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“¿Para qué sirven las explosiones?”, pregunté, haciendo un esfuerzo por extraerme mentalmente de lo que estaba viendo. A casi todo el mundo le gusta explicar los detalles de su trabajo, sobre todo a alguien tan ignorante en la materia como yo, y el forense, tras obtener la autorización de Klein en un intercambio de miradas, empezó a hablar:
“Acabas de ver la tercera etapa del proceso. Hemos hecho detonar un artefacto que dispersa partículas químicas y biológicas, con un mínimo componente radiactivo de bajo nivel, de manera uniforme por todas las superficies de la escena del crimen. Esta última capa detecta cualquier material orgánico que se encuentre en el lugar. Nos indicará, en primera instancia, la manera en que se ha distribuido la sangre de la víctima, tanto espacialmente como temporalmente. Después introduciremos los parámetros orgánicos del muerto para que no los considere en sus análisis y resaltará aquellas materias con otra procedencia, como pueden ser cabellos, semillas, sudor, o incluso esperma, en la esperanza de que sean del asesino”.
Si ésa era la tercera explosión, por lógica debían haber habido dos anteriores y así lo pregunté.
“La primera dispersión de partículas detecta los movimientos que hayan sufrido las superficies del lugar en cuestión. El suelo, las paredes, las mesas o cualquier otro elemento, por muy liso o limpio que esté, acumula en un breve espacio de tiempo una serie de elementos distribuidos por el aire, si no se tocan estas partículas se hacen visibles para convertirse en lo que normalmente llamaríamos suciedad o polvo. Nuestro sistema detecta no sólo estos cambios sino también, por las distintas capas enturbiadas, la secuencia en que se produjeron. El análisis de las superficies nos permite detectar todo tipo de huellas: digitales, de pisadas y de roces. Estas huellas son comprobadas con todas las bases de datos integradas en la Mente Global y en muchos casos nos permiten identificar a las personas que se encontraban en el lugar durante el tiempo precedente al crimen, o el tipo de marca del zapato que dejó su huella en el suelo. También, como pronto veremos, procesará toda la información en un plano cronológico indicándonos el orden en que ocurrieron los hechos que estamos investigando”.
Gonzalerría se me adelantó para preguntar la utilidad de la segunda explosión, las explicaciones del técnico parecían interesarle y hasta daba la sensación de entenderlas.
“La segunda dispersión molecular”, continuó el forense, “identifica y resalta elementos inorgánicos cuya presencia es anómala. En otras palabras, reconoce aquellos elementos que por su composición encajan con el entorno en el que nos encontramos y los descarta para resaltar únicamente aquéllos que no deberían estar allí. Si el suelo es de piedra caliza, por ejemplo, nos permitirá detectar partículas de otro tipo de tierra. Esto nos ayuda a menudo cuando el crimen no se cometió en el sitio donde se encontró el cadáver”.
Yo asentí con la cabeza indicando que entendía las explicaciones, me preocupó que Gonzalerría estuviese haciendo lo mismo.
“¿Ya está procesado?”, preguntó Klein, inquieto.
“Casi”.
“Veamos lo que ocurrió”, ordenó a su subordinado, que utilizando su lapicero apagó y puso en marcha de nuevo una de las pantallas.
Si alguna vez me encuentro con el hombre invisible, sé lo que vería. Sobre el suelo de la cripta se formaban las huellas de unas pisadas que caminaban marcha atrás. Habían sido recreadas por el ordenador en base al movimiento en las partículas del suelo, pero me costaba entender que no las estaba haciendo una persona a quien era incapaz de ver. Según las pisadas reculaban, internándose en la habitación, dos líneas paralelas se formaban siguiéndolas. Eran los talones de Luis Pizarro que estaba siendo arrastrado por su agresor, unos círculos se formaban al paso de donde se intuía estaba su cabeza, asumí que se trataban de gotas de sangre del golpe que le habría dejado inconsciente.
De repente se dibujó una silueta humana en el suelo, el asesino había dejado caer a su víctima removiendo con el impacto las moléculas invisibles del polvo. A continuación vimos una especie de baile grotesco alrededor de la silueta, parándose delante de sus pies, de su cabeza y de sus manos: el asesino ataba y amordazaba a su víctima. Todos sabíamos lo que veríamos en unos instantes.
No había sonido, ni siquiera se podía distinguir la textura viscosa de la sangre. Una línea rápida salió de entre las piernas de la silueta tendida en el suelo, como si un artista trazase con seguridad una raya de referencia para un dibujo. En el chorro de sangre que causó el primer corte del asesino, después el flujo se ralentizó, encharcando en parte la silueta y extendiéndose por el suelo.
Unos espasmos bruscos hicieron que la silueta cambiase de lugar. Eran los últimos movimientos de un Pizarro moribundo.
No sabía cómo reaccionar ante aquellas imágenes, irreales por la falta de cuerpos sólidos pero igualmente macabras en los detalles que desvelaban. Nadie era capaz de decir nada, acabábamos de presenciar cómo moría una persona pero sin ver al cadáver ni al asesino.
Por los movimientos de las pisadas que aparecieron en el monitor fue fácil visualizar que el asesino, ayudado de un cuchillo, desató a su víctima ya muerta. La desnudó y puso en forma de cruz. Recogería la ropa para llevársela y después de quedarse inmóvil durante unos instantes, comprobando el estado de su obra, se acercó de nuevo al cuerpo. No me cabía la menor duda que era para coger los genitales ensangrentados del cadáver y llevárselos como trofeo.
“Aquí se acaba todo”, nos informó el técnico. “Ya podemos levantar el cadáver para la autopsia y ver si encontramos algo más. En un par de horas tendremos todo analizado”.
Esperaría impaciente, con el despliegue de tecnología que acababa de presenciar no me cabía la menor duda de que encontraríamos algún indicio que nos permitiese avanzar. Ahora ya sería demasiado tarde, los lugares donde encontramos a las otras víctimas ya estarían contaminados, utilizando la expresión de los expertos de PeaceKeepers. Me arrepentí de no haber recurrido a ellos con anterioridad. No permití que me remordiese la conciencia.