29.

Al volver a mi habitación puse a prueba los servicios al cliente del Hotel Royal Marbella y no me defraudaron. Cuando se trataba de gastar y consumir, sobre todo en un lugar donde el lujo se había convertido en habitual, todo eran facilidades. En menos de un cuarto de hora me vino a ver un vendedor de Microsoft, la única marca de informática que había sobrevivido, con una pequeña caja debajo del brazo. Una vez acomodado delante de la mesa, la abrió y sacó una hoja de cerámica flexible, unas gafas y el punzón para explicarme que una vez que me diese de alta ya podría navegar por la Mente Global. Al preguntarle cuánto tiempo llevarían esos trámites me miró extrañado, como si viniese de otro planeta, algo que, hasta cierto punto, era cierto. Me dijo que era inmediato y sacó unos accesorios de su portafolios similares a los que me estaba vendiendo, antes de ponerse sus gafas.

Sin ver la información que aparecía en su visor era difícil desentrañar lo que marcaba en su hoja cerámica y el proceso que estaba siguiendo. Me pidió mi nombre y aplicó una tira adherente a mis dedos, que luego presionó sobre mi lápiz y posteriormente sobre su propia hoja cerámica. Entendí que todo aquel proceso tenía como objetivo el reconocimiento de mis segregaciones dactilares que impedirían la utilización de mi nuevo juguete a cualquier otra persona.

Continuó con sus garabateos invisibles, me imagino que rellenando las casillas de un formulario, y poco a poco se fue exasperando, escribiendo, a veces de una manera deliberadamente lenta y otras con trazos más violentos.

“Perdóneme”, se excusó. “Debe de haber algún fallo en el sistema”.

Me encantaba oír que la Mente Global no era infalible.

“Nunca me había ocurrido algo parecido”, me dijo. “Usted no existe”.

“Aquí me tiene”, le contesté. “No sería bueno que dudase de sus propios ojos”.

“Según el análisis de sus huellas dermatológicas, usted no tiene ninguna cuenta bancaria, ni tarjeta de crédito, ni otro tipo de bienes. Jamás ha comprado nada, ni figura en ningún tipo de asociación pública ni privada, no ha estado enfermo ni tiene familiares, no ha utilizado un avión y ni siquiera ha trabajado. Le digo que no existe”.

“O que el sistema falla más que una escopeta de feria”.

“Eso nunca ha ocurrido”.

“De qué se fía usted más, ¿de la Mente Global o de sus propios ojos?”.

El vendedor dudaba sobre la contestación que debía darme y se salió por la tangente.

“Incluso cuando introduzco su nombre, el sistema me niega el acceso, exigiéndome todo tipo de explicaciones para justificar mi petición”.

Me tranquilizaba pensar que mi vida privada no podía ser del dominio público a través de la Mente Global, únicamente personajes como Kenyon y el propio Alex Stirling, por su trabajo en PeaceMakers Inc., y sus responsabilidades sobre la seguridad de las Marcas Globales, conocían mi historial en detalle. Sin embargo esta situación no me ayudaba en absoluto a conseguir una terminal de bio-informática de última generación.

“Tú quieres venderme este aparato, ¿no?”, Pregunté.

“Desde luego”.

“Carga el coste a la cuenta de esta habitación y alguien, seguramente las Ciudades Estado de Al-Andalus, se harán cargo de él”.

Mi propuesta no parecía convencer al vendedor, dándome a entender que le estaba complicando la vida.

“Siempre podrás quitarme el acceso si no cobras, y de poco me van a servir estos trastos sin poder entrar en la Mente Global”.

“En eso tiene usted razón. Pero aún así...”.

“¿Sabes quién es Alex Stirling?”, Le pregunté, esperando que aquel vendedor estuviese al corriente de lo que ocurría en el mundo.

“¿El del yate? ¿El jefe de PeaceMakers?”.

“En efecto”. Le dije antes de enseñarle la invitación que había recibido el día anterior, que, como no podía ser de otra forma, le impresionó. Con esto y mi garantía deque se le pagaría utilizando la cuenta de Al-Andalus, se convenció de que me podía vender aquellos aparatos, aunque sólo me diese un acceso junior.

“Esto le impedirá efectuar transacciones y adquirir objetos o servicios. Es una salvaguarda para que los niños no arruinen a sus padres. Tampoco tendrá acceso al entretenimiento porno”.

No se podía tener de todo en esta vida. Yo ya estaba impaciente por que se fuese aquel empleado, y empezar a bucear en aquel océano de información. Por fin me dejó solo, dándome la mano y sonriéndome como sólo lo saben hacer los vendedores que acaban de conseguir una comisión.

Un niño era capaz de manejar el sistema desarrollado por Microsoft para la Mente Global, yo tuve alguna dificultad.

Después de unos cuantos arranques en falso, conseguí entender conceptualmente cómo funcionaba aquel inmenso archivo global, perfectamente referenciado, donde se podía saltar de una información a otra de forma inmediata. Entonces empezó a crecer mi frustración, puesto que, en el momento en que llegaba a una fuente que me podía ser útil, la máquina me denegaba el acceso utilizando mensajes como: usuario no autorizado, información confidencial, acceso denegado, suscriptor no reconocido, datos sujetos a reconocimiento de acceso superior e información reservada.

Me fue imposible entrar en la base de datos de PeaceMakers para profundizar en la información referida a asesinatos en serie, según me había sugerido Cintia, sólo pude tener acceso a una serie de documentos sobre torturas a cuál más siniestro. Iban desde las torturas infringidas por los romanos a sus enemigos o traidores, hasta los últimos adelantos utilizados por los interrogadores de PeaceMakers como el tratamiento de la Verdad Subjetiva sobre el cual no puede ahondar, pasando por la Edad Media, la Inquisición, el nazismo y la KGB. No era una lectura edificante y me hizo pensar que las personas que hacían esas recopilaciones también sufrían de cierto desequilibrio sádico. Los datos que me aportaron tampoco me eran de mucha utilidad. En cuanto a la Orden de Calatrava no tuve suerte, la información a la que accedí era muy escasa y se limitaba a referencias anecdóticas sin demasiado rigor o profundidad, si bien, en este caso, no me encontré con ninguna barrera de acceso.

Intenté obtener una idea de la forma de pensar de la sociedad de las Marcas Globales sobre Al-Andalus y de la información que manejaban a cerca de este territorio. Aparte de un muy breve e inexacto repaso histórico de la zona y de unas descripciones sociológicas y geográficas que bien podían haber salido de una guía turística, el sistema no me permitió acceder a datos más detallados y con mayor peso analítico. Incluso cuando conseguí entrar en las hemerotecas de los diarios digitales no encontré nada de interés: Al-Andalus como región brillaba por su ausencia y no se mencionaba conflicto alguno, a causa de la escasez de agua, con las Marcas Globales. Era aparente que todo aquello que ocurría más allá de los límites de las zonas bajo su control no se consideraba atractivo para los lectores y, por lo tanto, se ignoraba. Sin embargo, pude deducir que existían datos de mayor valor, por las referencias que la Mente Global me sugería que leyese; en especial los estudios de Water of the World sobre el agua y su distribución en la región, pero que, a la vez, no consideraba aptos para mis ojos.

Un tanto desalentado me interesé por obtener más detalles acerca de PeaceMakers Inc., conseguí ver sus vídeos corporativos y sus páginas oficiales, donde se descubría con todo lujo de detalles su poderío militar y salud económica. La versión pública de la biografía de Alex Stirling, su presidente ejecutivo, no podía ser más panegírica, y daba a entender que difícilmente se habría encontrado a alguien más adecuado para tan elevado puesto. Algo similar ocurría con la de Klein, quien era de un rango superior al que yo me había imaginado como responsable de las operaciones en Marbella, puesto que también formaba parte del Comité de Dirección de su marca. Probé a averiguar un posible origen para la inquietud de Stirling, sin éxito, aunque descubrí que el 1,31% de las acciones de PeaceMakers Inc. pertenecía a “accionistas privados”. Pero el sistema me impidió ir más allá para descubrir quiénes eran.

A pesar de los pobres resultados obtenidos, mis viajes por el ciberespacio me habían distraído hasta tal punto que no me había dado cuenta de la hora, y de que ya estaba oscureciendo. Me vestí con mi indumentaria de diplomático, disimulé el revólver lo mejor que pude y me preparé para disfrutar de una opípara cena en soledad, porque, como bien se dice, más vale estar solo que mal acompañado y no quería que nadie me estropease la comida: ni mis colegas de Al-Andalus, ni mis adversarios de las Marcas Globales, ni el maquiavélico Ezpeleta, ni siquiera Gonzalerría.

Hacía una noche perfecta, la temperatura era lo suficientemente fresca como para permitir llevar una chaqueta, la brisa del mar tenía ese aroma a salitre que tanto añoraba en las planicies manchegas, no había ninguna nube que impidiese ver las estrellas y la luna llena, acompañada de las propias luces artificiales de Marbella, daban la suficiente claridad como para alejar cualquier posible sensación de peligro. Seguía la ruta trazada en un pequeño mapa que me facilitaron en la recepción del hotel, optando por un recorrido más largo que me llevaba a lo largo del paseo marítimo; allí debía adentrarme en la calle que seguía al rompeolas del puerto deportivo, hasta el final. Al parecer no sólo disfrutaría de excelentes manjares sino también de una vista excepcional puesto que el restaurante abría su terraza al mar, por encima de un pequeño acantilado.

Por desgracia no llegué a conocerlo.

Estaba adentrándome en la calle del espigón. No vi ni oí nada. Sentí un dolor en el pecho, un golpe brusco que me hizo perder el equilibrio, como si me hubiesen dado un martillazo con tal fuerza que me paralizó la parte izquierda de mi cuerpo. Por un instante pensé que se trataba de un paro cardíaco, después me dejé llevar por mis instintos. Había recibido un impacto externo; me estaban atacando. No les debía dar una segunda oportunidad y una pequeña voz en mi subconsciente me ordenaba que hiciese lo imprevisible; me lancé al agua del puerto.

Si alguien me quería muerto no le iba a defraudar. Me quedaría bien muerto, el seguir con vida sería demasiado peligroso para mi salud. No me preocupaba que no descubriesen el verdadero motivo de mi defunción, era preferible que no encontrasen mi cadáver.