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“No me puedes pedir eso”, Kenyon se rebeló. “Hasta ahora la información que te he buscado no perjudica abiertamente a mi empresa. Puedo justificar habértela dado bajo coacción. Nadie me echaría en cara colaborar contigo en la persecución de un asesino en serie, ni rastrear la información financiera de PeaceMakers. Aunque sea información confidencial, no creo que preocupe a nadie el hecho de que la hayas obtenido, poco uso podrás hacer de ella. Pero es imposible darte lo que me pides ahora”, reiteró.

Le había pedido el plan de campaña de la invasión de Al-Andalus; su despliegue de tropas, composición de unidades, lista de armamentos, notas de suministros y líneas de comunicación.

Como ejecutivo de PeaceMakers en la zona, Kenyon estaba en una situación privilegiada para darme esos datos; no sólo tenía el nivel de acceso requerido sino que también había participado en su preparación, de modo que sabía dónde buscarlos.

Curiosamente de toda la información que quería obtener la que menos me interesaba era ésta. Por propia experiencia sabía que si una persona, o célula armada, caía en manos enemigas cualquier información confidencial pasaría a sus captores en poco tiempo. Se debía asumir, de manera automática, que esa información estaba contaminada y obrar en consecuencia: cambiando planes, redistribuyendo el armamento, cancelando encuentros o destruyendo documentación. Los protocolos de actuación dentro de PeaceMakers serían similares, en cuanto se percatasen de la desaparición de Kenyon y de su acceso posterior a los planes de campaña, asumirían que estaban en mis manos y, por lo tanto, comprometidos. No les quedaría más remedio que cambiarlos, y eso llevaría tiempo, algo que yo necesitaba ganar.

“También me gustaría saber los costes que habéis presupuestado para la contienda inicial y la duración estimada del período de ocupación”, le dije. Por pedir que no quedase.

“Será mi ruina. Me despedirán. No volveré a trabajar”, se quejaba. En eso tenía razón, las políticas de empleo en las zonas controladas por las Marcas Globales eran inhumanas: mientras trabajases en una de ellas el nivel de vida en términos de bienes de consumo era muy alto. En cuanto dejases de pertenecer a su personal, te convertías en un ser casi marginal, deambulando de empleo basura en empleo basura, y, nadie despedido por motivos disciplinarios de una de ellas, encontraría una colocación en otra.

“Es mejor estar en el paro que muerto”, le animé.

“Ése es el problema”, me confesó. “No te creo. No creo que me mates”.

“¿No?”.

“Eres un hijo de puta, pero no esa clase de hijo de puta. Después de haberte ayudado no me pegarías un tiro a sangre fría”.

Tenía razón. En lo de no matarle, no en lo de que yo fuese un hijo de puta.

“Siempre podrás decir que sí me creías y que desvelaste sus secretos para conservar la vida. Me parece una excusa razonable”.

“Ése es el problema”, me volvió a repetir, como a un niño intransigente. “Ellos lo sabrán”.

“¿Por ellos te refieres a los mandamases de PeaceMakers? Entiendo que conocerían la información que me has desvelado. Un rastreo de la Mente Global les indicaría los archivos que has abierto y de ahí descubrirían el contenido de los datos traspasados. Pero nada más. No sabrían si te tenía aterrorizado cuando los traicionaste o si lo hiciste por voluntad propia”.

“Ése es el problema”, repetía machaconamente.

Gonzalerría se desperezaba en el suelo ruidosamente, estirando sus brazos y piernas, sin darse cuenta o sin importarle, de dónde estaba.

“Sabrán que no creía en tu amenaza. Me pondrán bajo tratamiento y lo descubrirán”.

“¿Qué tipo de tratamiento?”. Me estaba yendo por los cerros de Úbeda, pero sentía curiosidad.

“No es doloroso, sino todo lo contrario. Mucha gente lo sigue para controlar sus miedos y, aparentemente, es muy efectivo como terapia psicológica. Se llama el Tratamiento de la Verdad Subjetiva y es un desarrollo del método de la regresión, reforzado por componentes químicos. Básicamente el paciente relata su verdad de los hechos, sin poder engañarse a sí mismo y esto libera todos sus demonios internos. También es absolutamente fiable como método de interrogatorio. Imagínate, si no te puedes engañar a ti mismo difícilmente lo podrás hacer al prójimo. En PeaceMakers lo hemos adaptado para estos fines con resultados extraordinarios”.

No le quise resaltar que, precisamente, a causa de esa efectividad, su futuro no parecía demasiado halagüeño.

“Lo siento, Bolto, pero no me puedes obligar a ayudarte”.

Creo que Kenyon llegó a pensar que se saldría con la suya. Gonzalerría se levantó y cogió mi Colt. Apuntó de manera casual a Kenyon.

“Vamos”, le dijo, mientras que Kenyon me preguntaba con la mirada sobre lo que estaba ocurriendo. Con un movimiento de hombros, le hice ver que yo nada tenía que ver con el comportamiento de Gonzalerría.

“Ya has acabado ¿o no?”, le preguntó, con sus maneras de matón.

“Sí... creo que sí”, contestó Kenyon, con un ligero tartamudeo.

“Pues andando. Si has acabado, aquí sobras. El que no suma, resta”, dijo Gonzalerría, mientras le indicaba, con la pistola, que se acercase a la puerta para salir.

“¿Dónde me llevas?”.

“Mira Kenyon, me caes bastante simpático, me pareces un tipo legal, y eso está bien en los tiempos que corren, pero siempre, desde mi más tierna infancia, he querido decir una frase y tú me has dado esa oportunidad: “Esto no es nada personal`”.

El sueño le había sentado bien a Gonzalerría, jamás le había oído decir tantas palabras seguidas desde que le conocía.

“Me acompañarás al coche, conseguiremos una pala e iremos a un sitio solitario, alejado de miradas indiscretas. Allí cavarás un agujero de metro y medio de profundidad, que será tu tumba. Después te pegaré un tiro en la nuca, con la suficiente distancia para que no me salpique tu sangre. Tu cadáver caerá en el hoyo, y al utilizar un revólver, no tendré necesidad de buscar el casquillo. Te enterraré, borraré las huellas de los neumáticos para que nadie sospeche que un vehículo ha estado allí, y volveré aquí. Nadie sabrá lo que ha pasado. Nunca”.

Con lo sencillo que era. Me pregunté por qué el asesino de Pedro Antúnez se había complicado tanto la vida, envolviendo al muerto en plástico y machacar sus costillas con un cuchillo.

“¡Vamos!”, ordenó Gonzalerría.

Les di la espalda para dar la impresión de que no intercedería para salvar la vida de Kenyon.

Si alguna vez Kenyon era sometido al tratamiento de la Verdad Subjetiva, diría que nos desveló los planes de campaña de su organización bajo una presión psíquica intolerable. Estaba absolutamente aterrorizado cuando se puso de nuevo sus gafas.

Kenyon llevaba dos horas bajando los archivos pertinentes mientras yo tomaba copiosas, e inútiles, notas cuando la Mente Global dejó de transferir datos. Podía tratarse de una caída en la red de comunicaciones de la Ciudad Estado de Toledo, pero no era así. Habían descubierto la desaparición de Kenyon y cortado su acceso informático. También sabrían dónde se encontraba y deducirían que estaba conmigo.

A todos los efectos yo volvía a estar vivo.