68.

En algún recóndito lugar de mi subconsciente estaba grabada la necesidad de mantener vivo el principio de la presunción de inocencia. Miguel Ródenas no tenía que probarme su inocencia. Yo tenía que probar, o al menos convencerme a mí mismo sin ninguna duda, de su culpabilidad. No di muestras de mi titubeo y proseguí con el interrogatorio.

“La siguiente víctima fue Pedro Antúnez, el ex-alcalde de Aldea del Rey, aunque su cadáver fue descubierto más tarde”, le dije.

“A ese hijo de punta le mataste tú. Todo el mundo lo sabe”, replicó Ródenas.

“No. Sólo dos personas saben que yo no lo hice con toda seguridad: su asesino y yo. Es decir, tú y yo”.

“No vuelvas con esas monsergas”, me dijo, forzando una risa.

“¿Te suena de algo la fecha del 25 de junio?”, pregunté.

“No”, me mintió.

“¿Estás seguro?”, le quise dar la oportunidad de decirme la verdad.

“Totalmente”.

“Fue el día en que fue asesinado Antúnez”.

Ródenas encogió los hombros como si no le importase ese dato en absoluto.

“El asesino se tomó muchas molestias para indicarnos que cometió su crimen ese día. Dejó la notificación de los suministros eléctricos con el cadáver. En un principio pensé que se trataba de una manera de hacer que la sospecha del crimen recayese más sobre mí, pero no hice caso de mi paranoia porque esa explicación carecía de coherencia. Ni yo mismo sabía dónde iba a estar ese día y podía haber tenido una coartada perfecta. ¿Te sigue sin decir nada la fecha del 25 de junio?”, insistí.

“Nada de nada”. Ródenas se empecinaba en su mentira.

“¿Recuerdas cómo se descubrió el cadáver?”

“Desde luego. Alguien dejó una nota en la puerta de la alcaldía. Yo la recogí”.

“En efecto. Pero la persona que llevó aquel aviso no era un ser anónimo. Se trataba del asesino”. Le expliqué cómo había llegado a aquella conclusión en mis conversaciones con Cintia.

“Es lógico”, me contestó. “Y yo sigo sin tener nada que ver con esta historia”.

“Tú viste el cuerpo”.

“Sabes de sobra que así fue. Acompañé a Pepe Manzano al cerro de El Alacranejo”.

“Descríbemelo”, le ordené.

“Estaba envuelto en un rollo de plástico, del que se usa en los invernaderos”.

“¿Envuelto o amortajado?”, le pregunté.

“Podría utilizarse la palabra “amortajado”, supongo”.

“Creo que en este caso sería la correcta. A fin de cuentas estamos hablando de un cadáver y poco importa que la mortaja sea de lino, algodón o plástico”.

“Si tú lo dices”.

“¿Cuándo fue descubierto el cadáver?”, le pregunté, cambiando de tema.

“A finales de agosto, creo recordar”.

“Recuerdas bien. Exactamente el día 25 de agosto, exactamente tres meses después del día en que murió, y fue descubierto exactamente en el momento que el asesino quiso que lo encontrásemos”.

Ródenas se dio cuenta de la dirección en que le llevaban mis preguntas pero no supo, o no quiso, desdecirse de sus respuestas anteriores. Una vez más le di la sensación de permitirle un respiro.

“Te gusta la poesía de García Lorca”, le dije. No le quedó más remedio que asentir.

“Es más, te consideras un experto en su obra. Un erudito”.

“No sé si tanto como eso”.

“No peques de humildad”, le animé.

“Gracias”.

Yo estaba allanando el camino para lanzar mi pregunta crucial. No me interesaba tanto su respuesta como su reacción.

“Lo debes de saber todo sobre él”, le halagaban mis palabras. “En especial el Romancero Gitano. Estoy seguro de que lo podrías recitar de memoria”.

“No te equivocarías”, me respondió con un orgullo mal disimulado.

“Pero has sido incapaz de reconocer la única fecha que figura en esos poemas”, cambié el tono de mi voz por completo, no pretendía esconder la agresividad de mis palabras. “El 26 de junio, y ninguna más. Me mentías cuando decías que no te quería decir nada, ¿verdad?”.

“No... No... No se me ocurrió. Estaba fuera de contexto”, balbuceaba sus excusas.

“Aparece en el Romance de “El Emplazado”. ¿Me lo podrías recitar?”.

Así lo hizo, con una calidad en su declamación notable dadas las circunstancias. Entre sus versos escuché:

“El veinticinco de junio

Le dijeron...

Pinta una cruz en tu puerta

Y pon tu nombre debajo”.

“Porque dentro de dos meses

Yacerás amortajado”.

“Y la sábana impecable

De duro acento romano

Daba equilibrio a la muerte

Con la recta de sus paños”.

Miguel Ródenas me acababa de describir, con las palabras de García Lorca, el ritual que había seguido en el asesinato de Pedro Antúnez, que descansaba en el infierno.

“Pedro Antúnez merecía algo peor que la muerte”, continuó. “Tú habrías hecho lo mismo”.

En eso se equivocaba. Yo tuve la oportunidad de ejecutarlo y, a pesar de la ira que sentía en aquel momento, no lo hice. Podía haber apretado el gatillo, con la impunidad que ser un Hombre Bueno me concedía, y haber volado la cabeza de Pedro Antúnez. No sé si me hubiese temblado el pulso porque matar a alguien a sangre fría no era algo que me plantease, ni siquiera en abstracto. Dijesen lo que dijesen y pensasen lo que pensasen yo no quería verme como un asesino.

Mi silencio obligó a Ródenas a seguir hablando.

“Son todo una serie de coincidencias. No intentes involucrarme en esto”.

“Fue tu segundo crimen. La venganza te ayudó a cometerlo pero en el fondo empezabas a racionalizar tus actos como una sublimación de los sentimientos poéticos. Después mataste a Rosario Verdes, la gitana.

“Rosa la de los Camborios

Gime sentada en su puerta

Con sus dos pechos cortados

Puestos en una bandeja”.

Y allí descubriste tu verdadera superioridad. Era tu amiga, la acompañaste a recoger hierbas para sus remedios naturales, y la identificaste como tu siguiente víctima, encajándola dentro de tus planes macabros. Ya sabías cuál era tu propósito y cómo lograrlo”.

“Era mi amiga. ¿Cómo puedes decir eso?”.

“Por desgracia para ella, era también gitana y tú necesitabas saber cómo reaccionaba un ser humano al trágico fin que García Lorca proclamaba en sus poemas. Te convertiste en un depredador”.

Miguel Ródenas se tapó la cara con sus manos, no queriendo reconocerse en el monstruo que le describía.

“Recítame el poema del Martirio de Santa Olalla”, le pedí.

“Por favor, no. No puedo”, sollozaba.

“¡Hazlo, hijo de puta!”, le grité, cogiendo la Glock y apretando el cañón en su mejilla.

Empezó a declamar con una fina voz entrecortada que apenas podía escuchar. Poco a poco se fue transformando y con firmeza llegó a los versos donde decía:

“Por el suelo, ya sin norma,

Brincan sus manos cortadas...

Por los rojos agujeros

Donde sus pechos estaban

Se ven cielos diminutos

Y arroyos de leche blanca”.

No le importaba ni mi presencia ni mi pistola. El sonido de los versos llenaba la habitación, para Ródenas no eran meras palabras, él las había vivido. Él era el asesino.

Así había matado a Eulalia, como a una Santa Olalla del siglo XXI. Agotado, Ródenas se hundió en la silla.

”¿Por qué acuchillaste a Pepe Manzano?”, continué con el interrogatorio.

“Qué más da”.

“¿Empezaba a sospechar de ti?”.

“Tal vez”.

“¿Por eso tuviste que matarle?”, insistí, no quería que mi amigo hubiese muerto por el capricho de un desequilibrado. Me hubiese gustado saber que estaba a punto de descubrir la identidad del asesino cuando éste acabó con él, para protegerse.

“No has entendido nada, ¿verdad?”, me dijo con desprecio. “Lo que me conviniese o importunase no tenía nada que ver con mis actos. Sólo importaba el seguimiento de los versos y la literalidad de las palabras que hacían de su poesía mi realidad”.

“Tres golpes de sangre tuvo

Y se murió de perfil”.

Miguel Ródenas recitó las palabras que le empujaron a matar a Pepe sin molestarse en esconder su locura.

“Consciente o inconscientemente fue la muerte de Pepe Manzano quien me hizo sospechar de ti”, le dije. “Si incluimos la violación de tu hermana, ése hubiese sido tu quinto crimen, pero no tuvimos que llamar al FBI. Miento, al final sí recurrimos al FBI, o a PeaceKeepers que viene a ser lo mismo, cuando apareció el cadáver de Luis Pizarro. Pero eso, como tú bien sabes, es otra historia”.

“En efecto, por lo que he oído no tenía ningún sentido. No entiendo porque alguien quiso descuartizar a aquel hombre de una manera tan horrorosa”.

No quise contestarle. Había racionalizado sus asesinatos de tal forma que no sólo no se sentía culpable por ellos, sino que era capaz de condenar una conducta idéntica en otra persona.

“Fue un comentario tuyo sobre la muerte de mi amigo”, volví de nuevo a la conversación inicial, “que me rechinó de tal manera que me hizo pensar que escondías algo”.

“¿Sí?”.

“Hablábamos de su muerte y tú citaste a Lorca”.

“¿Eso te extrañó?”.

“No. En absoluto”.

“¿Entonces?”.

“Me llamó la atención los versos que utilizaste. Yo no soy un gran experto en su poesía, pero esperaba que empleases la cita que acabas de utilizar. Era sin lugar a dudas la más apropiada, era la que me vino a la mente de manera instintiva. Sin embargo tú no la utilizaste, preferiste hacer referencia al “Romance a la Guardia Civil”, que, aún siendo relevante, lo era sólo de forma marginal. ¿Por qué? Una cita equivocada no era gran cosa para hacer recaer sobre ti la sospecha de ser un asesino en serie, pero me sembró una pequeña duda que pude utilizar para reenfocar mi forma de pensar”.

“Enhorabuena”, su sarcasmo era palpable.

“Ahora el que no entiende nada eres tú. No eres tan especial, créeme. Eres un asesino que se adhiere estrictamente al perfil psicológico del psicópata más convencional”.

Estas palabras le ofendieron, lo que no dejaba de tener su gracia.

“Según las pautas marcadas por Cintia, de todas las referencias simbólicas que dejabas en las víctimas, tenía que descontar aquéllas que eran accidentales. La ubicación de los cadáveres en lugares vinculados a la Orden de Calatrava era un nexo en común entre todos ellos y, créeme, durante mucho tiempo pensé que era relevante. Hasta que me di cuenta que si alguien quería buscar lugares abandonados y poco frecuentados en esa zona, iría a parar inevitablemente a un edificio relacionado con la Orden. Toda la región en torno a Almagro perteneció a los caballeros calatravos durante más de cuatro siglos, cualquier edificio abandonado sea castillo, convento, ermita o iglesia habría sido suyo y en ellos se encontrarían sus blasones y símbolos. No era una coincidencia que todos los cadáveres apareciesen en esos lugares sino al revés; los mejores sitios para desprenderse de ellos eran las ruinas de los edificios de la Orden de Calatrava”.

“Si te sirve de algo ni me planteé a quién habían pertenecido esas ruinas. Simplemente las usé”, me dijo.

“Me aferraba a la idea de que todo asesino en serie racionalizaba sus crímenes y esto se reflejaba en la manera en la que destrozaba a sus víctimas, pero seguía sin verte vínculo en las distintas muertes. Hasta que te equivocaste en tu cita. Te pasaste de listo por querer esconder algo de lo que no tenía la menor sospecha”.

“Lo tenía demasiado reciente”, me confesó, tranquilamente, con el sosiego que le daba no tener que esconderse ni sentir ningún remordimiento.

“No quería que se reflejase en mi rostro el instante sublime que había vivido, entendiendo plenamente el sentido de .

Pensaba que todo el mundo sería capaz de ver el éxtasis que revivía cada vez que formulaba esos versos”.

“A partir de ese momento”, continué, “con una copia del Romancero Gitano en mano volví a analizar todos los crímenes. El nexo en común se hizo aparente, aunque también podía tratarse de una serie de coincidencias o de mi deseo desesperado de encontrar un vínculo donde no lo había. También desconocía el desencadenante de tu locura, algo que Cintia consideraba de vital importancia, y el papel que Laura podía haber jugado en todo esto. Ahora ya lo sé”.

Guardé mi arma en la funda, no quería tener la tentación de usarla.

“¿Y el asesino de Luis Pizarro?”, me preguntó como si le importase.

Salí de la habitación sin contestarle.