30.

Me estaba hundiendo y pronto dejaría de tener aire en los pulmones. Dicen que antes de morir te pasa toda la vida por delante: no es cierto. Me arrepentía de haber optado por zapatos de cordones en vez de mocasines, era incapaz de quitármelos, su peso me arrastraba hacia abajo y me impedía utilizar los pies para mantenerme a flote. Con el lado izquierdo paralizado, intentaba bracear con el brazo derecho para alcanzar la superficie, notaba el peso muerto del revólver que, enganchado en el cinturón, no podía sacar, y el elegante traje de Benaquiel, empapado, se había convertido en una segunda piel de plomo que dificultaba aún más mis movimientos. Hay que impedir que cunda el pánico, esto hace que los músculos utilicen más oxígeno y que se resista menos tiempo sin respirar, era fácil de decir, pensé, pero me estaban estallando los pulmones y ya sólo me concentraba en mantener la boca cerrada para no tragar agua. Dejé de mover el brazo y sentía cómo, lentamente, bajaba al fondo del puerto.

Noté que mi mano chocaba con un objeto y me forcé a abrir los ojos. Allí, con la visión borrosa por el salitre y la oscuridad del agua, vi mi salvación. Era la cadena del ancla de una de las embarcaciones que estaban amarradas en el puerto, la agarré con la mano y, al principio con una lentitud calculada y, más tarde, con la urgencia de necesitar respirar, subí, utilizándola como si se tratase de una cuerda de escalada. Tragué bocanadas de aire en la superficie. Seguía con vida.

Cuando pertenecía a los grupos armados, y caíamos en una emboscada, el modo de actuación estaba claramente preestablecido. Lo primero era huir, después llegar a un lugar seguro y mantenerse fuera de la circulación, hasta hacer contacto con otros miembros de la organización y preparar un plan de escape con su apoyo logístico. Automáticamente pensé de la misma forma, debía alejarme lo más posible del lugar y encontrar un sitio seguro donde reponer fuerzas. Sin embargo carecía de una infraestructura de apoyo, no contaba con la dirección de un piso franco, ni de ninguna línea de comunicación con nadie. Me encontraba en territorio hostil, una experiencia que no me resultaba nueva, pero esta vez con dos dificultades adicionales. En primer lugar, no conocía lo suficientemente bien la sociedad en la que me encontraba; el comportamiento de la gente y sus costumbres, dentro de la franja marbellí, estaba muy alejado de mis experiencias habituales, y no sabía cómo moverme en ese entorno sin el riesgo de llamar la atención. En segundo lugar, estaba solo.

Descarté la idea de volver al hotel y pretender que no había pasado nada, ya que estaba convencido que habían intentado asesinarme, y al verme con vida, volvería a convertirme en su objetivo. No tenía ninguna intención de ser una diana de feria, no podía pretender protegerme contra un segundo intento, y, estaba convencido, que los personajes encomendados para matarme no desistirían, porque eran muy buenos. Gracias a eso seguía con vida. Porque ya estaba empezando a saber lo que había ocurrido.

A duras penas, pasando de un amarre a otro, conseguí llegar al espigón y pisar tierra firme. Estaba tiritando, a pesar de la temperatura templada, a causa de mi ropa empapada. No había perdido los zapatos, ni siquiera la corbata, pero no podía quedarme allí quieto por más tiempo. Debía encontrar un lugar seguro. Tardé en darme cuenta de que tenía delante de mis ojos los habitáculos más adecuados del planeta para este fin, y la gran mayoría de ellos estaban vacíos, listos para que yo los ocupase. El puerto deportivo estaba repleto de barcos de recreo atracados, sólo tenía que elegir el más adecuado.

Seguí un proceso de eliminación rápido, no me servían los yates grandes, ni los que estuviesen ceca de zonas iluminadas o de paso, también rechacé aquéllos que tenían obvias medidas de seguridad, e intenté localizar las cámaras de vigilancia para evitar aparecer en sus pantallas. Me acerqué lo más sigilosamente que pude a un pequeño velero de un mástil y de unos diez metros de eslora, que estaba en medio de otras embarcaciones similares, subí a cubierta y enseguida forcé la cerradura que me daba paso a una estancia con cocina y mesa. No encendí ninguna luz, la luna a través de los ojos de buey era suficiente para ver por dónde me movía.

El barco pertenecía a una familia sueca y, sin tener nada de valor, se hallaban allí aquellas pertenencias que no encontraban una mejor ubicación en otro lugar: camisetas y bañadores, impermeables, botas de navegar, libros de fácil lectura, una bolsa de deporte, botellas de güiski y vodka medio vacías y un botiquín. Me estaba desnudando cuando escuché el chapoteo de los remos de una barca, miré por el ojo de buey y vi cómo unos hombres con linternas buscaban en el agua cerca de donde me había zambullido; no encontraron nada y pensé que pronto especularían sobre lo que había ocurrido con mi cadáver. Al menos ésa era mi esperanza.

Pronto se fueron y terminé de quitarme la ropa, tapándome con una manta para entrar en calor. Sabía que no era bueno mezclar analgésicos con alcohol, pero tenía que calmar el dolor de mi pecho y recuperar la circulación de alguna manera, y tomé un par de aspirinas del botiquín con unos tragos de güiski, quizá hasta me ayudase a pensar.

El traje de Príncipe de Gales había quedado en muy mal estado, aparte de estar empapado tenía marcas de óxido y verdín en la manga, donde había rozado con la cadena del ancla, y una de las rodillas de los pantalones estaba rota, no sabía si Benaquiel sería capaz de remendarla. El agujero que la bala había hecho en el tejido de la chaqueta, a la altura del corazón, era aparente. Extraje el proyectil incrustado, que se había aplanado para convertirse en una especie de moneda, donde todavía se podían distinguir las marcas del estriado, causadas por el cañón del fusil. Todas mis sospechas se confirmaron, seguía con vida gracias al perfeccionismo requerido por dos maestros de su oficio: uno de ellos era sastre, el otro un asesino a sueldo.