25.
No me había imaginado que el chasquido metálico del percutor sobre una cámara vacía fuese tan fuerte, y me sobresalté.
“Tenías una oportunidad sobre seis de volarte la tapa de los sesos. Has tenido suerte”, Klein rompió el silencio.
“Napoleón sólo ascendía a general a soldados con suerte”, respondí. Abrí el tambor de la pistola y les enseñé que el proyectil seguía allí, después lo volví a girar. Puse el cañón del revólver sobre mi sien, por segunda vez, y volví a apretar el gatillo. Esta vez no me asustó el chasquido que hizo el percutor.
“¿Sigo teniendo suerte?”, Pregunté, dirigiéndome a Klein. Volví a girar el tambor del revólver, me apunté a la cabeza y, por tercera vez, apreté el gatillo.
”Estás loco”, sentenció Klein. “¿Qué pretendes?”.
“Que sólo estoy loco sobre la base de tus criterios y no de a los míos. Que tú puedes pensar que el envenenamiento del embalse de Guadalteba es una locura, pero yo no. Porque yo estoy dispuesto a arriesgar más que tú, o que cualquiera de vosotros. ¿O acaso no es así?”.
Esta vez, después de volver a girar el tambor del revólver, no me lo puse en la sien, sino que apunté a Belair entre ceja y ceja, echando el percutor hacia atrás. De los tres sería el menos acostumbrado a afrontar situaciones de peligro y, por lo tanto, el primero en perder la sangre fría. Así fue. No llegó a decir nada, pero su cara palideció, sus manos empezaron a temblar y daba la sensación de que su estómago se estaba revolviendo antes de vomitar. Belair veía a la muerte. Yo estaba seguro de que a partir de este momento tomaría en serio cualquier amenaza que viniese de mi parte. Incrementé la presión sobre el gatillo.
“Ya está bien, Eneko”, ordenó Stirling. “Baja el arma”.
No tenía ninguna intención de disparar a Belair y le obedecí a medias, dejé de apuntar al ejecutivo de Seattle, y dirigí el arma en dirección a un mueble bar atiborrado de botellas de todo tipo. Disparé, pero una vez más el percutor encontró el vacío.
“¿No ves? No te hubiese pasado nada. Seguirías con vida”, le dije a Belair, que aún estaba lejos de recuperar su compostura. Sin embargo tenía que demostrarles que no había existido ningún tipo de trampa en el juego de ruleta rusa que acababa de protagonizar. Volví a apretar el gatillo y el arma no disparó. Sabía que abriría fuego al tercer intento y me preparé para ello, agarrando más fuerte la culata para controlar el retroceso. El ruido del disparo del Colt de gran calibre se magnificó, en un espacio cerrado y relativamente reducido, impidiendo escuchar el sonido de cristales rotos de una botella que explotó delante de nuestros ojos. Por contraste, el silencio posterior pareció más intenso.
Dos guardias armados irrumpieron en la habitación, Stirling les tranquilizó, diciendo que sólo había tenido lugar un pequeño accidente sin importancia.
“Las carga el diablo”, sonrió, y dirigiéndose a Klein, le pidió que llenase la copa de Belair para que éste volviese a su ser. Después, dio por terminada la reunión, me quitó el Colt, lo devolvió a su caja y se ofreció para acompañarme a la salida de su barco.
Cruzamos en silencio la cubierta hasta llegar a la pasarela de entrada, allí nos paramos y, antes de despedirnos, me pidió que le esperase un momento. Regresó enseguida con la caja del Colt debajo del brazo y me la entregó.
“Ya te dije que no acepto regalos de desconocidos”, le dije.
“Ahora no se trata de un regalo. Creo que te lo has ganado”.
Lo decía en serio y, en esas circunstancias, hubiese sido de mala educación no aceptar su ofrenda, haciéndolo no sentiría ninguna obligación hacia él y él lo sabía. A continuación me di cuenta porqué Alex Stirling era el presidente ejecutivo de PeaceMakers Inc.
“Les has convencido”, me dijo, apoyándose en la barandilla de la cubierta. “Después de tu actuación pensarán que eres muy capaz de morir matando, y que, contigo al frente, es probable que lleguéis a envenenar el agua de los pantanos. Si eres capaz de correr el riesgo de volarte la cabeza jugando a la ruleta rusa sólo para reforzar un argumento, qué no serás capaz de hacer en una situación desesperada. Al menos eso es lo que piensan ellos.
“¿Y tú? ¿Qué piensas tú?”.
“Que he presenciado una de las artimañas improvisadas mejor ejecutadas que jamás haya visto. Tú y yo sabemos que no corrías ningún riesgo cada vez que apretabas el gatillo”, me dijo sonriendo. No me quedó más remedio que asentir y devolverle la sonrisa.
“El revólver Colt fabricado para la conmemoración de su bicentenario es un arma de precisión absoluta, tanto en sus prestaciones como en su mecánica. Más que una pistola es una pieza de relojería y esto tú lo sabías desde el momento que abrí la caja para enseñártelo”.
No me molesté en interrumpirle. Alex Stirling sabía muy bien lo que había ocurrido en su camarote.
“Su mecánica es tan precisa y equilibrada que, introduciendo una única bala en su tambor, se descompensa. Al girar el tambor, manteniendo la pistola estable y en horizontal, como hacías, el peso de la bala y la gravedad hacían que ésta se quedase siempre en la posición más cercana al suelo, y más alejada del percutor. No tenías una posibilidad sobre seis de volarte la cabeza, sino una sobre un millón. Ni estás loco, ni corres riesgos inútiles, a pesar de lo que puedan pensar mis colegas”.
“¿Y ahora?”, Le pregunté. Me había derrotado, a pesar de que el único disparo lo había hecho yo.
“No diré nada. Mantendré el secreto de tu martingala”.
“¿Por qué?”.
“Quizá lo descubras algún día. O no. De momento considéralo como un regalo y, como bien sabes, te lo haré pagar con creces. Si es que te mantienes con vida”.
No hacía falta que me lo recordase. Era consciente de que, de cara a Belair y Klein, representaba, por mi actitud violenta y beligerante, una barrera a sus deseos de invadir Al-Andalus. Seguramente pensarían que, conmigo fuera de la ecuación, sus planes tendrían mayores posibilidades de éxito. No sabía si mi condición de embajador me ofrecería suficiente protección, de lo que estaba seguro es que tenía dos nuevos enemigos.
Alex Stirling me estrechó la mano y empecé a bajar por la escalinata hacia el muelle. Abrí la caja, saqué la pistola e introduje las seis balas en el tambor, quité el seguro y metí el cañón por la parte trasera de mi pantalón, sujetando la culata con el cinturón. Prefería que se disparase accidentalmente, haciéndome un agujero en el culo, que tener que perder el tiempo quitando el seguro en una situación comprometida. Volvía a estar armado; aunque hubiese preferido mi Glock.
Tiré la caja de madera noble al mar. Un arma es un arma y no un objeto conmemorativo.
26.
A pesar del aire acondicionado, el colchón mullido, las sábanas suaves y el ambiente de lujo que me rodeaba, nada a lo cual estaba acostumbrado, dormí profundamente, sin sueños ni pesadillas, hasta tal punto de que cuando me quise despertar ya eran más de las diez de la mañana. Llegaría tarde a la siguiente ronda de negociaciones y pensé que era preferible ausentarme que interrumpirlas con mi retraso, ya pensaría en algo que contar a la doctora Conde para justificar mi deserción. No tenía noticias de Pepe Manzano ni de Cintia sobre sus investigaciones, y me imaginé que estarían peinando las zonas en torno a los lugares donde se cometieron los crímenes, interrogando a todo ser viviente. Al mismo tiempo habrían hecho correr la voz de que buscaban, con urgencia, a un hombre malencarado, cincuentón y tuerto, conocido como Pedro Antúnez. La impresión que me transmitió accidentalmente Belair, la noche anterior, sobre la falta de información relevante en las bases de datos de la Mente Global, me la archivaría de momento.
La posibilidad de que existiese un vínculo entre la Orden de Calatrava y los asesinatos, a pesar de parecerme improbable, merecería un seguimiento posterior en los Archivos de Toledo. Esperaría a mi regreso para pedir, cara a cara, al Benaquiel historiador, que buscase en su almacén de papeles.
En cuanto a las negociaciones con las Marcas Globales, poco más podía hacer, después de haber sembrado la incertidumbre sobre nuestra capacidad para reaccionar, de forma destructiva y perjudicial para todos, en caso de que decidieran utilizar la fuerza. Estuve tentado en tomarme un día de descanso, abusando de la hospitalidad del Royal Marbella Sherahilton, beneficiándome de una sesión de piscina, sauna y masaje que bien podría hacer durar hasta la hora del almuerzo. Sin embargo, había dos pequeños asuntos que no podía quitarme de la cabeza, como una canción que se tararea a primera hora de la mañana y te persigue todo el día; aún no sabía qué hacían Ezpeleta y Gonzalerría en Marbella, y necesitaba formarme una idea de los motivos que hicieron que Alex Stirling no descubriese mi engaño ante sus subordinados.
Con un poco de suerte podría matar a estos dos pájaros de un tiro, sólo era cuestión de tener una amigable charla con Ibon Ezpeleta.