asentara la cabeza.

Abel chasquea la lengua, pero a continuación se acerca a su padre y le da un fuerte abrazo y unas palmaditas en la espalda.

—Sabes que tu madre no me ha dejado hacer la comida, ¿no?

Me echo a reír. Abel y él charlan un poco más y yo me quedo allí plantada, retorciéndome las manos y observándolos con los ojos sonrientes.

—Hijo, ¿por qué no le enseñas la casa a Sara?

Abel asiente y salimos del despacho, dejando a su padre con el trabajo que estuviese haciendo.

—Todavía no sé cómo se llama –le digo.

—Gabriel –contesta–. Estaba tan emocionado por conocerte que ni se ha acordado. –Se echa a reír.

Me enseña el baño, que es casi igual de pequeño que el de mi casa. A continuación el cuarto donde duermen sus padres, y el de Marcos, que está lleno de pósteres de chicas desnudas. ¿No ha madurado o qué? Se supone que eso lo haces cuando tienes quince años, pero no cuando ya eres un veinteañero.

—Y esta es mi habitación.

Abre la puerta y me da un suave empujón para entrar en ella. Es bonita y huele bien, creo que a incienso. Quizá lo haya encendido Isabel. Hay un escritorio con folios en blanco, un armario antiguo, una cama individual con sábanas de color verde y una estantería con libros. Cuando me acerco descubro que son infantiles y juveniles, y también hay manuales de estudio. Claro, en realidad él tiene la biblioteca importante en su casa.

—¿Duermes aquí alguna vez? –le pregunto, cogiendo una bola de cristal con nieve y meneándola.

—Hace mucho que no. Pero Isabel se empeña en mantener esta habitación como si yo fuese joven.

—Oye, que todavía lo eres –le digo, divertida.

En la mesilla de noche descubro la foto de una mujer. Me acerco a ella y la cojo entre mis manos, sentándome en el borde de la cama. Es joven, de unos treinta años, con el pelo de color caoba, largo y ondulado. Tiene los ojos azules y grandes, y mira a la cámara sonriendo. Es preciosa. Se parece a Abel muchísimo. Ella tiene también esa mirada enigmática. Está corriendo por la playa y parece muy feliz.

—Es tu madre, ¿verdad?

Alzo la cabeza para mirarlo. Él asiente y se pasa la lengua por los labios, mientras observa la foto.

—Era preciosa –murmuro, acariciando el rostro de cristal.

—Esa foto se la hice yo. Creo que ahí me di cuenta de que quería ser fotógrafo –me dice, acercándose a mí, aunque no se sienta.

—Seguro que era una mujer muy inteligente e interesante –digo, sin poder apartar la vista de los ojos de Laura.

—Lo era. –Tiene la voz entrecortada–. Estudió Filosofía. Trabajaba como profesora, pero también escribió algunos artículos en revistas. Quizá algún día quieras leerlos.

—¡Claro! –exclamo, encantada. A continuación me pongo seria y le pregunto–: ¿Qué le pasó, Abel? –Quizá estoy adelantándome otra vez, pero no puedo aguantarme. Me parece estar en un lugar íntimo, en un momento especial.

—Estaba enferma.

Vuelvo a mirarlo. Tiene los ojos brillantes. Gira el rostro hacia un lado y da un par de vueltas por la habitación. Sé que no quiere hablar más sobre ello, así que tengo que parar. Le dije que aguantaría. Y, de todas formas, se está abriendo a mí. ¡Por fin lo está haciendo! Tengo que comprender que para él la mejor manera de hacerlo es poco a poco. Dejo la foto en la mesita y me levanto. Le paso los brazos alrededor del cuerpo, y apoyo la cabeza en su espalda. Aspiro su aroma. Él me agarra las manos y me las aprieta. Luego se da la vuelta, sonriendo de nuevo.

—¿Vamos al comedor?

Su padre ya se encuentra allí, charlando con Marcos. Hablan sobre fútbol y otros deportes de los que yo no tengo ni idea. A continuación Gabriel me pregunta por mí, qué hago, cuántos años tengo, a qué me dedico… Vaya, se trata de todo un interrogatorio, pero lo cierto es que me siento bastante cómoda y contesto a todo. Abel le dice que me gusta mucho leer y el hombre le sugiere que me deje alguno de los libros de su madre. Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos, Isabel empieza a traer comida a la mesa, todo para picar: aceitunas, patatas fritas, ensaladilla rusa, huevos rellenos, jamón… ¡Madre mía! Nos sentamos a comer, y está todo buenísimo.

—No hacía falta que os gastarais tanto dinero –dice Abel enfurruñado.

—Ya sabes cómo es mi madre. Ya le dije yo que Sara se conformaría con menos. –Marcos me lanza una mirada que no sé qué quiere decir.

Isabel chasquea la lengua. Para distender el ambiente, Gabriel nos habla de sus dotes culinarias que aprendió en su estancia en Italia. Nos reímos bastante cuando nos cuenta alguna de las anécdotas. Tras los entrantes, Isabel trae la cazuela de arroz al horno. Tiene una pinta estupenda y huele fenomenal, pero yo ya estoy llenísima. Y para colmo, la mujer me sirve un plato hasta arriba.

—Abel, Marcos ha intentado arreglar lo de la ducha, pero sigue sin funcionar bien. ¿Podrías mirarlo tú? –pregunta Isabel, poniéndole arroz.

—Os he dicho miles de veces que os mudéis de este piso. –Pone mala cara–. Llamaré a un fontanero y punto.

Su padre lo mira meneando la cabeza, pero no dice nada más. La comida transcurre con tranquilidad, hasta que en un momento dado noto una mano en mi muslo, subiendo poco a poco hasta... ¡Mierda, ya ni me acordaba de que no llevaba bragas! Doy un respingo al notar sus dedos jugueteando entre mis piernas. Le doy un cachete y él la aparta, sonriendo. Yo lo miro con los ojos muy abiertos y niego con la cabeza. Se encoge de hombros, como si todo fuese muy normal. ¡Joder, le encanta el riesgo, pero a mí no! Menos mal que sus padres no se han dado cuenta. De postre tomamos helado y café. Isabel saca unas cuantas fotos de Marcos cuando era pequeño y no reímos muchísimo mientras él protesta enfurruñado.

A las cuatro nos despedimos e Isabel me hace prometer que volveremos otro día. Le aseguro que será muy pronto. Gabriel me da un fuerte abrazo y susurra un «gracias» a mi oído. Marcos ni siquiera se levanta del sofá para despedirse. Cuando salimos del piso y montamos en el coche, Abel me dice:

—Les has gustado más de lo que pensaba.

Yo sonrío encantada. Lo cierto es que ha sido un rato maravilloso. Son personas mucho más sencillas de lo que yo había imaginado.

—Son estupendos, Abel –le digo, dándole un beso en la mejilla–. Bueno, menos Marcos –Pongo los ojos en blanco.

—No le hagas caso. Él es así. –Mete las llaves y da el contacto.

—¿Pero qué le pasa conmigo? –pregunto.

Y entonces el móvil me suena. Imagino que un domingo a estas horas será mi madre. Pero cuando lo saco, descubro que se trata de ese número tan largo. Joder, me han llamado un par de veces más durante el verano y no lo he vuelto a coger. ¿Qué cojones querrán, llamándome un domingo? Al final tendré que tomar medidas al respecto porque esto empieza a parecer un acoso. Cuelgo sin más demora.

—¿Quién es? –pregunta Abel, con las manos en el volante y gesto de interrogación.

—No lo sé –respondo, dando vueltas al teléfono entre mis manos–. Me llamaron hace tiempo. Dijeron algo sobre mis fotos… Y bueno, yo colgué, tenía miedo… Y me han telefoneado más veces, pero nunca lo he cogido.

Me quedo mirándolo. Se ha puesto pálido y muy serio. ¿Qué pasa ahora?

—¿Abel? –Un presentimiento me encoge el estómago. Lo cojo del brazo–. ¿Tú sabes algo?

Se queda callado durante unos segundos. Mira hacia el frente y tras suspirar, dice:

—Verás, Sara, hay más gente que ha visto tus fotos. –Se gira hacia mí y me traspasa con la mirada–. Gente importante que quiere conseguir algo.

Tiéntame sin límites
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