67.

“Te pido disculpas por Gonzalerría”, le dije. “A veces cumple sus órdenes con exceso de celo”. Mi tono le había tranquilizado, que era lo que yo quería.

“Deberías contenerle. ¿Por qué me has traído?”.

“Nada de importancia. Realmente Gonzalerría ha dado a mis palabras una relevancia que no tenían. A veces ocurre. La vitola de Hombre bueno hace que te tomen en serio aunque digas, o hagas, tonterías. Por ejemplo, yo le digo a Gonzalerría que me interesaría tener una charla contigo y lo siguiente que pasa es que ha robado un coche, te golpea y te trae maniatado”.

“Y amordazado”, añadió Ródenas.

“¿Ves lo que te digo? Es lo que tiene el poder. No sólo estás por encima de ellos sino que, además, son capaces de excederse en cumplir tus propios deseos. Pero tú también sabes de eso”.

“¿Yo?”, dijo, sorprendido. “Nunca he tenido ese poder. Ni ahora siendo alcalde de mi pueblo”.

“Pero lo padeciste. Antúnez, antes de que perdiera su ojo, lo ostentaba utilizando a su corte de acólitos y aterrorizando a todos. Era un dictador patético pero aún así, y a su nivel, disfrutaba de la sensación que ese poder le daba”.

“Antúnez era un ser despreciable y si te refieres a ese tipo de poder, efectivamente lo sufrí y lo rechazo”.

“Tienes razón, el abuso de un cacique lleva demasiadas ataduras. Sobre todo la del miedo. Sabes que la gente te odia y que algún día llegaría un cabronazo más grande que tú que te derrocará, generalmente por las malas. No me refería a eso”, le dije pensativo, “sino más bien a la sensación que tienes cuando te sabes capaz de decidir sobre la vida o la muerte de una persona. Ése es el verdadero poder, el sentirse superior y decidir sobre el ser o no ser de otra persona: sin remordimientos, sin ataduras y con impunidad”.

“No sé de qué me estás hablando”, respondió con cautela.

“Vamos, vamos”, le tranquilicé. “Son sentimientos de lo más normales. Lo que ocurre es que la mayoría de la gente es incapaz de expresarlos y casi nadie es capaz de llevarlos a cabo”.

“¿Para qué me cuentas esto?”.

“Para que me comprendas”, le contesté, en mi búsqueda por encontrar un punto de empatía con un psicópata, cuyos esquemas mentales sólo llegaba a entender en un plano teórico.

“Yo sí me he sentido en posesión de la vida y de la muerte. Conozco la sensación de superioridad, poder y libertad que ello te da. En las planicies de Al-Andalus nadie cuestiona a un Hombre Bueno que haya matado a un forajido en un tiroteo. Nadie se alarmó cuando se pensaba que había acabado con Antúnez. He podido matar con impunidad y lo he hecho”, le mentí, sacando mi pistola de su funda. “Y lo seguiré haciendo”, concluí apuntándole con ella.

“No. No lo hagas”, suplicó.

“Dame una razón. Apretaré el gatillo por la sensación que me dará ver morir a una persona. Me da igual que seas tú”.

“Estás loco. No entiendes nada”.

“Por fin”, pensé, “estoy avanzando”. Sabiendo muy bien a dónde me dirigía.

“¿Me has llamado loco? ¿Qué es lo que no entiendo?”, le hice las dos preguntas seguidas, sabiendo que optaría por contestar sólo a la segunda. No es recomendable explicar a alguien que te apunta con una pistola por qué le has llamado loco, es muy posible que lo esté de verdad.

“Tu percepción del ser humano es muy básica. Vives rodeado de violencia y te crees que pegar un tiro a alguien, por el placer que te da, te convierte en un ser poderoso y superior. No sabes lo que dices. Eres igual que el desgraciado de Antúnez de quien te mofabas. La tragedia, la belleza y las sensaciones del ser humano son mucho más sublimes. A veces algunos grandes maestros de la música o la poesía son capaces de acercarse a describir esos sentimientos”.

“Como Federico García Lorca”, le apunté, aunque no pareció escucharme.

“En el fondo ellos son los más desgraciados de todos porque saben expresarlo pero no saben vivirlo. De qué le sirve a Lorca captar la esencia de la muerte de un torero cuando no ha sentido el miedo de la embestida de un morlaco. No es capaz de vivir lo que escribe y sus versos se convierten en una sublime frustración”.

“Tú no fuiste capaz de vivir con esa frustración”, le alenté. “García Lorca describía las sensaciones y tú quisiste vivirlas, ¿verdad?”.

Me di cuenta de que había tirado del anzuelo demasiado pronto. El instinto de supervivencia de Ródenas le advirtió de que había ido demasiado lejos con sus palabras y que debía cerrar la boca. Maldije mi impaciencia y decidí continuar con mi acusación.

“Los versos de García Lorca te conmovían pero no dejaban de ser un pobre sustituto para las sensaciones que percibirías ejecutando las situaciones que describen”.

Ródenas negaba mis palabras con la cabeza, todavía con aplomo.

“Violaste a tu hermana”.

Esta vez conseguí sorprenderle y, aunque seguía moviendo la cabeza de un lado a otro, su mirada empezó a reflejar un atisbo de inseguridad.

“No es necesario que lo niegues. Lo sé. Es un hecho cierto. Sin embargo hay algo que desconozco y, que seguramente, me puedas aclarar. Creo asumir correctamente que la violación de Laura fue tu primer acto criminal, pero no sé si fue algo premeditado inspirado en el poema del Romancero Gitano “Thamar y Amnón”, donde se describe la relación y consumación incestuosa entre esos dos hermanos:

“Ya le coge del cabello

Ya la camisa le rasga

Corales tibios dibujan

Arroyos en rubio mapa...

....recogen las gotas

de su flor martirizada..

Violador enfurecido

Amnón huye con su jaca.

O si, fruto de la pasión o la lujuria, desvirgaste a tu hermana y luego te justificaste utilizando a los versos de Lorca como escudo emocional. Me puedes sacar de esta incertidumbre, si quieres”.

No quiso facilitarme una explicación y guardó silencio. Al menos había dejado de negarlo todo con la cabeza y se limitaba a mirarme a los ojos, seguramente con odio. No me sentía amenazado. La pistola la tenía yo.

“La violación de Laura fue el desencadenante. La poesía y la realidad se habían fundido en tu mente y experiencia vital. Estabas por encima de la ley, de la moralidad y del resto de los mortales. ¿Y Laura? Debió ser fácil convencerla para que se callase, ella, en su interior, se consideraba tan culpable como tú de ese acto. Sólo que ella no pudo mantener su conciencia a raya y su mente empezó a resquebrajarse. Al final se rompió como una muñeca de cristal”.

Omití mencionar mi participación en la reciente crisis nerviosa de su hermana, de la cual, por otra parte, Ródenas no conocía ningún detalle. Cuando hablaba de Laura, Miguel tuvo la pequeña decencia de bajar la mirada, avergonzado. Pero pronto se recuperó.

“Lo que pudo pasar entre mi hermana y yo es algo que sólo nos incumbe a nosotros, y a nadie más. El resto de tus conclusiones son el fruto de tu retorcida mente, y de unos análisis psicológicos sin fundamento, efectuados por un aprendiz con unos conocimientos mal digeridos. No me cargues el muerto de algo que no he hecho”.

Estuve a punto de dejarme convencer, dándome cuenta de que no tenía ninguna prueba concluyente que le condenase a ciencia cierta. Yo podía estar equivocado, en cuyo caso de nada me servían mis conjeturas: el asesino seguiría en libertad. O Miguel Ródenas confesaba los crímenes por su propia voluntad, de manera indiscutible, o todo el entramado que yo había montado en mi cabeza para llegar a su culpabilidad se desmoronaría como un castillo de naipes.