35.
Los lados de la calzada eran dos paredes casi verticales, donde unos antiguos ingenieros de caminos habían decidido que era más fácil cortar a través de aquella colina, antes de salvar el desnivel subiendo por encima de ella. Delante de nosotros, antes de llegar a una curva, una vieja máquina de obras públicas, abandonada y oxidada, bloqueaba parte de la vía. Gonzalerría se vio obligado a frenar para tomar la curva en aquel espacio restringido.
Oí el disparo al mismo tiempo que el grito de Gonzalerría, que intentaba dominar el coche.
Miré a mi derecha y supe que estábamos a merced del tirador que nos había emboscado. No podíamos salir del coche y parapetarnos en ningún lado, las paredes laterales lo impedían y tendríamos que correr al descubierto más de cincuenta metros antes de encontrar un refugio. Tampoco podíamos quedarnos dentro del vehículo.
Una voz de mujer, distorsionada por el uso de un altavoz portátil, nos ordenó salir del coche de uno en uno con las manos en alto y ponerlas encima del techo del automóvil.
Fui el último en salir y una carcajada ampliada por el altavoz me sobresaltó.
“Bolto, ¡Qué pinta llevas! ¡Te he pillado como a un pardillo!”.
Aquellos insultos me sonaron a música celestial. A pesar de la falta de nitidez, había reconocido la voz de Susie Lao, quien, como yo, era un Hombre Bueno con poderes plenipotenciarios de las Ciudades Estado de Al-Andalus para mantener el orden en la zona.
Su denominación de Hombre Bueno había sido el motivo de divertidos debates entre nosotros: ella mantenía que debía mantenerse la nomenclatura y yo que, por deferencia a su sexo, sería más apropiado conocerla como a una Dama Buena o, incluso, dada su procedencia asiática, como La Bondadosa Princesa de la Tierra del Loto Azul. Entonces ella me dibujaría unos caracteres chinos con mi nombre, explicándome su significado que variaba entre Hombre Bueno de Cara Curtida Que No Sabe Montar a caballo, y Hombre Bueno con Pistola y Poco Más.
No me molesté en buscar dónde se había escondido, no la vería. Sólo sabía que no estaría en la zona de donde había procedido la voz de los altavoces. Nos habíamos topado con el control fronterizo de entrada a Al-Andalus de cuya eficacia no tenía ninguna duda.
Sin darnos cuenta apareció delante de nosotros, a unos diez metros, con una sonrisa pícara de oreja a oreja, tan contenta de verme como de haberme sorprendido en su emboscada. Era una mujer menuda con los ojos rasgados y delicada piel de su raza, su pelo negro y liso estaba recogido en una ancha cinta atada con un nudo en la nuca, lo que le daba un aspecto de pirata, reforzado por el fusil que llevaba casualmente en la mano, la bandolera repleta de cargadores que colgaba de su hombro y una corta espada enganchada a su cintura. Sus pantalones de montar y botas, aunque desgastadas por el uso, se podían ver en los catálogos más elegantes de prendas de hípica de las Marcas Globales y resultaban incoherentes con el resto de su atuendo. Era como si, preparada para un baile de disfraces, no había decidido ni vestirse de pirata o de rica amazona y optado por mezclar los dos atuendos.
“Déjate de tonterías Bolto”, me dijo una vez, “no es casual que los jinetes de élite lleven este tipo de botas de caña alta y pantalones, son los más cómodos y los que mayor control te permiten sobre la montura”. Susie también era una de las pocas personas, por no decir la única, que utilizaba las ligeras e incómodas sillas de montar inglesas en preferencia a las más amplias y cómodas castellanas, las cuales, a su entender, eran para perezosos señores de mediana edad con sobrepeso. Nunca discutí con ella sobre este tema porque sus habilidades como jinete la situaban a años luz de las mías; había participado en los últimos juegos olímpicos, antes de su absorción por la Marca Global Nikedidas, en la modalidad de pentatlón.
“Imagínate a un soldado huyendo a caballo de sus enemigos; su montura se cansa y la tiene que abandonar. Mantiene a sus perseguidores a distancia disparándoles con su rifle hasta que se le acaba la munición, momento en el que se tiene que alejar de ellos corriendo. Un barranco le impide el paso y saca su espada para defenderse hasta que, finalmente, coge carrerilla y salta por encima del barranco para conseguir huir. Éste es el origen del pentatlón”, me explicó. “Hípica, tiro, medio fondo, esgrima y salto de longitud: el deporte olímpico más complejo por la diversidad de técnicas que requiere”.
Al ver a un Hombre Bueno oriental todo el mundo asumía que sería una experta en artes marciales, algo rotundamente falso en el caso de Susie que, como yo, jamás se dejaba enzarzar en la pelea cuerpo a cuerpo, pero con su rifle, a larga distancia, era un enemigo terrible: su puntería era mortífera. En más de una ocasión mientras que yo sólo asustaba con mis disparos, ella hacía blanco a los bandoleros con quienes nos habíamos tenido que enfrentar. Nunca la había visto manejar la espada, pero si su nivel había estado al mismo que el resto de sus habilidades olímpicas no sería yo quien se enfrentase a ella.
Me imagino que por su infancia en Macao, el centro de las apuestas y casinos de toda Asia, sus conocimientos matemáticos y dotes para cualquier juego de azar sobrepasaban mi comprensión. Únicamente sabía que jamás debía jugar a las cartas con ella por dinero, donde también aprovechaba el tan manido, pero no por ello menos cierto, concepto de la capacidad oriental para conseguir que sus rostros sean inescrutables.
“Nos podías haber parado de otra manera”, me quejaba mientras ayudaba a Gonzalerría a cambiar la rueda tiroteada.
“De haber sabido que estabas en el coche, hasta hubiera colgado una pancarta de bienvenida para recibirte”.
Le expliqué la situación en la que nos encontrábamos de cara a las Marcas Globales y las posibilidades de una penetración armada en su territorio.
“No quiero parecer derrotista, pero no existe una barrera defensiva entre la costa y Antequera”, me dijo señalando a su alrededor. “De hecho, ahora mismo, el único foco de resistencia que encontrarían soy yo”.
“De momento eres más que suficiente”, le dije dándole una palmada en la espalda. “Pero si ves una columna de tanquetas avanzando por esta carretera, no le hagas frente. Mantén las distancias y toma nota de sus movimientos”.
Después le pregunté si sabía algo acerca de las investigaciones que estaba llevando a cabo Pepe Manzano y sobre la búsqueda de Pedro Antúnez.
“¿No lo sabes?”, me preguntó, con un ligero tono de preocupación.
“¿El qué?”.
“Han encontrado el cadáver de Pedro Antúnez”.
No reaccioné.
“Murió hace un par de meses”.
“¿Cómo?”.
“Fue asesinado. No conozco más detalles. Me llegó un mensaje de Pepe diciendo que dejásemos de buscarle, que había sido asesinado hacía tiempo. Ya te lo he dicho”.
Mi principal sospechoso acababa de desaparecer.
Al ver que no decía nada, Susie volvió a hablar.
“Bolto”, me dijo nuevamente, bajando la mirada.
“¿Sí?”.
“Hay algo más”.
“Dímelo. No parece que sea nada bueno”.
“Corre el rumor de que tú le mataste”. Al ver que yo no le contestaba, añadió: “Pero nadie te lo está echando en cara”.
Sus palabras no me servían de consuelo. Aparentemente las dos únicas personas que sabíamos, a ciencia cierta, que yo no había matado a Pedro Antúnez éramos su asesino y yo. Esto ya lo había asumido con anterioridad, pero las circunstancias acababan de cambiar. Hasta este momento cabía la duda de que hubiese huido a otros territorios, ahora no.