38.
¿Buscas a mi padre?”, me preguntó.
“No. Te busco a ti”, le contesté. Se limitó a arquear las cejas por encima de sus anteojos indicando a la vez su extrañeza en que quisiese verle y su invitación a que le preguntase lo que quisiese.
Entré en la penumbra y le dije que quería una clase de historia, sus cejas se arquearon aún más, Benaquiel no pudo esconder su sorpresa por mi supuesto interés en el pasado. Me llevó hacia una especie de cubículo, formado por las siempre presentes paredes de cajas de papeles apiladas, donde una pequeña bombilla colgaba del techo para iluminar dos pequeñas sillas y una mesa, y que ofrecía un mínimo de privacidad. Sin esperar a su invitación me senté en la silla dominante, la que estaba más alejada de la entrada; fue el acto reflejo de un interrogador que quería aprovecharse de cualquier ventaja psicológica, por pequeña que fuese.
“La Orden de Calatrava”, dije sin formular la pregunta.
“¿Qué quieres saber de ella?”.
“Todo”.
Su buena educación no fue suficiente para impedir que soltase una carcajada. Yo no le veía la gracia por ningún lado.
“Por todo te refieres a sus orígenes, sus conquistas, su ordenamiento interno, sus posesiones, sus castillos, sus batallas, sus maestres, su influencia política y pérdida de ella, sus iglesias o”, Benaquiel hizo una pequeña pausa para tomar aliento y sonreírme como a un niño que hace una pregunta ingenua, “su tesoro”.
No me había planteado la posibilidad de que la Orden de Calatrava pudiese tener un tesoro escondido, aunque la idea tenía cierto encanto romántico.
“¿Un tesoro?”, pregunté.
La carcajada de Benaquiel sonó, con eco incluido, en aquel pequeño cuchitril.
“¿Por qué todo el mundo piensa que detrás de una orden medieval hay un tesoro escondido?”.
Era una pregunta retórica que no contesté. Además, lo de la existencia o no de tesoros me era irrelevante. Estaba más interesado en los ritos de iniciación a la orden y si éstos podían incluir sacrificios humanos, y así se lo hice saber. Benaquiel me volvió a contestar con otra pregunta, similar a la anterior, pero expresada con más lasitud.
“¿Y por qué tanta gente piensa que detrás de una orden medieval hay ceremonias secretas, confabulaciones y misterios que pueden cambiar la faz de la Tierra?”.
Yo no quería llegar tan lejos, sólo quería que me dijese si existía alguna posibilidad de que la Orden de Calatrava, en su apogeo, era proclive a las mutilaciones y si estas practicas pudiesen haber sobrevivido hasta mediados del siglo XXI.
“Supongo que quieres que te enseñe un documento original donde se expliquen y detallen los cómos y porqués de esa sangrienta actividad por parte de los Caballeros Calatravos, y el rastro documental que te permita seguirlo hasta el día de hoy”.
Aunque el tono de Benaquiel denotaba un escepticismo burlón, yo tenía que reconocer que eso era exactamente lo que andaba buscando, de modo que asentí con la cabeza. No se enfadó conmigo, porque no creo que fuera una persona muy dada al enfado.
“Soy un historiador profesional”, dijo, “y estoy harto de las teorías que sin ningún tipo de rigor, salen a la calle para mayor confusión del público en general”.
Yo también tenía cierto recelo hacia los aficionados de cualquier tipo y así se lo hice saber.
“¿Sabes cuál es mi trabajo?”.
“Más o menos”.
“No tienes ni idea. Para descubrir lo que pasó en cualquier época hay que construir un complicado rompecabezas con toda la información a la que tenemos acceso. La mayor parte de ella se encuentra en documentos cuya fiabilidad hay que valorar”.
“Soy todo oídos”.
“Imagínate que se descubre un documento que dice que vuestro Jesucristo tuvo un hijo con María Magdalena, y que ésta estuvo presente en la Última Cena. Se comprueba que el papel y la tinta del documento corresponden a la época adecuada, y que el lenguaje utilizado y la caligrafía son los utilizados entonces. ¿A qué conclusiones llegarías?”.
“Si el documento pasa esas pruebas te diría que Jesucristo tuvo un hijo”.
“¿Por qué?”.
Benaquiel me trataba como a un alumno poco aventajado y lo de las preguntas socráticas no se me daba muy bien.
“Porque así lo dice un documento original de la época”.
“No, no y no”, Benaquiel dijo con la exasperación del profesor que no consigue traspasar la dureza mental de su pupilo. “La única conclusión a la que podemos llegar es que alguien en el momento de la muerte de Jesús, escribió que éste tenía un hijo. A nada más. Porque algo esté escrito no quiere decir que sea verdad, ni en el año 2045 ni en el año uno. Ese documento lo podían haber escrito los fariseos, un adlátere de Poncio Pilatos o incluso Judas Iscariote, con el fin de desacreditar a vuestro Mesías. Pudo haber sido un ejercicio de manipulación mediática para que sus seguidores y afines perdiesen credibilidad, de la misma manera que los medios de comunicación de las Marcas Globales lanzaban rumores sobre los gobiernos democráticos para debilitarlos y acelerar su caída. No te debes fiar de lo que lees, aunque tenga más de 2000 años de antigüedad”.
Nunca se me habría ocurrido lo que me decía, yo no era historiador profesional, y tampoco sabía muy bien a dónde quería llegar con aquella explicación.