18.

Se había llamado Eulalia Robledo, según el informe que me adjuntaba mi amigo y Hombre Bueno, Pepe Manzano, y que me había hecho llegar a petición de Vicente. Tenía veintidós años y era vecina de Campomojado, un pueblo cerca de las Tablas de Daimiel, donde había pasado toda su vida. Su pelo era corto y ensortijado, su cuerpo tenía la robustez creada por muchas horas de trabajo en el campo y en su cara se leía el terror que padeció en sus últimos minutos de vida. No me hizo falta leer la descripción de sus lesiones que había escrito Pepe, las fotos lo decían todo.

Sus brazos estaban en cruz y sus piernas cerradas, como en el caso de Rosario Verdes, sus senos también habían sido cortados con poca precisión, violentamente, pero no tenía marcas de ligaduras en sus muñecas y pies.

En su lugar tenía muñones.

Sus extremidades habían sido cortadas y, se veían en las fotos, abandonadas en el suelo como si fuesen los despojos de una carnicería que se tiran a los perros.

El cuerpo llevaba sin vida unos cuantos días, una semana según las estimaciones de Pepe, y los pequeños roedores habían mordisqueado sus zonas blandas, haciendo desaparecer sus ojos, y agrandando las heridas abiertas por el asesino. No quise imaginarme el olor a podredumbre que impregnaría aquella habitación.

Como fondo a las imágenes se veían unas paredes de piedra, busqué en el informe de Pepe y descubrí que se trataba de la sala de armas de un castillo, el de Calatrava la Vieja.

No podía quedarme ninguna duda de que se trataba del mismo asesino: su manera de masacrar a las víctimas era similar, y los lugares que escogía para llevar a cabo sus matanzas idénticos. Leí más detenidamente el informe de Pepe en busca de más puntos de coincidencia entre los dos asesinatos: no existían indicios de interferencia sexual, no había huellas ni rastros de resistencia en los alrededores de la escena del crimen, la víctima estaba viva y consciente cuando su asesino empezó a descuartizarla. Nos encontrábamos ante un asesino en serie y no haría falta seguir el protocolo del desaparecido FBI y esperar al quinto cadáver para considerarlo como tal.

En una hoja separada del resto del documento reconocí la caligrafía de Cintia, por lo visto Pepe había seguido mis consejos y se habían puesto en contacto con ella. Me regañó amigablemente por mi viaje a la decadencia marbellí y por el hecho de que no se lo había comentado, y después entró en materia. Sin descartar del todo a Pedro Antúnez como sospechoso, esta nueva muerte le hacía menos probable, puesto que ya no se trataría de un comportamiento sicótico focalizado hacia una persona en concreto, a causa de la relación preexistente entre el asesino y la víctima, sino en un trastorno mental más complejo y amplio, donde los vínculos entre ellos no tenían porqué tener sus orígenes en un conocimiento personal previo.

Creí entender lo que quería decir Cintia: Pedro Antúnez, en principio, sólo era un sospechoso válido tanto en cuanto su crimen estuviese motivado por su relación con Rosario Verdes y el rechazo que había sufrido. Sin ese tipo de vínculo era improbable que él fuese el asesino. Cintia seguramente tenía razón en su análisis, pero si pensábamos que Pedro Antúnez era capaz de mutilar a Rosario de la forma que lo había hecho es que estaba loco, y si estaba loco podía hacer cualquier locura, por definición, como asesinar a más gente. Me tranquilizó ver que, a pesar de su conclusión, Pepe seguiría buscando a Pedro Antúnez para interrogarle.

A continuación, Cintia pensaba que merecería la pena abrir una línea de investigación nueva, enfocada a encontrar un vínculo entre los asesinatos y algún tipo de rito de trasfondo espiritual o satánico que requiriese de sacrificios humanos. La posición en forma de cruz de los cadáveres y sus amputaciones indicaba que se había seguido algún tipo de liturgia macabra, enfatizada por los lugares donde habían tenido lugar. Si bien este ritual podía pertenecer única y exclusivamente a la mente enferma del asesino que lo había diseñado siguiendo unas reglas de su propia creación, también podía existir la posibilidad de que lo hubiese extraído y copiado de algún otro lugar. Si fuese así tendríamos, al menos, un nuevo clavo ardiendo al que agarrarnos. Como teoría me parecía coherente pero no se me ocurría la forma de comprobarla de una manera práctica. Al seguir leyendo me di cuenta que Cintia era capaz de leerme la mente.

La base de datos del F.B.I. contenía todo tipo de información acerca de asesinos, psicópatas y criminales junto a su manera de actuar. De ahí se habían conseguido buenas descripciones de las características psicológicas de ese tipo de criminales y también detalles de rituales donde la víctima acababa siendo sacrificada. Cintia la conocía bien, durante años ése había sido su trabajo. Con la privatización del F.B.I. esta base de datos no sólo siguió operativa sino que se amplió con los contenidos de los archivos informáticos de Scotland Yard, de la Suretée Nationale y de Interpol tras la absorción de estas agencias de seguridad por parte de PeaceMakers Inc. Al mismo tiempo, los avances tecnológicos en el área de la bio-informática hacían posibles unos cauces de información, anteriormente inimaginables, con todo tipo de datos procedentes de innumerables fuentes. Puesto que yo me encontraba en uno de los feudos de las Marcas Globales, Cintia sugería que obtuviese acceso a esta base de datos, para comprobar si habían existido asesinatos en serie de similares características en cualquier otro lugar del planeta.

Lo que era una auténtica locura. En primer lugar mis conocimientos de informática eran inexistentes y en segundo lugar me podía imaginar la información que aparecería en el ordenador de PeaceMakers Inc. al teclear mi nombre. Quizá no me considerasen como el enemigo público número uno, pero sí aparecería como un personaje indeseable y poco de fiar y, desde luego, jamás me facilitarían el acceso a cualquier tipo de información confidencial.

Encontré un calendario, cortesía del hotel, y marqué la fecha en que la doctora Conde y yo descubrimos el cadáver de Rosario Verdes, le quité dos días para obtener el día en que fue asesinada. Seguidamente hice un cálculo similar con el descubrimiento del segundo cuerpo y los días que había permanecido escondido: entre el asesinato de Eulalia Robledo y el de Rosario Verdes habían pasado diez días. Era un hecho que podía no tener ninguna importancia, tampoco sabía si el vello público rasurado de Rosario Verdes contrapuesto a la mata de pelo que cubría el sexo de Eulalia Robledo podía ser relevante o no.

Me llamó la atención que Almagro estaba a mitad de camino entre Aldea del Rey y Campomojado, los pueblos donde vivían las dos víctimas. Esperaba que eso sí fuese una coincidencia.

Seguía desnudo y me estaba enfriando, las burbujas del jacuzzi seguían haciendo un ruido de fondo monótono. Decidí afeitarme y vestirme con la ropa tan esmeradamente preparada por Benaquiel y empezar a actuar como el alto dignatario en que me habían convertido. También opté por llevar la Glock, en su funda, escondida en la parte baja de la espalda. Era nuevo en esto de la diplomacia y no me podría quitar la chaqueta.

Jamás me hubiese podido imaginar con quién me encontraría en el bar del hotel. Por suerte fui yo quien les vio primero y tuve tiempo de pararme a pensar unos segundos y considerar las posibles opciones que podía tomar. Ante la duda, el uso de la violencia siempre suele dar unos resultados que, si no óptimos, son por lo menos rápidos, y yo tenía que entrar en contacto con PeaceMakers Inc., tanto para evaluar su estado de preparación en caso de que lanzasen una ofensiva contra Al-Andalus, como para conseguir el acceso a su base de datos que me había sugerido Cintia.

La doctora Conde me echaría en cara, más adelante, que reaccioné de una manera injustificada y primaria. No era cierto. Sin saber muy bien lo que podía llegar a ocurrir, mis actos estaban plenamente premeditados, no sabía si esto actuaría como agravante o como atenuante ante sus acusaciones.