55.
Una mujer vestida con uniforme de campaña nos impedía el paso a la iglesia, su subfusil colgaba del hombro y no parecía pensar que sería necesario utilizarlo; su simple presencia era suficiente. Incongruentemente llevaba unos guantes de látex, un gorro y unos cubre zapatos más corrientes en un quirófano que en el patio de una iglesia. Por el rabillo del ojo vi cómo Gonzalerría se situaba a mi izquierda, metía la mano en el bolsillo de su chaqueta e, imperceptiblemente, cambiaba el peso de su cuerpo, apoyándolo sobre su pie trasero, para dar mayor fuerza y velocidad a su golpe. No hacía falta decir nada, él ya había metido sus dedos dentro del puño americano y sólo esperaba que yo distrajese momentáneamente a aquella soldado para que él pudiese dejarla fuera de combate.
Estaba en Al-Andalus, en mi territorio, y nuestra actuación hubiese estado más que justificada, aún así no quería que la próxima ronda de negociaciones con las Marcas Globales empezase con tan mal pie. No fue necesario que distrajese a la centinela, todos oímos unos pasos apresurados que se acercaban desde la oscuridad del interior de la iglesia y ella se giró para ver su proveniencia. No llegó a darse la vuelta del todo, para entonces Gonzalerría ya la había dejado fuera de combate. Simultáneamente había sacado el Colt que me había regalado Stirling, y que yo le había prestado, y apuntaba a la sombra que estaba cada vez más próxima. Desenfundar la Glock hubiese sido excesivo por mi parte.
“Bolto, ¿qué has hecho ahora?”, dijo la inconfundible voz de Soraya Conde, Senescal de Toledo, quien, al darse cuenta de lo ocurrido, había dejado de llamarme Eneko.
“Me impidió el paso con un arma”, le dije, explicando que en mi caso, y en el Al-Andalus, ése era suficiente motivo para noquear a alguien.
“Tenía órdenes de no dejar pasar a nadie”.
“¿Quién se las dio?”, fue mi turno en preguntar.
“Su jefe, Klein”.
“¿Ya nos han invadido?”.
“No seas tan simple”.
“Un soldado de PeaceKeepers me cierra el paso, siguiendo las órdenes de su jefe, con un arma en la ciudad de Valdepeñas. ¿Qué quieres que piense?”.
“No te estaba cerrando el paso, estaba intentando que nadie contaminase la escena del crimen”.
“¿Quién les autorizó entrar en Al-Andalus?”.
“Yo”.
Se lo podía haber echado en cara pero no lo hice. Soraya había tomado una decisión difícil porque estaba allí para tomarla, posiblemente yo hubiese actuado de una forma muy distinta. Me parecía arriesgado permitir el paso a cualquier elemento de PeaceKeepers a nuestro territorio. También debía reconocer que, con nuestros medios, habíamos sido incapaces de encontrar ninguna pista que nos llevase al responsable de los asesinatos, y que las técnicas de investigación científicas, aportadas por PeaceKeepers, podrían descubrirnos nuevos datos.
“La comitiva negociadora de las Marcas Globales viajaba a Toledo. Llegaron a Valdepeñas al poco tiempo de descubrirse el cadáver. Belair, con el asentimiento de Klein, nos ofreció su asistencia”, se explicaba Soraya. “Yo accedí y en poco tiempo un helicóptero con un equipo de científicos forenses aterrizó aquí. Necesitamos más...”.
“No sigas”, le interrumpí. “No te justifiques. No hace falta”.
Me agarró del brazo y me miró a los ojos. “Gracias”, me dijo. Era la primera vez que, aunque someramente, nos habíamos tocado.
“Desármala”, ordené a Gonzalerría, cambiando de tercio. “Túmbala a la sombra, en uno de los bancos de la iglesia, y asegúrate de que pueda respirar”. Aparte del golpe que había recibido, no quería que la soldado sufriese ningún otro percance. No era necesario.
Habían instalado su centro de control en una de las naves transversales que llevaban a la puerta de la sacristía. Un técnico estaba sentado delante de cuatro monitores donde se veía la escena del crimen desde distintos ángulos y con diferentes colores e intensidades. Utilizando su lápiz bio-informático cambiaba los ángulos, distancias y la composición cromática de lo que estábamos viendo en las pantallas. Siguiendo las instrucciones de Soraya nos pusimos unos guantes, botines y gorros que impidiesen que trasladásemos las partículas microscópicas que inevitablemente desprendíamos en todo momento, a la escena del crimen.
“Eneko Amboto, bienvenido a esta tu casa”, dijo Hans Klein, con una mirada que desdecía sus palabras.
“En efecto. Ésta es mi casa”, le contesté. “Y sería yo quien te tuviese que dar la bienvenida a nuestro humilde territorio, aunque fuese por pura cortesía”.
“No creo que la cortesía sea una de tus fuertes. Desapareciste de Marbella sin despedirte. Eso es, cuanto menos, de mala educación”, contestó Klein ante las miradas de su acompañante Belair, Soraya y Gonzalerría. El técnico que manejaba las pantallas hubiese deseado ser invisible al darse cuenta de la violencia latente de nuestras palabras. Soraya y Belair empezaban a inquietarse y a hacer gestos conciliadores para que nuestro enfrentamiento no llegase a más. Gonzalerría, precavido, se preparaba para la acción. Hubiese sido interesante ver un combate entre Klein y Gonzalerría, pero ése no era el momento ni desde luego el lugar, una iglesia, para permitirlo.
“Acepta mis disculpas”, le propuse. “La próxima vez me aseguraré de darte un buen apretón de manos antes de seguir por mi camino”.
“No tengo ningún problema en aceptar esas excusas”.
Soraya y Belair respiraron aliviados, demasiado pronto.
“Pero lo que no te puedo perdonar, ni lo haré, es el secuestro de Richard Kenyon”, la amenaza de Klein era meridiana y no le faltaba razón en hacerla. “Más te vale que no le haya ocurrido nada. Recuerda que, a pesar de sus múltiples y diversos negocios, PeaceKeepers es una organización militar, y que el primer deber de un soldado es no abandonar a su compañero en peligro”.
El discurso de Hans Klein era impecable. Uno puede empezar a luchar por un ideal, como lo había hecho yo, por una bandera o, incluso, por dinero, como lo hacían los empleados de PeaceKeepers. Pero cuando los hombres empiezan a caer y las balas a silbar, sólo combates por el grupo de personas que están a tu lado en la refriega, con la esperanza de que ellas hagan lo mismo por ti y que, juntos, lleguéis a sobrevivir. Igualmente todos y cada uno de esos soldados debía de tener la fe ciega de que si caían, se harían todos los esfuerzos posibles para ponerles a salvo. Si tuviesen la más mínima sospecha de que podían ser abandonados, sólo pensarían en la retirada y nunca en la victoria, la moral se desplomaría y dejarían de existir como fuerza militar. Yo sabía muy bien lo que Hans Klein me estaba diciendo.
“Volverá con vosotros en breve y en perfecto estado de salud”, le prometí en tono conciliador.
“Entonces sólo quedaría pendiente el cargo de espionaje industrial por tu acceso ilegal a los datos estratégicos y comerciales pertenecientes a PeaceKeepers”, dijo Klein, quien a pesar de ser militar, no había llegado a su puesto en la organización sin tener unos mínimos conocimientos jurídicos.
“Lo siento”, le dije con una pesadumbre artificialmente exagerada.
“No es suficiente”, me contestó.
“Lo siento”, repetí, “pero no estaba excusando mis actos. Simplemente lamento que no exista ninguna legislación sobre espionaje industrial en Al-Andalus: hay pocas industrias y no merece la pena que sean espiadas. Y, te recuerdo, que ahora mismo estás en este territorio”.
Belair se dio cuenta que la tensión entre nosotros volvía a resurgir y decidió intervenir.
“Estamos aquí para ayudar. En un principio para que podáis capturar a vuestro asesino y en segundo lugar para llegar a un acuerdo sobre el agua de Marbella”, dijo, interponiendo su cuerpo entre el de Klein y el mío.
“El agua de Al-Andalus, querrás decir”, apostillé.
“Dejadlo ya”, ordenó Soraya Conde, con su tono imperativo de Senescal.
Klein y yo nos lanzamos una última mirada. No nos faltarían oportunidades para solventar nuestras diferencias y, por el momento, era más urgente encontrar al asesino.
Klein no me había preguntado por los motivos de mi desaparición y fuga de Marbella. Era posible que no sintiese ningún tipo de curiosidad al respecto, o que no le interesasen mis idas y venidas; o que ya conocía la respuesta.
Desde uno de los monitores vimos como uno de los científicos que se encontraba en la cripta hizo el signo universal de OK con su pulgar e instaba a sus otros dos colegar a salir. En su caso no llevaban únicamente la protección en sus pies, manos y cabeza, sino que todo su cuerpo estaba cubierto por un mono blanco con la apariencia del papel.
“¿Y esto?”, pregunté, señalando sus atuendos.
“Es un traje desechable que no desprende ningún tipo de fibras”, explicó Klein. “No queremos que se contamine la escena del crimen”.
“Listos para la explosión”, avisó el operario que trabajaba delante de las pantallas. “Es la tercera y última”. Un fogonazo hizo que las pantallas se volviesen blancas durante unos instantes antes de retomar sus imágenes originales.
“Ahora tendremos que esperar unos minutos antes de entrar”, dijo el operario. Si alguien hubiese tenido la modestia de explicarme qué estaban haciendo quizá llegase a entender lo que ocurría y cuál era su objetivo.
“Pon las imágenes en neutral y enseña el cadáver a nuestros invitados”, ordenó Klein. El operario dio las instrucciones pertinentes a su sistema informático y una de las pantallas perdió sus colores sicodélicos para convertirse en un monitor de imagen normal. Agradecí no tener que ver el cadáver directamente. El observarlo a través de una pantalla generaba una barrera física y también psicológica, consiguiendo que el impacto de ver un muerto mutilado se atenuase, haciéndolo irreal.
El técnico guiaba la cámara desde su tablilla cerámica, ofreciéndonos un plano general de la cripta con el cadáver expuesto, desnudo en forma de cruz, con los pies juntos y los brazos extendidos, tal como yo había encontrado a Rosario Verdes. Su vello público ensortijado se volvía rojo oscuro y un agujero viscoso parecía extenderse entre sus piernas donde había fluido la sangre de sus genitales extirpados. Nunca le había visto sin ropa y, en su desnudez, me parecía más flácido y pálido de lo que me hubiese imaginado. El rictus inmóvil de terror y agonía que reflejaban sus facciones hacían olvidar la afabilidad, o contrariedad, que transmitía en vida. Aún así no cabía ninguna duda sobre su identidad.
Luis Pizarro, Alcalde de Córdoba y embajador de las Ciudades Estado de Al-Andalus, yacía muerto ante mis ojos, asesinado en un rito cruel.