4.
Incluso a mí me pareció que aquel comentario pecaba de arrogancia, algo que no impedía que fuese cierto. A raíz de las sangrientas revueltas del Dos de mayo de 2038, muchas personas buscaron asilo en las ciudades más cercanas, donde después del primer brote de violencia se consiguió restablecer un cierto estado de orden y seguridad. No se podía decir lo mismo de las grandes extensiones del sur de la Península Ibérica donde grupos armados se dedicaron al saqueo, no necesariamente motivados por la avaricia, el egoísmo o la crueldad, sino en muchos casos por el hambre y la necesidad de supervivencia. Las Ciudades Estado bastantes problemas tenían para implantar unas normas de convivencia internas dentro de sus propios límites, mantener unos servicios públicos mínimos y obtener alimentos suficientes, como para poder destinar recursos en extender esta seguridad al campo. El hecho de que deseaban que su nueva sociedad estuviese basada en el humanismo, la tolerancia y el respeto, la solidaridad y la participación de los ciudadanos en su gobierno, era sin lugar a dudas absolutamente encomiable pero difícilmente compatible con una toma de decisiones enérgica. Ese idealismo inicial, fruto del rechazo al mercantilismo imperante de las Marcas Globales, no había llegado a disolverse ni siquiera durante las grandes sequías del año 2041 y 2042, con la hambruna que ambas supusieron.
La doctora Conde no aceptó mi aseveración con facilidad. No sé si porque yo le había caído mal o porque, razonablemente y dentro de los principios que se defendían en las Ciudades Estado, nadie podía estar por encima de la ley, y menos aún pensar que ésta podía estar personificada en alguien de mi calaña. Me pareció el momento oportuno de echar más leña al fuego.
“Como sabes también tenemos la potestad de actuar como jueces en las pequeñas o grandes rencillas que puedan surgir entre las Ciudades Estado. En teoría, y creo que en la práctica también, tendemos a ser ecuánimes y en algunos casos hasta sensatos. Pero más importante aún es que nuestras decisiones deben ser acatadas. ¿Y sabes por qué?”
La recién nombrada Senescal de Toledo era lo suficientemente inteligente para saber que se trataba de una pregunta retórica.
“Porque cualquier conclusión a la que lleguemos siempre será preferible a largas y prolongadas discusiones que al final sólo servirían para socavar las relaciones entre las ciudades enfrentadas. Porque los ciudadanos de esas villas creen en nuestra independencia a la hora de emitir un juicio. Quizá nos equivoquemos pero no lo haremos a sabiendas ni por presiones externas: de una ciudad o de otra, o de un grupo de personas o de otro”.
Me miró con un aire de cinismo mal disimulado, como si le estuviese contando la versión oficial de algo en lo que yo no creía. En eso se equivocaba, y continué con lo que se estaba convirtiendo en un discurso, con mayor vehemencia.
“Nuestra independencia, y nuestra credibilidad, se basan precisamente en que no estamos sujetos a ninguna de las Ciudades Estado. Ni tú ni el cabildo de Toledo en pleno me podéis ordenar a hacer nada. Sólo los cabildos de todas las ciudades, por unanimidad, pueden guiar mi conducta”.
Estuve a punto de decirle que a Marbella le iba a acompañar su puta madre y que yo tenía que encontrar a un asesino. Menos mal que no lo hice. Como poco hubiese tenido que tragarme mis palabras.