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Hacía tres años que había muerto el penúltimo Hombre Bueno, había caído en una refriega cerca de Ciudad Rodrigo, enfrentándose a una de las últimas bandas de saqueadores que se habían formado a partir de las revueltas del Dos de Mayo de 2038. Todos los Hombres Buenos nos agrupamos y no quedó ningún forajido con vida. La venganza pudo haber sido uno de los motivos de aquella masacre, que lo era, pero no era la principal razón de nuestra actuación. Se trataba, simplemente, de una cuestión de supervivencia: todos los habitantes de Al-Andalus debían saber, a ciencia cierta, que si caía un Hombre Bueno, los responsables de su muerte serían ajusticiados brutalmente y sin demora. Era imprescindible que así fuera para que nadie pensase que éramos una presa fácil y que pudiésemos ser eliminados impunemente. Era consciente de las contradicciones que esta forma de actuar podía tener con el discurso que acababa de dar, pero no me causaba ningún remordimiento. También me obligaba a restaurar cierta frialdad y distancia, en mi mente, al dolor que sentía por la pérdida de un amigo, y a la ira que la violencia de su muerte me causaba.

Por primera vez pude apreciar la verdadera valía de la doctora Conde. Nunca volvería a repetir las acusaciones que me acababa de hacer, tampoco se disculpó por haberlas hecho, no fue necesario. Se levantó, abrió su bolsa de viaje y, sin mediar palabra, me entregó mi Glock. Sin pensarlo, como uno de los perros de Pavlov, quité el cargador, comprobé que estaba lleno, y me aseguré de que la recámara estaba vacía, antes de enfundarla.

“Me la devolvieron cuando fui a recuperar mi coche”, fueron sus únicas e intrascendentes palabras. No era necesario que dijese nada más. Yo sabía lo que tenía que hacer.

“Soraya”, dijo. “Mi nombre es Soraya”.

A pesar de lo mucho que me costó, le sonreí.

A Pepe le habían asestado varias cuchilladas en Almagro. La última persona en verle con vida había sido Cintia. Vicente no tenía más información.