72.
No tenía prisa por ver a un helicóptero sobrevolando la Ciudad Estado de Toledo y su posterior aterrizaje. No sentía la más mínima curiosidad por saber lo que estaba ocurriendo. Era del todo predecible, y preferí que fuesen ellos quien me esperasen. Puesto que Kenyon estaba pagando todo, aproveché para ducharme y afeitarme, impresionado, una vez más, por la calidad de las instalaciones que La Lola ofrecía a sus clientes, sin entrar en servicios más carnales. Había agua caliente en abundancia, o al menos no se terminó mientras me duchaba, jabón y toallas limpias, unos lujos poco corrientes en la ciudad. Me vestí con el traje remendado por Benaquiel y comprobé el cargador y mecanismo de mi pistola. Se trataba de una buena costumbre, como cepillarme los dientes. Esperaba no tener que utilizarla.
“¿Otra vez a la guerra?”, preguntó Cintia, desnuda, desde la cama, pero por su tono no quería decir eso, sino “¿No ves como yo tenía razón?”.
“Ya nos veremos”, le dije, enfundando el arma.
“O no”, se despidió de mí, según abría la puerta para salir.
Recorrí los pasillos de la casa en busca de Lola, encontrándome con una rubia medio vestida con un liguero y corpiño rojo, que insistía en llamarme guapo y guiñarme el ojo, mientras me pellizcaba el lóbulo de la oreja. Por fin le hice entender que sólo quería ver a su jefa. Me llevó a la cocina que hacía a la vez de despacho, donde Lola estaba haciendo complejos cálculos en un cuaderno. Levantó la mirada y no escondió su enfado al verme.
“Te dije que no se podía traer comida de fuera”, me regañó. Puse cara de no saber a qué se refería.
“Te tiraste a la mulata”, me culpó. Resumir lo que había transcurrido entre Cintia y yo de aquella manera tan vulgar me ofendió, después recordé dónde estaba.
“Lo siento pero te tendré que cobrar como si hubieses utilizado los servicios de una señorita”.
“El negocio es el negocio”, pensé. Le dije que quería que me prestase unas esposas.
“¿Sólo unas esposas? También te puedo dejar un látigo o una fusta. Incluso tenemos unos correajes de cuero, con tachuelas, que excitan mucho a los clientes”.
“Sólo unas esposas”, repetí.
“Eres un caso curioso”, me dijo. “No conozco a ningún mirón que también sea sado-masoquista”.
Me dijo que cargaría el coste del alquiler de las esposas a la cuenta de Kenyon, a lo que accedí, sin que se me escapase la ironía de que, siendo en esos momentos uno de los hombres más ricos del planeta, estaba negociando en un burdel el uso y disfrute sexual de un objeto, del que sólo quería servirme para lo que había sido originalmente diseñado.
Entré en la habitación donde estaba encerrado Miguel Ródenas, quien me recibió con una sonrisa de superioridad. No abrí la boca, le cogí una muñeca y le até con las esposas a la cabecera de hierro de la cama. Estuve tentado en pegarle una hostia para borrarle la sonrisa de la cara.
No pasé a ver a Laura. No era necesario y me sería desagradable.